...ahora...

El contrato se redactó en un bello papel dorado, suave al tacto, en sánscrito y en inglés. Hanuman y yo lo estudiamos detenidamente y nos aseguramos bien de que no hubiera errores ni astutas cláusulas en letra pequeña que luego pudieran atormentarnos.

—Muy bien —dije—. ¿He de firmarlo con sangre o qué?

—No seas tonto —apuntó Yama, y sacó una pluma de ave— Si ése es el tipo de cosas que vas a contarnos, no durarás mucho.

—Ya veremos —respondí, y garabateé mi nombre en rojo al final del manuscrito.

Había enviado a Saira al maidan con instrucciones para que persuadiera a sus amiguitos de que dejaran el juego del criquet y se trajera al mayor número posible, haciéndoles jurar que mantendrían el secreto y prometiéndoles una gran historia. Si iba a enfrentarme con una audiencia que en cualquier momento podía ser mi verdugo, necesitaba que las probabilidades estuvieran a mi favor. Quería un público formado en su mayoría por jóvenes, deseosos de oír historias de aventuras, pasión y honor, con mentalidades todavía susceptibles de ser atraídas por horrores sobrenaturales y amores épicos; incluso mientras Yama ocupaba su trono negro y Hanuman buscaba en el quicio superior de la puerta un lugar donde colocarse, oí el murmullo de las voces juveniles en el patio, hablando en hindi y en inglés, con los dejes y ritmos del panjabí, el gujarati, el tamil, el bengalí y una docena de lenguas más. Se abrió la puerta y entró Saira, con aire satisfecho.

—«¿cuántos?» —escribí en la máquina.

—Cuatro equipos —contestó—. Casi cincuenta niños. No ha sido fácil, te lo aseguro.

—El patio está lleno —comentó Mrinalini entreabriendo la puerta.

—«gracias.» —dije (escribí) a Saira, a quien no debía subestimar—: «¿qué les has dicho?».

—Lo que me dijiste: secreto—secreto, una historia, nada de ti —luego, señalándome la máquina, añadió—: Aquí, así es como se ponen las letras mayúsculas. La tecla para las mayúsculas, ¿comprendes?

Y tecleó A, AB, ABC...

Hanuman se balanceó en el techo, sujetándose a una viga con un brazo y la cola.

—Así que —me preguntó—, ¿cuál es tu marco narrativo?

—¿Mi qué?

—Tu marco narrativo —repitió mirándome con severidad. Luego se dejó caer sobre la cama—, ¿No lo tienes?

—No —dije avergonzado—. Iba a empezar a contar la historia, con toda sencillez, ¿entiendes?

—¿Aún no lo sabes? La sencillez, Sanjay, es la maldición de tu edad. Sé mañoso, sé retorcido, sé complicado. Deja a un lado la horrible brevedad y la prisa. Disfrutemos con tus florituras. Además, necesitas un marco que dé orden y sosiego a la narración. Si te enfrascas demasiado en la historia, tu público se distraerá con otras cosas. No, un narrador tranquilo debe contar la historia a un público de oyentes predispuestos y perspicaces, en un escenario de belleza silvestre y silencio. De esta manera la historia es perfecta en sí misma, completa y acabada. Así ha sido siempre y así debe ser.

—Si tú lo dices... —respondí.

—Lo digo, ¿y quién soy yo?

—Hanuman, el más astuto de los dialécticos, el esteta perfecto.

—Y no olvides —terminó Hanuman— que te estaré escuchando.

De pronto, saltó hasta las vigas del techo, dando vueltas de una a otra y riendo. Por último, se acomodó en un rincón, entre dos vigas, mirándome con malicia y una amplia sonrisa.

—Basta ya —dijo Yama—. Empieza.

Miré a mi alrededor. Mrinalini estaba sentada fuera, justo en el umbral de la puerta, dispuesta a leer a mis pequeños aliados del patio las páginas que yo escribía. Ashok y Abhay se sentaron juntos detrás de la mesa. Saira se sentó junto a mí, en la cama, sosteniendo las hojas de papel y las cintas de recambio. Podía escuchar a los pájaros fuera, miles de ellos, y ver las hojas de los árboles doradas por el sol poniente más allá de la ventana.

—«Muy bien. Escuchad...»