George Thomas salta por la borda

En un maidan, a la vista de las verdes montañas, Uday Singh y George Thomas intercambiaban estocadas, y el sonido estruendoso de sus espadas resonaba entre los banyan y los campos inundados.

George Thomas miraba los ojos somnolientos y la postura relajada de Uday Singh, oía su respiración sosegada y esperaba un resquicio. Giraban en círculo, siempre hacia la derecha. Thomas sintió que el mundo retrocedía, distanciado por sus revoluciones, veía solamente la barba blanca de Uday, el filo brillante de su espada, el lugar donde su túnica se replegaba para mostrar la arista de la clavícula y el hoyuelo debajo de la garganta, y sintió el aplomo de Uday, su espíritu, su valor, sus viejas heridas, sus amores, sus desengaños, su miedo, aquella antigua intimidad tácita, aquel conocimiento a veces obsceno entre adversarios, y esperó un titubeo involuntario, una retirada interna que se revelara como un resquicio.

Vio Thomas que los ojos de Uday se estrechaban, y vio de pronto una fisura en su guardia, creyó que Uday retrocedía, allí estaba. Thomas atacó de frente pero, aunque tensó los muslos y se lanzó a fondo, supo que había sido en vano, porque Uday, perezosamente, se echó a un lado y esquivó con facilidad el golpe y, desde abajo, con un movimiento de cuchara, tocó suavemente el estómago de Thomas con el acero suave.

Thomas, jadeante, se enderezó.

—¿Cómo lo haces? Sabías que iba a atacarte antes de hacerlo.

—He adivinado tus intenciones —dijo Uday— No es tan difícil. Se aprende con los años —dio una palmada en la espalda de Thomas—. Estás mejorando. Pero todavía necesitas ejercitar tu urdu.

Camino de las tiendas, se quitaron las pesadas pieles y las cotas de malla relucientes al sol del final de la tarde. La hierba bajo sus pies estaba mojada por las primeras lluvias del monzón; en una tienda roja, Thomas comió, sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo alfombrado, mientras Uday lo miraba.

—Come algo —sugirió Thomas—. Nadie lo sabrá nunca.

—Lo sabrán los dioses, y lo sabré yo —respondió Uday, sonriendo—. Come, firangi.

—¿Firangi? ¿Yo? No soy ningún extranjero. Soy Jahaj Jung, viejo, ¿o no lo has oído?

—Jahaj Jung, el guerrero venido de los mares —añadió Uday, sonriendo.

—El mismo —dijo Thomas—, pero aquí viene un firangi.

El hombre que llegaba, algo encorvado, era alto y delgado, con el pelo largo, oscuro y lacio y una gran nariz.

—Reinhardt —dijo Thomas—. Siéntate. Come.

—Después —contestó Reinhardt—. Tengo una idea. Un plan.

Se agachó y llenó una copa de vino.

—Pues ponlo en práctica —animó Thomas.

—Por supuesto —dijo Reinhardt—. Las lluvias empezarán pronto y languideceremos en estos campos llenos de fango, no habrá guerras ni dinero que ganar. Pero, no lejos de aquí, hay un palacio. El palacio de una mujer. El palacio de una princesa que necesita hombres que manden sus ejércitos.

—Sardhana. Estás hablando de Sardhana —dijo Uday.

—Por supuesto —respondió Reinhardt con una sonrisa de oreja a oreja—. Una mujer hermosa, eso dicen, una mujer tempestuosa, una mujer hambrienta, una mujer apasionada.

—Una bruja —dijo Uday—. Zeb-ul-Nissa, la bruja de Sardhana. Hija de una bailarina. Se casó con un general llamado Le Vassoult, que ya ha muerto. Ahora ella gobierna sus tierras, con hechizos, con el terror y mano de hierro.

—¿Vendrás? —preguntó Reinhardt.

—Por supuesto que irá —dijo Uday.

—¿Una mujer hermosa? —preguntó Thomas.

—Incuestionablemente —contestó Reinhardt.

—¿Una mujer apasionada?

—Indudablemente.

—¿Una mujer tempestuosa?

—Seguro.

—Estás loco si te acercas a ella —dijo Uday—. Posee la magia de los brahmanes, la magia oculta. Pero, por supuesto, tienes que ir.

—Una mujer con tierras, con un reino —dijo Thomas—. Demasiado bueno para no ir.

—Tienes que ir —siguió Uday—. Tendrías que ir.

—Uday, el espadachín clarividente —dijo Thomas.

—Con la espada o con las mujeres, la supervivencia es lo mismo —añadió Uday. Sonrió—. Jahaj Jung. Ten cuidado.

—¿Tú no vienes?

—Soy lo suficientemente prudente como para no acercarme a una bruja.

—Cuentos infantiles —dijo Thomas.

—Precisamente los que hay que temer —comentó Uday.

A la mañana siguiente, Reinhardt y Thomas salieron a caballo; Uday, subido a un montículo de fango entre dos terrenos, se despidió agitando la mano, su blanca túnica se transparentaba a la luz oblicua del sol naciente, su barba se movía acompasadamente sobre el pecho impulsada por la húmeda brisa. Reinhardt entonó una canción francesa con su voz fina, penetrante; Thomas, vuelto en su silla, vio empequeñecerse la erguida figura, hasta que quedó oculta tras las altas copas de un bosquecillo de mangos; se oyó luego el canto lejano de las mujeres en los campos, el pesado y pegajoso sonido de las pisadas de los caballos sobre el fango, el crujido de las pieles, el canto de miles de cigarras, el afanoso gorjeo de los pájaros, el estruendo lejano de los truenos. Las nubes, grises y negras, rodaron por el alto cielo.

Al mediodía, en un cruce de caminos, se detuvieron en las ruinas de una serai, y se sentaron en una desgastada piedra, mordisquearon unos chapatis fríos con encurtidos. Había un grupo de mercaderes marwari, con sus escoltas pathan, al otro lado del edificio, que los miraron con curiosidad.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Thomas a Reinhardt.

—¿Aquí, en la India? Un año y ocho meses.

—¿Por qué llevas todavía ese abrigo?

—¿Este abrigo? ¿Qué tiene de malo este abrigo? Es parisino, me lo hicieron en París, a medida.

—¿Por qué no llevas esto? Va mejor aquí, es más cómodo.

—Me gusta este abrigo. ¿Le encuentras algo malo? ¿El qué?

—No, nada.

Thomas desvió la mirada y no dijo nada de los largos faldones del abrigo que ondeaban con el galope del caballo, haciendo que jinete y montura parecieran una monstruosa ave de rapiña. Aquella tarde cabalgaron bajo una ligera lluvia; Reinhardt parecía haber olvidado su enfado y volvió a su canturreo. El camino se hizo más ancho y el tráfico más intenso: campesinos con cargas de heno en viejos carros de dos ruedas, tirados por magníficos bueyes blancos, pastores con rebaños de cabras rollizas, mercaderes con carretas cubiertas, caravanas escoltadas por lanceros rajputs y afganos; Reinhardt sonrió y se golpeó el muslo.

—Un lugar rico el de Sardhana —dijo.

—Rico lo es todo —repuso Thomas—. Si no fuera por las guerras, qué buena cosa sería el Indostán.

—Si no fuera por las guerras, ¿qué sería de nosotros? —gritó Reinhardt espoleando al caballo—. Vayamos en busca de la begum.

Al anochecer llegaron ante una gran puerta en una muralla almenada.

—Somos oficiales —anunció Thomas—. Venimos a ver a la begum para ofrecerle nuestros servicios.

El oficial de guardia, un soldado bengalí, desdentado y cubierto de cicatrices, hundió los pulgares en el cinto y caminó alrededor de los caballos.

—Es tarde —dijo—. La begum da audiencia por la mañana. Marchaos. Volved mañana.

—Mándale recado ahora —insistió Thomas.

—Marchaos.

—Dile que está aquí Jahaj Jung.

—¿Jahaj quién?

—Ya me has oído, bengalí. Ve a decírselo.

—¿Jahaj Jung, el del cañón?

—Sí.

—¿El que dicen que es tan buen soldado?

—Sí.

—¿Un buen hombre?

—Un hombre generoso, sí —añadió Thomas, y la moneda que lanzó al aire trazó un arco y acabó en el cinto del bengalí.

Los corredores del palacio estaban poco iluminados; las pieles de tigre, las espadas y los escudos ovalados brillaban a la trémula luz de las antorchas. Thomas y Reinhardt siguieron al oficial bengalí por salas oscuras y escaleras empinadas, tintineando las espuelas y resonando los tacones en los pulidos suelos de piedra y madera. Subieron cada vez más alto y, luego, Thomas oyó a lo lejos risas apagadas, risas de muchachas, seguidas de largos cuchicheos. Cayó repentinamente la lluvia, tamborileando a ráfagas en los cristales de las ventanas, y luego los tres hombres salieron a una azotea.

—Esperad aquí —pidió el bengalí.

Bajo un dosel rojo y amarillo, un majestuoso balancín de plata crujía al mecerse; el bengalí se acercó a las formas móviles y enjoyadas sentadas en el suelo alfombrado y se inclinó junto al balancín. Remolinos de agua barrían la terraza y se desparramaban por los parapetos y balaustradas. Thomas se enjugó la cara con la manga y aspiró el tenue aroma del tabaco, la pesadez de los ricos perfumes y la tierra húmeda; Reinhardt masculló algo para sus adentros y se sonó la nariz.

—Venid —llamó el bengalí.

La mujer reclinada en el balancín se llevó a los labios una boquilla de marfil y aspiró; borboteó el narguile; Thomas hizo una reverencia.

—Salaam walekum —dijo, y Reinhardt lo repitió como un eco.

—Walekum salaam —correspondió la mujer.

Su voz era áspera, alternando un agudo juvenil y una ronquera profunda; un diminuto diamante blanco, prendido en una aleta de la nariz, realzaba la perfección escultural de ésta, larga sin exceso. El humo blanco salía de sus labios carnosos, velando unos ojos grandes y oscuros, maquillados con kobl. Había plenitud en su cara, una casi gordura que hacía adivinar la suave carnosidad oculta bajo la seda azul oscura de su suelta kurta-garara.

—Nos han dicho, alteza, que necesitas oficiales —comenzó Reinhardt.

—Sí, pero ¿qué tal montáis a caballo? —preguntó la begum.

—Bastante bien —respondió Thomas, sonriendo.

—Está bien. Venid. Me han dicho que el Chiria Fauj anda cerca. Quiero verlo.

Con gesto rápido, se levantó del balancín. Los hombres la siguieron por las escaleras y los corredores lóbregos y salieron a la puerta principal, donde una compañía de jinetes esperaba junto a cuatro caballos ensillados. Cabalgaron en medio de la oscuridad, sobre el fango, entre hojas y ramas que arañaban sus rostros y brazos; de vez en cuando, cuando se dispersaban las nubes, Thomas veía a la begum, cabalgando delante, separada de los demás, inclinada sobre el cuello de su caballo blanco. Se volvió, levantándose sobre los estribos, aminoró el paso y esperó a que Reinhardt llegara a su altura.

—Loca —gritó por encima del ruido de los cascos—. Está loca.

Reinhardt miró a Thomas, riendo con la boca torcida y enseñando sus dientes desiguales, pero no dijo nada. Thomas recuperó su postura en la silla; pronto, con el balanceo del trote, los sonidos de la noche, las pisadas de los caballos, el roce de las guarniciones y el agua, Thomas fue perdiendo la noción del tiempo, y cuando se detuvieron junto a un bosquecillo, tuvo que sacudir la cabeza y aspirar profundamente el aire, como si despertara de un sueño profundo.

La begum desmontó, y llamó a Thomas y a Reinhardt.

—Poneos esto —dijo, y les entregó un lío de ropa negra.

—Un burqua —dijo Reinhardt.

—No quiero que me reconozcan —explicó ella, y se echó otra tela de gran longitud sobre la cabeza; cuando terminó de arreglarse, todo su cuerpo estaba cubierto, salvo los ojos. Miró a Reinhardt y a Thomas con una ceja levantada—: Parecéis mujeres delicadas.

Thomas se inclinó reverentemente y Reinhardt dijo algo en francés; los dos europeos y el bengalí salieron tras la begum, rodearon el bosquecillo y llegaron a las afueras de una ciudad pequeña. Las calles rebosaban de gente, incluso a aquella hora tan avanzada de la noche; los niños corrían excitados de un lado a otro de las calles, agitando espadas de madera y arcos de vivos colores. La begum y sus acompañantes encontraron un sitio elevado en la galería de una tienda de halwai; Thomas miró a la begum a través de la redecilla que cubría la rendija de su burqua, tratando de ver sus ojos. A pesar de las puertas cerradas, el aroma de los dulces impregnaba la galería, y Thomas sintió hambre de pronto, herido su paladar por el gusto de los laddoos, jalebis, balushahis e imurtis; la begum se volvió hacia él bruscamente.

—¿Sabes por qué estamos aquí?

Thomas negó con la cabeza.

—Porque el mundo es viejo, y esto es algo nuevo.

—¿Qué? —preguntó Reinhardt—. ¿Qué?

—Silencio —dijo la begum cuando oyeron resonar las firmes pisadas al principio de la calle. Los niños se arrimaron a las paredes y el Chiria Fauj desfiló ante ellos, al ritmo cansino de la larga marcha, las caras inexpresivas, las pisadas sincronizadas, bump-bump-bump, las miradas fijas en la nuca del hombre de delante, aunque quizá vieran a través del cabello y la carne sudorosa a más de mil metros de distancia; desfilaban resueltamente, sin, al parecer, ver ni oír nada.

—Hermosos soldados —susurró Reinhardt para sus adentros.

Thomas advirtió el movimiento de cabeza de la begum, la ligera rigidez de su cuello. Pasaron las filas, prietas y rectas y, finalmente, precedido de murmullos, un caballo negro casi encabritado, nervioso, con los ijares temblando, montado por una figura alta, vestida con abrigo verde. La mano sobre las riendas aparecía quieta y pálida a la luz amarillenta de las antorchas, la respiración acompasada, los hombros hacia atrás y la cabeza erguida, con la mirada puesta por encima de los soldados, incluso por encima de las arracimadas casas, perdida en un punto entre las nubes oscuras y el cielo nocturno.

—Cabalga como un rey, este De Boigne —susurró Thomas.

La begum movió otra vez la cabeza, y luego, como si tropezara, cayó hacia atrás, lenta y graciosamente; Thomas extendió los brazos y la sostuvo por la cintura. Apareció entonces la luna entre las nubes, y con el bengalí gritando «una señora se ha desmayado», Thomas y Reinhardt se abrieron paso por el bazar y llevaron a la begum hasta la oscuridad de los campos. Se detuvieron cerca del bosquecillo y la tendieron en el suelo, con la cabeza apoyada en la rodilla de Thomas; el bengalí le quitó el velo de la cara. Sus ojos estaban desorbitados, la respiración silbaba por su nariz palpitante, tenía la boca convulsa. A pesar de la tenue luz de la luna, Thomas pudo ver que la piel de la begum estaba salpicada de manchas, persiguiéndose unas a otras en su cara como una visión lejana de peces en el fondo del agua. El bengalí empezó a canturrear algo en voz baja. Thomas reconoció las vocales alargadas, resonantes, del sánscrito.

—¿Le ha pasado ya alguna vez? —preguntó al bengalí.

—Nunca.

—Quiere decir algo —señaló Reinhardt.

La begum borboteó por la comisura de su boca saliva que resbaló por su barbilla.

—La cosa —dijo la begum.

—Begum —calmó el bengalí, mientras le limpiaba suavemente la cara.

—La idea. El instrumento —siguió la mujer, moviendo extrañamente la mandíbula de lado a lado—. La cosa. La idea. Todo se volverá rojo. Todo se volverá rojo.

Se agitó de nuevo y de sus ojos brotaron lágrimas que resbalaron por los lados de su cara; relajó el cuerpo y cerró los ojos. La llevaron hasta donde esperaban los caballos y, al paso, la condujeron a palacio; la begum parecía sumida en profundo sueño, insensible al canto gutural de miles de ranas y al incesante chirrido metálico de los grillos.

A la mañana siguiente, un pavo real desplegó su cola sobre el fondo rojo y gris del cielo monzónico, caminando a saltitos, como de puntillas, atrás y adelante, sobre la tapia del jardín del palacio. Thomas y Reinhardt estaban sentados en la terraza entoldada, bebiendo tazas de lassi. El pavo real se giró lenta, cuidadosamente, y arqueó el cuello.

—Thomas —dijo Reinhardt—, ¿sabes cuántos años tiene la creación?

—No.

—El cálculo es de un clérigo inglés. He olvidado su nombre. Teniendo en cuenta todos los datos de las escrituras, este clérigo llegó a la conclusión de que la creación tiene cuatro mil seiscientos sesenta y dos años.

—Falso —señaló la begum.

Los dos hombres se levantaron. La mujer sonreía, animada y relajada.

—¿Falso? —cuestionó Reinhardt.

—Los brahmanes dicen que la creación no tiene principio ni fin. Trescientos sesenta años nuestros hacen un año divino; un Kali-yuga son mil doscientos años divinos; un Dvapar-yuga son dos mil cuatrocientos años divinos; un Treta-yuga son tres mil seiscientos años divinos; un Krta-yuga son cuatro mil ochocientos años divinos; un ciclo de estos cuatro tipos de yuga hacen un Gran Intervalo; setenta y un Grandes Intervalos hacen un Período, y al final de cada Período el universo se destruye y se recrea... y catorce Períodos hacen un Kalpa, un Gran Ciclo; los Grandes Ciclos se suceden unos a otros, conteniendo los ciclos menores, como ruedas dentro de ruedas: creación, construcción, caos, destrucción. Existen muchos universos, unos al lado de los otros, cada uno con su propio Brahma; ésta es la rueda, inmensa, que la mente no puede concebir.

Thomas se echó a reír.

—«Vamos arriba y abajo, atrás, y ahora giramos, una y otra vez».1

—Algo parecido —dijo la begum—. Puesto que parece que ya me habéis servido, poneos al frente de mis soldados.

—Como desees —respondió Thomas, haciendo una reverencia.

Reinhardt permaneció sentado en silencio, mirando el suelo entre las rodillas.

—¿Reinhardt?

—¿Qué? Oh, sí. Gracias.

Y de esta manera, Thomas y Reinhardt instruyeron a los soldados de la begum. Pasaron largos días con el conjunto variopinto de europeos e industanís que mandaban a los hombres de Zeb-ul-Nissa, ejercitándolos en los rápidos y controlados cambios de columnas a filas y en su transformación casi frenética en cuadros erizados de bayonetas. Al atardecer, los oficiales bebían en sus bungalows o paseaban por los jardines del palacio, escuchando las risas lejanas de las terrazas altas. Algunas veces, la begum concedía durbars—, en tales ocasiones, los oficiales se sentaban en largas filas paralelas delante de la begum, ofrecían sus halagos y recibían regalos y kbilluts—, a veces, una bailarina danzaba con rápidos giros sobre el frío mármol, llenaba la gran sala con el sonido de los cascabeles de sus tobillos, curvaba sus manos y balanceaba su cabeza mientras miraba con ojos centelleantes; entonces, hasta Reinhardt permanecía sentado, con la cabeza baja, mascullando entre dientes y pidiendo vino a menudo.

Por la noche, cuando los demás oficiales visitaban a sus amantes o se reunían para contarse historias de amor o de guerra, se veía a Reinhardt tendido boca abajo en el suelo de su dormitorio, con los brazos en cruz y los dedos crispados, como un águila con las alas extendidas; otras veces daba largos paseos por el campo, atravesaba los cultivos y saltaba los setos, para volver sudoroso, despeinado y con la mirada enloquecida. Pronto, por su semblante abatido y sus silencios, por sus constantes carraspeos y sus repentinos suspiros, que se le escapaban incluso en los desfiles, despertando la curiosidad de los soldados, se le conoció con el sobrenombre de Reinhardt el Sombrío. Finalmente, una tarde, cuando Thomas pasaba por delante del bungalow de Reinhardt, lo vio sentado en cuclillas en el jardín, escribiendo una y otra vez en el barro algo que luego borraba.

—Reinhardt —llamó Thomas.

Reinhardt se levantó de un salto. Luego, al ver que era su amigo, se dejó caer lentamente en el suelo.

—Reinhardt, ¿qué te pasa? —preguntó Thomas—. ¿Qué ha ocurrido?

Reinhardt negó con la cabeza.

—¿Qué tienes?

—¿Recuerdas lo que dijo?

—¿Que dijo quién?

—Ella. La begum.

—¿Sobre qué?

—Sobre los años.

—¿Los años de qué?

—De esto, esto —gritó Reinhardt, agitando las manos por encima de su cabeza—. De todo esto. De este país. Sólo de esto. De los años que tiene.

—Sí, me acuerdo.

—No. No te acuerdas. Lo he calculado. ¿Sabes cuántos? Mira —y escribió arañando con un palito en el barro: 4.320.000.000—. Mira, mira.

Su voz era un susurro, un gemido.

—Bueno, ¿y qué? —dijo Thomas.

—¿Cómo que y qué? —exclamó Reinhardt, frotándose el labio superior con los nudillos—. Es como si una piedra enorme me aplastara —y volvió a escribir, haciendo más profunda la inscripción: 4.320.000.000—, Es infinito.

—Nada muere. Seguramente eso es bueno.

Reinhardt le dio la espalda, con una expresión de disgusto en el rostro; salió de allí, con la cara levantada al cielo y los brazos caídos a lo largo de los muslos. Thomas se arrodilló y contempló los números, la larga fila de ceros; el agua fangosa volvió a rellenar las incisiones; cogió una ramita y volvió a marcar las cifras. Una bandada de palomas pasó por encima de su cabeza, batiendo las alas y proyectando sobre la tierra una delicada sombra moteada de puntos luminosos, como un chal de encajes de Lucknow. Thomas sonrió y recogió una pelotita de barro; anduvo presionando la pelotita entre la yema de los dedos, palpando su suavidad.

Aquella noche, el oficial bengalí llamó a la puerta de Thomas.

—La begum solicita el placer de tu presencia en sus indignos aposentos.

—Por supuesto —respondió Thomas—. Un momento.

Se puso las botas y un turbante. El bengalí guardó silencio mientras caminaban en la oscuridad. Finalmente salieron junto a las murallas que circundaban el palacio, cerca de una puerta en desuso empotrada en el muro.

—¿Qué ocurre, Quasim Alí? —preguntó Thomas—. ¿Por qué quiere verme la begum a estas horas?

—¿Por qué? —respondió con gravedad el bengalí—. Imagino que querrá hablar contigo del tiempo.

La begum estaba sentada en la terraza, en su balancín, rodeada del cortejo habitual de muchachas. Thomas se sentó en un taburete bajo, a unos pocos metros, con sus pies sobre un cojín. Pasaron unos minutos mientras intercambiaban saludos e iba y venía el paan; Thomas se esforzó para ver a la débil luz de las lámparas y oyó los arrullos somnolientos de las palomas en el cobertizo al otro extremo de la terraza y el cascabeleo y las risas sofocadas de las muchachas.

—Pues ocurre, Thomas sahib —empezó la begum— que mis hijitas son muy curiosas. ¿De dónde vienen estos hombres altos y sonrosados y por qué?, me preguntan, ¿quiénes son estos valientes guerreros que vienen desde tan lejos a nuestro Indostán?

—¿Eso preguntan?

—Efectivamente.

—Entonces, escuchad. Os lo diré. No sé de los demás, pero os hablaré de mí. Escuchad...

Nací en un lugar llamado Tipperary, en Irlanda, donde siempre hace frío y la niebla se extiende por los pantanos. Vivía bien y mi familia comía y bebía hasta hartarse, pero yo sentía siempre un pequeño vacío, un poco de ausencia, como si me faltara algo; siempre soñaba con ir a lugares donde todo fuera nuevo, y cuando soñaba, durante unos instantes, desaparecía mi inquietud; así que, un día, siendo todavía muy joven, quizá sólo tuviera diez años, u once o doce, me fui de casa y tomé el camino de la costa y me hice grumete, luego ayudante del cocinero de un barco y, al cabo de un tiempo, marinero.

Os contaré cómo, gracias a un cañón, llegué a ser marinero. En aquel tiempo yo era pinche y ayudante para todo en la cocina de un bergantín inglés de dos palos, llamado Constant, que navegaba por las aguas del norte de Calais burlando el bloqueo. Una mañana de invierno nos sorprendió la corbeta francesa Ella al salir nosotros de un espeso banco de niebla al oeste. Se puso en ventaja desde el principio. Cuando rolamos lentamente para coger el viento, con el redoble de los tambores tocando a zafarrancho de combate, vimos que nos pasaría por la popa, barriéndonos de proa a popa sin recibir a cambio un solo cañonazo.

Es lo que ocurre en un combate naval, que puedes verlo venir. Yo subía las municiones desde el arsenal al puente, las dejaba en el cañón número dos, y cada vez que volvía a subir veía más cerca la corbeta, tan hermosa, con las velas desplegadas sobre el gris oscuro de la niebla y seguida de su blanca estela. En todo aquel rato no se oyó una sola palabra, sólo el crujido del maderamen y la lenta subida y bajada del puente bajo nuestros pies. Luego, el costado del barco francés se cubrió de humo y de pronto me vi tendido de espaldas en el suelo, aterrorizado al ver sobre mí nuestras velas desgarradas.

Cuando me levanté, me vi envuelto en un caos de sangre y fuego; los marinos del alcázar, encima de nosotros, estaban malheridos, y dos de los cañones de estribor habían volcado, uno de ellos con la cureña hecha astillas. Nuestro cañón número dos se había soltado, y corría de proa a popa con cada ola, pasando por encima y aplastando a los que estaban caídos en cubierta. Cuando vi que se acercaba a mí, estaba tan aturdido que no sabía hacia qué lado apartarme. Lo que hice fue agacharme y coger un cabrestante que pude enredar a la rueda, consiguiendo así que el cañón cesara en su loca carrera.

Cuando me levanté, sin saber qué tenía que hacer después, vi una cara ennegrecida y sonriente que me decía: «Buen muchacho». Reconocí al cargador del cañón número uno, que estaba inutilizado. Se vino conmigo y, entre los dos, trabajamos como demonios para devolver el cañón a su sitio. Al tener a mi lado a alguien que me decía lo que debía hacer, recuperé el ánimo. Siempre fui fuerte para mi edad, y entre los dos y con la ayuda de otro de su equipo, tuvimos listo el cañón cuando atrapamos el viento y llegó el momento de repeler el ataque. Desde ese primer día supe que servía para el oficio, y en cuanto el cañón se calentó y saltó como una bestia a cada disparo, aprendí enseguida su ritmo, a limpiar rápidamente su ánima con el trapo mojado, a coger la bala, a cargarla, levantándola con suaves golpecitos, mientras el cargador apuntaba y esperaba a la cresta de la ola, y, entonces, el rugido. Aquel día nos destrozaron y nos habríamos rendido de no ser por una fragata que vino en nuestro auxilio y puso en fuga a los franceses, y cuando pasó todo, fui citado en el parte y me hicieron miembro del equipo del cañón número uno, lo que me vino muy bien.

Después de aquello, serví en muchos barcos, casi todos navíos de guerra, armados de pesados cañones, con la línea de flotación baja. Navegamos por muchos mares y, con el paso de los años, conocí muchos países, muchas ciudades de Europa y África y luego de Asia. Combatí contra hombres de todos los colores y razas y aprendí a utilizar las armas. Luego, un barco inglés en el que servía atracó en el puerto de Goa, y aquella tarde, por primera vez, pisé el suelo de este país que nosotros llamamos India; negociamos con los portugueses y dos semanas después nos hicimos a la mar. Siempre que podía me sentaba en el puente y miraba la costa malabar, verde y oscura, con barcos de pesca saliendo y entrando en las playas, bordeadas de palmerales y manglares. Nos cruzamos con muchos barcos, algunos portugueses, algunos árabes y otros pertenecientes a los reinos de la costa. Una tarde, una semana o dos antes de rodear Comorín, vi un tigre tumbado en una playa. Se desperezaba y bostezaba bajo el sol, y todos corrimos a la barandilla, gritando y gesticulando, y recuerdo que pensé, esto has de recordarlo; y, mientras lo mirábamos, se levantó y se fijó en nosotros; incluso a aquella distancia pude ver el fulgor amarillento de sus ojos. Luego rugió (sentí que se me estremecía el corazón) y desapareció en la oscura espesura de los árboles.

Atracamos en Calcuta, y vagabundeé por sus calles y los bazares llenos de frutas, muselinas, sedas y pescados. Vi a gente vestida de todos los colores imaginables, con turbantes redondos y triangulares y joyas en todas las partes del cuerpo. Había mercaderes, soldados, estudiantes, sacerdotes, agricultores, criados; hablaban docenas de lenguas, de acentos sibilantes y entrecortados, con largas y ondeantes vocales y duras y cerradas consonantes. Permanecimos allí un mes y dediqué todo mi tiempo libre a pasear, solo.

Finalmente, cargados con especias y sedas, reemprendimos la navegación. Vi cómo quedaban atrás las playas blancas hasta confundirse con la lejana línea del horizonte, mientras oía por encima de mí, resonando con pesadumbre en mi corazón, el golpe del viento en las velas y el crujido de los mástiles. Durante dos días seguimos rumbo sudoeste, y luego quedamos atrapados por una calma chicha; fuimos a la deriva. El mar era liso y gris; una colonia de delfines nos rodeó y chapoteó entre las algas, se levantaron sobre sus colas y se rieron de nosotros; al décimo día avistamos tierra a estribor, y nos fuimos acercando lentamente a ella. Vi árboles enormes, nudosos y retorcidos, con las ramas arqueadas hasta el suelo y las raíces surgiendo del agua; seguíamos sin apenas viento, el sol implacable nos obligaba a buscar el menor resquicio de sombra y el azul pálido del cielo hería nuestros ojos; me senté debajo de un bote, me abaniqué con un pequeño punkah de paja que había comprado en Calcuta y me puse a soñar, a pensar en las historias que había oído acerca de los reinos de las llanuras y del Decán, de los nawabs de Avadh, los mogoles derrotados, los sijs, los marathas, los rajputs, los sultanes del sur. Avanzada la noche, se levantó una ligera brisa y nuestro capitán salió corriendo de su cabina gritando órdenes; se oyó el chirrido de los cabos, el crujir de las maderas, y empezamos a movernos, lentamente, con titubeos, y luego, procedente del bosque oscuro, oí un gruñido profundo; me erguí sorprendido, y entonces, el rugido del tigre resonó por todo el barco, un rugido áspero y pavoroso, increíblemente alto. Sentí que un líquido cálido me salpicaba y me corría por las piernas, pero antes de que el eco del rugido se apagara yo ya corría hacia la borda; salté por encima de ella y me lancé al agua, hundiéndome como un cuchillo; nadé hacia los árboles y oí gritos detrás de mí, pero sabía que no podrían detenerse para echar un bote al agua... el viento soplaba alto y no iban a preocuparse por un solo hombre; así que me adentré en la oscuridad, llorando, riendo y hablando conmigo mismo. Pronto pude izarme a lo alto de una raíz gruesa. Las luces del barco se alejaron. Estaba solo, en medio del manglar.

Thomas guardó silencio un momento y miró soñadoramente la oscuridad.

¿Por qué? —continuó—. Alguien podría preguntarse ¿por qué? Mientras daba traspiés y nadaba por el manglar, acuciado por la sed y el hambre, me lo preguntaba una y otra vez; pero las raíces de las cosas están ocultas, veladas. Los oscuros árboles se alzaban sobre mí, y tuve que saltar de rama en rama, cubriendo mi piel de magulladuras, picaduras y cortes. Perdí los zapatos en el cieno burbujeante que subía y bajaba cada día con la marea; me fui debilitando y perdí todo sentido de la orientación; a menudo me derrumbaba, pues mis piernas se entumecían y se negaban a obedecerme; tenía alucinaciones, veía criaturas imposibles que surgían del agua verdosa: quimeras, grifos, aves fénix. ¿Por qué?, me preguntaba, y todo lo que puedo decir, incluso ahora, es que, para algunos, lo desconocido encierra la promesa del amor, de la perfección.

Una mañana me eché de espaldas en una pequeña isla, un pequeño pedazo de tierra parda en medio del agua tumultuosa. Con ojos llorosos contemplé el sol alzándose entre las hojas, y luego sentí un cálido aliento sobre mis pies, una miasma que me fue ascendiendo por los muslos y el pecho, un intenso olor a carne podrida que ahogaba mi respiración. Vi sus ojos dorados, ojos serenos, libres de ferocidad natural y sin ninguna malicia. Sentí el roce suave del bigote sobre mi mejilla, y luego el dolor agudo del mordisco en mi hombro izquierdo, justo junto al cuello; me levantó y me arrastró fácilmente por el agua, por los árboles y por la tierra seca. Mi sangre fluía y caía de sus fauces, goteando sobre el verdín espeso; el sol nos seguía sobre la techumbre vegetal; bailaba la luz en mis ojos y supe que iba a morir. Antes de perder el último atisbo de conciencia, perdí el dominio de mí mismo y olí, en la niebla que flotaba sobre el agua, el olor de mis propios desechos.

Cuando abrí los ojos vi a un hombre, de pie, con sus piernas morenas y desnudas abiertas en compás sobre mi cuerpo; gritaba al tigre y agitaba una lanza. El tigre estaba agazapado, con el vientre aplastado sobre la hierba, moviendo la cola nerviosamente; gruñía y amenazaba con las fauces abiertas, mostrando los dientes teñidos con mi sangre. La voz del hombre bajó hasta un tono casi dialogante... le habló al animal en un idioma lleno de gruñidos y chasquidos; el tigre pareció escuchar, y luego el hombre gritó y levantó las manos por encima de su cabeza. El tigre retrocedió, se levantó suavemente y se dio la vuelta, desapareciendo entre los árboles.

Mi salvador se inclinó sobre mí y sonrió, hablándome en aquel amable idioma lleno de chasquidos. Era un anciano, con el rostro arrugado pintado de rojo y verde, coronado de plumas coloreadas; alrededor del cuello y en sus orejas llevaba adornos de huesos y piedras de colores talladas; vestía pieles de animales y llevaba una lanza y un arco. Todo esto vi mientras, inclinado, me limpiaba la sal incrustada en la piel y me apartaba la cabellera de la cara. Se dio un golpe con la palma de la mano en el pecho.

—Guha —dijo—. Guha.

Quise hablar, pero sólo me salió un sonido chirriante. Guha limpió mi hombro de sangre y barro y me levantó sin esfuerzo, colocando mi cuerpo inerte sobre su hombro. Mi cabeza se balanceaba a cada paso suyo, golpeando mi mejilla en su piel morena y lisa. Pronto, el ritmo regular de nuestros movimientos y el sonido del manglar, esa canción de gorjeos, gruñidos, zumbidos y estampidos, se correspondieron y acoplaron, formando una antífona hipnótica que me invitaba a descender a la región de los sueños y los recuerdos; para entonces, los lugares y rostros de mi pasado habían adquirido la suave pátina que oculta para siempre las ridiculeces y sufrimientos de la niñez y la doliente soledad de la primera juventud.

Cuando me desperté, Guha frotaba mis miembros con un puñado húmedo de suaves hierbas, limpiando la costra formada por la suciedad y el sudor; luego, puso mi cabeza sobre sus rodillas y exprimió el zumo de una fruta sobre mi boca. Y todo el rato me hablaba, riendo, abriendo mucho los ojos, gesticulando. Poco a poco empezó a dejarme solo en el claro donde había montado su tienda y se iba por debajo de las pesadas ramas. Volvía, horas más tarde, con animales ensangrentados colgados del cinto. Cuando pude caminar me fui con él de caza, agazapándome detrás de él; nos poníamos al acecho, y en el manglar donde no supe ver nada y sólo pasé hambre, descubrí una vida abundante, floreciente, que nadaba, reptaba, paría, clavaba las garras y mordía, con todo su esplendor y sus miserias. Cacé y maté yo mismo, y cada vez que lo hacía, Guha se arrodillaba junto al cuerpo caliente del animal, murmuraba en voz baja y palpaba la carne ensangrentada con sus finos y largos dedos.

En la época en que el sol se traslada al sur y los días se acortan, mi ropa estaba hecha pedazos y me vestí como Guha, incluso me puse piedras y plumas. Aprendí algo de su idioma, los nombres de las hojas, de los insectos, de las frutas y los animales, las palabras del miedo y del peligro, y nos hablábamos a trompicones, sin orden ni concierto. A veces Guha, en el campamento, cuando acababa el día, cantaba levantando la mirada hacia el resplandor rojizo que se filtraba entre los árboles; yo entendía algunas palabras, captaba algunos fragmentos de su ofrenda al cielo, pero aunque no hubiera entendido nada no me habría cabido duda del milagro que expresaba su voz, de su respeto y su gozo. Para corresponderle, entonaba algunas canciones que recordaba de mi niñez. Una noche en que había luna llena, canté la balada favorita de un viejo clan, que evoca una derrota de los ingleses en una batalla de hace ya muchos años, y cuando me detuve al final de una estrofa, Guha elevó su voz aflautada y cantó una de sus breves cancioncillas, y pronto nos pusimos los dos a entremezclar alegremente nuestras respectivas canciones, asustando y haciendo huir en desbandada a los pájaros posados en las copas más altas; Guha se agachó, me dio un golpe en la rodilla y meneó la cabeza, y luego nos pusimos a reír como locos y gritamos, infinitamente satisfechos de nuestra locura; chisporroteó el fuego delante de la tienda y quizá hasta la luna que nos miraba sonriera al ver nuestra extravagancia, porque es difícil encontrar a un buen amigo, y la vida es larga.

A la mañana siguiente, Guha recorrió el campamento y empezó a recoger todo, resuelto de pronto a seguir un plan; me hizo señas para que recogiera mis cosas, y salí del claro detrás de él; aquel día caminamos en línea recta, en dirección oeste, con Guha deslizándose sin hacer ruido entre los árboles; a la puesta del sol, nos detuvimos unos minutos para comer algo, y luego proseguimos la marcha. ¿Adonde íbamos? Quise preguntárselo, pero él siguió adelante, en silencio.

Aquella noche dejamos atrás la maraña de árboles y aguas tranquilas y seguimos por una llanura ondulada; cuando caminábamos por una acequia elevada, vi a lo lejos la luz parpadeante de una lámpara y me di cuenta entonces de que estábamos en terrenos con regadíos y cultivos. Por un momento, sentí miedo y deseé volver a los húmedos escondrijos del marjal, pero había atravesado los océanos para escapar de las limitaciones agobiantes del hogar, para buscar la ilusión de algo llamado Aventura, así que, una vez más, cerré los labios, sujeté con firmeza mis armas y seguí adelante, tras él, sin aflojar el paso ni detenernos. Así viajamos durante veinticuatro noches, durante el día nos escondíamos en zonas arboladas o en plantaciones tupidas de caña de azúcar; a veces pasaba gente a pocos metros de nosotros, y en ocasiones se acercaron manadas de perros del pueblo olisqueando con desasosiego, pero las mañas de Guha eran antiguas e innumerables. Al final de todo esto llegamos a una región donde la tierra se levanta en montañas boscosas, y cuando el sol salió, el día vigesimocuarto, dejamos atrás los campos y trepamos y nos adentramos en la jungla umbrosa.

Parecía como si no lleváramos un rumbo fijo, serpenteando y trazando grandes arcos entre los árboles y la maleza. Guha, cada vez más sumido en sus sueños, extendía los brazos y palpaba las hojas y las cortezas. Junto a un arroyo, en un lugar donde la tierra era oscura y margosa, se volvió hacia mí y me puso las manos en los hombros, obligándome a sentarme en el suelo. Dispuso mis piernas de manera que estuvieran cruzadas y me empujó en la espalda para que la mantuviera erguida. Con su lanza, trazó en la tierra un círculo a mi alrededor. Luego me cogió la cara entre las palmas de sus manos y acercó la suya hasta que pude ver las manchitas amarillas de sus pupilas, y con la ternura que uno ve en la madre cuando limpia el culito de su hijo, con aquella inclinación torpe de su cuello, con aquel amor inocente, me cuchicheó lentamente para que yo pudiera entenderlo:

—En el círculo, quédate, es aquí.

—¿Qué? —pregunté.

Pero dio un paso atrás y se inclinó sobre la circunferencia fangosa que me encerraba, con los dedos curvados, como buscando algo, y cuando parecía que iba a tocar el suelo, del círculo se levantó una llama blanca, limpia y sin humo. Me encogí aterrorizado, luego me levanté y grité, suplicando a Guha que detuviera aquello, que me dejara salir, pero sonrió y se echó la lanza al hombro, y entonces las llamas se hicieron más altas y dejé de verlo, dejé de ver todo, salvo un trozo redondo de cielo sobre mi cabeza, e incluso eso desapareció pronto, cuando el sol brilló en lo alto. Caí de rodillas, sollozando. Recé a Dios, al salvador de mi niñez, a quien había olvidado en mis viajes, y a su bendita madre, recé para que me sacaran de ese lugar de maldad y brujería; pedí perdón por haberme unido a los extraviados que habían vendido sus almas a Satán; pedí la divina intercesión para que disuadiera al mago Guha, que me había atrapado sin duda para usar mi alma en algún sucio rito, para hacer cambalache de mi alma con los sucios demonios. Arrodillado, con la cara hundida en el fango y las manos unidas, confesé todas mis faltas, todos mis pecados, todos los deseos surgidos de mi carne sucia de sudor, excrementos y mocos, confesé mis arrebatos de ira, cada momento de codicia, cada tarde desperdiciada por mi pereza, cada noche entregada al desagradable vicio de la masticación, la salivación y la digestión; confesé todo, multiplicando mis pecados, entrecruzando unos con otros de manera sucia y monótona, como se entrecruzan los animales inferiores: asesinato, lascivia, sodomía, avaricia; lloré hasta que mi cuerpo se sintió dolido a cada sollozo y, luego, exhausto, caí aletargado.

Cuando desperté, las llamas se habían extinguido, dejando tan sólo un círculo rojo, profundo y brillante, que se movía y temblaba, como la lava fundida que una vez me describió el viajero de uno de mis barcos; el suelo en que me encontraba acurrucado estaba cubierto de vómitos amarillos coagulados. Extendí la mano hacia el borde rojizo y no sentí ningún calor, pero cuanto más me acercaba mayor era el terror que sentía en mi vientre; no podía explicarlo, ni siquiera ahora, ni puedo hacéroslo entender. Me parece que antes que tocar aquella circunferencia habría preferido acariciar una espada silbante y chispeante recién salida de la fragua de un herrero; lo cierto es que no podía traspasar la línea mágica de Guha, salir de mi prisión aérea, y allí me quedé.

A la difusa luz del amanecer, vi que un ciervo asustadizo se asomaba entre los árboles y se acercaba cautelosamente al agua. Sintiendo las punzadas del hambre, inspeccioné mi pequeño trozo de terreno, y sólo encontré unas briznas de hierba; cogí una ramita verde y la puse entre mis labios, e inmediatamente se me llenó la boca de saliva y, antes de terminar de masticarla, quedé saciado. En los días que siguieron descubrí que, de alguna manera, absorbía mi alimento del aire, del sol y de la fragancia que desprendían las flores que crecían entre las rocas a orillas del arroyo. Y así sobreviví, mirando a los animales y a los pájaros, que al principio me evitaban, pero que pronto me admitieron como a uno de los moradores de aquel mundo, un espectador tan silencioso e inofensivo como las piedras y los árboles. Ninguno de los predadores intentó entrar en el círculo, por lo que, al cabo de un tiempo, empecé a confiar en la eficacia de la magia de Guha, y contemplé durante el día la graciosa carrera del leopardo y por la noche el paso más pausado y confiado del tigre.

Con el paso de los días aumentó mi delirio; al alba, el rocío yacía pesadamente sobre las hojas, y las nubes se movían imperceptiblemente en el cielo; algunas veces dormía y soñaba, y cuando abría los ojos parecía que los sueños continuaban. Niebla, el mundo era una niebla, terrible y amable. Algunas veces, incluso soñando, sabía que seguía sentado dentro del círculo, que mi cuerpo se volvía translúcido, como un cristal imperfecto, de tal modo que veía la hierba a través de mis dedos, la luz del sol traspasaba mi corazón y mi sombra era cada vez más tenue y difusa. Finalmente, ya no pude permanecer con la espalda erguida y me acurruqué sobre un costado, con las rodillas dobladas sobre el pecho.

Cuando me encontraron, vieron la tierra a través de mis muslos y brazos. Durante un tiempo, me contaron luego, me miraron creyendo que era la imagen de un sueño, o un fantasma debilitado por la tristeza. El círculo rojo de Guha había desaparecido, dejando sólo una mancha tenue y oscura; al cabo de un rato empecé a revolearme, y vieron cómo arañaba en el barro hasta que encontré una ramita verde, que apenas pude levantar y que, temblando, me llevé a la boca, y entonces supieron que yo era un ser humano. Me levantaron, sorprendidos de mi poco peso, y me llevaron a su poblado, donde un ojha sacudió unas hojas secas sobre mí y una anciana, con sus dedos ásperos y callosos, puso en mi boca algo glutinoso y grisáceo.

Se llamaban a sí mismos vehis, y más adelante me contaron que, una vez, cayó un trocito de sol, y ese trocito de sol se puso a dar vueltas y más vueltas; un águila, creyendo que aquello era una especie de colibrí, alzó el vuelo, trazó un círculo en el aire y lo atrapó, pero inmediatamente se precipitó hacia el suelo, fulminada por el calor de su gaznate. Con el paso del tiempo, las plumas, las garras y el pico del águila se fueron cayendo, una a una, hasta no quedar más que un animal de piel suave, rehecho por la luminosidad interna, y este animal fue el primer humano, el antepasado remoto de los vehis. Viví con ellos durante muchos meses, recuperándome de mi penosa experiencia, y aprendí su lenguaje; me despojé de los adornos que conservaba y aprendí a vestirme como ellos, rodeando mis caderas con una única pieza de tela que se conseguía comerciando en las llanuras. Al principio pasé el tiempo vagabundeando entre los árboles, viendo cómo las mujeres recogían frutas y raíces, pero cuando recuperé las fuerzas, me fui de caza con ellos, persiguiendo animales y aves de todo tipo. Algunas veces les hablaba de mi país o de otras ciudades grandes que había visto, y se llevaban las manos a la cara maravillados, pero todo aquello me parece ahora distante, descolorido, sin relieve, y me pregunto cómo pude vivir de aquella manera; en otro momento los hubiera llamado salvajes, e incluso infieles, pero entonces sabía que sin ellos habría desaparecido en el fango del bosque, convertido en un sueño o en un fantasma, porque comprendí que eso es lo que el bosque hace. Así que me quedé con ellos y aprendí sus historias.

Con el paso del tiempo empecé a relacionarme con los jóvenes de mi edad; aprendí a usar las armas de los vehis, y pronto mis antebrazos estuvieron marcados por la cuerda del arco; por la noche, con los jóvenes de la tribu, contaba historias, cantaba canciones y hacía el amor en el gotul; a los doce años, los niños y niñas de los vehis empiezan a pasar las noches en esta escuela, bajo un techo de paja, donde aprenden a cantar, a contar historias, a amar y todas las cosas de la vida; cada cual escogía a su pareja, novio o novia, pero a menudo las parejas se deshacían y se formaban otras nuevas, sin que hubiera demasiado enfado o celos. Fuera, los adultos se casaban y se ocupaban del gobierno del poblado y aplacaban a los dioses y espíritus que habitaban en los árboles, en los ríos y en el cielo; en ocasiones, el monzón llegaba tarde, y cuando esto ocurría, la lluvia era escasa y poco duradera, no el furioso diluvio que parecía necesitar la tierra seca y cuarteada, y entonces había sequía y hambruna; los animales morían pronto, escarbando en los polvorientos lechos de los ríos secos, y los vehis adelgazaban y brillaban sus ojos, comían hojas y disputaban las raíces a los jabalíes y ardillas; algunos ancianos se sentaban a la sombra y miraban a lo lejos, mientras las moscas zumbaban alrededor de sus bocas, picando en las comisuras de los labios y posándose cerca de los agujeros de la nariz; y morían los niños. Pero esto pasaba, y era fácil y bueno vivir con los vehis, porque sus brujos eran alegres y no había dinero. No sé cuánto tiempo permanecí con ellos, quizá unos pocos años, tal vez dos o tres, o cuatro, pero sé que los de mi edad abandonaron el gotul y mis amigos y yo cazábamos lejos del poblado, en sitios donde yo no había estado nunca.

Una tarde fuimos a lo alto de un enorme precipicio, donde una meseta se despeñaba en la llanura, y en la llanura vi tiendas de vivos colores rematadas por banderas, y elefantes y caballos; vi un pelotón de caballería que salía del campamento y se perdía en una nube de polvo; el sol se reflejaba en los cañones y en las puntas de las lanzas; nos sentamos para contemplar aquello y, para pasar la tarde, mis amigos contaron una historia que ya había oído antes: los vehis fueron una vez reyes, y dominaron en las extensas y ricas llanuras; vivieron en palacios y tuvieron ejércitos como el que veíamos abajo, pero, un día, un rey vecino los sorprendió, cruzando las fronteras al amparo de la noche y por senderos poco frecuentados y, de pronto, los vehis tuvieron que combatir en las calles de sus pueblos y ciudades. Fueron derrotados y se retiraron a la jungla, al hogar de sus antepasados, donde recuperaron sus antiguas maneras de vivir, como si los palacios sólo hubieran sido un sueño. Los escuché, viendo cómo los elefantes se movían debajo de nosotros como hormigas, y cavilé cómo, con los franceses en el sur, los marathas y rajputs en el oeste, los sijs en el norte, los británicos en el este, los mogoles en el centro (desperdigados y perseguidos por los recuerdos), y todos los demás, podía haber todos aquellos reinos, reyes, príncipes, generales y soldados, maharajas y sultanes, reinas y plebeyos, todos inseguros, temerosos y rapaces, perdido el centro; hasta bien avanzada la noche contemplé los fuegos del campamento de abajo y, a la mañana siguiente, cuando mis amigos recogieron sus arcos, los detuve y les dije:

—Esperad, los vehis serán reyes de nuevo.

Crujió el balancín, primero queda y suavemente, luego, con un chirrido agudo; algunas lámparas, agotado el aceite, se habían apagado, y cuando Thomas levantó la mirada apenas pudo distinguir el rostro de la begum. Tragó saliva, paladeando el sabor agridulce del pasado, y continuó.

Dije, los vehis serán reyes de nuevo, y al principio todos se rieron, entusiasmados, cautivados al instante por la idea, por el futuro, pero cuando les expliqué lo que aquello significaba, y hablé de bajar de la jungla por la quebrada extensión del barranco, el esfuerzo que seguiría, el combate, servir como soldados, se sentaron, serios y pensativos. Mientras reflexionaban, vi en el rostro de cada uno de ellos la ilusión de los palacios y del poder, el olor al atardecer de los fuegos de las cocinas en el poblado, los cantos lejanos del gotul por la noche, y antes de que se negaran, ya sabía que yo era el único loco que se aventuraría en el mundo de abajo, en el caos de ambición y codicia que elegimos llamar civilización.

De modo que dije adiós a los hermanos de mi edad, los estreché entre mis brazos, uno por uno, y emprendí el descenso; sus voces se apagaron pronto y la empinada ladera ocultó la jungla de arriba. Al final de la tarde alcancé las hojas de los arbustos de abajo, y los centinelas del campamento ya me habían visto: cuando intentaba atravesar las rocas sueltas del fondo del precipicio, vi que me esperaban tres jinetes, con la mirada puesta en las rocas de arriba, y pude ver que estaban nerviosos, ignorantes de lo que vendría; me di cuenta de que era tiempo de guerra. Sabía lo extraño que yo iba a parecerles, portando un arco primitivo, con los ojos azules y la piel pálida de un firangi o un pathan, así que sonreí animosamente y los saludé en mi inglés, que de pronto me pareció extraño, y en mi poco francés; se miraron entre ellos, asombrados, sin entender pero reconociendo claramente los ritmos del lenguaje, y entonces me escoltaron hasta el campamento, cabalgando detrás de mí, con las lanzas en los estribos.

Eran hombres fornidos, montaban buenos caballos, cada uno de ellos vestido, al parecer, según su capricho, en una sorprendente variedad de colores. Nunca había visto jinetes como aquéllos: aunque los tres llevaban lanza, la longitud variaba desde los dos hasta los cuatro metros, y sólo una de ellas llevaba pendón; los tres llevaban tulwars, y cada uno tenía distinta empuñadura, una en particular ricamente cincelada en plata; dos llevaban pistola, y los tres llevaban diversos puñales y dagas distribuidos por los cinturones; formaban un trío variado y de aspecto elegante, con sus turbantes, sus bigotes retorcidos y largas patillas, pero, a mi juicio, poco marciales en sus atavíos y porte, sobre todo tratándose de soldados de caballería, quienes, como se sabe, son un fetiche de brío y espíritu.

Cuando llegamos al campamento, nos siguió una multitud como la cola de un cometa; en medio de empujones y exclamaciones, caminé entre lo que parecían barracas de mercaderes, abaceros, joyeros, pañeros, confiteros y armeros, formando entre todos un bazar, que, por lo que veía, estaba tan bien surtido como las atestadas calles comerciales de Calcuta, que, como recordaréis, había visto brevemente. Aquello me sorprendió de nuevo: este ejército avanzaba seguido de un complemento constante de comerciantes, artesanos y artistas, una especie de ciudad móvil que garantizaba a los soldados en campaña los beneficios y comodidades de la vida ordenada; supe al momento, en aquella Babel de lenguas extranjeras, que aquello merecía una reflexión, porque, aunque este sistema aportaba sin duda un modo de hacer la guerra más civilizado que el practicado en el lugar del que yo venía, tenía como consecuencia la pérdida de movilidad y la fatal incapacidad de atacar por sorpresa; ya, como veis, algo me sucedía, y ya pensaba, haría esto, atacaría por aquí, esto sería mío, seré esto, seré aquello; había dicho a los vehis que serían reyes de nuevo, pero habían desaparecido en la verde espesura de la jungla y dejé de pensar en ellos.

Llegamos a una gran tienda roja, y el jinete de la espada con la empuñadura de plata desmontó y entró en la tienda después de saludar a los guardias. La multitud se arremolinó en círculo a mi alrededor, como si esperara que yo fuera a decir algo, y, como no reaccioné, algunos empezaron a empujarme, sin ninguna amabilidad, con los bastones o los tulwars envainados; retrocedí y me di la vuelta, tensando mi arco, y por un momento se hizo el silencio y pude oír las banderas ondeando al viento, pude oír unos pasos detrás de mí y la multitud retrocedió y las manos se apartaron de las espadas. Un hombre fornido, de unos treinta años, vestido de seda blanca, perlas en la garganta, diamantes en los dedos y esmeraldas en el turbante, caminó lentamente a mi alrededor, manteniéndose a unos tres metros de distancia; otro hombre, de amplio tórax y cabello cano, se acercó a mí y se fijó en mi arco; echó una rápida mirada alrededor y me señaló una lanza clavada en el suelo, a unos quince metros de nosotros. Tensé el arco, murmuré una plegaria, que inexplicablemente era de Guha, y lancé la flecha; se agitó la lanza y pude oír el zumbido de la vibración. Confiado ya, puse otra flecha en el arco y apunté debajo de la anterior, y luego otra encima. La multitud murmuró con aprobación, y el hombre de pelo canoso sonrió.

Así fue como entré al servicio del raja de Balrampur, que era el hombre vestido de seda; por la mañana temprano, Uday —el de la cabeza cana— y yo nos íbamos más allá de las líneas y lanzábamos flechas a los árboles, a las ramas más finas y, por último, a las hojas arrastradas por el viento; le enseñé lo que sabía del arco de los vehis y él me enseñó ejercicios para fortalecer mis muñecas y el arte de manejar el tulwar, el sable curvo del Indostán; aprendí también la lengua que se empleaba en el campamento, con soldados procedentes de todas partes, del Rajastán al Decán, un sorprendente y bello dialecto llamado urdu. En aquellos primeros días y semanas, mientras aprendía los modales de aquella gente, las sesiones de las mañanas eran mi único contacto con los soldados, porque ellos, de acuerdo con las reglas de las castas, no dejaban que me acercara a los fuegos de las cocinas, considerándome un firangi raro y andrajoso, y sólo dejaban que me sentara con ellos los de rango más bajo, los que daban de comer a los animales y los barrenderos, quienes, supongo, gozaban de la emoción de tener a un firangi con acento extranjero entre ellos.

Me sentía solo, más de lo que me he sentido nunca, más incluso que durante los primeros días pavorosos de mi primer viaje, cuando el mar estaba liso y en calma, y los desperdicios que tirábamos por la borda desaparecían sin apenas dejar rastro en el agua; cuando me acostaba por la noche, con los dientes apretados, una sensación de amargura oprimía mi pecho y atenazaba mi garganta; daba vueltas inquieto y me preguntaba si debía seguir así, yendo de un mundo desconocido a otro; soñaba con los vehis, con mis amantes, con mis hermanos, pero ya sabía que no había vuelta atrás. Para algunos de nosotros nunca la hay.

El rajá de Balrampur había accedido al trono pocos meses antes, cuando su anciano padre escupió sangre en sus hileras de cuidados jazmines. Cuando murió el anciano, el nawab del vecino principado de Amjan envió algunas partidas a los pueblos fronterizos para probar el valor de Balrampur; se iniciaron negociaciones y los brahmanes fueron y vinieron con exigencias y amenazas, pero finalmente los ejércitos habían tomado el campo, y marchábamos trazando grandes arcos, finteando y explorando, buscando un resquicio, una oportunidad favorable. Las dos masas de hombres se fueron acercando y separando, atrapados en una lenta danza centrífuga, renuentes a encontrarse pero incapaces de escapar de sus órbitas convergentes.

Desde la periferia, vestido con las ropas desechadas por Uday, contemplé los quehaceres diarios del campamento: por las mañanas, cuando los hombres se ejercitaban con las armas, el aire se llenaba del humo azulado y del aroma picante de las cocinas; la elaborada etiqueta de los durbars y la entrega de khilluts; los rápidos pleitos vocingleros sobre pagos atrasados y promesas incumplidas; las prolongadas danzas tintineantes de las cortesanas famosas los días de fiesta y las filas de ojos absortos. Seguí a Uday en sus correrías, gruñendo órdenes, inspeccionando caballos y fusiles, dando consejos y otro montón de cosas, cumpliendo, según me parecía, con los deberes y obligaciones de un oficial de rango medio; pronto se me admitió como asistente o mayordomo de Uday, un puesto que, por lo que supe después, se reservaba normalmente a extranjeros de un tipo u otro, árabes, abisinios, pathans, afganos, mogoles, turcos o persas, todos los aventureros a mano que venían al Indostán, en busca de fortuna. Empecé a hablar, primero las palabras de saludo y cortesía, luego las retorcidas maldiciones de los soldados, referidas a la familia y a las partes anatómicas, que sonaban como salidas del polvo en el caos que se producía al inicio de cada marcha; así, mientras marchábamos, miraba y aprendía, y nos movíamos, como dice el refrán, por donde el lagarto corre y la tortuga se arrastra. Finalmente, los dos ejércitos se encontraron frente a frente, cerca de una ciudad cuyo nombre he olvidado, y cuando el sol se puso en el horizonte como una mancha carmesí y púrpura, vimos sus fuegos desperdigados por la llanura al norte de nosotros, como una red de luciérnagas, como ojos de gato en la oscuridad.

Dormí sobresaltado aquella noche y, a la hora gris del amanecer, cuando las sombras son planas, cuando parece imposible que vayan a despertar los colores, me senté en cuclillas, temblando, escuchando los latidos de mi corazón; cuando el campamento empezó a agitarse, anduve por allí, mirando las caras somnolientas mientras se limpiaban los dientes con una dantun o hacían sus oblaciones matutinas al sol, y no advertí miedo alguno, nadie que escribiera frenéticamente cartas, como había visto otras mañanas antes de otras batallas, y entonces comprendí que me hallaba entre extranjeros, entre soldados cuyas creencias me eran ajenas, nacidos en un suelo extraño.

Después de un desayuno sosegado, formamos y nos dirigimos al campo. Podéis imaginar la escena: el resplandor del sol sobre las corazas y las armas, el polvo, el redoble de los tambores, la llamada aguda de las caracolas, el campanilleo y chirrido de los arreos, los relinchos de los caballos, el barritar de los elefantes y el hedor intenso a estiércol. Balrampur dispuso un frente consistente en tres regimientos de infantería, con un conjunto variopinto de cañones intercalados; el flanco izquierdo lo cubría un risallab de caballería, con mayoría de jinetes afganos y rajputs; el flanco derecho estaba protegido por las casas vacías de aquella ciudad sin nombre, donde se había atrincherado una brigada de infantería. Tras la línea frontal de infantería, dispuso tres risallahs de caballería y uno de elefantes, y finalmente, en el centro de la retaguardia, rodeado de la blancura resplandeciente de su caballería palatina, se sentó él mismo, sobre un elefante ricamente enjaezado, en una howdah con paredes de acero de un metro de alto, de modo que sólo su cabeza quedaba expuesta al ataque.

El risallah de Uday se situó como reserva detrás de Balrampur; yo no tenía caballo, así que tuve que correr al lado del negro caballo árabe de Uday, llevando sin pestañear mis primitivas armas vehis más un tulwar, regalo de Uday; me sonrió y apretó con el dedo un botón a la altura de la empuñadura de su espada; giró la cazoleta sobre una especie de resorte y reveló un pequeño hueco en el puño que contenía pequeñas bolitas de color verde. Llevó una a su boca y, viendo que yo miraba, me lanzó otra, y puse mis manos para recogerla, pero, cegado por el sol, no pude atraparla y cayó al suelo. Arrodillado, la busqué entre la hierba, y cuando la llevé a mi boca mis dedos estaban teñidos por la savia verde de las hojas rotas; mastiqué la bolita, chupándome los dedos, mientras veía cómo se desplegaba el ejército de Amjan en el campo opuesto, y una lasitud serena, una quietud resignada, fluyó por mis venas, hasta las yemas de mis dedos.

Los dos ejércitos eran parecidos, aunque quizá fuera más numerosa nuestra infantería; ellos se desplegaron en una formación que era casi reflejo de la nuestra, con la caballería en los flancos, la infantería y los cañones en el centro y un frente algo más corto que el nuestro; su flanco izquierdo hacía ángulo con la ciudad que quedaba a nuestra derecha. Poco antes del mediodía, a juzgar por el sol, vi la humareda que surgía del campo enemigo y los ecos de los cañones resonaron entre nosotros seguidos del zumbido de las balas. Nuestros cañones respondieron con una andanada y al instante se generalizaron los disparos, pero los hombres que estaban con nosotros parecían despreocupados. Corrió estremecida la sangre por mis venas y sólo recuerdo la loca excitación que sentí al ver inesperadamente las balas de los cañones, pequeños puntos negros suspendidos en el azul del cielo antes de seguir su curva y caer levantando surtidores de fango. El fuego parecía causar más ruido y humareda que heridos, y sólo era interrumpido por el silbido y el estruendo de los cohetes, manejados por hombres que salían de las líneas con bastones y mechas; todo esto era entonces nuevo para mí, entended, y cuando una bola de fuego, desprendiendo chispas, serpenteó locamente por el aire y cayó cerca de nosotros, inquietando a los caballos, que piafaron y sacudieron la cabeza, yo, con la necedad propia de mi juventud, permanecí erguido, con el cuello rígido y la mirada atenta, tratando de no perder detalle de cuanto ocurría.

Con un grito, la infantería en el centro de Amjan avanzó hacia nosotros, con pequeñas llamaradas surgiendo en nuestras líneas. Balrampur dijo algo a uno de sus generales, y dos jinetes partieron rápidamente; momentos después, uno de los risallahs que teníamos delante galopó entre nuestras brigadas de infantería y cayó sobre el enemigo, dispersándolo, pero, casi de inmediato, recibió la carga de la caballería de Amjan y entonces los jinetes giraron unos alrededor de otros, envueltos en una gran polvareda, y desde donde yo estaba oí, lejanos y vibrantes en el aire cálido, los gritos, las órdenes, las llamadas de reconocimiento y los chillidos de dolor; sintiendo un martilleo en mi cabeza, pensé en cómo sería estar allí, en medio del torbellino, y no puedo describiros aquella sensación de piedad, miedo, entusiasmo y de algo más profundo, esa cosa obscena, la emoción de la sangre, y yo, que era joven, miraba y me perdía en todo aquello, en el espectáculo, y olvidaba observar cuidadosamente, tal como me había propuesto en la calma de la noche, las técnicas empleadas por los generales, sus estratagemas y técnicas y el conocimiento del terreno; por eso rio puedo deciros exactamente lo que fue ocurriendo en la batalla mientras el sol se movía y alteraba nuestras sombras, pero recuerdo una repentina conmoción cercana que atrajo la atención de todos.

Miré a Uday, que protegía sus ojos con la mano para observar la ciudad, a nuestra derecha, donde el humo se elevaba desde los tejados. Delante, toda nuestra línea estaba enzarzada en el combate bajo la nube de polvo; el sol era una brillante y difusa mancha amarilla sobre nuestras cabezas, el aire caliente me abrasaba la nariz y el metal de la empuñadura de mi espada me quemaba los dedos. Estaba claro lo que había hecho Amjan: había escondido algunas tropas, seguramente durante la noche, cerca de la ciudad, en un bosquecillo o en una depresión del terreno, un nullah o algo parecido, y cuando nuestro frente emprendió el combate se lanzaron contra nosotros en el punto donde menos esperábamos el ataque para romper nuestro flanco. Se gritaron órdenes y los jinetes que estaban a mi alrededor empezaron a moverse; corrí junto a Uday y él me miró pensativo y calculador (apenas podía seguirlo al trote); levanté mi arco y le hice gestos, sin saber yo mismo lo que quería decirle, pero algo cambió en sus ojos, quizá fuera sólo un bizqueo causado por la polvareda o cualquier otra cosa, el caso es que se inclinó para cogerme del brazo y de pronto me vi sentado detrás de él, rebotando mientras galopábamos como demonios hacia las casas blancas.

Saltamos sobre las carretas volcadas y los cuerpos retorcidos en la calle principal, en cuyo extremo dos masas furiosas de hombres luchaban y se revolvían, pero, a medida que nos acercábamos, arreciaba sobre nosotros la lluvia de proyectiles disparados desde los tejados; silbaban sobre nuestras cabezas y producían un sonido sordo cuando acertaban en la carne. Sentí que tropezaba nuestro caballo, giraba a un lado y caía, y tuvimos que saltar atropelladamente; traté de dirigirme a un lado de la calle y algo me golpeó en la nuca, la bota o la rodilla de alguien, sentí sabor a sangre y se me nubló la vista; cuando recuperé el sentido, estaba de rodillas, arrastrado por Uday, que llevaba la espada desenvainada y maldecía, gritando algo de las madres y hermanas, y de pronto sentí unas ganas enormes de reír viéndome patalear como un caballo por un poco de sangre; sofoqué la risa y luché por ponerme en píe.

En aquella calle estrecha, todos agolpados, los sowars no podían sacar partido de su rapidez, movilidad o peso; las flechas seguían cayendo de los tejados, donde se libraba otra batalla, y pude oír los chasquidos como latigazos de los jezails, y pronto un montón de hombres y caballos, jadeantes y sudorosos, quedaron atascados como balsas de troncos a la deriva, convirtiéndose en un dique para las filas que venían detrás, que, a su vez, se arremolinaban, se atropellaban y caían sin remedio. Un caballo sin jinete, enloquecido de pánico, pasó junto a mí, me agarré a sus crines y salté a la silla, luego recogí a Uday y salimos calle abajo, huyendo de la granizada de balas.

Uday gritó órdenes y pronto todo el risallah irrumpió en el maidan al final de la calle. Giraron, evidentemente con la intención de iniciar otra carga, furiosa y espontánea; de nuevo gritó Uday y se calmaron un poco; entretanto, yo pensaba en los combates navales en que había estado, en los dos barcos acercándose de costado, en las andanadas de los cañones, en la metralla que desgarraba las velas y barría la cubierta.

—Cañón —dije, en urdu, sin saber cómo había encontrado la palabra. Y señalé al centro de nuestra línea y luego la ciudad—. Cañón.

Parece que Uday me entendió, y dio órdenes y desmontó la mitad del risallah; algunos corrieron calle abajo, otros subieron a los tejados; cuatro nos siguieron montados a caballo cuando nos dirigimos a la polvareda. Un regimiento de infantería surgió de la neblina y desapareció detrás de nosotros; había hombres por todas partes, sentados, desesperados, con la mirada baja, otros muertos a juzgar por el gesto de las palmas extendidas y flácidas sobre el suelo. Tuvimos que desviarnos bruscamente para evitar a tres jinetes que se cruzaron con nosotros como rayos, con ojos desorbitados y enseñando los dientes, desapareciendo antes de que pudiéramos saber si eran amigos o enemigos. El suelo parecía haber sido pisoteado y aplastado por un animal gigantesco; había un cañón volcado con las ruedas destrozadas. No muy lejos, dos hombres cargaban un cañón del veinticinco y se preparaban para dispararlo. Cuando nos acercamos a ellos, se escondieron debajo del arma, esperando a que los lanceáramos. Uday les habló y salieron parpadeando; supongo que la batalla había pasado por allí varias veces y los bueyes que arrastraban el cañón hacía tiempo que habían desaparecido, o estaban en la retaguardia o los habían matado. No había sogas a mano, los caballos no servían y no había tiempo que perder, así que desmontamos y nos pusimos a empujar con el hombro. El cañón se movió lentamente, atascado en el fango, y reposé mi mejilla en el metal caliente mientras jadeaba para tomar aliento y me latían las sienes; una pequeña depresión del suelo, que antes habíamos cruzado fácilmente a caballo y sólo notamos por la contracción muscular bajo la silla, nos pareció ahora un foso, un obstáculo casi insuperable que maldecimos y condenamos; empujé, como si el mundo fuera aquel trozo de madera que tenía bajo mi mano, sintiendo el olor abrasador del metal, y por fin pasó el cañón, y corrimos hacia la ciudad, seguidos por los dos artilleros cargados de bolsas de pólvora y municiones al igual que nuestros caballos. Cuando llegamos a la ciudad, a los sowars desmontados los habían hecho retroceder hasta el final de la calle, y a la distancia de una lanza, cargamos y cebamos el cañón.

Hice gestos a Uday y empujamos el cañón hasta llevarlo a la primera línea, allí donde las espadas desprendían chispas al cruzarse, causando el asombro de quienes veían un cañón del veinticinco manipulado y usado como arma corta para luchar cuerpo a cuerpo, pero cuando llevé la mecha al agujero de ignición, algunos retrocedieron espantados, levantaron los brazos, negándose a creer la súbita aparición de aquella boca tenebrosa... luego, aquel armatoste saltó limpiamente en el aire, las ruedas se elevaron del suelo al menos doce centímetros, y cuando se disipó la humareda vi que la explosión los había derribado como a muñecos. Durante unos instantes, nadie se movió, y luego Uday y sus sowars saltaron adelante con un grito, golpeando y acuchillando al enemigo aturdido, cegado y ensordecido, como niños que escardan la mala hierba con un palo. Volví a cargar, empujé más adelante, apunté y disparé otra vez; en aquella hora, en aquel día, la fortuna mudó de campo, porque limpiamos aquella calle en menos tiempo del que tardamos en arrastrar el cañón hasta la ciudad.

La ocasión era nuestra y ellos no podían hacer nada y, después de elevar la boca un par de veces, hasta los que estaban en los tejados, desmoralizados y asombrados, fueron desalojados con facilidad; esta vez, cuando arrastramos el cañón por encima de los cuerpos y basuras que cubrían los guijarros, nos pareció ligero como una pluma. Me oí gritar y rugir con la cara enrojecida, riendo con la furia loca que nace del horror; no sé cuántas veces disparé aquel cañón, cuántas veces mis compañeros y yo saltamos de gozo, pero pronto tuvimos paso libre hasta el extremo de la calle en donde ésta se abría a una gran extensión de hierba; Uday gritó órdenes a nuestra retaguardia y la otra mitad de su risallah, montado, lanza en ristre, cabalgó en masa compacta y nos sobrepasó.

Uday también montó a caballo y salió con los otros al campo, cabalgando entre el enemigo que huía, con las lanzas bajas para atacar, y yo me senté en cuclillas, consciente ahora del dolor que oprimía mi frente, y vi cómo lanzaban una carga contra la caballería de Amjan, que estaba a unos cien metros. Sentí la conmoción del risallah cuando se arrojó sobre las filas sorprendidas del enemigo, oí el indescriptible gemido desgarrado cuando el peso combinado de hombres y caballos cayó como un martillo; la caballería de Amjan titubeó, se dispersó y emprendió la huida, y aquello decidió la suerte de la batalla, porque el flanco izquierdo se desmoronó como un muro sacudido en sus cimientos por un terremoto, y aquello me pareció entonces un milagro, que un pequeño escuadrón pudiera cabalgar y derrotar a un enemigo con superioridad numérica; pero desde entonces he visto muchas batallas y me parece que el número, la calidad de las armas, el aprovechamiento del terreno, la habilidad de los hombres, son cosas que hay que valorar, pero hay una mano secreta, una deidad ciega de la suerte, que decide la victoria y la derrota, el saqueo de las ciudades y el destino de las naciones. Por un recuerdo de mi pasado, por el momentáneo encuentro entre una imagen recordada y la necesidad presente, había pensado en el cañón, y eso nos llevó a la victoria; quizá se le habría ocurrido a otro un momento después, o quizá nos habrían derrotado de cualquier forma, pero la batalla es como una neblina, un caos en el cual el orden sólo se ve después del acto; los hombres se cuentan historias para consolarse, para protegerse, pero Kali danza en estos campos de batalla, con su rostro oscuro, su lengua roja, y está loca.

El flanco izquierdo de ellos se agitó y empezó a desperdigarse, aunque eran buenos soldados y pudieron haber resistido o haberse rehecho y pasar al contraataque, pero Amjan se acobardó y huyó del campo en su elefante. Al verlo, todo el ejército pareció rendirse y huyeron en desbandada, con nuestra caballería en medio de ellos, que los destrozaba. Sentado y exhausto, contemplando la derrota, me di cuenta entonces de que había perdido mi arco y mi aljaba. En el cañón, que ahora permanecía quieto, a mi lado, había una inscripción en urdu, con esas letras que parecen una bandada de pájaros en el horizonte, y deslicé los dedos sobre ellas.

—Ghazi —dijo una voz detrás de mí. Era Uday, con la cara y la ropa manchadas de sangre oxidada y de la oscura mugre del polvo. Me señaló la inscripción a un lado del cañón y repitió—: Ghazi.

Negué con la cabeza y me señaló otra inscripción al otro lado: «Himmat-i-mardan, maddad-i-khuda».

Pero tuve que negar otra vez para dar a entender mi ignorancia. Bajó la grupa del caballo y me subí detrás de él; regresamos juntos, y los hombres me señalaban entre sus amigos, mirándome cara a cara; la calle estaba cubierta de sangre, mechones de cabello, zapatos, tulwars (algunos rotos y hechos pedazos), vísceras, miembros desprendidos, cadáveres.

En el campamento, me dieron una tienda, un lecho suave con almohadas de seda, y me ofrecieron comida en bandejas de oro, pero sólo pude beber agua, copa tras copa, y tuve que apartar lejos la comida, porque su olor me llenaba la cabeza y el estómago y me producía bilis, náuseas; me tendí de espaldas, sin apenas poder moverme, incapaz de dormir, reviviendo cada instante de aquel día, y la increíble variedad de visiones, sonidos y olores empezó a reducirse a imágenes fragmentadas.

A la mañana siguiente, me bañé, y Uday me dio ropa nueva. Ya comenzada la durbar de la mañana, me senté un poco más atrás que Uday, e intenté imitar todos sus movimientos, sus reverencias y sus gestos educados. Balrampur entregó un khillut a Uday, y luego me empujaron para que me adelantara. El maharaja me ofreció un khillut que acepté con los mismos gestos y saludos que acababa de hacer Uday, pero entonces el maharaja empezó a hablar, diciendo, supongo, algo inspirado y digno de su rango, como deben hacer los buenos príncipes; terminó y todos me miraron expectantes. Vacilé un momento y luego, sin pensar, solté la fórmula que había oído recientemente: «Himmat-i-mardan, maddad-i-khuda».

Los nobles reunidos, divertidos sin duda por mi torpe acento, rompieron a reír, pero tuve la sensación de la aprobación de todos, y supe de inmediato que había salido de mi dudoso rango de extraño firangi para convertirme en soldado; había pasado de ser un paria a ser un kshatriya de dudosa ascendencia; los nativos del Indostán, me di cuenta, son eminentemente prácticos a pesar de su creencia en las castas, pero miré a mi alrededor y por las amplias sonrisas comprendí que había dicho las palabras adecuadas, que ahora me querían, que con diez batallas ganadas quizá no me habría ganado el mismo grado de afecto; cuando salimos de la tienda del maharaja, Uday sonrió y descansó su brazo en mis hombros.

En mi tienda, me puse la ropa de gala que me había dado Balrampur y me maravillé de su riqueza y del extraño que me miraba desde el espejo, un hombre de piel tostada por el sol y ojos cautelosos, tan diferente al muchacho que un día se arrojó por la borda a un mar desconocido; desde el distante campo de batalla, oí el aullido del chacal y me pregunté qué significaban las palabras inscritas en la suave y oscura piel de mi fortuna, el cañón. Desde aquel día, he viajado mucho y he servido a muchos reyes, he luchado y he amado, he soñado, y ahora entiendo aquella frase, aquellas palabras, aquellas palabras que entonces pronuncié sin comprender, como un mantra, que me trajeron la aceptación y cambiaron mi vida, y que ahora puedo decir con conocimiento y orgullo: «Con el coraje de los hombres y la ayuda de Dios».

Cuando Thomas acabó su relato, el silencio reinó en la terraza. Su audiencia, habitualmente entregada a risitas y cuchicheos, estaba sorprendida por la inesperada violencia de su historia. El mismo Thomas se frotó los ojos, trastornado y aturdido, pero la begum se hizo cargo de la situación y ordenó que subieran los músicos, diciendo:

—Vamos, vamos, muchachas, Thomas bahadur nos ha contado su historia y debemos devolverle el favor; Sangeeta, Rehana, vosotras bailaréis.

Y así, la flauta, las tablas y los sonajeros ahogaron pronto la curiosa crisis, el vacío que Thomas sentía, aquella resaca después del relato. Vio cómo las dos muchachas representaban un amor legendario: la nostalgia de Radha por su amante, las intolerables horas de la noche, y luego Krishna, el vaquero, de miembros dulces y graciosos, la llamada de su flauta enloquecedora, la danza y el éxtasis2.

A la noche siguiente volvieron a llamar a Thomas a la terraza; de nuevo contó una historia y, de nuevo, fue recompensado con una danza, esta vez de Sita y Nerou, y cada noche contó una historia y a cada noche siguieron las piruetas, los escarceos, los mudras de amor, temor, ira, amenaza y alegría, el rápido repique de los pies sobre la piedra; contó historias de su juventud, de su hogar, de sus parientes, de sus viajes.

—Por supuesto —dijo Sandeep—, cuando oí por primera vez estas historias de mi narradora sin nombre, en el terai, quise saber de dónde venían y cómo seguían.

—Por supuesto —murmuraron los sadhus—. Es una pregunta pertinente.

—Pero ella me respondió: «No seas tan curioso. Hay que dejar algo para los futuros interpoladores». Con todo, yo insistí y ella me dijo: «Todas las historias llevan la semilla de todas las demás historias; cualquier historia, si es lo suficientemente larga, se convierte en otras historias, y no sería buena narradora quien te lo ocultara». Luego guardó silencio y yo imaginé historias que se multiplicaban espontáneamente, surgiendo gozosas de una historia madre, ya completa pero nunca acabada, naciendo de ellas mismas, llegando a ser tan numerosas como las hojas de los árboles, como las galaxias del cielo, todas relacionadas, sin principio, sin fin, y sentí vértigo, y entonces ella continuó.

—Escuchad...

Cada noche, Thomas abandonaba los cuarteles y atravesaba los campos en dirección al palacio de la begum, viendo a veces la solitaria y lejana figura de Reinhardt, fija entre la tierra y el cielo en una serie interminable de peregrinaciones que, al parecer, no lo conducían a ninguna parte, reducido ahora a trazar líneas y series de ceros, sólo ceros, en las paredes, en las terrazas, en los troncos de los árboles, en el suelo.

En la terraza del palacio, escuchando las observaciones de la begum y las eruditas discusiones entre sus discípulas, Thomas se fue familiarizando con los entresijos de las danzas, sus técnicas y sutilidades, las tradiciones que distinguen un estilo de otro y el arte o el genio de que estaban dotadas algunas de las actuaciones, como la ráfaga purificadora o el aire incendiario de otro lugar que transportaba a algunas muchachas, algunas noches, a un estado exaltado de perfecto autoconocimiento, de tal modo que la técnica de la danza pasaba inadvertida, mostrando tan sólo los sentimientos, el alma desnuda. Aquellas noches, cuando las discípulas exhibían algún talento especial, Thomas se preguntaba cómo bailaría la begum, qué niveles de conocimiento dominaría la maestra, qué gritos de admiración y cuántos suspiros de satisfacción arrancaría de su audiencia, de él mismo. Empezó a mirarla a través del espacio donde actuaban las bailarinas; los cuerpos entrelazados, el revuelo de las telas bordadas, el centelleo de la plata, quedaron difuminados y le pareció que la música era para acompañar las expresiones de su cara, teñida de rojo por las lámparas, reaccionando a cada matiz de la danza. Miró sus oscuras cejas, la boca carnosa, el diminuto diamante engastado en una aleta de la nariz, y una noche, después de narrar su historia y una vez acabada la danza, se dio cuenta de que había visto bailar a cada una de las discípulas al menos tres veces; los músicos estaban recogiendo sus instrumentos, pero le parecía seguir oyendo, débilmente, la última nota trémula del sitar, y preguntó soñadoramente, como hipnotizado:

—¿Cuándo bailarás tú, begum?

—Yo no bailo —contestó brevemente, y luego, suavizando lo que había sonado como un rechazo, lo miró sonriente—: ¿Juegas al shatranj?

—He jugado al ajedrez —respondió él.

Trajeron un tablero y las muchachas fueron saliendo, una tras otra, evitando mirar a Thomas. La begum le enseñó las reglas del juego, tal como se aplican en el Indostán desde la antigüedad, y el shatranj, esa rivalidad de ingenios, formó parte también de la rutina diaria. Al principio, la begum ganó con toda facilidad, pero pronto Thomas empezó a ponerse a la altura de ella, haciéndola caer en celadas, pero sin estar muy seguro de si mejoraba o si ella se dejaba ganar. Cuando ella le daba mate, Thomas se obstinaba, y ella se reía al verlo inclinado sobre el tablero, con la expresión enfadada, parpadeando y mirando sucesivamente los peones, las torres y la reina; cuando finalmente dejaba caer el rey atrapado, paseaba nerviosamente arriba y abajo, con las mandíbulas apretadas, y una vez prorrumpió en maldiciones, condenando a los inventores de las reglas, porque en un campo de batalla un rey atrapado no significa nada: la batalla ha de librarse hasta el final, y el último jugador que queda con una pieza en el tablero debiera ser el ganador, pero ella le hizo saber riendo que eso sería una manera muy estúpida de hacer las cosas, ganar quedándose sin nada, salvo la desolación, y entonces Thomas se tranquilizó, la miró calculadoramente, sin saber que lo hacía, extrañado de que hubiera gente que confundiera un juego con una batalla real, las reglas con la realidad. En aquel momento sintió un estremecimiento en el vientre, y se preguntó si debería intentar besarla, pero ella sonrió repentinamente y él se sonrojó, tartamudeó unas palabras corteses y se despidió por aquella noche.

Cuando empezó a hacer frío, las veladas se trasladaron a una habitación del palacio, una gran sala, próxima a un pequeño jardín lleno de plantas de hojas anchas y flores de muchos colores y aromas; había en la sala dos camas bajas cubiertas de cojines, redondos, cuadrados, grandes y pequeños; las alfombras eran gruesas y estaban decoradas con flores, enredaderas y la intrincada geometría de la imaginación; colgaban de la pared instrumentos musicales de formas funcionales pero elegantes. En esta sala, la narración se convirtió en un acontecimiento cómodo y familiar, resguardados del frío de fuera, y Thomas salpicó sus relatos con historias de fantasmas que había oído en sus viajes, pequeñas notas de fantasía que incluían espíritus malignos y genios buenos. Cuando se iban las muchachas, la begum parecía no tener en cuenta las formalidades propias de su rango y edad y se mostraba como otra muchacha, sonriente, maliciosa y coqueta, pero, a pesar de sus ojos centelleantes, maquillados exóticamente con kajal, de su nariz elegante y de la riqueza de sus labios, o quizá debido a eso, Thomas se sentía incapaz de hacer la última jugada, de tomar la última iniciativa que le haría conquistar todo.

Fue perdiendo su seriedad, y cuando se dio cuenta de que ella hacía trampas, que movía piezas del tablero cuando él no miraba, que lo distraía con su cháchara y el tintineo de sus pulseras mientras resucitaba peones muertos, se sintió irracionalmente feliz, y ya no le importó nada ganar o perder e intentaba engañarse a sí mismo manteniendo la seriedad del rostro: una noche en que estaban los dos inclinados sobre el tablero, con sus cabezas casi unidas, al final de un encarnizado juego, con las numerosas bajas alrededor del tablero, se dio cuenta de que la única forma de evitar el inminente jaque mate era mover su reina a la casilla de la izquierda; haciéndose deliberadamente el distraído, miró por encima del hombro de ella y exclamó: «Mira, un loro»; ella se giró y él, rápidamente, fue a echar mano de la reina, pero en aquel momento, al girarse ella, ondeó su larga y negra cabellera, barriendo el tablero como una ola y derribando peones, torres, caballos, alfiles, reinas y reyes y continuando como una nube negra hasta la cara de Thomas, embriagándolo con el suave perfume de su dupatta, y Thomas hundió sus manos en aquel cabello (su voz sonó en alguna parte como un gemido espontáneo, angustioso) y se lo llevó a los ojos, a los labios, acogiéndolo como a la noche.

Hacer el amor con ella fue como bailar; la misma atención a la coreografía, a las posturas ilustradas con brillantes colores en antiguos libros de hoja de palma (usando todo el cuerpo sin vergüenza), a la técnica que duraba momentos y minutos y horas de respiración controlada y caricias ceremoniales, que se perdía finalmente en los últimos impulsos, ciegos y apasionados, y en el sosiego de después; el amor no era meramente amor, siempre era algo más, un lenguaje oculto para un gran secreto, y alcanzar el clímax con ella era un desvanecimiento, un flujo que se extendía desde su punta enterrada en ella, seguía por su entrepierna y le subía por el vientre y el diafragma hasta el corazón. Durante el largo y seco invierno, hicieron el amor todas las noches, despertándose cada mañana para encontrar las losas de mármol del patio cubiertas de pétalos de rosa; ya empezaba el calor cuando, una noche, sentados ambos con las piernas cruzadas, cara a cara, unidos, cubiertos por el brillo del ligero sudor de la piel, él le acariciaba la espalda a lo largo de las vértebras. La lengua de ella revoloteaba por la cara de él, por el contorno de sus orejas, alrededor de la nariz.

—Cásate conmigo —jadeó él—, cásate conmigo.

Ella echó hacia atrás la cabeza, riendo.

—Búscate tu propio reino —le dijo—. Éste es el mío.

Y volvió a reír y vio que él enrojecía y se le tensaba el cuello; él se puso de rodillas y la empujó contra el suelo; se apoyó en los dedos de los pies arqueados, enredó sus dedos en la cabellera de ella y tiró tratando de hacerle daño, pero ella se revolvió debajo, inclinándose sin ser vista, y Thomas sintió que el placer se extendía por su espalda; ella giró la cabeza y le mordió la muñeca, luego lo golpeó en la rabadilla con el puño cerrado, suavemente, sin hacerle daño, y siguió por los costados con la mano ahuecada, con cuidadoso dominio; rodaron por la sala, una veces ella encima, empujando, otras él, dejando un rastro húmedo en las sábanas y en el suelo. Cuando se quedaron quietos, uno al lado del otro, jadeantes, ella tocó la marca que había dejado su uña en el muslo de él, un arañazo, y le dijo: «Media luna». Luego tocó una marca rojiza, como un círculo irregular que había hecho con sus dientes en la parte blanda debajo de su pecho, y dijo: «Nube rota». Thomas la miró sin comprender, sin ganas de hablar, y ella agitó la cabeza afectuosamente.

—Oh, jangli, ¿no aprendiste nada en aquella jungla?

—¿Eres realmente una bruja? —preguntó Thomas, desaparecido ya su enfado—. ¿La bruja de Sardhana?

Ella sonrió, agrandando sus pupilas como lunas negras hasta llenar las córneas, y las lámparas de la sala llamearon, las hojas y pétalos del patio se arremolinaron, formando una cortina momentánea de rojo y verde detrás de las ventanas; él sonrió titubeando, y luego dijo:

—Seas quien seas, deberías casarte. Una viuda, sola, en un sitio como éste, es la tentación de mil filibusteros.

—Debo tener un rey, ¿verdad?

—Sería más seguro.

—Quizá tengas razón, los tendría alejados y ¿por qué buscarse problemas? ¿Y quién ha de ser? Un firangi, si quiero sobrevivir, porque sé lo que pasa de puertas afuera, yo sola.

—¿Qué quieres decir?

—Reinhardt, creo que será, si tiene que ser.

—¿Él? ¿Él?

—¿Quién si no? Tú servirías como amante, pero si he de tener un rey extranjero, que sea él.

Thomas, por un momento, se puso a farfullar, sintiéndose ofendido, pero pensó en Reinhardt, en el Sombrío (o en la retorcida versión del inglés de los soldados industanís, «el Somrú»), delgado y pálido a causa de los eones de la creación, de la indecible edad del Indostán y del peso del tiempo infinito, y mirándola a ella, sus pechos y sus muslos, aún humedecidos por el amor de los dos, comprendió que aquel matrimonio funcionaría y vio su justicia, su perfección y su naturaleza complementaria. Rió, se inclinó sobre ella y pasó la lengua por sus senos, hasta el pliegue de debajo, en las axilas, e hicieron el amor, lentamente.

—Sí, creo que lo haré —dijo ella riendo—, sí, seré la begum Somrú.