...ahora...

Me concedí un descanso, me aparté de la máquina de escribir y me eché de espaldas.

—Dijiste que sería una historia para niños —protestó Abhay—. ¿Qué demonios era eso?

Estaba demasiado cansado para responder. Masajeé mis dedos doloridos y negué con la cabeza.

—Ten cuidado con todo ese material de guerra —continuó Abhay, curiosamente preocupado—. Estos chicos pertenecen a un mundo diferente, son de una generación diferente. Demasiado de eso y se volverán al criquet.

Un poco irritado, me senté. Me crujieron los huesos. Traté de escribir a máquina, pero tenía los dedos agarrotados.

—Mejor será, Hanuman, que le eches una mano —dijo Yama—, A tu amigo aún le queda una hora.

—¿Cómo? —dije.

—Tiene razón —dijo Hanuman—. Cincuenta y cinco minutos para ser exactos —Hanuman saltó desde lo alto de la puerta y vino a mi lado—. Tienes que seguir... y, escucha, ten cuidado. Aquí nos tienes enganchados, pero fuera se están poniendo un poco nerviosos; tienen curiosidad, pero empiezan a aburrirse. Si sigues como hasta ahora, pronto comenzarán a tirarse de las trenzas y a fabricar tirachinas, y entonces ¿qué? Puedes descansar dos minutos más, pero luego has de seguir.

—No puedo. Fíjate en mis dedos.

—Sí, sé que te duelen, pero debes seguir.

—Es que no son sólo mis dedos; es que ya no tengo más que contar. Oye, ¿crees que es tan fácil, hacer todo esto y tan rápido? Sobre todo con ese enorme bulto negro ahí en la esquina, incluso de noche, cuando se va.

Hanuman me miró, con los ojos rojos y brillantes.

—Escucha, Hijo del Viento —le susurré—. Negocia algo más con él; háblale de las maravillas que han de venir; hazle entender que la historia va a ser magnífica. Di a los niños de fuera que no me abandonen, que aún queda mucho por contar... La begum Sumrú, la bruja de Sardhana y su amante, Jahag Jung, que una vez fue marinero, y luego el mismísimo Sikander: Sikander el valiente, el que condujo a los tres mil y era amigo del poeta Parasher, y el romance de su infancia y de su juventud, sus increíbles aventuras en Calcuta y los abrazos de las divinas cortesanas de Lucknow; diles todo esto y diles que vengan mañana; por favor, no puedo seguir. Mira, mira mis dedos.

—Tu joven amigo tiene razón —intervino Yama desde su rincón—. Estás demasiado pasado de moda; no has sabido adaptarte. Si sigues así, con esta especie de saga heroica, tan alejada e impersonal, tendré que llevarte. Mejórala, Sanjay. Confieso que me gustaría oír el resto, sobre todo lo de Sikander. Pero sigue ahora; puede que el aburrimiento alcance un punto crítico entre la masa de fuera —se echó a reír—, A veces te pasas de listo, Sanjay. Vuelve a la máquina de escribir.

—Hanuman... —empecé.

—No volverá a negociar —me interrumpió—. El contrato ya está firmado. Pero no te preocupes, es muy torpe para las palabras. No dejes que te asuste —y luego, volviéndose a Yama—: Príncipe, Rey, la historia toma ahora otro rumbo. Posiblemente Sanjay no pueda dedicarnos otra hora; mira sus dedos. El agarrotamiento no le deja; sin embargo, tal como establece el contrato...

—No —bramó Yama—. No más engaños. Una historia. Ahora.

—Exactamente —dijo Hanuman—. Una historia es lo que exige el contrato; léelo atentamente: no dice quién debe contarla. Lee: «Se contará una historia. El público debe sentirse entretenido, y de no ser así, Parasher pagará su deuda». Cualquier otro puede contar la historia.

—No. Eso es una trampa.

—Piénsalo, gran señor de la muerte. Otra historia por el precio de una, con Sanjay sufriendo en el banquillo de los suplentes.

Yama fue a decir algo, pero se calló. Detecté un atisbo de interés. Me di cuenta de que su ira cedía, pensando que podía añadir un nuevo matiz a su venganza.

—¿Quién? —le pregunté a Hanuman al tiempo que le daba un codazo.

—Su futuro dependerá de las palabras de otro, señor de la muerte. ¡Y él no podrá intervenir!

—¿Las palabras de quién? —pregunté.

—Y un cuento de tierras extrañas y de extranjeros...

—¿Quién? ¿El, el muchacho? —dije—. Pero míralo...

—Hecho —dijo Yama—. Seré magnánimo. Le concedo diez minutos para que se prepare.

—Hanuman —imploré—, Hanuman, no puedes hablar en serio, mira su cara; apenas sabe dónde está ni quién es.

—Un contrato es un contrato —dijo Hanuman—. Date prisa. Tienes diez minutos para hablar con él.

Empecé a hablar, pero luego lo pensé mejor. Llamé a Abhay a mi lado, sostuve mi muñeca derecha con mi mano izquierda y con el dedo índice temblando escribí un resumen de lo que nos pasaba y habíamos decidido.

—No —dijo Abhay—. No puedo hacerlo.

—Si no lo haces —dijo Saira, casi furiosa—, morirá.

—Si no le hubieras disparado —dijo Mrinalini—, no estaría en esta situación.

—Tienes una cierta responsabilidad —dijo Ashok.

Abhay miró a su alrededor. Luego apoyó la cara en las manos. Yo sujeté de nuevo mi muñeca y escribí. Levantó la mirada.

—«Por favor.»

—Será todo por tu culpa —dijo Saira, haciendo un puchero y a punto de llorar.

—Me gusta esta chica —murmuró Hanuman—. Me gusta.

—Muy bien, muy bien —dijo Abhay con los ojos hundidos— Lo haré lo mejor que sepa. Pero necesito más tiempo. Quince minutos por lo menos.

Miré a Yama. Se retorcía el bigote y tenía una pierna sobre la otra, balanceando suavemente un pie. Pagado de sí mismo, asintió con un gesto de cabeza y yo repetí el gesto a Abhay, que se levantó y empezó a pasear por la habitación. En el exterior los murmullos empezaron a crecer. Mrinalini abrió la puerta y echó un vistazo.

—Van a marcharse —dijo.

Saira se bajó de la cama.

—Voy a salir y a hablarles de ti —dijo—. Es la única manera de que permanezcan sentados. Antes les diré que Yama está aquí y que no quiere que ningún niño entre, de esa manera ninguno vendrá corriendo cuando les hable de un mono que escribe a máquina. ¿Estáis de acuerdo?

Yama se encogió de hombros y yo asentí a Saira con la reverencia que merecía aquella jueza superior de masas y conductora de hombres; yo parecía haber olvidado las razones por las cuales quería mantener en secreto mi apariencia. Un último resto de orgullo, supongo, una última necesidad de pertenecer a los humanos o de ser considerado parte de ellos, pero esa vana esperanza ya se había derrumbado. Al final seré lo que nunca quise ser, una monstruosidad, un necio, un exiliado y (perdonad mi romanticismo, soy consciente de ello, pero en este momento la pose es lo único que me queda) la más lastimosa aunque también la más generosa de las criaturas: un mono en una máquina de escribir, un poeta.

Así que Abhay paseó arriba y abajo y yo me abracé y masajeé los brazos. Y otra vez habló Yama:

—Escucha, Sanjay, quiero darte un consejo amistoso. Te detienes demasiado en los detalles de lo que ocurrió realmente. Reconozco muchas cosas de las que has contado. Lo has tenido que pasar mal, ya sabes, para sacar todo el material afuera. Diviértete con lo que cuentes.

Tenía mis propias razones para atenerme a lo ocurrido realmente, pero estaba muy dolido para explicárselo a aquel gigantesco idiota verdoso que me recordaba al villano de los peores melodramas escritos por mi padre y mi tío (en una vida de hace mucho tiempo). Así que le dirigí un gruñido, un gruñido de mono que asustó a dos chicos que curioseaban por la puerta entreabierta. Parecían hermanos, de nueve y diez años quizá, y los dos llevaban unas extrañas gorras con las viseras detrás, sobre la nuca. Llevaban unas amplias camisetas blancas con letras impresas, una decía «Cowboys» y la otra «L. A.». Me miraron y luego sé dirigieron atropelladamente a Abhay.

—Abhay bhaiya —dijo el mayor—, ¿trajiste contigo una cámara de vídeo?

—¿Qué? —dijo Abhay.

—¿Fuiste a algún concierto de rock? —preguntó el más joven.

—¿Qué marca de coche tenías?

—¿Te compraste una casa?

—¿Con piscina?

—¿Por qué has vuelto?

—¿Adonde? —preguntó a su vez Abhay.

—Aquí —respondieron los dos al tiempo.

Abhay se encogió de hombros, con expresión confundida.

—¿Eras feliz allí? —preguntó el más joven.

—¿Qué?

—Feliz.

La cara de Abhay estaba en blanco, carente de todo pesar o contento. Luego volvió a entrar Saira, vio a los dos chicos, los cogió por el cuello de las camisetas y los sacó afuera.

El más pequeño, al atravesar la puerta, como si ya estuviera cerrada, gritó con decisión:

—¡Eras feliz allí!

Abhay lo siguió con la mirada.

—¿Feliz? —repitió.

Y se puso a teclear en la máquina.