Akemi Kirino, investigadora jefe de Laboratorios Feynman:
[La doctora Kirino tendrá unos cuarenta y pocos años. Tiene esa clase de belleza que no necesita demasiado maquillaje. Si se la observa de cerca, se ve alguna hebra blanca en su, por lo demás, negro pelo.]
Por la noche, cuando salimos al exterior y miramos las estrellas, no solo nos baña su luz, sino también el tiempo.
Por ejemplo, si miramos esa estrella en la constelación de Libra, que se llama Gliese 581, en realidad la estamos viendo tal como era hace algo más de dos décadas, porque está a unos veinte años luz de nosotros. Y a la inversa, si ahora mismo alguien situado en las inmediaciones de Gliese 581 tuviera un telescopio lo suficientemente potente apuntando hacia aquí, podría vernos a Evan y a mí paseando por el césped de la Universidad de Harvard cuando éramos estudiantes de posgrado.
[La doctora Kirino señala Massachusetts en el globo terráqueo que tiene en la mesa, mientras la cámara se desplaza haciendo un zoom sobre él. Hace una pausa, pensando lo que va a decir. La cámara retrocede, alejándonos más y más del globo, como si nos alejáramos volando de él.]
Los mejores telescopios que tenemos hoy en día alcanzan a ver hasta unos trece mil millones de años en el pasado. Si colocáramos uno en un cohete que se alejara de nosotros a una velocidad superior a la de la luz (y enseguida volveré sobre este punto) y apuntáramos con él hacia la Tierra, veríamos el desarrollo de la historia de la humanidad pero marcha atrás. La imagen de todo lo que ha sucedido en la Tierra viaja desde aquí en una esfera de luz que nunca va a dejar de expandirse. Y basta con controlar hasta dónde se viaja en el espacio para determinar hasta dónde se llega en el tiempo.
[La cámara continúa retrocediendo, atraviesa la puerta del despacho y sigue por el pasillo, y el globo y la doctora Kirino se van viendo cada vez más y más pequeños. El largo pasillo por el que estamos retrocediendo está oscuro y, en ese mar de oscuridad, la puerta abierta del despacho se convierte en un rectángulo de brillante luz que los encuadra a ambos.]
Aproximadamente por aquí, veremos el apesadumbrado rostro del príncipe Carlos cuando Hong Kong es devuelto por fin a China. Por aquí, presenciaremos la rendición de Japón a bordo del buque USS Missouri. En algún punto por aquí veremos cómo las tropas de Hideyoshi pisan Corea por vez primera. Y por aquí, veremos cómo la dama Murasaki acaba el primer capítulo de La historia de Genji. Si continuamos adelante, podemos retroceder hasta el nacimiento de la civilización e incluso más atrás.
Sin embargo, el pasado se consume en el momento en que somos testigos de él. Los fotones atraviesan la lente y luego chocan contra una superficie capaz de crear imágenes, ya sea nuestra retina, una lámina fotográfica o un sensor digital, y en ese momento desaparecen, frenados en seco en su trayectoria. Si estamos mirando sin prestar atención y se nos escapa un instante, ya no podemos alejarnos más para volver a atraparlo. Ese momento queda borrado del universo, para siempre.
[Un brazo sale de las sombras que hay junto a la puerta del despacho y la cierra dando un portazo. La oscuridad se traga el globo terráqueo, el brillante rectángulo de luz y a la doctora Kirino. La pantalla se queda en negro unos instantes antes de que empiecen a aparecer los títulos de crédito iniciales.]
Remembrance Films HK Ltd.
en asociación con
Yurushi Studios
presenta
una producción de Heraclitus Twice
EL HOMBRE QUE PUSO FIN A LA HISTORIA
Esta película ha sido prohibida por el Ministerio de Cultura de la República Popular China y su estreno ha sido motivo de enérgicas protestas por parte del gobierno de Japón.
Akemi Kirino:
[Nos encontramos de vuelta en su despacho iluminado por una cálida luz.]
Como todavía no hemos resuelto el problema de cómo viajar más rápido que la luz, no hay forma de que podamos colocar un telescopio ahí fuera para ver el pasado. Pero hemos encontrado una manera de hacer trampa.
Desde hacía tiempo, los físicos teóricos sospechaban que el mundo que nos rodea está continua y literalmente estallando y creando nuevas partículas subatómicas de cierto tipo, a las que ahora conocemos como partículas Bohm-Kirino. Mi modesta contribución a la física fue confirmar su existencia y descubrir que estas partículas siempre aparecen por pares. Una de las partículas del par sale disparada de la Tierra, montada en el fotón del que nace y viajando a la velocidad de la luz. La otra se queda atrás, oscilando en las inmediaciones del lugar donde se generó.
Los pares de partículas Bohm-Kirino están vinculados por entrelazamiento cuántico. Esto quiere decir que las dos partículas de un par están ligadas de tal modo que, independientemente de lo lejos que estén físicamente la una de la otra, sus propiedades están conectadas como si fueran distintos aspectos de un único sistema. Si se realizara una medición sobre una de las partículas del par, colapsando por lo tanto la función de onda, inmediatamente se conocería el estado de la otra partícula del par, incluso aunque se encuentre a años luz de distancia.
Puesto que conocemos la velocidad a la que disminuyen los niveles de energía de las partículas Bohm-Kirino, ajustando la sensibilidad del campo detector podemos intentar atrapar y medir partículas Bohm-Kirino de una determinada época creadas en un lugar concreto.
Someter a una medición a la partícula Bohm-Kirino que se ha quedado aquí de un par entrelazado es equivalente a realizar una medición sobre su gemela vinculada, la cual, junto al fotón huésped, puede encontrarse a billones de kilómetros de distancia y por lo tanto a décadas en el pasado. Mediante una serie de cálculos matemáticos complejos, pero convencionales, dicha medición nos permite calcular e inferir el estado del fotón huésped. Sin embargo, como cualquier medición que se realiza sobre un par de partículas vinculadas, solo se puede llevar a cabo una única vez, y en ese momento la información desaparece para siempre.
En otras palabras, es como si hubiéramos encontrado una manera de colocar un telescopio tan lejos de la Tierra y tan lejos en el pasado como deseemos. Si queremos, podemos volver la vista atrás y ver el día de nuestra boda, nuestro primer beso, el instante de nuestro nacimiento. Pero para cada momento del pasado, solo contamos con una única oportunidad de ser testigos del mismo.
Imágenes de archivo: 18 de septiembre de 20XX. Cortesía de APAC Broadcasting Corporation
[La cámara muestra una fábrica abandonada en las afueras de la ciudad de Harbin, en la provincia de Heilongjiang (China). Parece una fábrica más en el corazón industrial de China en pleno período de recesión dentro de los implacables ciclos de auge y hundimiento de la economía del país: en estado ruinoso, silenciosa, polvorienta, con las ventanas y puertas cerradas y tapadas con tablones. Samantha Paine, la corresponsal, lleva un gorro de lana y una bufanda. Tiene las mejillas encendidas por el frío y los ojos cansados. Mientras habla con voz tranquila, la condensación de su aliento forma volutas que se demoran delante de su rostro.]
Samantha: Este mismo día, en 1931, se dispararon los primeros tiros de la segunda guerra chino-japonesa cerca de Shenyang, aquí en Manchuria. Para China supuso el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, más de una década antes de que Estados Unidos se viera involucrado en la misma.
Nos encontramos en el distrito de Pingfang, en las afueras de Harbin. Aunque el nombre Pingfang no le diga nada a la mayoría de los occidentales, algunos han llamado a Pingfang el Auschwitz asiático. En este lugar, durante la guerra, el Escuadrón 731 del Ejército Imperial Japonés sometió a miles de prisioneros aliados y chinos a atroces experimentos, cuyo objetivo era el desarrollo de armas biológicas y la realización de estudios sobre el límite de la resistencia humana.
En estas instalaciones, los médicos militares japoneses asesinaron a miles de prisioneros aliados y chinos con sus ensayos médicos, experimentos con armas, vivisecciones, amputaciones y otros métodos sistemáticos de tortura. Al final de la guerra, el ejército japonés en retirada asesinó a todos los prisioneros que quedaban e incendió el complejo, y lo único que quedó aquí fue el armazón del edificio de administración y algunos fosos que se utilizaban para criar ratas portadoras de enfermedades. No hubo supervivientes.
Los historiadores calculan que las armas químicas y biológicas investigadas y desarrolladas en este lugar y en otros laboratorios satélite (ántrax, cólera, peste bubónica…) acabaron con entre doscientos mil y medio millón de chinos, casi todos civiles. Al final de la guerra, el general MacArthur, comandante supremo de las fuerzas aliadas, concedió a todos los miembros del Escuadrón 731 inmunidad ante la acusación de crímenes de guerra, con el objeto de hacerse con los resultados de sus experimentos y evitar que cayeran en manos de la Unión Soviética.
Con la salvedad de un pequeño museo con escasos visitantes situado aquí cerca, hoy en día quedan pocos rastros visibles de tales atrocidades. Allí, en el linde de un campo vacío, se alza un montón de escombros en el lugar donde estaba la incineradora para quemar los cadáveres de las víctimas. Esta fábrica que tengo a mis espaldas está construida sobre los cimientos de un almacén empleado por el Escuadrón 731 para guardar el material utilizado en los cultivos de gérmenes. Hasta la reciente crisis económica que la ha obligado a cerrar, esta fábrica producía motores de ciclomotor para una empresa chino-japonesa de Harbin. Y, como un grotesco eco del pasado, varias empresas farmacéuticas se han establecido discretamente en las inmediaciones del antiguo cuartel general del Escuadrón 731.
Es posible que los chinos estén dispuestos a dejar atrás esta parte de su pasado para hacer borrón y cuenta nueva. Y si ellos así lo hacen, probablemente el resto del mundo los imite.
Pero esto no ocurrirá si Evan Wei puede evitarlo.
[Samantha continúa hablando mientras de fondo se muestra un montaje de imágenes de Evan Wei impartiendo clase y posando con la doctora Kirino delante de una sofisticada máquina. En las fotografías ambos parecen tener veintitantos años.]
El doctor Evan Wei, un historiador estadounidense de origen chino especializado en el Japón clásico, está decidido a conseguir llamar la atención mundial sobre el sufrimiento de las víctimas del Escuadrón 731. Él y su esposa, la doctora Akemi Kirino, destacada física experimental estadounidense de origen japonés, han desarrollado una controvertida técnica que aseguran permitirá viajar al pasado y experimentar la historia tal como sucedió. El doctor Wei realizará hoy una demostración pública de su técnica viajando al año 1940, momento cumbre de las actividades del Escuadrón 731, convirtiéndose así en testigo presencial de sus atrocidades.
El gobierno japonés mantiene que se trata de una maniobra publicitaria de China y ha protestado en enérgicos términos ante Pekín por permitir esta demostración. Basándose en principios recogidos en las leyes internacionales, Japón argumenta que China no tiene derecho a patrocinar una expedición al Harbin de la Segunda Guerra Mundial porque, por aquel entonces, Harbin estaba bajo el control del régimen de Manchukuo, régimen títere del Imperio de Japón. China ha rechazado los argumentos de Japón y ha respondido asegurando que la demostración del doctor Wei es una «excavación en la herencia nacional» y, basándose en la legislación china sobre exportación de antigüedades, ahora reclama su derecho de propiedad sobre cualquier grabación de audio o vídeo del viaje al pasado que el doctor Wei planea realizar.
El doctor Wei ha insistido en que su mujer y él van a llevar a cabo este experimento en calidad de ciudadanos estadounidenses individuales, sin conexión con gobierno alguno. Y han pedido, tanto al cónsul general estadounidense en la cercana Shenyang como a algunos representantes de las Naciones Unidas, que intervengan para proteger su demostración de cualquier interferencia gubernamental. Todavía no está claro cómo se va a resolver todo este embrollo legal.
Mientras tanto, numerosos grupos llegados tanto de China como del extranjero, algunos en apoyo del doctor Wei y otros en su contra, se han congregado aquí para manifestarse. China ha movilizado a miles de policías antidisturbios para evitar que puedan acercarse a Pingfang.
Sigan con nosotros y les mantendremos informados de la última hora sobre este histórico acontecimiento. Para APAC, Samantha Paine.
Akemi Kirino:
Para poder viajar hacia atrás en el tiempo nos faltaba por superar un obstáculo más.
Las partículas Bohm-Kirino nos permiten reconstruir con detalle cualquier tipo de información relativa al instante en que fueron creadas: imágenes, sonidos, microondas, ultrasonidos, el olor a desinfectante y a sangre, y el cosquilleo de la cordita y la pólvora en el fondo de la nariz.
Pero se trata de una cantidad de información abrumadora, incluso para solo un segundo. No teníamos una manera realista de almacenarla, y mucho menos de procesarla en tiempo real. La cantidad de información recogida para unos pocos minutos habría sobrepasado la capacidad total de almacenamiento de los servidores de la Universidad de Harvard. Podíamos abrir una puerta al pasado, pero con el tsunami de bits que se nos iba a venir encima no íbamos a ver nada.
[Detrás de la doctora Kirino hay un aparato que parece un enorme escáner clínico de resonancia magnética. La doctora se coloca a su lado para que la cámara pueda hacer un lento zoom hasta el interior del tubo del mismo, donde estará el cuerpo del voluntario durante el proceso. Mientras la cámara atraviesa el tubo, continuando hacia la luz del otro extremo del túnel, se sigue oyendo su voz en off.]
Si hubiéramos tenido suficiente tiempo, tal vez habríamos conseguido encontrar una solución que habría permitido grabar la información. Pero Evan pensaba que no nos podíamos permitir la espera. Los familiares que habían sobrevivido a las víctimas estaban envejeciendo, muriendo, y las memorias de primera mano de la guerra estaban a punto de desaparecer. Evan consideraba que estábamos obligados a ofrecer a los familiares que todavía estaban vivos las respuestas que pudiéramos conseguir.
Así que se me ocurrió la idea de utilizar el cerebro humano para procesar la información recogida por los detectores Bohm-Kirino. La inmensa capacidad de procesamiento paralelo del cerebro, la base de la conciencia, resultó ser bastante efectiva a la hora de filtrar e interpretar el torrente de información de los detectores. Podíamos alimentar el cerebro con las señales eléctricas en bruto y él se encargaba de descartar un 99,999 por ciento y de transformar el resto en imágenes, sonidos, olores… lo interpretaba todo y lo grababa en forma de recuerdos.
Esto no debería sorprendernos en lo más mínimo. Después de todo, es lo que hace el cerebro, cada segundo de nuestra vida. Las señales en bruto procedentes de ojos, oídos, piel y lengua desbordarían cualquier superordenador, pero, segundo a segundo, nuestro cerebro se las apaña para construir la conciencia de nuestra existencia a partir de todo ese ruido.
«Gracias a este proceso, nuestros voluntarios experimentan la ilusión de estar viviendo el pasado, igual que si estuvieran en ese lugar y en ese momento», escribí en la revista Nature.
Y ahora me arrepiento enormemente de haber utilizado la palabra «ilusión». Mi desafortunada elección de esa palabra acabó teniendo una gran relevancia. Así es la historia: las decisiones auténticamente importantes nunca parecen serlo cuando se toman.
Sí, el cerebro recoge las señales y a partir de ellas construye una historia, pero esa historia no tiene nada de ilusoria, ni cuando se trata del pasado ni cuando se trata del presente.
Archibald Ezary, profesor titular de la cátedra de Derecho Radhabinod Pal, codirector del Centro de Estudios de Asia Oriental de la facultad de Derecho de Harvard:
[La placidez del rostro de Archibald Ezary contrasta con la intensidad de su mirada. Disfruta disertando, no porque le guste oírse hablar, sino porque piensa que va a aprender algo nuevo cada vez que intenta explicarse.]
La batalla legal entre China y Japón por el trabajo de Wei, hace casi veinte años, no fue realmente una novedad. El asunto de quién debería tener el control sobre el pasado es algo que, de distintas maneras, lleva muchos años preocupándonos a todos. Pero, con el desarrollo del procedimiento Kirino, la pugna por tener el control sobre el pasado dejó de ser una cuestión simplemente metafórica para convertirse en algo literal.
Además de una dimensión espacial, un estado tiene otra temporal. Con el transcurrir del tiempo, va creciendo y encogiéndose, doblegando nuevos pueblos y en ocasiones liberando a sus descendientes. Cuando hoy en día pensamos en Japón lo asociamos únicamente a las islas a las que quedó limitada su soberanía tras la guerra, pero en 1942, en su apogeo, el Imperio de Japón dominaba Corea, la mayor parte de China, Taiwan, Sajalín, Filipinas, Vietnam, Tailandia, Laos, Birmania, Malasia y amplias zonas de Indonesia, además de grandes franjas de las islas del Pacífico. Y la influencia del legado de aquella época ha perdurado en Asia hasta nuestros días.
Uno de los problemas más molestos, consecuencia del violento e inconstante proceso por el que los estados se van expandiendo y contrayendo con el paso de los años es el siguiente: puesto que a lo largo del tiempo los distintos gobiernos van alternándose en el control de un territorio, ¿cuál de ellos debería tener jurisdicción sobre el pasado del mismo?
Antes de la demostración de Evan Wei, el asunto de la jurisdicción sobre el pasado no había interferido en la vida real más allá de las disputas sobre qué país, España o Estados Unidos, tenía derecho a quedarse con una parte de los tesoros de los galeones españoles hundidos en el siglo XVI y rescatados en lo que hoy en día son aguas estadounidenses; o sobre si las esculturas del Partenón conocidas como Mármoles de Elgin se las debería quedar Grecia o Inglaterra. Pero ahora hay mucho más en juego.
Así que ¿era Harbin territorio japonés entre 1931 y 1945?, tal como sostiene el gobierno de este país, ¿o era chino?, como argumenta la República Popular. ¿O tal vez deberíamos considerar el pasado como algo que la ONU mantiene en fideicomiso para toda la humanidad?
La posición de China habría contado con el apoyo de la mayor parte del mundo occidental (puesto que la de Japón sería equivalente a que Alemania alegara que cualquier intento de viaje a Auschwitz-Birkenau entre 1939 y 1945 debería contar con su aprobación) de no ser por el hecho de que es la República Popular China, un paria para los occidentales, quien ahora está reivindicando sus derechos sobre ese territorio. Y aquí tenemos una muestra de cómo el presente y el pasado se estrangulan a muerte entre ellos.
Por otra parte, tanto detrás de la postura japonesa como de la china, está la asunción incuestionable de que si podemos decidir si la soberanía sobre el Harbin de la época de la Segunda Guerra Mundial corresponde a China o a Japón, entonces, o bien la República Popular o bien el actual gobierno japonés sería la autoridad competente para ejercitar dicha soberanía. Pero esto no está en absoluto claro, y ambas partes están teniendo problemas para presentar argumentos que los respalden en este punto.
En primer lugar, cuando China ha exigido compensaciones por las atrocidades cometidas durante la guerra, Japón siempre ha mantenido que el Japón actual, fundado sobre la constitución cuyo borrador fue redactado por Estados Unidos, no puede ser considerado responsable. Japón piensa que a quien se le deben exigir las compensaciones es al anterior gobierno, el Imperio de Japón, y que este asunto ya quedó zanjado con el Tratado de Paz de San Francisco y con otros tratados bilaterales. Pero de ser esto así, el que ahora Japón afirme que Manchuria en aquella época estaba bajo su soberanía, cuando previamente se ha negado a aceptar cualquier responsabilidad, parece bastante inconsistente.
Sin embargo, la República Popular tampoco tiene la victoria garantizada. En 1932, cuando las fuerzas japonesas se hicieron con el control de Manchuria, el dominio de la República de China sobre esta región era meramente nominal; ni la entidad a la que consideramos la China oficial durante la Segunda Guerra Mundial ni la República Popular China existían siquiera. Es cierto que, en Manchuria, casi la única resistencia armada que se opuso a la ocupación japonesa durante la guerra fue la de las guerrillas de manchúes, coreanos y chinos de la etnia han, capitaneadas por comunistas chinos y coreanos; sin embargo, dichas guerrillas no estaban realmente bajo la dirección del partido comunista chino encabezado por Mao Zedong, y por lo tanto no tuvieron demasiado que ver con la posterior fundación de la República Popular.
Así que ¿por qué deberíamos considerar que o bien el actual gobierno japonés o bien el actual gobierno chino tiene algún derecho sobre el Harbin de aquella época? ¿No será la República de China, que ahora está radicada en Taipéi y que se llama a sí misma Taiwan, quien tenga el derecho más legítimo? ¿O a lo mejor deberíamos pensar en una «Autoridad Histórica Provisional Manchú» que sería quien tendría que asumir la jurisdicción sobre el lugar?
Nuestras doctrinas sobre la sucesión de estados, desarrolladas según los principios establecidos en el Tratado de Westfalia, son incapaces de solucionar las cuestiones planteadas como consecuencia de los experimentos del doctor Wei.
El que estos debates suenen teóricos y evasivos es algo intencionado. Desde siempre, «soberanía», «jurisdicción» y otros términos similares no han sido más que meras palabras que utilizamos porque nos resultan cómodas cuando llega el momento de permitir que se eviten responsabilidades o se corten ataduras molestas. Se declara la «independencia» y el pasado queda olvidado sin más ni más; tiene lugar una «revolución» y las memorias y deudas de sangre desaparecen de la noche a la mañana; se firma un tratado y de golpe y porrazo el pasado queda enterrado y olvidado. Pero no es así como funciona la vida real.
Por muchas vueltas que le demos a la facinerosa lógica a la que dignificamos con el nombre de «derecho internacional», la realidad sigue siendo que existe una conexión entre aquellos que en la actualidad se llaman a sí mismos japoneses y los que lo hacían en la Manchuria de 1937; y también existe entre los que hoy en día se llaman a sí mismos chinos y los que lo hacían en ese mismo lugar y época. Esta es la complicada realidad y tendremos que apañarnos con lo que tenemos.
Desde siempre, si el derecho internacional ha funcionado ha sido simplemente porque hemos dado por hecho que el pasado se iba a quedar callado. Sin embargo, el doctor Wei le ha dado voz al pasado y ha resucitado los recuerdos que estaban muertos. De nosotros depende que esas voces del pasado tengan o no algún peso en el presente, y cuánto.
Akemi Kirino:
Evan siempre me llamaba Tóngye Míngmei,
o simplemente Míngmei, que es como se leen en mandarín los
kanji con los que se escribe mi nombre (). Aunque esta es la manera
en que se acostumbran a pronunciar en chino los nombres japoneses,
él es el único chino al que le he permitido que se tomara esta
libertad.
Me decía que esa pronunciación le permitía visualizarlo con esos caracteres ancestrales que son la herencia común de China y Japón, y de este modo no olvidaba su significado. Según él, «el cómo suene el nombre de una persona no te dice nada sobre ella, lo que te lo dice son únicamente los caracteres».
Mi nombre fue lo primero que amó de mí.
«Una paulonia solitaria en mitad del campo, hermosa y llena de vida», me dijo la primera vez que hablamos, durante una fiesta de confraternización para alumnos de las facultades de Humanidades y de Ciencias.
También había sido así como mi abuelo me había explicado mi nombre años atrás, cuando de pequeña me había enseñado a escribir los caracteres del mismo. Una paulonia es un hermoso árbol de hoja caduca; antiguamente, en Japón existía la costumbre de plantar una cuando nacía una niña, y cuando se iba a casar se utilizaba su madera para hacer un tocador para la dote. Recuerdo la primera vez que mi abuelo me enseñó la paulonia que había plantado el día en que yo nací, y yo le dije que no me parecía nada del otro mundo.
«Pero una paulonia es el único árbol en el que un fénix se posaría para descansar», me aseguró entonces mi abuelo, mientras me acariciaba el cabello pausada y delicadamente, algo que a mí me encantaba. Yo asentí con la cabeza y me alegré de tener como nombre el de un árbol tan especial.
Cuando Evan habló conmigo, yo llevaba años sin pensar en aquel día con mi abuelo.
«¿Ya has encontrado tu fénix?», me preguntó Evan, y a continuación me pidió una cita.
Evan no era tímido, a diferencia de la mayoría de los hombres chinos que conocía. Yo me sentía a gusto escuchándole hablar. Y él parecía realmente feliz con su vida, algo poco frecuente entre los estudiantes universitarios y que hacía que resultara divertido tratar con él.
En cierto modo, la atracción que surgió entre nosotros fue algo natural. Los dos habíamos llegado a Estados Unidos de pequeños y sabíamos qué es lo que suponía crecer sintiéndote extranjero y esforzándote con denuedo por convertirte en estadounidense. Esto hizo que nos resultara fácil comprender las debilidades del otro y aquellos pequeños recovecos de nuestra personalidad propios de los recién llegados al país y que con total insolencia se niegan a desaparecer.
Evan no se sentía intimidado por el hecho de que a mí se me dieran mucho mejor los números, las estadísticas, las características «rígidas» de la vida. Algunos de mis anteriores novios me habían dicho que el que me centrara tanto en lo cuantificable y en la lógica de las matemáticas me hacía parecer fría y poco femenina. Y tampoco ayudaba demasiado el que me las apañara con las herramientas mejor que la mayoría de ellos… una destreza que cualquier físico experimental de laboratorio necesita. Evan era el único hombre al que conocía que estaba encantado de cederme los mandos cuando le decía que podía hacer mejor que él algo que requería aptitudes mecánicas.
Los recuerdos de nuestro noviazgo se han ido difuminando con el tiempo y ahora están recubiertos por el brillo dorado y halagador del sentimentalismo… pero son lo único que me queda. Si alguna vez me permiten volver a utilizar mi máquina, me gustaría regresar a aquellos días.
En otoño, me gustaba escaparme con él en coche a alguna casa rural de New Hampshire para recoger manzanas. Me gustaba preparar platos sencillos de un libro de recetas y ver esa sonrisa tonta que se le ponía. Me gustaba despertarme a su lado por las mañanas sintiéndome feliz de ser mujer. Me gustaba que pudiera discutir apasionadamente conmigo manteniéndose firme cuando tenía razón y reculando airosamente cuando se equivocaba. Me gustaba que siempre se pusiera de mi parte cuando yo discutía con los demás, apoyándome incondicionalmente, incluso cuando pensaba que estaba equivocada.
Pero cuando más disfrutaba era cuando me hablaba de la historia de Japón.
De hecho, despertó en mí un interés por Japón que nunca antes había sentido. De cría, cuando alguien se enteraba de que era japonesa, daba por sentado que me interesaría el anime, me encantarían los karaokes y acostumbraría a reírme tontamente tapándome la boca con las manos, y, en concreto, los chicos pensaban que yo iba a escenificar sus fantasías sexuales orientales. Resultaba agotador. Así que en la adolescencia me rebelé y me negué a hacer cualquier cosa que oliera a japonesa, incluido el hablar japonés en casa. Figúrese cómo se sintieron mis pobres padres…
Evan me contaba la historia de Japón no como una enumeración de fechas y mitos, sino como un ejemplo de principios científicos fuertemente vinculados con la humanidad. Me enseñó que la historia de Japón no versa sobre emperadores y generales, ni sobre poetas y monjes, sino que la historia de Japón es un modelo que demuestra cómo todas las sociedades humanas se desarrollan y adaptan al medio ambiente mientras que, a su vez, el entorno se adapta a su presencia.
Cuando eran cazadores-recolectores, los antiguos japoneses del período Jo-mon ocupaban la cima de la pirámide de depredadores de su entorno; como agricultores autosuficientes, los japoneses de los períodos Nara y Heian comenzaron a moldear y cultivar la ecología de Japón para convertirla en una biota simbiótica antropocéntrica, un proceso que no se completó hasta la llegada de la agricultura intensiva y el crecimiento de la población que acompañó al Japón feudal; finalmente, los habitantes del Imperio japonés, ya volcados en la industria y los negocios, empezaron a explotar no únicamente la biota viva sino también la biota muerta del pasado: la búsqueda de fuentes seguras de combustibles fósiles ha dominado la historia del Japón moderno, igual que ha ocurrido en el resto del mundo. Hoy en día, todos estamos explotando a los muertos.
Por debajo de esa capa superficial de sucesivos imperios y fechas de batallas, existía un ritmo más profundo de flujos y reflujos de la historia, que no estaba asociado a las hazañas de los grandes hombres, sino a las vidas de las mujeres y hombres de a pie, que vadean las corrientes del entorno natural que los rodea, con su geología, sus estaciones, su clima y ecología, y su abundancia y escasez de materias primas necesarias para subsistir. Ese era el tipo de historia que a una física como yo le podía fascinar.
Japón era a un mismo tiempo universal y único. Evan hizo que fuera consciente de la conexión que existía entre esas personas que llevaban milenios llamándose a sí mismas japoneses y yo misma.
No obstante, la historia no era simplemente una serie de patrones profundos y el extenso presente. También había un momento y un lugar en el que los individuos podían dejar una huella extraordinaria. Me dijo que su especialidad era el período Heian porque fue entonces cuando Japón se convirtió en lo que hoy se entiende por Japón. Una élite de cortesanos compuesta por no más de unos miles de personas transformó las influencias continentales en un ideal estético japonés con características totalmente autóctonas, el cual ha mantenido su influencia a lo largo de los siglos y ha seguido definiendo hasta nuestros días qué es lo que significa ser japonés. Única entre las culturas ancestrales del mundo, la cultura de élite del período Heian fue desarrollada con la participación tanto de mujeres como de hombres. Fue una edad dorada tan maravillosa como improbable, algo irrepetible. Este era el tipo de sorpresa que hacía a Evan amar la historia.
Estimulada por todo esto, me apunté a un curso de historia japonesa y le pedí a mi padre que me enseñara caligrafía. Con un renacido interés, también me apunté a clases de japonés avanzado y aprendí a escribir tanka, esos poemas minimalistas japoneses que siguen unas reglas métricas estrictas y matemáticas. Cuando por fin quedé satisfecha con mi primer poema, estaba que no cabía en mí de contento, y estoy segura de que durante unos instantes sentí lo mismo que debió de sentir Murasaki Shikibu cuando terminó su primer tanka. Aunque separadas en el tiempo por más de un milenio y en el espacio por más de quince mil kilómetros, estoy segura de que, en ese instante y lugar, nos habríamos entendido.
Evan me hizo sentir orgullosa de ser japonesa y con ello consiguió que me quisiera a mí misma. Y fue así como supe que estaba verdaderamente enamorada de él.
Li Jianjian, encargada de la Sony Store de Tianjin:
Hace mucho tiempo que acabó la guerra, y en algún momento hay que dejarla atrás. ¿Qué sentido tiene desenterrar ahora estas memorias? La inversión de Japón en China ha sido fundamental para la creación de empleo, y a todos los jóvenes chinos les gusta la cultura japonesa. No me hace gracia que Japón se niegue a pedir perdón, pero ¿qué podemos hacer? Si seguimos dándole vueltas al asunto, lo único que vamos a conseguir es enfadarnos y entristecernos.
Song Yuanwu, camarera:
Lo leí en los periódicos. Ese doctor Wei no es chino: es estadounidense. En China todo el mundo sabe lo del Escuadrón 731, así que para nosotros no es nada nuevo.
No quiero pensar demasiado sobre el asunto. Algunos jovenzuelos se dedican a pregonar que deberíamos boicotear los productos japoneses, pero ellos están que se mueren por comprar el siguiente número de su manga. ¿Por qué voy a tener que hacerles caso? Lo único que se logra con este tipo de cosas es disgustar a la gente, nada más.
Nombre omitido, ejecutivo:
La verdad es que las personas que fueron asesinadas en Harbin eran en su mayoría campesinos, y en aquella época los campesinos murieron como moscas por todo el país. En las guerras ocurren cosas terribles, es así de simple.
Con lo que voy a decir me voy a ganar el odio de todo el mundo, pero también murió mucha gente durante los tres años de la Gran Hambruna estando Mao al frente del país, y luego durante la Revolución Cultural. La guerra es algo triste, pero solo es una más de las muchas cosas tristes que les han sucedido a los chinos. El grueso de las desgracias chinas no tiene quien lo haya llorado. Ese doctor Wei no es más que un maldito provocador. Las memorias no nos van a quitar ni el hambre ni la sed ni el frío.
Nie Liang y Fang Rui, estudiantes universitarios:
Nie: Me alegro de que Wei construyera esa máquina. Japón nunca se ha enfrentado a su historia. Todos los chinos saben que estas cosas sucedieron, pero los occidentales no, y les trae sin cuidado. Tal vez ahora que conocen la verdad presionen a Japón para que pida perdón.
Fang: Ten cuidado, Nie. Cuando los occidentales vean esto van a decir que eres un fenqing y un nacionalista al que le han lavado el cerebro. A los occidentales les gusta Japón; China, no tanto. No quieren entender a China, o a lo mejor lo que pasa simplemente es que no son capaces. No tenemos nada que decir a estos periodistas. Total, tampoco nos van a creer…
Sun Maying, administrativa:
Ni sé quién es Wei ni me importa.
Akemi Kirino:
Evan y yo queríamos ir al cine esa noche. Para la comedia romántica que queríamos ver ya no quedaban entradas, así que elegimos la película que empezaba justo después. Se llamaba Philosophy of a Knife. A ninguno de los dos nos sonaba, pero lo único que queríamos era pasar un rato juntos.
Nuestras vidas están regidas por estos pequeños momentos, en apariencia sin importancia, que contra toda probabilidad resultan tener unas consecuencias trascendentales. Esta aleatoriedad es mucho más común en los asuntos humanos que en la naturaleza y yo, como física, en modo alguno habría podido anticipar lo que iba a suceder a continuación.
[Mientras la doctora Kirino habla, se ven escenas de Philosophy of a Knife, de Andrey Iskanov.]
La película era un documento gráfico de las actividades del Escuadrón 731 e incluía la recreación de numerosos experimentos. «Dios creó el paraíso, los hombres crearon el infierno», era el eslogan de la película.
Ninguno de los dos pudo levantarse del asiento cuando terminó. «No lo sabía —me dijo Evan en un murmullo—. Lo siento. No lo sabía».
No se estaba disculpando por haberme llevado a ver la película. No, la culpabilidad que le corroía se debía a que hasta entonces no había sabido nada de las atrocidades cometidas por el Escuadrón 731. Nunca se había tropezado con ellas, ni en sus clases ni en sus investigaciones. Y como sus abuelos se habían refugiado en Shangai durante la guerra, ningún miembro de su familia se había visto afectado directamente.
Pero como sus abuelos habían trabajado para el gobierno títere en el Shangai ocupado por Japón, después de la guerra se les había etiquetado como colaboracionistas, y el duro trato que habían recibido por parte del gobierno de la República Popular había hecho que su familia terminara escapando a Estados Unidos. Así que, a pesar de que Evan no era consciente de todas sus ramificaciones, la guerra había sido determinante en su vida, al igual que lo había sido en la vida de todos los chinos.
Para Evan, el desconocimiento de la historia, de una historia que había condicionado quién era él de tantas maneras, era en sí mismo un pecado.
«No es más que una película —le decían nuestros amigos—. Mera ficción».
Pero fue en aquel momento cuando la historia, tal como Evan la había entendido hasta entonces, terminó para él. La distancia que anteriormente había mantenido, las abstracciones de la historia a gran escala, con las que tanto había disfrutado antes, todo eso dejó de tener sentido para él con las sangrientas escenas de la pantalla.
Empezó a investigar la verdad que había detrás de la película, y esto pronto empezó a consumir todas sus horas de vigilia. Se obsesionó con las actividades del Escuadrón 731. Cuando estaba despierto, su vida giraba alrededor de este asunto, que también se convirtió en su pesadilla. Para él, su desconocimiento de estos horrores era al mismo tiempo una recriminación y una llamada a las armas. No podía permitir que el sufrimiento de las víctimas quedara relegado al olvido. No permitiría que sus torturadores quedaran impunes.
Fue entonces cuando le expliqué las posibilidades que presentaban las partículas Bohm-Kirino.
Evan estaba convencido de que los viajes en el tiempo conseguirían concienciar a la gente.
Mientras Darfur no sea más que un nombre en un lejano continente, es posible pasar por alto las muertes y las atrocidades. Pero ¿qué pasaría si tus vecinos vinieran y te contaran lo que han visto cuando han viajado a Darfur? ¿Qué pasaría si los familiares de las víctimas se plantaran en tu puerta para narrarte sus experiencias en ese lugar? ¿Podríamos seguir sin hacer caso?
Evan creía que con los viajes en el tiempo pasaría algo similar. Si la gente pudiera ver y oír el pasado, entonces ya no sería posible mantenerse indiferente.
Extractos de la vista televisada de la Subcomisión para Asia, el Pacífico y el Medio Ambiente Mundial de la Comisión de Asuntos Exteriores, Cámara de Representantes, 11X Congreso, cortesía de la cadena C-SPAN
Testimonio de Lillian C. Chang-Wyeth, testigo:
Señor presidente y miembros de la Subcomisión, les agradezco la oportunidad que me han brindado de testificar hoy aquí. También me gustaría darles las gracias al doctor Wei y a la doctora Kirino, cuyo trabajo ha hecho que mi presencia hoy aquí sea posible.
Yo nací el 5 de enero de 1962, en Hong Kong. Mi padre Jaiyi «Jimmy». Chang se había trasladado a Hong Kong desde la China continental después de la Segunda Guerra Mundial. Allí se convirtió en un próspero comerciante de camisas de hombre y se casó con mi madre. Siempre celebrábamos mi cumpleaños un día antes del mismo. Cuando le pregunté a mi madre por qué lo hacíamos así, me dijo que el motivo tenía que ver con la guerra.
De pequeña no sabía demasiado sobre la vida de mi padre antes de que yo naciera. Sabía que había crecido en la Manchuria ocupada por Japón, que toda su familia había sido asesinada por los japoneses y que a él lo habían rescatado las guerrillas comunistas. Pero mi padre nunca me contó los detalles.
Tan solo en una ocasión me habló sin ambages de su vida durante la guerra. Fue durante el último verano antes de que yo empezara la universidad, en 1980. Como era muy tradicionalista, me preparó una ceremonia jíjili en la que yo elegiría mi biaozì, mi nombre de cortesía. Ese es el nombre que los chinos eligen para sí mismos cuando llegan a la mayoría de edad, el nombre por el que les van a conocer sus coetáneos. Era algo que la mayor parte de los chinos ya no hacían, ni siquiera los de Hong Kong.
Rezamos juntos, inclinados respetuosamente delante del altar dedicado a nuestros antepasados, y yo encendí mis varillas de incienso y las coloqué en el incensario de bronce del patio. Por primera vez en mi vida, en lugar de servirle yo el té, mi padre me lo sirvió a mí. Alzamos las tazas y bebimos el té juntos, y mi padre me dijo que estaba muy orgulloso de mí.
Dejé la taza y le pregunté que a cuál de las mujeres de las anteriores generaciones de mi familia admiraba más, para así poder elegir un nombre que honrara su memoria. Fue entonces cuando me enseñó la única fotografía que tenía de su familia. La he traído conmigo hoy y me gustaría que se incluya en el sumario.
La fotografía fue tomada en 1940, con ocasión del décimo
cumpleaños de mi padre. La familia vivía en Sanjiajiao, un pueblo a
unos veinte kilómetros de Harbin, adonde fueron para hacérsela en
un estudio fotográfico. En ella se ve a mis abuelos sentados juntos
en el centro. Mi padre está de pie al lado de mi abuelo y, aquí,
junto a mi abuela, está mi tía Changyi (). Su nombre significa «felicidad
tranquila». Hasta que mi padre me enseñó esta fotografía, yo no
sabía que tenía una tía.
Mi tía no era guapa. En la foto se ve que tenía la cara desfigurada por una gran marca de nacimiento oscura, con forma como de murciélago. Al igual que la mayoría de las chicas de su pueblo, nunca fue a la escuela y era analfabeta; sin embargo, era dulce, amable e inteligente, y desde los ocho años ella sola se encargó de cocinar y de limpiar la casa. Mis abuelos trabajaban en el campo todo el día y ella, al ser la mayor, fue como una madre para mi padre. Lo bañaba, le daba de comer, le cambiaba los pañales, jugaba con él y lo protegía de los demás niños del pueblo. Cuando tomaron esta fotografía, tenía dieciséis años.
«¿Qué le sucedió?», le pregunté a mi padre.
«Se la llevaron —me dijo—. Los japoneses llegaron a nuestro pueblo el 5 de enero de 1941, con la intención de utilizarlo para dar un castigo ejemplar que evitara que los otros pueblos se atrevieran a ayudar a la guerrilla. Yo tenía once años, y Changyi, diecisiete. Mis padres me dijeron que me escondiera en el hoyo que había debajo del granero. Después de que los soldados mataran a mis padres con las bayonetas, los vi arrastrar a Changyi hasta un camión y llevársela en él».
«¿Adónde se la llevaron?».
«Dijeron que la llevaban a un lugar llamado Pingfang, al sur de Harbin».
«¿Qué clase de lugar era?».
«Nadie lo sabía. En aquella época, los japoneses decían que era una planta maderera, pero cuando los trenes pasaban por allí tenían que bajar las cortinas, y los japoneses habían desalojado todos los pueblos de los alrededores y patrullaban constantemente por la zona. Los guerrilleros que me salvaron creían que lo más probable era que se tratara de un depósito de armas o de un centro de mando de importantes generales japoneses. Yo creo que a lo mejor se la llevaron para utilizarla como esclava sexual para los soldados japoneses. No sé si sobrevivió».
Así que elegí Changyi () como mi biaozì, para honrar a mi
tía, que había sido como una madre para mi padre. Mi nombre se
pronuncia igual que el de ella, pero se escribe con caracteres
distintos, así que, en lugar de «felicidad tranquila», significa
«recuerdo perdurable». Rezamos pidiendo que hubiera sobrevivido a
la guerra y que todavía estuviera viva en Manchuria.
Un año después, en 1981, el autor japonés Morimura publicó La glotonería del diablo, primera publicación japonesa que habló de la historia del Escuadrón 731. Leí la traducción al chino del libro, y el nombre Pingfang pasó a significar algo muy distinto para mí. Durante años tuve pesadillas relacionadas con lo que le había sucedido a mi tía.
Mi padre murió en el año 2002. Antes de morir, me pidió que, si alguna vez llegaba a saber con seguridad lo que le había sucedido a mi tía, se lo contara en mi visita anual a su tumba. Le prometí que así lo haría.
Por ello, diez años después, me ofrecí voluntaria para realizar el viaje cuando el doctor Wei brindó esta oportunidad. Quería saber qué le había sucedido a mi tía. Albergaba una remotísima esperanza de que hubiera sobrevivido y escapado, aunque sabía que no había supervivientes del Escuadrón 731.
Chung-Nian Shih, director del departamento de arqueología de la National Independent University de Taiwan:
Yo fui uno de los primeros en cuestionar la decisión de Evan de priorizar el envío de voluntarios que eran familiares de las víctimas del Escuadrón 731 frente al de periodistas o historiadores profesionales. Entiendo que quisiera procurar sosiego a las familias de las víctimas, pero su decisión implicaba que grandes segmentos de la historia iban a ser consumidos para aplacar un dolor particular, segmentos que ahora se han perdido para siempre para el mundo. Como ya sabe, su técnica es destructiva: una vez se ha enviado un observador a un lugar concreto en un momento concreto, las partículas Bohm-Kirino desaparecen y nadie más va a poder regresar jamás a ese lugar.
Existen argumentos morales a favor y en contra de su elección: ¿es el sufrimiento de las víctimas ante todo un dolor privado?, ¿o debería considerarse en primer lugar como parte de nuestra historia colectiva?
Una de las paradojas fundamentales de la arqueología es que el proceso de excavación de un yacimiento para su estudio conlleva de manera inexorable su total destrucción. En nuestra profesión, siempre estamos discutiendo sobre si es mejor excavar un emplazamiento ahora o preservarlo in situ hasta que se puedan desarrollar técnicas menos destructivas. Ahora bien, sin estas excavaciones destructivas, ¿cómo se van a poder desarrollar nuevas técnicas?
Tal vez Evan debería haber esperado hasta que se hubiera desarrollado una técnica mediante la cual se pudiera registrar el pasado sin borrarlo. Pero para entonces, puede que hubiera sido demasiado tarde para las familias de las víctimas, las principales beneficiarias de esas memorias. Evan no dejó en ningún momento de debatirse entre los derechos contrapuestos del pasado y presente.
Lillian C. Chang-Wyeth:
Realicé mi primer viaje hace cinco años, justo cuando el doctor Wei empezó a enviar gente al pasado.
Fui al 6 de enero de 1941, el día después de que capturaran a mi tía.
Aparecí en un campo rodeado por un complejo de edificios de ladrillo. Hacía mucho frío. No sé exactamente cuánto, pero en Harbin en enero lo normal era estar bastante por debajo de los quince bajo cero. El doctor Wei me había enseñado cómo moverme con la mente, pero a pesar de ello me resultó chocante encontrarme de pronto en un lugar sintiéndolo todo pero sin presencia física, igual que un fantasma. Todavía estaba pillándole el tranquillo a cómo moverme, cuando a mis espaldas oí unos fuertes golpetazos. Zas, zas, zas.
Me volví y vi que de pie en el campo había una fila de prisioneros chinos. Estaban encadenados unos a otros por las piernas y vestidos tan solo con una fina capa de andrajos. Pero lo que me llamó más la atención fue que tenían los brazos desnudos y extendidos bajo el glacial viento.
Un oficial japonés caminaba por delante de ellos, golpeándoles en los brazos helados con un bastón corto. Zas, zas, zas.
Entrevista con Shiro Yamagata, antiguo miembro del Escuadrón 731, cortesía de la cadena Nippon Broadcasting Co.
[Yamagata y su esposa están sentados en sillas detrás de una larga mesa plegable. Él tendrá noventa y tantos años. Tiene las manos cruzadas delante de él sobre la mesa, igual que su mujer. Mantiene el rostro tranquilo y no cae en histrionismos. Por debajo de la del intérprete, su voz suena frágil, pero clara.]
Obligábamos a que los prisioneros salieran al exterior con los brazos desnudos para que así, al aire, se les congelaran más rápidamente. Hacía mucho frío, y a mí no me hacía gracia cuando era mi turno de sacarlos.
Los rociábamos con agua para que el proceso de congelación fuera más rápido. Y para asegurarnos de que los brazos ya estaban totalmente congelados, les golpeábamos con un bastón corto. Si el ruido que oíamos era como un crujido, quería decir que estaban congelados por completo y listos para ser utilizados en los experimentos. Sonaba como cuando se golpea un trozo de madera.
Yo creía que por eso llamábamos a los prisioneros maruta, leños. «Oye, ¿cuántos leños has cortado hoy?», nos decíamos bromeando. «No muchos, solo tres pequeños».
El objeto de estos experimentos era el estudio de los efectos sobre el cuerpo humano de la congelación y de las temperaturas extremas. Tenían un gran valor. Aprendimos que la mejor manera de tratar la congelación es sumergir la extremidad en agua caliente, sin frotarla. Lo que probablemente salvó la vida de muchos soldados japoneses. También estudiamos los efectos de la gangrena a medida que la necrosis se extendía por las extremidades congeladas de los prisioneros.
Se decía que había experimentos en los que, en un cuarto herméticamente cerrado, se aumentaba la presión hasta que la persona que estaba dentro explotaba, pero yo no los presencié.
Yo formaba parte de un grupo de auxiliares médicos que llegó en enero de 1941. Para poder practicar las técnicas quirúrgicas, sometíamos a los prisioneros a amputaciones y a otras intervenciones de cirugía. Utilizábamos tanto prisioneros sanos como prisioneros de los experimentos de la congelación. Y cuando se les habían amputado todas las extremidades, empleábamos a los supervivientes para probar armas biológicas.
En una ocasión, dos amigos míos le amputaron los brazos a un hombre y se los volvieron a reimplantar en los lados contrarios del cuerpo. Estuve presente, pero no participé. No me pareció un experimento útil.
Lillian C. Chang-Wyeth:
Seguí a los prisioneros cuando regresaron al complejo. Y di una vuelta intentando encontrar a mi tía.
Tuve mucha suerte, y tras solo una media hora conseguí localizar el sector en el que tenían a las prisioneras. Sin embargo, aunque miré en todas las celdas, no conseguí dar con ninguna mujer que se pareciera a mi tía. Así que continué vagando sin rumbo fijo, mirando en todas las habitaciones. Vi numerosos fragmentos de cuerpos humanos conservados en frascos para muestras. Recuerdo que en una de las salas vi un frasco muy alto en el que flotaba medio cuerpo humano partido en vertical por la mitad.
Finalmente llegué a un quirófano abarrotado de jóvenes médicos japoneses. Oí gritar a una mujer y entré. Uno de los médicos estaba violando a una mujer china sobre la mesa de operaciones. En la sala había varias chinas más, todas desnudas, que sujetaban a la mujer de la mesa para que el médico japonés pudiera concentrarse únicamente en la violación.
Los demás médicos miraban y conversaban amigablemente entre ellos. Uno hizo un comentario y los otros se rieron, incluido el médico que estaba violando a la mujer. Miré a las mujeres que la estaban sujetando y vi que una de ellas tenía una marca de nacimiento con forma de murciélago que le cubría la mitad del rostro. Estaba hablando con la mujer de la mesa, intentando confortarla.
Lo que realmente me impactó no fue que estuviera desnuda, ni lo que estaba sucediendo, sino que pareciera tan joven. Tenía diecisiete años, uno menos que yo cuando me fui de casa para ir a la universidad. Salvo por la marca de nacimiento, era igual que yo por aquel entonces, e igual que mi hija.
[Se interrumpe.]
Diputado Kotler: Señora Chang, ¿desea tomarse un descanso? Estoy seguro de que la Subcomisión entendería…
Lillian C. Chang-Wyeth: No, gracias. Lo siento. Déjenme continuar, por favor.
Cuando el médico hubo terminado, se llevaron a la mujer de la mesa. Los médicos se rieron y bromearon entre ellos. Pocos minutos después, dos soldados regresaron flanqueando a un hombre chino. El mismo médico de antes señaló a mi tía y, sin decir nada, las demás mujeres la obligaron a subir a la mesa. Ella no se resistió.
Entonces el médico señaló al chino y le hizo un gesto indicándole a mi tía. Al principio, el hombre no entendió qué es lo que se quería de él. El médico dijo algo y los dos soldados empujaron al hombre con sus bayonetas, sobresaltándole. Mi tía levantó la mirada hacia él.
«Quieren que me folles», le dijo.
Shiro Yamagata:
A veces nos turnábamos para violar a las mujeres y a las muchachas. Muchos de nosotros nunca antes habíamos estado con una mujer ni habíamos visto los órganos femeninos de una mujer viva. Así que era una especie de educación sexual.
Uno de los problemas a los que se enfrentaba el ejército era el de las enfermedades venéreas. Los médicos militares examinaban semanalmente a las mujeres traídas para solaz de los soldados y les ponían inyecciones, pero los soldados violaban a las mujeres chinas y rusas y continuamente pillaban infecciones. Necesitábamos comprender mejor cómo se contraía la sífilis en concreto, y desarrollar tratamientos.
Con ese objetivo, se les inyectaba sífilis a algunos prisioneros y luego los obligábamos a mantener relaciones sexuales con otros, para que se contagiaran por la vía de transmisión habitual. Nosotros no tocábamos a las mujeres infectadas, por supuesto. Esto nos permitía estudiar los efectos de la enfermedad sobre los órganos. Era la primera vez que se estaba investigando todo esto.
Lillian C. Chang-Wyeth:
La segunda vez que viajé al pasado fue un año después, y en esa ocasión fui al 8 de junio de 1941, unos cinco meses después de que mi tía fuera capturada. Pensé que si elegía una fecha mucho más tardía a lo mejor ya había sido asesinada. El doctor Wei estaba teniendo que hacer frente a una importante oposición, y le preocupaba que con un exceso de viajes a esa época se pudieran destruir demasiadas pruebas. Así que me explicó que ese sería mi último viaje.
Encontré a mi tía sola en una celda. Estaba muy delgada, y vi que un sarpullido le cubría las palmas de las manos y que por el cuello tenía bultos provocados por la inflamación de los nódulos linfáticos. También me di cuenta de que estaba embarazada. Debía de estar muy enferma porque durante todo el tiempo que estuve con ella permaneció tirada en el suelo, con los ojos abiertos y gimiendo débilmente («aiya, aiya»).
Me quedé con ella todo el día, mirándola. Intenté confortarla en todo momento, pero, claro está, ella no podía oírme ni sentir que la estaba tocando. Las palabras me ayudaban a mí, no a ella. Le canté una canción, una canción que mi padre solía cantarme cuando era pequeña.
La Gran Muralla se extiende a lo largo de diez mil li,
del otro lado está mi pueblo.
Oloroso sorgo, dulce soja, la felicidad se derrama
como el oro sobre la tierra.
Estaba empezando a conocerla y despidiéndome de ella al mismo tiempo.
Shiro Yamagata:
Para estudiar la progresión de la sífilis y de otras enfermedades venéreas, realizábamos vivisecciones a mujeres cuando habían transcurrido distintos intervalos de tiempo desde que habían sido infectadas. Era importante comprender los efectos de la enfermedad sobre los órganos vivos, y además las vivisecciones nos proporcionaban una valiosa experiencia quirúrgica. Algunas veces se llevaban a cabo con cloroformo y otras sin él. A los sujetos de los experimentos con ántrax y con cólera acostumbrábamos a practicarles la vivisección sin anestesia, puesto que la anestesia podría haber alterado los resultados, y se creía que esto mismo podría ocurrir en el caso de las mujeres con sífilis.
No recuerdo cuántas vivisecciones de mujeres realicé.
Algunas eran muy valientes y se tumbaban en la mesa de operaciones por las buenas. Aprendí a decir «bútòng, bútòng», o sea, «no te va a doler» en chino, para tranquilizarlas. Luego las atábamos a la mesa.
Lo habitual era que la primera incisión, del tórax al estómago, les hiciera lanzar un grito terrible. Algunas seguían gritando durante buena parte de la vivisección. Más adelante empezamos a amordazarlas porque los gritos nos molestaban cuando teníamos que hablar durante las intervenciones. Por lo general, las mujeres aguantaban con vida hasta que les abríamos el corazón, así que eso lo dejábamos para el final.
Me acuerdo de una vez en la que le estábamos practicando una vivisección a una embarazada. Habíamos empezado sin cloroformo, pero entonces ella nos suplicó: «Por favor, mátenme a mí, pero no maten a mi hijo». Así que lo utilizamos para dormirla antes de acabar con ella.
Ninguno habíamos visto antes las entrañas de una embarazada, por lo que resultó altamente instructivo. Se me pasó por la cabeza guardar el feto para algún experimento, pero estaba demasiado débil y murió poco después de que lo sacáramos. Intentamos adivinar si provenía de la simiente de un médico japonés o de uno de los prisioneros chinos, y creo que al final la mayoría estuvimos de acuerdo en que, viendo lo feo que era, lo más probable es que fuera de uno de los prisioneros.
Yo pensaba que el trabajo que estábamos realizando con las mujeres era francamente valioso, y que gracias a él estábamos aprendiendo bastantes cosas.
No me parecía que nuestro trabajo con el Escuadrón 731 fuera especialmente extraño. Después de 1941, me destinaron al norte de China, primero a la provincia de Hebei y luego a la de Shanxi. En los hospitales del ejército, los médicos militares organizábamos con regularidad prácticas quirúrgicas en las que los sujetos utilizados eran chinos vivos. El ejército nos los proporcionaba los días en los que estaban previstas. Practicábamos amputaciones, extirpábamos trozos de los intestinos y suturábamos entre sí las secciones que quedaban, y extraíamos órganos internos.
Con frecuencia, las prácticas quirúrgicas se realizaban sin anestesia, para así reproducir las condiciones del campo de batalla. A veces un médico disparaba a un prisionero en el estómago para simular heridas de guerra con las que pudiéramos practicar. Y después de las intervenciones, uno de los oficiales decapitaba o estrangulaba al prisionero. En ocasiones, las vivisecciones también se utilizaban como lecciones de anatomía para los médicos más jóvenes en prácticas, y también para que se divirtieran un poco. Para el ejército era importante formar con rapidez buenos cirujanos, para que pudiéramos ayudar a los soldados.
John (apellido omitido), profesor de instituto, Perth (Australia):
Ya se sabe que los viejos están muy solos, así que para conseguir que se les preste atención son capaces de decir cualquier cosa. Incluso confesarán estas ridículas historias inventadas sobre lo que hicieron. Es verdaderamente triste. Estoy seguro de que si pongo un anuncio aparecerá algún antiguo soldado australiano dispuesto a confesar que despedazó a una mujer aborigen. La gente que cuenta estas historias lo único que quiere es que se les preste atención, igual que esas prostitutas coreanas que aseguran que fueron secuestradas por el ejército japonés durante la guerra.
Patty Ashby, ama de casa, Milwaukee (Wisconsin):
Creo que es difícil juzgar a alguien cuando no se ha estado presente. Ocurrió durante la guerra y durante las guerras suceden cosas terribles. Lo que tiene que hacer un cristiano es olvidar y perdonar. No es justo que ahora se saquen a relucir asuntos como este. Y no está bien jugar así con el pasado. De esto no puede salir nada bueno.
Sharon, actriz, Nueva York (Nueva York):
El caso es que los chinos han sido muy crueles con los perros, e incluso se los comen. También se han portado muy mal con los tibetanos. Eso te da que pensar, ¿no sería el karma?
Shiro Yamagata:
El 15 de agosto de 1945 nos enteramos de que el emperador se había rendido a Estados Unidos. Al igual que muchos otros japoneses que estaban en China en aquel momento, mi unidad decidió que lo más sencillo era entregarse a los nacionalistas chinos, tras lo cual fue reformada e incorporada a una unidad del ejército nacionalista de Chiang Kai-Shek, y yo continué trabajando como médico militar y ayudando a los nacionalistas en su lucha contra los comunistas en la guerra civil china. Como los chinos prácticamente no tenían cirujanos cualificados, mi trabajo era muy necesario, así que me trataban bien.
Sin embargo, los comunistas eran muy superiores a los nacionalistas, y en enero de 1949 los comunistas ocuparon el hospital de campaña en el que trabajaba y me hicieron prisionero. Durante el primer mes, no se nos permitió salir de nuestras celdas. Intenté hacerme amigo de los guardas. Los soldados comunistas eran muy jóvenes y estaban flacos, pero parecían tener la moral mucho más alta que los nacionalistas.
Transcurrido un mes, empezamos a asistir, junto con los guardas, a clases diarias de marxismo y maoísmo.
Me dijeron que la guerra no era culpa mía y no se me podía responsabilizar de la misma. Yo solo era un soldado al que, con sus engaños, el emperador Showa y Hideki Tojo habían empujado a una guerra de invasión y opresión contra China. También me explicaron que mediante el estudio del marxismo llegaría a entender que todos los hombres necesitados, tanto chinos como japoneses, eran hermanos. Esperaban que reflexionáramos sobre lo que le habíamos hecho al pueblo chino y que confesáramos por escrito los crímenes que habíamos cometido durante la guerra. Nos dijeron que si nuestras confesiones demostraban que nuestro corazón era sincero se nos rebajarían las penas. Yo escribí varias, pero me las rechazaron todas porque no eran lo suficientemente sinceras.
No obstante, como yo era médico, me permitían trabajar tratando pacientes en el hospital provincial. Era el cirujano de más categoría del centro y contaba con mi propio equipo.
Oímos rumores de que en Corea estaba a punto de estallar una nueva guerra entre Estados Unidos y China. «¿Cómo va a poder China derrotar a Estados Unidos si ni siquiera el poderoso ejército japonés pudo hacerles frente? —pensé—. A lo mejor los siguientes que me capturan son los norteamericanos». Supongo que lo de pronosticar cómo van a terminar las guerras nunca ha sido lo mío.
La comida comenzó a escasear cuando empezó la guerra de Corea. Los guardas de la prisión comían arroz con cebolletas y hierbas silvestres, mientras que a los prisioneros como yo nos daban arroz y pescado.
—¿Y esto por qué? —pregunté.
—Vosotros sois prisioneros —me explicó mi guarda, que tenía solo dieciséis años—. Sois japoneses. Japón es un país rico, así que debéis ser tratados de la manera más parecida posible a las condiciones de vuestro propio país.
Le ofrecí mi pescado, pero lo rechazó.
—¿No quieres tocar la comida que ha tocado un demonio japonés? —bromeé con él. También le estaba enseñando a leer, y él me conseguía bajo cuerda cigarrillos.
Yo era muy buen cirujano y estaba orgulloso de mi trabajo. A veces sentía que, pese a la guerra, estaba haciendo mucho bien a China y ayudando a mis pacientes con mi pericia.
Un día llegó al hospital una mujer. Se había roto una pierna y, como vivía lejos, para cuando su familia me la trajo la gangrena ya había hecho su aparición y había que amputar la pierna.
La mujer se hallaba en la mesa de operaciones y yo me estaba preparando para administrarle la anestesia. La miré a los ojos y, en un intento por tranquilizarla, le dije: «Bútòng, Bútòng».
Abrió los ojos como platos y gritó. Gritó y gritó, y se alejó como pudo de la mesa, arrastrando la pierna inerte, hasta que estuvo todo lo lejos que pudo de mí.
Entonces la reconocí. Era una de las muchachas chinas prisioneras a las que habíamos formado para que nos ayudaran como enfermeras en el hospital de campaña durante la guerra contra China. Me había ayudado en algunas de las sesiones de prácticas quirúrgicas y me había acostado con ella unas cuantas veces. No sabía cómo se llamaba. Para mí había sido simplemente «n.º 4», y algunos de los médicos más jóvenes habían comentado en broma que, si Japón era derrotado y teníamos que retirarnos, podíamos abrirla en canal.
[Entrevistador (fuera de cámara): Señor Yamagata, ya sabe que no puede llorar. En la película no puede aparecer dando muestras de emoción. Si no es capaz de controlarse, tendremos que parar.]
Me inundó una pena indescriptible. Fue en ese instante cuando me di cuenta de qué clase de vida y de carrera tenía. Como quería tener éxito en mi profesión, hacía cosas que ningún ser humano debería hacer. Entonces escribí mi confesión y, cuando mi guarda la leyó, ya no me volvió a dirigir la palabra.
Cumplí mi sentencia y en 1956 me pusieron en libertad y me permitieron regresar a Japón.
Me sentí perdido. En Japón todo el mundo estaba trabajando duramente, pero yo no sabía qué hacer.
«No tenías que haber confesado nada —me dijo uno de mis amigos, que había pertenecido a mi misma unidad—. Yo no confesé y me soltaron hace ya años. Ahora tengo un buen trabajo. Y mi hijo va a ser médico. No cuentes nada de lo que sucedió durante la guerra».
Me trasladé aquí, a Hokkaido, para hacerme agricultor, tan lejos como me resultó posible del corazón de Japón. Durante todos estos años he guardado silencio para proteger a mi amigo. Y creía que moriría antes que él, con lo que me llevaría el secreto a la tumba.
Pero mi amigo ha muerto, así que, aunque durante todos estos años no he contado nada de lo que hice, ahora no pienso callarme.
Lillian C. Chang-Wyeth:
Yo solo estoy hablando en mi nombre, y tal vez en el de mi tía. Soy el último vínculo que queda entre ella y el mundo de los vivos. Y yo misma estoy convirtiéndome en una anciana.
Ni entiendo demasiado de política ni me importa demasiado. Les he contado lo que vi, y hasta el día de mi muerte recordaré cómo lloraba mi tía en esa celda.
Me preguntan que qué es lo que quiero. No sé cómo responder a esa pregunta.
Hay quien dice que debería exigir que los miembros del Escuadrón 731 supervivientes sean juzgados. Pero ¿qué supondría eso? Ya no soy una niña. No quiero ver juicios, desfiles, espectáculos… La verdadera justicia no te la proporciona la ley.
Lo que realmente quisiera es que lo que vi nunca hubiera sucedido. Pero eso es algo que nadie me puede proporcionar. Así que me conformo con querer que la historia de mi tía sea recordada, con descubrir ante la mirada del mundo la culpabilidad de sus asesinos y torturadores, igual que ellos descubrían el cuerpo de mi tía ante sus agujas y escalpelos.
No sé cómo describir esos actos salvo como crímenes contra la humanidad. Eran la negación del mismísimo principio de la vida.
El gobierno japonés nunca ha reconocido las actividades del Escuadrón 731 ni nunca ha perdido perdón por ellas. Con el tiempo, han ido aflorando más y más pruebas de las atrocidades cometidas durante esos años, pero la respuesta siempre es la misma: no hay suficientes pruebas que nos permitan saber qué sucedió.
Pues bien, ahora sí que las hay. Yo he visto lo que sucedió con mis propios ojos. Y voy a hablar de lo que sucedió y a luchar con mis palabras contra los que niegan estos hechos. Y a contar mi historia siempre que pueda.
Los hombres y mujeres del Escuadrón 731 perpetraron esos actos en nombre de Japón y de los japoneses. Exijo al gobierno de Japón que reconozca estos crímenes contra la humanidad, que pida perdón por ellos y que se comprometa a preservar la memoria de las víctimas y a condenar la culpabilidad de esos criminales mientras la palabra «justicia» siga teniendo algún significado.
También siento tener que decir, señor presidente y miembros de la Subcomisión, que el gobierno de Estados Unidos tampoco ha reconocido nunca su papel a la hora de proteger a estos criminales frente a la justicia después de la guerra; ni que ha utilizado la información conseguida mediante torturas, violaciones y asesinatos; ni tampoco se ha disculpado por nada de ello. Exijo que el gobierno de Estados Unidos reconozca estos hechos y se disculpe por ellos.
Esto es todo.
Diputado Hogart:
Me gustaría recordar una vez más a los asistentes que deben mantener el orden y guardar las formas durante esta vista si no quieren ser obligados a desalojar la sala.
Señora Chang-Wyeth, lamento todo eso por lo que cree haber pasado. No tengo ninguna duda de que le ha afectado profundamente. También agradezco al resto de los testigos que hayan compartido sus historias con nosotros.
Señor presidente y miembros de la Subcomisión, a efectos de que conste en acta debo volver a insistir en mi oposición a la celebración de esta vista y a la moción presentada por mi colega el señor Kotler.
La Segunda Guerra Mundial fue una época extraordinaria en la que las reglas ordinarias de la conducta humana no fueron de aplicación, y no hay duda de que ocurrieron terribles hechos y de los mismos resultaron terribles sufrimientos. Pero fuera lo que fuese lo que ocurrió (y las únicas pruebas concluyentes con las que contamos son los resultados de una sensacionalista teoría sobre física de partículas que, con la excepción de la doctora Kirino, ninguno de los aquí presentes comprende), cometeríamos un error si nos convirtiéramos en esclavos de la historia y sometiéramos el presente al control del pasado.
El Japón de nuestros días es el aliado más importante de Estados Unidos en el Pacífico, por no decir en el mundo entero, mientras que la República Popular China toma a diario medidas encaminadas a obstaculizar nuestros intereses en la región. Japón es vital para nuestra lucha por contener y hacer frente a la amenaza china.
El que el diputado Kotler presente su moción en estos momentos es, en el mejor de los casos, desacertado y, en el peor, contraproducente. Sin lugar a dudas, la moción incomodará y decepcionará a nuestro aliado, y ayudará y dará alas a aquellos que hacen peligrar nuestra posición, todo ello en un momento en el que no podemos dejarnos llevar por sentimentalismos teatrales, cimentados en las historias contadas por emotivos testigos que es posible que hayan estado experimentando «ilusiones», y estoy citando las palabras de la doctora Kirino, la inventora de la tecnología utilizada.
Una vez más debo exigir a la Subcomisión que ponga fin a este inútil y destructivo proceso.
Diputado Kotler:
Señor presidente y miembros de la Subcomisión, les agradezco que me den la oportunidad de responder al señor Hogart.
Es fácil esconderse detrás de expresiones con verbos intransitivos como «ocurrieron terribles hechos» y «resultaron terribles sufrimientos». Y lamento que mi honorable colega, miembro del Congreso de Estados Unidos, recurra a las mismas tácticas vergonzosas, con desmentidos y evasivas, que utilizaron aquellos que negaron que el Holocausto fuera real.
Todos los sucesivos gobiernos japoneses, con el apoyo y complicidad de las sucesivas administraciones de este país, se han negado a reconocer siquiera las actividades del Escuadrón 731 y, ni que decir tiene, a pedir perdón por ellas. De hecho, durante muchos años, no se reconoció ni la propia existencia del escuadrón. El que se desmientan y se nieguen las atrocidades cometidas por Japón durante la Segunda Guerra Mundial es parte integral del programa encaminado a minimizar y negar su historial de guerra, ya estemos hablando de las «mujeres de solaz», de la masacre de Nanjing o de los coreanos y chinos obligados a realizar trabajos forzados. Este programa ha tenido un efecto muy negativo sobre las relaciones de Japón con sus vecinos asiáticos.
El asunto del Escuadrón 731 presenta problemas muy específicos. En esta cuestión, Estados Unidos no es una tercera parte imparcial. Como aliado y buen amigo de Japón, nuestro deber es señalar las equivocaciones de nuestro amigo. Pero, lo que es más importante, Estados Unidos contribuyó de manera activa a que los autores de los crímenes del Escuadrón 731 eludieran la justicia. Con el objetivo de hacerse con los resultados de sus experimentos, el general MacArthur concedió la inmunidad a los miembros del Escuadrón 731. Somos en parte responsables de esos desmentidos y maniobras de encubrimiento, porque le otorgamos un valor mayor a las frutas prohibidas de esas atrocidades que a nuestra propia integridad. Nosotros también hemos pecado.
Lo que me gustaría recalcar es que el señor Hogart ha malinterpretado la moción. Lo que los testigos y yo estamos pidiendo, señor presidente, no es un reconocimiento de culpabilidad por parte del actual gobierno de Japón ni de su pueblo. Lo que estamos pidiendo es un comunicado de esta Subcomisión declarando que el Congreso de Estados Unidos considera que las víctimas del Escuadrón 731 deberían ser honradas y recordadas, y los culpables de esos atroces crímenes, condenados. No se trata de condenar sin juzgar, ni de confiscar bienes. No estamos pidiendo que Japón pague una compensación. Lo único que pedimos es un compromiso con la verdad, el compromiso de que no será olvidada.
Al igual que los monumentos conmemorativos del Holocausto, una declaración en tales términos tiene valor porque refrenda públicamente nuestros vínculos de humanidad con las víctimas y nuestra unidad frente a la ideología del mal y la barbarie de los carniceros del Escuadrón 731 y de la militarista sociedad japonesa que permitió y ordenó tales aberraciones.
Ahora bien, quiero dejar claro que Japón no es algo monolítico ni únicamente es el gobierno japonés. A lo largo de los años, algunos ciudadanos particulares japoneses han realizado heroicos esfuerzos para intentar sacar a la luz estas atrocidades, casi siempre teniendo que luchar contra la resistencia del gobierno y contra el deseo general de olvidar y seguir adelante. Y yo se lo agradezco de todo corazón.
No podemos pasar por alto la verdad y no deberíamos decirles ni a las familias de las víctimas ni al pueblo chino que no es posible hacer justicia, que porque al gobierno de Estados Unidos le disgusta el actual gobierno chino se debe tapar y ocultar una gran injusticia e impedir que sea juzgada por el mundo. ¿Acaso hay alguna duda de que esta moción no vinculante, o incluso versiones mucho más duras de la misma, habría sido aprobada sin problema si las víctimas pertenecieran a un país cuyo gobierno gozara del favor de Estados Unidos? Si nosotros, por motivos supuestamente estratégicos, sacrificamos la verdad para ganar algo ventajoso a corto plazo, entonces simplemente habremos repetido los errores que nuestros predecesores cometieron al final de la guerra.
Pero no es propio de nosotros el actuar así. El doctor Wei nos ha ofrecido un método que nos permite hablar con veracidad del pasado, y debemos exigir al gobierno de Japón y a nuestro propio gobierno que se pongan en pie y asuman nuestra responsabilidad colectiva ante la historia.
Li Ruming, director del departamento de historia de la Zhejiang University (República Popular China):
Cuando estaba terminando mi doctorado en Boston, Evan y Akemi acostumbraban a invitarnos a mi esposa y a mí a su casa. Eran amables y muy agradables, y nos hacía sentir ese entusiasmo y calidez que han hecho que Estados Unidos se gane una bien merecida reputación. A diferencia de otros muchos estadounidenses de origen chino que conocí, Evan no transmitía la sensación de que se sintiera superior a los oriundos de la China continental. Fue maravilloso contarlos entre nuestros amigos de toda la vida, y que nuestras relaciones no se vieran distorsionadas al atravesar la lente de las diferencias políticas entre nuestros dos países, como suele ser tan habitual entre los eruditos chinos y estadounidenses.
Como soy su amigo y también soy chino, me resulta difícil hablar del trabajo de Evan con objetividad, pero lo intentaré.
Cuando Evan anunció por primera vez su intención de ir a Harbin para intentar viajar al pasado, el gobierno chino mostró un cauteloso apoyo. Como nada de esto se había probado antes, todavía no estaba claro el alcance de las consecuencias de su destructivo proceso para viajar en el tiempo. Debido a la destrucción de pruebas al final de la guerra y a las continuas evasivas del gobierno japonés, las pruebas documentales y objetos pertenecientes al Escuadrón 731 con los que contamos no son demasiado abundantes, y se tenía la impresión de que el trabajo de Evan ayudaría a llenar los huecos al proporcionarnos testimonios de primera mano de lo que había sucedido. El gobierno chino les concedió el visado a Evan y a Akemi pensando que su trabajo contribuiría a una mayor comprensión por parte de Occidente de sus históricas disputas con Japón.
No obstante, querían controlar su trabajo. La guerra es un asunto con un fuerte componente emocional para mis compatriotas; las heridas sin cicatrizar se reabrieron durante los años de la posguerra, llenos de conflictos con Japón, por lo que no era políticamente viable que el gobierno no se inmiscuyera. La Segunda Guerra Mundial no era algo que hubiera afectado a pueblos ancestrales en un pasado lejano, y China no podía permitir que dos extranjeros trajinaran por esa historia reciente como unos aventureros por entre tumbas ancestrales.
Pero Evan consideraba (y creo que se trataba de una opinión justificada) que cualquier apoyo o control por parte del gobierno chino, o cualquier relación con él, habría minado toda la credibilidad de su trabajo ante los ojos occidentales.
Así que rechazó todos los ofrecimientos de colaboración del gobierno chino e incluso solicitó la intervención de diplomáticos estadounidenses. Su postura molestó a muchos chinos que le retiraron su apoyo. Más adelante, cuando el gobierno chino finalmente paralizó sus pruebas tras el aluvión de publicidad negativa, los chinos que lo defendían se contaban con los dedos de una mano, porque se consideraba que, quizá incluso de manera intencionada, Akemi y él habían perjudicado al pueblo chino y a su historia. La acusación era injusta, y lamento decir que creo que no hice lo suficiente por su reputación.
Durante todo el proyecto, Evan se centró en algo más universal y a la vez más particular que el mero pueblo chino. Por una parte, sentía esa devoción tan norteamericana hacia la idea del individuo, y su compromiso era en primer lugar y sobre todo con la memoria y la voz individual de cada una de las víctimas; por otra, también estaba intentando trascender las naciones, conseguir que por todo el mundo la gente se identificara con esas víctimas, condenara a sus torturadores y ratificara la humanidad común de todos nosotros.
Pero para conseguirlo se vio obligado a desvincular su proyecto del pueblo chino, para así poder preservar la credibilidad política del mismo en Occidente. Sacrificó la buena disposición de los chinos hacia él en un intento por ganarse el interés de Occidente. Intentó apaciguar al mundo occidental y aplacar los prejuicios de este contra China. ¿Fue cobardía? ¿Debería haberles plantado cara? No lo sé.
La historia no es exclusivamente un asunto privado. Hasta las familias de las víctimas entienden que tiene un componente comunitario. La Guerra de Resistencia Antijaponesa es la piedra fundamental de la China moderna, como el Holocausto en el caso de Israel y la revolución y la guerra civil en el de Estados Unidos. Es posible que a un occidental le cueste entenderlo, pero como Evan temía y rechazaba la colaboración china, había muchos chinos que pensaban que en realidad les estaba robando y borrando su historia. Que estaba sacrificando la historia del pueblo chino, sin su consentimiento, por un ideal occidental. Yo entiendo por qué lo hizo, pero no estoy de acuerdo en que esa fuera la decisión correcta.
Como ciudadano chino, no comparto esa absoluta devoción de Evan hacia la idea de que la historia tiene un carácter personal. Contar las historias individuales de todas las víctimas, tal como él quería hacer, no es posible y, de todas maneras, tampoco iba a resolver todos los problemas.
Puesto que nuestra capacidad para sentir empatía hacia el sufrimiento colectivo tiene límites, creo que se corre peligro de que con este enfoque se acabe desembocando en el sentimentalismo y en una memoria exclusivamente selectiva. La invasión japonesa provocó la muerte de más de dieciséis millones de civiles en China. Sin embargo, el escenario de la mayor parte de este sufrimiento no fueron las factorías de la muerte, como Pingfang, ni los escenarios de las masacres, como Nanjing, que se han convertido en noticia y han reclamado nuestra atención, sino que fueron los innumerables y discretos pueblos, ciudades y lugares remotos en los que hombres y mujeres fueron masacrados, violados y vueltos a masacrar, con sus gritos desvaneciéndose en el helador viento, hasta que incluso sus nombres fueron olvidados y borrados. Sin embargo, también ellos merecen ser recordados.
Ni es posible que todas las atrocidades puedan encontrar una portavoz tan elocuente como Ana Frank ni creo que debamos intentar reducir la historia en su totalidad a una colección de tales narraciones.
Pero Evan siempre me decía que un estadounidense prefiere trabajar en un problema que pueda solucionar antes que retorcerse las manos pensando en la inmensidad de problemas que le resultan irresolubles.
La decisión que tuvo que tomar no era sencilla, y la mía habría sido distinta. Pero él siempre se mantuvo fiel a sus ideales norteamericanos.
Bill Pacer, catedrático de Chino Moderno y Cultura China Contemporánea de la Universidad de Hawái, Manoa:
Se ha dicho en repetidas ocasiones que puesto que en China todo el mundo sabía lo del Escuadrón 731, el doctor Wei no tenía nada de provecho que enseñar a los chinos y que no era más que un activista haciendo campaña en contra de Japón. Esto no es así. Uno de los aspectos más trágicos de los enfrentamientos entre China y Japón con relación a cuestiones históricas es lo similares que son las reacciones de los dos países. El objetivo de Wei era rescatar la historia de manos de ambos países.
Durante los primeros años de existencia de la República Popular, entre 1945 y 1956, la postura ideológica oficial era considerar la invasión japonesa como una fase histórica más en la irrefrenable marcha de la humanidad hacia el socialismo. Aunque se condenaba el militarismo japonés y se elogiaba la resistencia antijaponesa, los comunistas también querían perdonar a los japoneses que a título individual mostraran arrepentimiento (una sorprendente postura cristiano-confuciana para un régimen ateo). En esta atmósfera de celo revolucionario, la mayoría de los prisioneros japoneses recibían un trato bastante humano. Se les impartía clases de marxismo y se les pedía que confesaran sus crímenes por escrito (y esas clases fueron el origen de la creencia generalizada en Japón de que si alguien confiesa haber cometido crímenes terribles durante la guerra es porque los comunistas le han lavado el cerebro). Y cuando se consideraba que alguien ya se había reformado lo suficiente gracias a esa reeducación, se le liberaba y se le mandaba de vuelta a Japón. Las memorias de la guerra fueron reprimidas en China mientras el país se entregaba de manera febril a construir una utopía socialista, con las desastrosas consecuencias por todos conocidas.
Sin embargo, esta generosidad hacia los japoneses tuvo como contrapeso la severidad estalinista con la que se trató a los terratenientes, capitalistas, intelectuales y chinos en general que habían colaborado con los japoneses. Cientos de miles de personas fueron asesinadas, en muchos casos sin que hubiera prácticamente pruebas y sin que se hiciera esfuerzo alguno por ajustarse a las formalidades legales.
Más adelante, durante los años noventa, el gobierno de la República Popular empezó a invocar las memorias de la guerra en un contexto patriótico para intentar legitimarse tras la caída del comunismo. De manera irónica, esta burda treta tuvo como consecuencia que amplios segmentos de la población fueran incapaces de aceptar lo sucedido durante la guerra: la desconfianza hacia el gobierno contaminaba todo aquello que este tocaba.
Así que la postura de la República Popular frente a la memoria histórica provocó diversos problemas relacionados entre sí. En primer lugar, la actitud condescendiente que mostraron hacia los prisioneros fue el puntal en el que se apoyaron más adelante aquellos que ponían en duda la veracidad de las confesiones de los soldados japoneses. En segundo lugar, el que la memoria de la guerra se ligara al patriotismo fomentó las acusaciones de que todo intento por recordar tenía motivaciones políticas. Y, por último, las víctimas individuales de las atrocidades fueron convertidas en símbolos, en seres anónimos al servicio de las necesidades del Estado.
No obstante, en contadas ocasiones se ha reconocido que tras el silencio de Japón sobre las atrocidades de la guerra durante los años posteriores a la misma subyacían los mismos impulsos que motivaron las reacciones de China. En la izquierda del espectro político, los movimientos pacifistas atribuyeron todo el sufrimiento de la guerra al concepto de la guerra en sí, y abogaron por la paz y el perdón universal entre todas las naciones sin necesidad de un sentimiento de culpabilidad. El centro se concentró en conseguir un mayor desarrollo material que pudiera ser utilizado a modo de vendaje para tapar las heridas. Para la derecha, el problema de la culpabilidad por los hechos de la guerra quedó ligado consustancialmente al patriotismo. A diferencia de en Alemania, donde para cargar con las culpas contaban con el nazismo (un ente distinto a la propia nación), en Japón resultaba imposible reconocer las atrocidades cometidas por los japoneses durante la guerra sin que se transmitiera una cierta sensación de que el propio país estaba siendo criticado.
De modo que, en las orillas opuestas de un estrecho mar, China y Japón convergieron sin ser conscientes de ello en un mismo conjunto de reacciones ante las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial: olvidar en nombre de ideales universales como «paz» y «socialismo»; asociar los recuerdos de la guerra con el patriotismo; abstraer tanto a las víctimas como a los autores de los crímenes para convertirlos en símbolos al servicio del Estado. Visto desde esta perspectiva, las memorias abstractas, incompletas y fragmentarias de China y el silencio de Japón son las dos caras de la misma moneda.
Las convicciones de Wei se basaban en la idea de que sin auténtica memoria no puede haber auténtica reconciliación. Sin esa verdadera memoria, los individuos de las distintas naciones no pueden identificarse con las víctimas, ni experimentar y tener presente su sufrimiento. Para conseguir dejar atrás la trampa de la historia, necesitamos contar con un testimonio individualizado sobre lo sucedido que uno se pueda contar a sí mismo. Fue en eso en lo que consistió el proyecto de Wei desde el primer momento.
Cross-Talk, 21 de enero de 20XX, cortesía de FXNN
Amy Rowe: Les agradecemos al embajador Yoshida y al doctor Wei que hayan accedido a venir a Cross-Talk esta noche. Nuestros espectadores desean que sus preguntas sean respondidas y yo quiero ver saltar chispas.
Empecemos con usted, señor Yoshida. ¿Por qué Japón se niega a pedir perdón?
Yoshida: Amy, Japón ya ha pedido perdón. Ese es el problema. Japón ya se ha disculpado por la Segunda Guerra Mundial en innumerables ocasiones. Cada pocos años, tenemos que aguantar este espectáculo y ver cómo se dice que Japón tiene que pedir perdón por sus actos durante la Segunda Guerra Mundial. Pero Japón ya lo ha hecho, en repetidas ocasiones. Permíteme que te lea un par de citas.
Esta está tomada de una declaración que el primer ministro Tomiichi Murayama realizó el 31 de agosto de 1994: «Los actos de Japón durante un período del pasado concreto no solo se cobraron numerosas víctimas en nuestro propio país, sino que abrieron heridas en nuestros vecinos asiáticos y en el resto del mundo cuyas cicatrices siguen siendo dolorosas incluso en nuestros días. Es por ello por lo que aprovecho esta oportunidad para manifestar mi convicción (basada en mi profundo arrepentimiento porque estos actos de agresión y dominación colonial provocaron un insoportable sufrimiento y aflicción a muchísimas personas) de que en el futuro, y en consonancia con mi compromiso pacifista, Japón se esforzará al máximo por contribuir a la construcción de la paz mundial. Es fundamental que nosotros, los japoneses, examinemos nuestra historia con honestidad y de forma conjunta con nuestros vecinos asiáticos y con el resto del mundo».
Y otra más, tomada de una declaración de la Dieta, del 9 de junio de 1995: «Con ocasión del cincuenta aniversario de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, esta asamblea ofrece sus más sinceras condolencias por todos aquellos que cayeron en acción y por las víctimas de las guerras o de otros hechos semejantes en todo el mundo. Tras reflexionar solemnemente sobre muchos de los actos de agresión y dominación colonial que han tenido lugar en la historia moderna del mundo, y reconociendo que en el pasado Japón ha sido responsable de algunos de estos actos que han provocado dolor y sufrimiento a otros pueblos, sobre todo en Asia, los miembros de esta asamblea expresan su profundo arrepentimiento».
Y podría continuar leyendo docenas de ejemplos similares. Japón ya se ha disculpado, Amy.
Sin embargo, cada pocos años, los órganos de propaganda de determinados regímenes hostiles a este Japón próspero y libre intentan sacar a relucir algunos sucesos históricos ya zanjados para crear falsas controversias. ¿Cuándo va a terminar esto? Y determinadas personas que en el resto de asuntos siempre han demostrado su gran talla intelectual se han dejado convertir en herramientas de propaganda. Ojalá abran los ojos y se den cuenta de cómo están siendo utilizadas.
Rowe: Doctor Wei, permítame que le diga que esas citas a mí me han sonado a disculpas.
Wei: Amy, no es mi intención ni mi objetivo humillar a Japón. Yo estoy comprometido con las víctimas y con su memoria, no con el espectáculo. Lo que estoy pidiendo es que Japón reconozca la verdad de lo sucedido en Pingfang. Quiero centrarme en hechos concretos, y en que se reconozcan esos hechos concretos y no las generalidades vacías de siempre.
Pero, puesto que el señor Yoshida ha decidido sacar a colación el asunto de las disculpas, vamos a analizarlo con más detalle, ¿de acuerdo?
Las declaraciones citadas por el embajador son grandilocuentes y abstractas y hacen referencia a un sufrimiento vago e indeterminado. Son disculpas únicamente en el sentido más suave de la palabra. Lo que el señor embajador no está contando es que el gobierno japonés sigue negándose a reconocer muchos crímenes de guerra concretos y sigue negándose a honrar a las verdaderas víctimas y a mantener vivo su recuerdo.
Además, cada vez que el gobierno hace una declaración en la línea de las citadas por el embajador, poco después se la contrarresta con otra realizada por algún destacado político japonés cuyo objetivo es sembrar las dudas sobre lo sucedido durante la Segunda Guerra Mundial. Año tras año, el gobierno japonés nos ofrece este espectáculo, igual que si fuera un Jano con dos caras.
Yoshida: No es nada infrecuente que se den diferencias de opiniones cuando se trata de asuntos históricos, doctor Wei. Eso es algo esperable en una democracia.
Wei: En realidad, señor embajador, el gobierno japonés ha sido de lo más coherente en su tratamiento de la cuestión del Escuadrón 731: durante más de cincuenta años la postura oficial respecto a este asunto fue el silencio absoluto, a pesar de la continua acumulación de pruebas tangibles de sus actividades (restos humanos incluidos). Ni siquiera se reconoció su existencia hasta los años noventa, y el gobierno negó con regularidad que hubiera investigado o utilizado armas biológicas durante la guerra.
No fue hasta el año 2005, y como reacción a una demanda en la que varios familiares de las víctimas del Escuadrón 731 reclamaban una indemnización, cuando el Tribunal Supremo de Tokio admitió por fin que Japón había utilizado armas biológicas durante la guerra. Esta fue la primera ocasión en la que el gobierno japonés reconoció de manera oficial el hecho. Y observarás, Amy, que este reconocimiento es posterior en una década a esas pomposas declaraciones leídas por el señor Yoshida. El Tribunal Supremo desestimó la indemnización.
Desde entonces, el gobierno japonés ha declarado en todo momento que no hay suficientes pruebas que permitan conocer con exactitud los experimentos realizado por el Escuadrón 731 y los detalles de sus prácticas. El silencio y los desmentidos oficiales siguen ahí, a pesar de que algunos intelectuales japoneses se hayan volcado en el intento de sacar la verdad a la luz.
No obstante, desde los años ochenta, numerosos antiguos miembros del Escuadrón 731 se han ofrecido a testificar y a confesar los horrorosos actos que cometieron. Y sus testimonios han sido confirmados y completados con los nuevos de primera mano de los voluntarios que han viajado a Pingfang. Cada día que pasa, vamos averiguando más y más sobre los crímenes del Escuadrón 731. Y vamos a contar al mundo las historias de todas esas víctimas.
Yoshida: No estoy nada seguro de que la misión de los historiadores sea «contar historias». Si quiere dedicarse a la ficción, adelante, pero no le diga a la gente que eso es historia. Las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias. Y no hay pruebas suficientes que respalden las acusaciones que ahora mismo se están lanzando contra Japón.
Wei: Señor embajador, ¿realmente su postura es que en Pingfang no sucedió nada? ¿Está diciendo que los informes de las fuerzas de ocupación estadounidense de inmediatamente después de la guerra son mentira? ¿Está diciendo que también son mentira las entradas de los diarios de los oficiales del Escuadrón 731 que datan de aquellos años? ¿De verdad está negando todo esto?
Esto tiene una solución bien sencilla. ¿Estaría dispuesto a realizar un viaje al Pingfang de 1941? ¿Lo creería si lo viera con sus propios ojos?
Yoshida: Yo… Yo no estoy… Yo solo estoy haciendo una matización… Se trataba de una guerra, doctor Wei, y es posible que sucedieran algunos hechos deplorables. Pero esos relatos no son pruebas.
Wei: ¿Está dispuesto a realizar un viaje, señor embajador?
Yoshida: No, no lo estoy. No veo ningún motivo por el que deba hacerlo. No veo razón alguna para tener que sufrir las alucinaciones de sus supuestos viajes en el tiempo.
Rowe: ¡Por fin saltan las chispas!
Wei: Señor embajador, permítame que deje claro lo siguiente: aquellos que niegan lo sucedido están cometiendo un nuevo crimen contra las víctimas de aquellas atrocidades; no solo están apoyando a los torturadores y asesinos, sino que también están colaborando en la práctica de silenciar y borrar de la historia a las víctimas, de volver a matarlas.
En el pasado, su tarea resultaba sencilla. A menos que contaran con una oposición activa, la senectud y la muerte terminaban por ir borrando los recuerdos, las voces del pasado se apagaban y ellos se salían con la suya. Los ciudadanos del presente se convertían entonces en los explotadores de los muertos, y así es como siempre se ha escrito la historia.
Pero ahora la historia ha llegado a su fin. Lo que mi esposa y yo hemos hecho es suprimir el componente narrativo para dar a todo el mundo la oportunidad de ver el pasado con sus propios ojos. En lugar de la memoria, ahora tenemos pruebas incontrovertibles. En lugar de explotar a los muertos, debemos mirar cara a cara a los moribundos. ¡Yo he visto esos crímenes con mis propios ojos! Y eso es algo que usted no puede negar.
[Imágenes de archivo del doctor Evans pronunciando el discurso principal de la Quinta Conferencia Académica Internacional sobre Crímenes de Guerra de San Francisco, el 20 de noviembre de 20XX. Cortesía de los Archivos de la Universidad de Stanford.]
La historia es una actividad esencialmente narrativa, y la narración de historias auténticas, que ratifiquen y expliquen nuestra existencia, es la tarea fundamental del historiador. Sin embargo, la verdad es algo delicado que cuenta con numerosos enemigos. Es posible que, a pesar de que se supone que los académicos como nosotros se dedican a buscar la verdad, ese sea el motivo de que en contadas ocasiones la palabra «verdad» se mencione sin ambigüedades, adornos ni salvedades.
Cuando se cuenta una historia sobre alguna gran atrocidad, como el Holocausto o Pingfang, aquellos que la niegan están siempre preparados para atacar, borrar, silenciar y olvidar. Al ser la verdad algo tan delicado, la historia siempre ha resultado complicada, y los que niegan esas atrocidades siempre han podido recurrir a poner a la verdad la etiqueta de ficción.
Hay que tener cuidado siempre que se narra la historia de una gran injusticia. Somos una especie que adora la narrativa, pero también se nos ha enseñado a no confiar en el orador individual.
Y sí, es cierto que ninguna nación ni ningún historiador pueden contar una historia que englobe todas las facetas de la verdad; pero lo que no es cierto es que, porque todas las narraciones se construyan a partir de múltiples elementos, todas sean equidistantes de la verdad. La Tierra ni es una esfera perfecta ni es un disco plano, pero el modelo de la esfera se acerca mucho más a la verdad. De manera similar, hay historias que están más próximas a la verdad que otras, y siempre debemos intentar contar aquella que esté tan cercana a la verdad como nos resulte humanamente posible.
El que nunca vayamos a alcanzar un conocimiento pleno y perfecto no nos absuelve de la obligación moral de juzgar y de alinearnos en contra del mal.
Victor P. Lowenson, profesor de Historia de Asia Oriental, director del Instituto de Estudios de Asia Oriental del campus de la Universidad de California en Berkeley:
Se me ha acusado de negar lo sucedido, se me ha acusado de cosas peores. Pero yo no soy un derechista japonés que cree que el Escuadrón 731 es un mito. Yo no mantengo que allí no sucediera nada. Lo que mantengo es que, por desgracia, no tenemos suficientes pruebas para poder contar con seguridad todo lo que allí sucedió.
Siento un enorme respeto por el doctor Wei, que es y seguirá siendo uno de los mejores alumnos que he tenido. Pero, desde mi punto de vista, ha dejado de lado la responsabilidad de todo historiador de garantizar que las dudas no enmarañen la verdad. Ha cruzado la línea que separa al historiador del activista.
Tal como yo lo veo, en este caso no se trata de un enfrentamiento ideológico sino metodológico. Sobre lo que se está discutiendo es sobre qué es lo que constituye una prueba. Los historiadores formados de acuerdo con las tradiciones occidental y asiática siempre se han apoyado en las pruebas documentales, pero el doctor Wei está planteando ahora la primacía de los testimonios de primera mano; ahora bien, no de testimonios de testigos presenciales contemporáneos, sino de testigos separados de los hechos por el transcurrir del tiempo.
Este enfoque plantea numerosos problemas. Gracias a la psicología y al derecho, sabemos perfectamente que se debe dudar de la fiabilidad de los testigos presenciales. También resulta bastante preocupante que el procedimiento Kirino sea de uso único, puesto que al parecer destruye aquello mismo que está estudiando y, en su intento por permitirnos ser testigos de la historia, lo que hace es borrarla. Nunca jamás se va a poder volver a un instante temporal que ya haya sido experimentado (y por lo tanto consumido) por otro testigo. Y si un testimonio presencial no puede ser verificado de manera independiente del mismo, ¿cómo vamos a poder confiar en este procedimiento para establecer la verdad de lo sucedido?
Comprendo que desde la perspectiva de aquellos que apoyan al doctor Wei, la experiencia directa de ver realmente cómo se desarrolla la historia ante tus propios ojos hace que resulte imposible dudar de la prueba grabada para siempre en la memoria. Pero, simple y llanamente, a los demás con eso no nos basta. El procedimiento Kirino requiere un acto de fe: aquellos que han sido testigos de lo inefable no dudan de su existencia, pero nadie más va a poder disfrutar de esa misma claridad. Así que nosotros nos encontramos atrapados aquí, en el presente, intentando comprender el pasado.
El doctor Wei ha acabado con el procedimiento de investigar la historia racionalmente y lo ha transformado en una forma de religión personal. Lo que un testigo ha presenciado, nadie más podrá presenciarlo. Es una locura.
Naoki (apellido omitido), oficinista:
He visto los vídeos de los excombatientes que supuestamente confesaban estos horribles actos. No les creo. Lloran y se comportan de un modo demasiado emocional, como si estuvieran locos. Los comunistas eran muy buenos lavando cerebros, y esto es sin lugar a dudas una consecuencia de su estratagema.
Me acuerdo de uno de esos viejos describiendo lo amables que eran los guardas comunistas. ¡Guardas comunistas amables! Si eso no es suficiente prueba de que les lavaron el cerebro, no sé qué podría serlo.
Kazue Sato, ama de casa:
Los chinos son unos grandes fabricantes de mentiras. Fabrican comida adulterada y estadísticas de mentira, y organizan Juegos Olímpicos que son un fraude. Su historia también está falseada. Este Wei es estadounidense, pero también es chino, así que no podemos fiarnos de nada de lo que haga.
Hiroshi Abe, militar retirado:
Los soldados que confesaron son una gran deshonra para el país.
Entrevistador: ¿Por lo que hicieron?
Por lo que contaron.
Ienaga Ito, profesor de Historia Oriental de la Universidad de Kioto:
Vivimos en una época que valora la autenticidad y las historias personales, elementos siempre presentes en las memorias. Los testimonios de testigos presenciales tienen una inmediatez y un realismo que nos empuja a creer en ellos, y nos parece que pueden transmitir más verdad que cualquier ficción. Sin embargo, y aunque resulte paradójico, este tipo de historias también despierta en nosotros un mayor afán por descubrir cualquier inconsistencia y desviación de los hechos que nos permita afirmar que la historia en su totalidad no es más que una mera ficción. Se trata de una dinámica caracterizada por la crudeza del todo o nada. Pero desde un principio deberíamos haber reconocido que cualquier narración es irreduciblemente subjetiva, aunque eso no quiere decir que no pueda también transmitir la verdad.
Evan era más radical de lo que la mayor parte de la gente pensaba. Quería liberar al pasado del presente para que no pudiéramos pasar por alto la historia, no pudiéramos olvidarnos de ella ni ponerla al servicio de las necesidades del presente. La posibilidad de que cualquiera de nosotros pueda ver con sus propios ojos la historia y experimentar ese pasado implica que el pasado no es algo pasado, sino que ahora mismo está vivo.
Lo que hizo Evan fue convertir la propia investigación histórica en una forma de memoria literaria. Una experiencia emocional de este tipo influye en nuestra perspectiva de la historia y en nuestras decisiones. La cultura no es solamente producto de la razón, sino que también lo es de la empatía visceral y genuina. Y me temo que es sobre todo esta empatía lo que ha estado ausente en la postura frente a estos hechos del Japón de la posguerra.
Evan intentó introducir un mayor grado de empatía y sentimiento en la investigación del pasado y el mundo académico lo crucificó por ello. Pero añadir a la historia un mayor grado de empatía y la dimensión irreduciblemente subjetiva de la narración personal no le resta verdad, sino que realza dicha verdad. Que aceptemos nuestras flaquezas y nuestra subjetividad no nos libera de nuestra responsabilidad moral de contar la verdad incluso si, y especialmente si, la «verdad» no es un hecho aislado sino un conjunto de experiencias y opiniones compartidas que constituyen en su conjunto nuestra humanidad.
Bien es cierto que al resaltar la importancia y primacía de los testimonios de testigos presenciales se corría un nuevo peligro. Con muy poco dinero y el equipo apropiado, cualquiera puede eliminar las partículas Bohm-Kirino de una época determinada y de un lugar concreto, impidiendo así que dichos sucesos puedan ser experimentados directamente. De manera involuntaria, Evan también había inventado la tecnología que podía poner fin a la historia para siempre, al negarnos a nosotros y a las generaciones futuras esa experiencia emocional del pasado que él tanto valoraba.
Akemi Kirino:
Los años inmediatamente posteriores a la firma del Acuerdo de Suspensión Integral de los Viajes en el Tiempo fueron difíciles. En una votación muy ajustada, Evan fue rechazado para una plaza de profesor titular, y el editorial del Wall Street Journal en el que su antiguo amigo y profesor Victor Lowenson le llamaba «instrumento de propaganda» le dolió profundamente. Eso aparte de las amenazas de muerte y llamadas telefónicas intimidatorias que recibía todos los días.
Pero yo creo que lo que le afectó de veras fue lo que me hicieron a mí. Cuando los ataques de sus detractores estaban en el punto álgido, el departamento de informática del Instituto me preguntó si me importaría que me quitaran del directorio público de la facultad. En cuanto me incluían en el sitio web, este era atacado a las pocas horas, y los detractores de Evan sustituían la página con mi información biográfica por vídeos en los que estos hombres, tan valientes y elocuentes, demostraban su coraje y valía intelectual describiendo lo que me harían si algún día me tenían en su poder. Y probablemente recuerde las noticias sobre lo que pasó aquella noche cuando volvía andando a casa sola desde el trabajo.
Si no le importa, preferiría que no nos detuviéramos más en esta época.
Nos fuimos a vivir a Boise para intentar escapar de lo peor. Procuramos pasar desapercibidos, con un número de teléfono que no figuraba en la guía, y en esencia desapareciendo de la escena pública. Evan empezó a medicarse contra la depresión. Los fines de semana salíamos a hacer senderismo por las Sawtooth Mountains, y Evan empezó a elaborar un mapa con las ciudades y minas abandonadas de la época de la fiebre del oro. Fue una época feliz para nosotros y yo tenía la sensación de que se estaba recuperando. Esa temporada que pasamos en Idaho le hizo recordar que el mundo a veces es un lugar amable en el que no todo es oscuridad y negación de la verdad.
Pero se sentía perdido. Sentía que se estaba ocultando de la verdad. Yo sabía que se debatía entre su sentido del deber hacia el pasado y su lealtad hacia el presente, hacia mí.
Como no podía soportar verle así, le pregunté si quería retomar la lucha.
Volamos de vuelta a Boston y descubrimos que las cosas habían ido incluso a peor. La intención de Evan había sido hacer que la historia dejara de ser simplemente mera historia y permitir que las voces del pasado pudieran hablar al presente. Pero todo esto no salió tal como había deseado. El pasado sí que fue revivido, pero, cuando tuvo que hacerle frente, el presente decidió asignar a la historia un nuevo papel: el de religión.
A Evan, cuanto más hacía, más le parecía que tenía que hacer. No se acostaba y se quedaba dormido encima de su escritorio. Escribía, escribía y escribía sin parar. Creía que él solo tenía que refutar todas las mentiras y hacer frente a todos los enemigos. Nunca era bastante, no lo bastante para él. Yo me mantuve a su lado, impotente.
«Tengo que hablar en su nombre, porque ellos no tienen a nadie más», me decía.
Por aquel entonces es posible que estuviera viviendo más en el pasado que en el presente. Aunque ya no tenía acceso a nuestra máquina, revivía una y otra vez en su imaginación los viajes que había realizado. Pensaba que les había fallado a las víctimas.
Sobre él había recaído una gran responsabilidad y él no había dado la talla. Había intentado dar a conocer al mundo una gran injusticia y, con ello, parecía que lo único que había logrado era atizar las fuerzas del odio, del silencio y de la incredulidad.
Pasajes extraídos de The Economist del 26 de noviembre del 20XX
[Una voz de mujer monótona y pausada lee en voz alta el texto del artículo mientras la cámara desciende sobre el océano, las playas y a continuación los bosques y colinas de Manchuria. Por la sombra de un pequeño avión que corre por el suelo por debajo de nosotros, sabemos que la cámara está rodando desde la puerta abierta del aparato. Un brazo, con la mano apretada formando un puño, entra en la escena y ocupa el primer plano. Los dedos se abren. Las oscuras cenizas revolotean arrastradas por el viento por debajo del avión.]
Pronto se van a cumplir noventa años del incidente de Mukden, que marcó el comienzo de la invasión de China por parte de Japón. La guerra continúa siendo hoy en día el elemento clave en la relación entre los dos países.
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[Se muestran una serie de fotografías de los líderes del Escuadrón 731. La voz que lee va oyéndose cada vez más baja para a continuación volver a repuntar.]
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Posteriormente, los hombres del Escuadrón 731 desarrollaron prominentes carreras en el Japón de la posguerra. Tres de ellos fundaron el Banco de Sangre de Japón (que posteriormente se convirtió en la Cruz Verde, la mayor compañía farmacéutica japonesa) y utilizaron sus conocimientos sobre las técnicas para congelar y deshidratar la sangre, adquiridos gracias a los experimentos con seres humanos durante la guerra, para fabricar productos a partir de sangre en polvo, que vendían al ejército estadounidense con grandes beneficios. El general Shiro Ishii, que estuvo al frente del Escuadrón 731, podría haber pasado una temporada trabajando en Maryland tras la guerra, investigando armas biológicas. Aparecieron artículos científicos que utilizaban datos obtenidos a partir de experimentos con sujetos humanos, incluidos bebés (la palabra «mono» utilizada como tapadera era sustituida en ocasiones por alguna otra), y es posible que algunos de los artículos médicos que se publican hoy en día todavía incluyan citas cuyo origen pueda rastrearse hasta aquellos resultados, lo que nos convertiría a todos nosotros en beneficiarios involuntarios de estas atrocidades.
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[La voz que lee se va desvaneciendo al empezar a oírse el motor de un avión. Aparecen imágenes de manifestantes enfrentándose entre ellos, unos con banderas japonesas y otros con banderas chinas, algunas ardiendo.
La voz reaparece de nuevo.]
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Fueron muchos, tanto dentro como fuera de Japón, los que pusieron objeciones a los testimonios de los miembros supervivientes del Escuadrón 731: son ancianos a los que les puede estar fallando la memoria, señalaban; es posible que estén intentando llamar la atención; tal vez sean enfermos mentales; los comunistas chinos podrían haberles lavado el cerebro. Si se quiere construir un caso histórico sólido, la dependencia absoluta de los testimonios orales no es una manera inteligente de hacerlo. A los chinos, todo esto les sonaba a las mismas excusas utilizadas por aquellos que niegan la masacre de Nanjing y el resto de las atrocidades japonesas.
Con el paso de los años, la historia se fue convirtiendo en un muro entre ambos pueblos.
[Aparece en imagen un montaje de fotografías de Evan Wei y Akemi Kirino a lo largo de su vida. En las primeras, se les ve sonriendo a la cámara. En posteriores fotografías, el rostro de Kirino se ve cansado, retraído e impasible; el de Wei, desafiante, airado y, más adelante, lleno de desesperación.]
Ni Evan Wei, un joven estadounidense de origen chino especialista en el Japón del período Heian, ni Akemi Kirino, una física experimental estadounidense de origen japonés, parecían ser una de esas figuras revolucionarias que pueden llevar al mundo al borde de la guerra; pero la historia cuenta con recursos para burlar nuestras expectativas.
Si el problema era la falta de pruebas, ellos tenían la manera de proporcionar pruebas irrefutables: podríamos presenciar los hechos históricos mientras acontecían, como en una obra de teatro.
Los gobiernos de todo el mundo se pusieron frenéticos. Mientras Wei se dedicaba a enviar familiares de las víctimas del Escuadrón 731 al pasado para que fueran testigos de las barbaridades cometidas en los quirófanos y en las celdas de Pingfang, China y Japón se enfrascaron en una amarga guerra en los tribunales y ante las cámaras, reivindicando sus derechos sobre el pasado frente a los del rival. A regañadientes, Estados Unidos se vio forzado a unirse a la pelea y, alegando motivos de seguridad nacional, terminó por clausurar la máquina de Wei cuando este desveló que tenía planes para investigar la verdad sobre la presunta utilización de armas biológicas (posiblemente obtenidas a partir de las investigaciones del Escuadrón 731) por parte de Estados Unidos durante la guerra de Corea.
Armenios, judíos, tibetanos, indios (tanto de Norteamérica como de la India), miembros de la tribu kikuyu, descendientes de los esclavos del Nuevo Mundo… por todas partes, los grupos víctimas de atrocidades se unieron para exigir su derecho a utilizar la máquina, algunos por miedo a que su historia pudiera ser borrada por los grupos en el poder y otros empujados por el deseo de utilizar su historia para lograr ventajas políticas en el presente. Por otra parte, los países que en un principio habían abogado por la utilización de la máquina también empezaron a vacilar cuando las implicaciones resultaron evidentes: ¿querían los franceses revivir los actos depravados de los suyos durante la Francia de Vichy?, ¿querían los chinos que se resucitaran los horrores que ellos mismos habían infligido a su pueblo durante la Revolución Cultural?, ¿querían los británicos ver los genocidios que su imperio había dejado tras de sí?
Con extraordinaria presteza, democracias y dictaduras de todo el mundo firmaron el Acuerdo de Suspensión Integral de los Viajes en el Tiempo mientras seguían discutiendo sobre minucias de las normas que iban a aplicar para repartirse la jurisdicción sobre el pasado. Al parecer, todo el mundo prefería no tener que enfrentarse todavía al pasado.
Wei escribió: «Toda la historia escrita comparte un objetivo: proporcionar una narración coherente a un conjunto de hechos históricos. Durante demasiado tiempo, las controversias sobre los hechos nos han estado entorpeciendo. Los viajes en el tiempo harán que la verdad sea algo tan accesible como el mirar por una ventana».
Y que Wei utilizara la máquina para enviar a numerosos familiares chinos de las víctimas del Escuadrón 731 en lugar de a historiadores profesionales no le hizo ningún bien a su causa (aunque también es justo preguntarse si las cosas realmente habrían acabado de una manera distinta de haber enviado más historiadores: es posible que también se hubieran formulado las acusaciones de que las visiones no eran más que simples mentiras, bien producto de la máquina o bien de historiadores partidarios de su causa). En cualquier caso, los familiares, al carecer de entrenamiento como observadores, no eran demasiado buenos como testigos. No eran capaces de responder correctamente a preguntas que les hacían los escépticos sobre lo que habían visto («¿Llevaban los médicos japoneses uniformes con bolsillo en el pecho?», «¿Cuál era el número total de prisioneros en el campo en aquel momento?»). Tampoco entendían el japonés que oían durante los viajes. Su retórica se caracterizaba por la desafortunada costumbre de reflejar la de su gobierno, del que tantos desconfiaban. Y cada vez que relataban lo que habían visto, su testimonio presentaba pequeñas discrepancias respecto de las versiones anteriores. Además, cuando se derrumbaban delante de la cámara, sus emocionales testimonios servían para sustentar las acusaciones de los escépticos de que Wei estaba más interesado en la catarsis emocional que en la investigación histórica.
Las críticas indignaban a Wei. En Pingfang había tenido lugar una verdadera monstruosidad que estaba siendo encubierta por el mundo en un intento deliberado de que fuera olvidada. Como existía un sentimiento de aversión hacia el gobierno de China, los desmentidos de Japón estaban siendo aceptados. Las discusiones sobre si los médicos habían realizado las vivisecciones sin anestesia en todos los casos o solo en algunos; sobre si la mayoría de las víctimas eran prisioneros políticos, criminales comunes o aldeanos inocentes hechos prisioneros durante incursiones en sus pueblos; sobre si Ishii estaba al tanto o no de que se utilizaban bebés y niños en los experimentos, etcétera, etcétera, etcétera, le parecía que no venían al caso. Que sus detractores se centraran en detalles intranscendentes del uniforme de los médicos japoneses para conseguir desacreditar a sus testigos era algo que no le parecía merecedor de una respuesta.
Mientras él continuaba con los viajes al pasado, otros historiadores que se percataron de las posibilidades de la tecnología empezaron a plantear objeciones. Tal como se acabó por demostrar, la historia era un recurso limitado y cada uno de los viajes de Wei arrancaba un pedazo del pasado que nunca iba a poder ser reemplazado. Wei estaba llenando el pasado de agujeros, igual que si fuera un queso suizo. Y, al igual que los primeros arqueólogos, que en su búsqueda de valiosas reliquias habían arrasado yacimientos enteros y condenado al olvido una valiosa información, Wei estaba destruyendo la propia historia que estaba intentando salvar.
No hay duda de que, cuando el pasado viernes se arrojó a las vías delante de un metro en Boston, a Wei lo perseguía el pasado. Es posible que también se sintiera desanimado por la inyección de energía que sin querer había proporcionado con su trabajo a aquellos que niegan esos hechos del pasado. Al intentar poner fin a la controversia histórica, solo había conseguido provocar más controversia. Al intentar que las víctimas de una gran injusticia pudieran hacerse oír, solo había conseguido silenciar para siempre a algunas de ellas.
Akemi Kirino:
[La doctora Kirino nos habla desde delante de la tumba de Evan Wei. Iluminada por el brillante sol de mayo de Nueva Inglaterra, las sombras oscuras bajo sus ojos la hacen parecer mayor y más frágil.]
Solo tuve un secreto que no le conté a Evan. Bueno, en realidad dos.
El primero es mi abuelo. Murió antes de que Evan y yo nos conociéramos. Nunca llevé a Evan a visitar su tumba, que está en California. Solo le dije que era un asunto que no quería compartir con él, y nunca le llegué a decir su nombre.
El segundo es un viaje que realicé al pasado, el único que hice en persona. Estábamos en Pingfang y viajé al 9 de julio de 1941. Conocía el trazado del lugar bastante bien por las descripciones y los mapas, así que evité las celdas y los laboratorios y me dirigí al edificio que albergaba el centro de mando.
Busqué hasta que di con el despacho del director del departamento de estudios patológicos. El director estaba dentro. Era un hombre muy apuesto: alto, esbelto, con la espalda bien derecha. Estaba escribiendo una carta. Yo sabía que tenía treinta y dos años, mi misma edad por aquel entonces.
Miré la carta por encima de su hombro. Tenía una hermosa caligrafía.
Por fin me he adaptado a mi rutina de trabajo y las cosas están yendo bien. Manchukuo es un sitio precioso. Los campos de sorgo se extienden hasta donde alcanza la vista, como el océano. Los vendedores callejeros preparan con soja fresca un tofu estupendo, que huele que alimenta. No está tan bueno como el tofu japonés, pero en cualquier caso está muy bueno.
Te gustará Harbin. Ahora que los rusos se han marchado, las calles de Harbin son un armonioso revoltijo de las cinco razas: chinos, manchúes, mongoles y coreanos inclinan la cabeza cuando nuestros queridos colonos y soldados japoneses pasan por su lado, agradecidos por la libertad y riqueza que hemos traído a esta hermosa tierra. Hemos tardado una década en pacificar este lugar y en eliminar a los bandidos comunistas, que ahora ya no son más que una molestia esporádica e insignificante. La mayoría de los chinos son muy dóciles e inofensivos.
Pero en lo único en que en realidad puedo pensar estos días cuando no estoy trabajando es en ti y en Naoko. Si tú y yo estamos separados es por ella. Es por su bien y por el de su generación por lo que estamos haciendo estos sacrificios. Me da pena perderme su primer cumpleaños, pero mi corazón se llena de alegría cuando veo cómo la Esfera de Coprosperidad de la Gran Asia Oriental florece en este remoto aunque fértil lugar. Aquí se siente de verdad que nuestro Japón es la luz de Asia, su salvación.
No te desanimes, amor mío, y sonríe. Gracias a todos nuestros sacrificios llegará un día en que Naoko y sus hijos verán cómo Asia ocupa el lugar que le corresponde en el mundo, libre del yugo de todos esos ladrones y asesinos europeos que están pisoteándola y profanando su belleza. Cuando por fin expulsemos a los británicos de Hong Kong y Singapur, lo celebraremos juntos.
Sorgo, mar rojo
bol de soja fragante
verte a ti solo
y a ella, mi tesoro
si estuvierais aquí…
No era la primera vez que leía esa carta. La había visto una vez antes, de pequeña. Era una de las posesiones más queridas de mi madre, y recuerdo que le pedí que me explicara todos esos caracteres medio borrados.
«Estaba muy orgulloso de sus conocimientos sobre literatura —me había dicho mi madre—. Siempre cerraba sus cartas con un tanka».
Por aquel entonces, mi abuelo ya hacía tiempo que había iniciado su largo descenso hacia la demencia. Solía confundirme con mi madre y me llamaba por su nombre. También me enseñaba a hacer animales de origami. Tenía los dedos muy ágiles: el legado de su época como excelente cirujano.
Observé a mi abuelo terminar la carta y doblarla. Lo seguí cuando salió del despacho para ir a su laboratorio. Se estaba preparando para un experimento y tenía el cuaderno y los instrumentos colocados ordenadamente sobre la mesa de trabajo.
Llamó a uno de los auxiliares sanitarios y le pidió que trajera algo para el experimento. El ayudante regresó unos diez minutos después, con una bandeja con una masa sanguinolenta, que recordaba a un guiso de humeante tofu. Se trataba de un cerebro humano, que hasta tal punto todavía mantenía el calor del cuerpo del que había sido extraído, que se veía salir vapor del mismo.
«Muy bien —dijo mi abuelo asintiendo con la cabeza—. Es muy reciente. Servirá».
Akemi Kirino:
Ha habido momentos en los que he deseado que Evan no fuera chino, igual que ha habido momentos en los que he deseado no ser japonesa. Pero son momentos de debilidad pasajera, no algo que sienta de verdad. Nacemos en plena historia en medio de fuertes corrientes, y nuestro destino es nadar o hundirnos, no quejarnos de nuestra suerte.
Desde que tengo la nacionalidad estadounidense, la gente me dice que de lo que se trata en este país es de dejar atrás tu pasado. Eso es algo que nunca he entendido. Es tan imposible dejar atrás tu pasado como mudar de piel.
Esa compulsión por ahondar en el pasado, por hablar en nombre de los muertos, por recuperar sus historias… eso es parte de lo que era Evan, y yo lo amaba por eso. De igual modo, mi abuelo es parte de lo que yo soy, y lo que él hizo lo hizo por el bien de mi madre, del mío y del de mis hijos. Soy responsable de sus pecados, de igual manera que me enorgullezco de heredar la tradición de un gran pueblo, un pueblo que en la época de mi abuelo perpetró una gran atrocidad.
En una época extraordinaria, mi abuelo se enfrentó a decisiones extraordinarias, y es posible que para algunos esto signifique que no podemos juzgarle. Pero ¿cómo vamos a poder juzgar a nadie de no ser en las circunstancias más extraordinarias? Es fácil comportarse civilizadamente y mostrar una pátina de orden en los momentos de tranquilidad, pero nuestro verdadero carácter solo emerge en las dificultades y bajo una presión extrema: ¿será un diamante o tan solo un pedazo del carbón más negro?
No obstante, mi abuelo no era un monstruo. Era simplemente un hombre de coraje moral ordinario cuya enorme capacidad para el mal fue revelada para su eterna vergüenza y para la mía. Al calificarlo de monstruo, damos a entender que es alguien de otro planeta, alguien que no tiene nada que ver con nosotros. Si así lo hacemos, cortamos los vínculos del afecto y del miedo y garantizamos nuestra propia seguridad, pero entonces ni se aprende ni se gana nada. Es fácil, pero es de cobardes. Ahora sé que únicamente si nos identificamos con un hombre como mi abuelo podemos comprender en toda su profundidad el sufrimiento que causó. No hay monstruos. El monstruo está en nosotros.
¿Por qué no le conté a Evan lo de mi abuelo? No lo sé. Supongo que porque fui cobarde. Me daba miedo que pudiera pensar que en mí había algo impuro, que la sangre de mi familia estaba contaminada. Como entonces yo no era capaz de encontrar la manera de sentir empatía hacia mi abuelo, tenía miedo de que Evan pudiera no sentirla hacia mí. Me guardé para mí la historia de mi abuelo, puse a buen recaudo lejos de mi marido una parte de mí misma. A veces pensaba que me llevaría el secreto a la tumba, y de ese modo la historia de mi abuelo quedaría borrada para siempre.
Y ahora que Evan está muerto, me arrepiento de ello. Se merecía haber conocido a su esposa en su integridad, al completo, debería haberle confiado, en lugar de ocultársela, la historia de mi abuelo, que también es mi historia. Evan murió creyendo que sacando a la luz más historias lo que había conseguido era que la gente dudara de la veracidad de las mismas. Pero se equivocaba. La verdad no es algo delicado y no sufre cuando es negada… la verdad solo muere cuando las historias verdaderas no llegan a ser contadas.
Esta necesidad de hablar, de contar la historia, es algo que comparto con los antiguos miembros del Escuadrón 731, ahora ancianos y moribundos; con los descendientes de las víctimas, y con todos los horrores de la historia que no han sido narrados. El silencio de las víctimas del pasado nos impone en el presente la obligación de recuperar sus voces, y si asumimos esta obligación de manera voluntaria seremos mucho más libres.
[La voz de la doctora Kirino nos llega desde fuera de la imagen, mientras la cámara se desplaza hacia el cielo sembrado de estrellas.]
Ya han pasado diez años desde la muerte de Evan, y el Acuerdo de Suspensión Integral de los Viajes en el Tiempo sigue en vigor. Seguimos sin saber bien qué hacer con un pasado que es transparentemente accesible, un pasado que no será silenciado ni olvidado. Por el momento, seguimos indecisos.
Evan murió pensando que había sacrificado la memoria de las víctimas del Escuadrón 731 y que había borrado de manera permanente los rastros que su verdad había dejado en nuestro mundo, y todo ello para nada, pero estaba equivocado. Se olvidaba de que incluso aunque las partículas Bohm-Kirino hayan desaparecido, los fotones con las imágenes de esos momentos de insoportable sufrimiento y callado heroísmo siguen estando ahí, viajando como una esfera de luz, adentrándose en el vacío del espacio.
Al levantar la mirada hacia las estrellas, nos bombardea la luz generada el día en que la última víctima de Pingfang murió, el día en que el último tren llegó a Auschwitz, el día en que el último cheroquí abandonó Georgia. Y sabemos que los habitantes de esos mundos lejanos, si están mirando, con el tiempo llegarán a ver esos instantes, mientras viajan a la velocidad de la luz de aquí hacia allá. Es imposible capturar todos esos fotones, borrar todas esas imágenes. Son nuestro archivo permanente, el testimonio de nuestra existencia, la historia que narramos al futuro. En todo momento, mientras caminamos sobre este planeta, somos observados y juzgados por los ojos del universo.
Durante demasiado tiempo, los historiadores, y también todos nosotros, hemos estado explotando a los muertos. Pero el pasado no está muerto. Vive con nosotros. Vayamos a donde vayamos, nos bombardean los campos de partículas Bohm-Kirino que nos van a permitir ver el pasado como si estuviéramos mirando por una ventana. El sufrimiento de los muertos nos acompaña, oímos sus alaridos y caminamos entre sus fantasmas. No podemos apartar los ojos ni taparnos los oídos. Debemos dar testimonio y hablar en nombre de aquellos que no pueden hablar. Y solo contamos con una oportunidad para que nos salga bien.