Los monaguillos van a venir a buscarme. Están por llevarme al confesionario, y un temor crudo me roe. Traté de aislar mi cabeza envolviéndola en el trapo, pero es inútil: apenas cierro los ojos, el miedo repica en mi cráneo como la crisálida en el frasco de vidrio.

Va a ser mi primera confesión. Cada tanto oigo las botas de los monaguillos en el corredor, el estampido metálico cuando abren una celda, el llanto del ocupante que se aleja camino al confesionario. Yo nunca estuve, pero los veo pasar cuando los devuelven y por eso recé, aunque ellos digan que soy indigno y que a los corrompidos Él los ignora, recé con fervor, pidiéndole que me eximiera de la confesión.

Él solo me devuelve un duro, pulido silencio.

Ojalá contestara. No necesito una voz tronando desde las alturas; bastaría una ínfima señal, cualquier milagro modesto, para que yo supiera, antes de ese fuego final del que habla Guido, que hay un sentido para tanto sufrimiento.

En catecismo enseñan que el síndrome corta los lazos del hombre con Dios y uno ya no distingue lo bueno de lo malo. Puede ser. A veces me siento con el alma rota. En cambio, cuando aún era humano todo resultaba transparente.

Recuerdo el día que encontré la crisálida. Yo tendría nueve, diez años. Jugando en el patio, descubrí un pequeño capullo verde entre las hojas del limonero. Al principio no supe de qué se trataba. No era un brote, ni un limón inmaduro. No era parte del árbol; sin embargo ahí colgaba, en una quieta afirmación de su singularidad.

Llamé a mamá, le mostré. Ella me puso la mano en el hombro y me contó que era una crisálida. «Algunas orugas se guardan dentro —me dijo—, y ahí cambian; luego la crisálida se abre y ¿a que no sabés qué sale?».

No le pude decir. El capullo encerraba infinitas posibilidades, y no conseguí decidirme por ninguna. Ella rió, su mano se estremeció suavemente, y exclamó: «¡Sale una mariposa, alabado sea el Señor!».

Amén, respondí. Ella siguió hablando, pero ya no la escuché. Mi atención se había volcado en la crisálida, en el interior de la crisálida, donde un ser débil y grotesco permanecía envuelto, protegido, a la espera de que las paredes se abatieran para desplegar sus alas trémulas y perderse en un cielo sin límite.

Corrí a la cocina a buscar un frasco de vidrio y guardé dentro a la crisálida: un envoltorio traslúcido para una totalidad que encerraba su propio sentido. No debía contaminarse. «Contaminación»: la palabra cundía en los diarios, la tele, en cada charla. Entonces no sabía qué significaba, pero sí que era malo, que lo contaminado debía ser separado.

Aquí, en el internado. Guido duerme; sus resuellos y olores envician cada rincón de nuestra celda. Hace rato que lo trajeron del confesionario, pero aún yace en el catre, en la misma posición en que lo tiraron. El síndrome en Guido está muy avanzado. Su cuerpo ya no es un cuerpo, su cara no es una cara. Cuando no duerme, delira. Está cubierto de golpes: el castigo por levantar la mirada durante la inspección de higiene. Ellos nunca lo oyeron cuando me habla de su pasado; no tienen la menor sospecha de que es un infectista. Si no, ya lo hubieran entregado al Cuerpo de Inquisidores.

La celda de al lado la ocupan «Abelardo y Eloísa». No sé sus nombres, pero oigo sus risas, sus jadeos. Eloísa es una hembra, debería estar en la sección de las hembras. La asignaron a nuestro bloque por error. Cada noche, apenas merman las luces, tirado en el catre los oigo. Nuestros genes están tan estropeados que una concepción es, dicen, imposible, pero ellos son lúbricos como perros. Saben bien que la lujuria está considerada un Pecado Capital, que si los monaguillos los descubrieran, los desollarían. Pero siguen, siguen y no me dejan dormir. Aun cuando me envuelvo la cabeza continúo oyéndolos.

«Me envuelvo la cabeza». Parece una locura: todas las noches me envuelvo la cabeza en un trapo, para dormir. El cemento y los llantos se amortiguan, y el fulgor de la lámpara nocturna queda tamizado por el tejido. Constelaciones de puntos blancos en la oscuridad de la tela. Los lugares luminosos son terribles.

La enfermería, por ejemplo. La primera vez que me llevaron fue por los calambres. Eran atroces, unos espasmos crudos que te retuercen y no te sueltan. Me quedé echado, esperé a que el dolor menguara, rogué por que ellos no me notaran, pero no sirvió. Los monaguillos vinieron y me acarrearon.

El padre sanador esperaba de pie. Llevaba un barbijo que le amortiguó las palabras: «Déjenlo en la camilla».

Me acostaron sobre la parrilla de metal. A nuestro alrededor se apiñaban los instrumentos de curación, diminutos o inmensos, rematados en filos o conectados a baterías, retorcidos en formas bellas y crueles. Diseñados, según ellos, para intervenir la carne en auxilio del alma. Son los mismos que se usan para las confesiones.

«Quitate el sayo, hijo mío», ordenó el padre. Obedecí. Las manos enguantadas me palparon el vientre. «¿Te duele acá?», dijo y apretó.

Sí.

«¿Acá?», y apretó más.

Sí.

«¿Y acá?». Hundió los dedos con fuerza; los ramalazos me doblaron. «¿Te duele acá, hijo mío?».

Dije que sí con la cabeza, pero los dedos no dejaron de apretar. Los aparatos de confesión temblaron, zumbaron, chasquearon: en pleno dolor me di cuenta de que ansiaban consumar en mi cuerpo el propósito para el que los habían concebido.

«No sufras», dijo el padre, y su voz era uno más entre los ronroneos mecánicos. «Como dijo nuestro Señor: bienaventurados los que lloran, porque serán consolados. ¿Cuántos años tenés, hijo?».

Diecisiete.

«¿De veras? Qué pena, qué tragedia. Los rigores de la purificación pueden ser una tortura para un alma tan joven. Paciencia. Voy a tener que revisarte más a fondo».

Entre mis pulmones se abrió un vacío. Comprendí que el padre evaluaría el avance de la Impureza, que me declararía corrompido y me enviaría al confesionario. ¿Por qué yo, que siempre fui un cristiano temeroso? ¿Por qué no otros que sí están manchados?

El cuerpo de Guido casi desborda el camastro. Se estremece, se hincha y se relaja entre borboteos. Su pellejo es un palimpsesto de quemaduras y cicatrices, marcas de la confesión. Él se lo merece más que yo: es un hereje, un infectista.

Cuando lo conocí, era casi humano y tenía dignidad. Nos enseñó a punzar los sarcomas para calmar el dolor, y primeros auxilios para atender a los que vuelven del confesionario. Fue un científico, una especie de biólogo. Ahora es un demonio aullante al que tengo que darle de comer en la boca; ni siquiera es capaz de limpiarse el culo. Me veo en él, veo mi reflejo anticipado, el derrotero de degeneración que pronto voy a seguir, y me espanto. No es justo que la mutación me envilezca, ni que destruya mi identidad. No tengo ningún pecado que purgar en la camilla de hierro.

Todas las noches me despierta pidiendo agua. Tengo que levantarme, desenvolver mi cabeza, ir a llenar el jarrito en la lata que usamos para racionar. Luego me vuelvo hacia él. Sus pupilas lechosas emergen entre pliegues gangrenosos, tratan de enfocarme. Acerco el jarro a la hendidura que es su boca y se pone a beber en sorbos ruidosos. Casi todo el líquido se le escurre por las comisuras y empapa el jergón, pero eso no es lo peor. Lo peor de Guido son sus delirios, los cíclicos desvaríos en los que recita sus falacias heréticas: «¿De qué castigo divino me hablás, infeliz? ¿De verdad les creíste a los de la Sede? A ver si te entra en esa mollera blindada que tenés: ningún Dios nos aflige por nuestra poca fe y nuestra vileza. El sig lo produce un parásito, nada más que un parásito que te retuerce los genes para volverte un anfitrión confortable. De ahí el nombre: Síndrome de Impureza Genética. Lo que tenés adentro es una alimaña, bastante fea por cierto, pero no divina».

Otras veces se refiere al tiempo en que fue biólogo y estudiaba las mutaciones. Entonces habla como llorando aunque, claro, al mirarlo es imposible saberlo. «Tan cerca —me dice—, estuvimos a punto de erradicarlo, sabés. Lo habríamos conseguido, si ellos nos hubiesen permitido terminar».

Yo también recuerdo esa época, los informes que pasaban en la tele. Lo habían aislado, anunciaban. Lo estaban estudiando, anunciaban. Iban a decodificar su Secuencia Divina, esa serie con que Dios firmó aquello que ha creado, y el advenimiento de un remedio era inminente, anunciaban. Anunciaron y anunciaron, y muchos les creyeron. Enfermos, familiares, amantes aceptaron desesperados la prédica de los infectólogos y se arrullaron en la promesa de una salvación alopática. Que nunca llegó.

«Tardamos demasiado en obtener respuestas», dice Guido. «Eso fue porque no lo entendíamos. No podíamos entender al parásito. Todavía me acuerdo cuando empezamos a estudiarlo, al reverendo hijo de puta. Su biología era absurda. La morfología trinaria, por ejemplo; esos tres lóbulos que la Santa Madre identificó con la Trinidad y que están pigmentados en forma de cruz. No tenía ningún fin práctico. Tampoco su forma de reproducirse; ¿para qué carajo querría un organismo disparar sus esporas solo a temperaturas altas? Más de doscientos cincuenta grados… solo podría multiplicarse, qué sé yo, durante un incendio forestal o algo así, ¿verdad?».

«Falso».

«Nos entretuvimos sin ver lo obvio. Para cuando nos dimos cuenta, era tarde: el arzobispado nos había declarado herejes. Debí suponer que tendrían algún infiltrado en el grupo de investigadores. Fuimos ingenuos: había tanto en la balanza, tanto dependía de nuestro laburo, que creímos que era solo una perorata política y no se iban a atrever, así que seguimos buscando al desparasitario. Un error caro. Tendrías que haberlos visto, pibe. ¡Con cuánta saña se nos echaron encima! Arrasaron los centros de investigación, golpearon, cortaron, quemaron nuestros ficheros. Desbarataron nuestras esperanzas en humo y cenizas, y lo llamaron un fuego purificador».

Gime. Lloriquea.

«Todo perdido. Pero yo me salvé, ¿eh? Sí, me escabullí mientras otros defendían el laboratorio y ahora estoy vivo». Y así sigue balbuceando hasta que de pronto deja caer la cabeza y los ojos se le hunden en los pliegues. Guido el Infectista se duerme. El hereje que desafió al arzobispado y los designios de Dios ronca como un borracho.

Siento profunda compasión, y un odio quemante. Dicen que es justo que quienes anunciaron la cura sufran cada segundo de dolor entre estas paredes desgraciadas. Justo, que les acompañen ímprobos como Abelardo y Eloísa, cuyos pecados desconozco. Pero ¿y yo? ¿Por qué tenían que arrastrarme con ellos? Me hundieron sin remisión en esta alcantarilla. Sostienen que Él es infalible, que si me marcó con el síndrome es por una razón, pero no acierto a vislumbrarla.

Guardé el frasco con la crisálida en la cristalera antigua, con puertas de vidrio y fondo espejado, que estaba en un rincón del comedor. Allí contemplé cómo la pátina verde se iba oscureciendo y los rebordes emblanquecían; un fenómeno ajeno, incomprensible. Solía llevar el frasco ante mis padres. Ellos me palmeaban y me decían que esperase, que los milagros de vida llevaban su tiempo. Yo los miraba a través del vidrio y me devolvían unas sonrisas deformes.

«Nos odian, pibe. Nos asesinarían con placer, pero se conforman con torturarnos. Porque nos necesitan, sabés. Somos su excusa para las atrocidades que cometen».

Guido parece tan sensato en su delirio, tan racional. Es peligroso escucharlo; cierro los oídos.

«Pero si alguna vez tuvieran un pretexto… cualquier pretexto, el menor pretexto… entonces, ah. Tienen tantos instrumentos eficientes y hermosos, tanta ciencia aguardando para, cómo dicen ellos, redimirnos. Las máquinas de confesión esperan, y también cosas peores. Lo sé bien; yo les ayudé a crearlas».

«Está ese gas, por ejemplo. La toxina… ya ni recuerdo el nombre. No sé qué cianhídrico, algo así. Ellos pidieron y yo hice. Y no me importó, ni siquiera pregunté para qué lo querían, aunque los informes clínicos gritaban: el sujeto experimenta una migraña leve; dolor en las coyunturas. Pérdida parcial del control motriz. Parálisis de los músculos del pecho. Coagulación de la sangre en los alveólos pulmonares. Inodoro, incoloro, económico».

«Dale, vos seguí sin escucharme, pendejo de mierda. Cuántas veces te habré dicho esto. Pero vos no entendés, ¿eh? O no querés entender».

Zumbidos, chasquidos. El sanador me apuntó con una linterna. Un haz helado se clavó en mi retina y se apagó.

«Lo que supuse: glaucomas». Se puso a acariciarme una mejilla. «Debés haber perdido al menos la mitad de la visión. No falta mucho para que quedés ciego». Me pellizcó el labio. «Ahora quedate quietito y cerrá los ojos. ¿Estás cómodo? Bien, bien».

«Así que tenés diecisiete».

«Sos una criatura», jadeó. «Tenés tanto por experimentar, tanta vida por delante. Nosotros podríamos ayudarte. Podríamos cerrar tus llagas, apagar tus calambres, curar tus ojos. En mi opinión nada sería más fácil, ni más correcto, que dar tratamiento a un joven como vos».

«Pero, siendo como soy un humilde miembro de la Iglesia, debo acatar su voluntad, que es la de Dios. Y ambos entienden que no debemos escatimar esfuerzos para salvar tu alma inmortal, aunque eso implique sacrificar tu vida terrena».

«Abrí los ojos. Mirame».

«Podríamos curarte, ¿sabés? Además, así evitarías la confesión. Pero antes, ¿eh?, antes debés demostrar que de veras te enmendaste. Para recibir, primero tenés que dar».

«¿Qué estás dispuesto a entregarnos?».

Ojalá consiguiera aislar mi cabeza con el trapo. Ojalá pudiera guardar en el trapo toda mi alma. Los monaguillos se llevarían mi carne para hacerle lo que quisieran; a mí no me importaría. Flotaría a la deriva en la noche de tela sucia, más allá de la confesión.

Cuando me devolvieron a la celda, encontré a Guido despierto. Sus ojos fosforecían levemente. Su respiración acompasaba y humedecía el silencio.

«Así que estás de vuelta», espetó. «¿Y qué fue lo que te ofrecieron?».

Tanteé el cemento hasta mi catre.

«Lo que te hayan prometido es falso», dijo con voz escarpada.

Glaucomas. A quien me mire, mis pupilas deben parecerle semejantes a las de Guido. Pero Guido y yo no nos parecemos; no nos parecemos en absoluto. Guido es un criminal que paga su rebelión en la moneda de una humanidad contrahecha. ¿Por qué debería yo sufrir por él? Por Guido, el hereje.

En la celda vecina están Abelardo y Eloísa, con sus risas y jadeos lascivos. Eloísa es una hembra; debería estar en el bloque de las hembras.

Soy incapaz de discernir. El miedo repica y no me deja pensar.

La crisálida en el frasco se había enturbiado. Había pasado del verde a un marrón pálido con vetas. Recuerdo el frío del vidrio en la mano y las caras de mis padres en la media luz.

«¿Todavía tenés a ese bicho ahí metido?».

«Tendrías que devolverlo al patio, pobre criatura».

«Está distinto, ¿no? Acercate, hijo, dejámelo ver».

Alargué el frasco hacia las caras, que se arrimaron a mirar. En ese momento, sucedió: las miradas derivaron de la crisálida a mi mano, y subieron luego por mi brazo desnudo. El aire se paralizó, la boca de mamá se estiró hacia los lados, la de papá se retrajo.

Al principio no comprendí. Algo, no sabía yo qué, se rompía, se desbarataba frente a mí. Entonces reparé en la cristalera. La cristalera en el rincón. Con pasos trémulos me puse delante.

El espejo duplicaba la oscuridad, a mis padres. Mi propia imagen estrechaba el frasco con la crisálida. Entonces pude ver los eczemas violáceos, maduros, que cubrían la piel de mis brazos. Era el Sarcoma de Job, la señal del síndrome. Mis padres ya no sonreían.

Sentado en un taburete, el padre sanador revisó mi legajo.

«Metabolismo inestable», zumbó. «Ceguera parcial. Deterioro neurológico irreversible. Caramba, hijo. El parásito parece haberse ensañado con vos…».

Arrastró la ese sobre el silencio, apagándola de a poco.

«Lo lamento», dijo. «Estás corrupto. En virtud de los poderes conferidos por la Santa Madre, debo derivarte al confesionario».

Aturdido, como si aún llevara el trapo en la cabeza, miré al padre anotar la derivación en el legajo, sellarla y lacrarla. Se quitó el barbijo, reveló una cara inapelable.

«Es una pena aplicar la confesión a alguien tan bello», murmuró. «Un proceso arduo y fatigoso, que tu cuerpo castigado quizá no pueda soportar. Aunque, claro, la Santa Madre siempre va a ser benevolente con quien brinde información valiosa para la Cruzada. Vuelvo a preguntarte: ¿qué signo de arrepentimiento podés ofrecernos?».

Quise decirle algo, pero una convulsión helada en mi pecho absorbió las palabras y las despojó. Quise llorar, gritar; todo estaba amortajado por el espanto.

El padre bufó e indicó que me pusiera de pie.

«No hay arrepentimiento, diría yo. Ningún acto de contrición. Parece que no entendés cómo funciona nuestra clemencia. O preferís no entender».

«Ya es hora de que vuelvas a tu celda, hijo mío. La próxima vez que nos encontremos, voy a ser tu confesor. Atendé a lo que te pido o expiá tus pecados. Vos elegís».

Desde entonces, espero. Oigo mis latidos. La sangre arde en mis ojos. Pronto van a venir a buscarme. Donde guardaba mi fe hay un hueco de pavura. Ciego y acalambrado, imploro a Dios, le hago promesas. Él persiste en su silencio de piedra negra.

Dios, no permitas que sufra. Dios, te juro que me arrepiento, mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa. Por el pasillo del llanto se acercan pasos de monaguillos. Vienen a llevarme.

Guido ya no está. Hace horas que los monaguillos lo arrastraron fuera de la celda y no creo que esta vez lo devuelvan, así que se acabó; no más Guido. Ni tampoco Abelardo, ni Eloísa. Estoy solo con los gemidos del pasillo y estas últimas horas en blanco.

La confesión fue un amasijo de luces filosas, mordeduras de hierro y convulsiones frenéticas. Nunca hicieron preguntas. Usaron el dolor como bisturí, para extirparme capa tras capa de mi dignidad y volverme una bestia. Aullé, lloré, me revolqué en mi propia mierda hasta que el pánico fue demasiado y resbalé a un suave letargo. De lo que pasó después, quedan imágenes rotas por la fiebre: la cara del sanador, el negro bailoteo de la crisálida, Guido acercándome a los labios el jarro con agua. Fue esa sed, esa terrible sed, lo que me trajo a la realidad, lo que me empujó a mi primer despertar auténtico.

Guido, murmuré, Guido tengo sed, dame agua.

Y Guido me dio de beber. En su condición cada movimiento debía de ser un martirio, pero él se arrastraba hasta la lata y volvía sin quejarse.

La última vez que mis padres me llamaron, no percibí en su voz ningún matiz. Acudí abrazando el frasco. La crisálida, negra y henchida, hacía sus piruetas.

Cuando entré en el comedor, lo primero que vi fueron las dos pálidas manchas que eran mis padres. Después reparé en las figuras que formaban un semicírculo en torno a la mesa. «Acercate, corazón». El tono de mamá tembló. «Tenemos que decirte algo».

Me apreté contra el frasco. Dentro sonó un tintineo alarmado. Sin pensar, me arrimé a la mesa. Miré hacia el rincón de la cristalera. Entre el espejo y los vidrios siempre había destellos y resplandores amortiguados, pero esta vez se interponían los desconocidos. Altos, recios, verticales. Sus hábitos negros llevaban los ornamentos del Cuerpo de Inquisidores.

Para mí, el primer signo del final fue una ausencia, un vacío en los sonidos. Era de noche, me acuerdo. Me erguí en el catre, desenrollé el trapo de mi cabeza y oteé alrededor. Ninguna risa, ningún jadeo. Miré hacia la pared de la celda vecina.

Abelardo. Eloísa.

«Por fin caíste, pibe», susurró Guido en un tono calmo. «Es así; ellos ya no están. Los monaguillos se los llevaron».

Cerré los párpados.

«La mina chillaba como una marrana. A él lo vapulearon… creo que estaba muerto cuando lo sacaron. Vaya uno a saber qué pasó. Quizá algún chupatintas descubrió el error, esa fichita de mierda mal archivada; o tal vez alguien los delató. En fin, no importa, porque no vamos a tardar en seguirlos».

Por el pasillo rodó el grito de un sacristán: dos minutos para el corte de luces, todos a sus catres, quien siga levantado o conversando va a ligar una sanción y una penitencia.

«Los hijos de puta tenían la fe puesta en que la Impureza nos exterminaría; la esperanza de que, con el último de nosotros, enterrarían sus atrocidades. Ahora comprenden que no es así. A estas alturas, ya habrán descubierto que la chica estaba preñada».

La masa deforme se convulsionó. ¿Pueden llorar ojos no humanos? ¿Puede quebrarse una voz mutada?

«Pobre infeliz, ella creía que sus cambios eran parte de la mutación. Murió pensando eso, seguro. Me consultaba a través de la pared mientras vos dormías con la cabeza envuelta como un imbécil, pero nunca se lo dije porque sabía que iba a irse de boca».

«Pero ellos no son boludos. Le habrán hecho la autopsia, y ahora ya lo saben. Saben que los mutantes pueden reproducirse».

Los tubos de noche fluctuaron. La última luz se extinguió.

Un roce de telas ásperas llenó el comedor. Los inquisidores avanzaron y se inclinaron sobre mí. «¿Es este el maldecido?».

Mis padres asintieron. Uno de los inquisidores me sonrió.

«Quiero ver tus brazos, hijo mío. Veamos las Marcas».

Me subí las mangas. Los Sarcomas de Job se habían inflamado, ya aparecían los primeros asomos de la costra. El inquisidor los examinó y se volvió hacia mis padres.

«El Mal está en el chico», dictaminó. «Su alma perdió la Gracia; hicieron bien en avisarnos».

Ellos permanecieron fríos, lejanos.

«Por los atributos conferidos a mi investidura, otorgo a este mutante el carácter de Hijo de la Iglesia. A partir de ahora, la Santa Madre va a cuidar de su educación y su salud; y va a disponer de su persona según se lo indique su mejor y piadoso criterio».

El que había sido mi padre se llevó las manos a la cara. La que fue mi madre siguió muda. El inquisidor alargó una mano enguantada y me agarró por los hombros. «Vamos, hijo mío».

Empezó a arrastrarme. Abrí la boca, pero lo que largué no fue un grito, ni siquiera un sonido humano, sino un berrido salido de la criatura en la que pronto me volvería. Estiré los brazos hacia las manchas; solté el frasco.

Cayó despacio. Los inquisidores, mis padres, yo, giramos reflejados en el vidrio. Tocó el suelo: la totalidad y el sentido se abrieron en astillas afiladas, se dispersaron en un lento estallido que se fue aquietando hasta reducirse a una masa de fragmentos caóticos, restos crujientes entre los que yacía la crisálida.

Aplastada, deforme. Un jugo oscuro brotaba del tegumento; desprendía un vaho a podrido, y comprendí que estaba muerta. Muerta desde hacía mucho, tal vez desde el momento en que la arranqué de su rama. Muerta desde el principio.

«De los que analizamos el sig, tal vez soy el único vivo. No me gusta pensar eso. Significaría que soy el peor cobarde. Los valientes, los que tenían principios, hace rato quedaron en el camino».

No sé qué decís, Guido, y no me importa…

«No. Claro que no te importa. Ni a vos, ni a ellos, ni a nadie. De eso se trata; ahí radica la belleza, la especialización del parásito».

Guido, no sigas. Te pueden escuchar.

«Qué raro. Cuando buscábamos la cura para el sig investigamos al parásito a fondo, pero recién ahora, a las puertas de la nada, es que lo entiendo y lo descifro. Verás: es un organismo adaptado a la naturaleza humana».

No hablés más, Guido. Por el amor de Dios.

«Ah, otra vez esa palabrita: Dios. Una aberración dentro de un universo ordenado. No sé si el parásito instrumenta la voluntad de Dios, pero obra como si lo hiciera: actúa a la sombra de nuestra ignorancia, imperceptible, solapado; prospera en la confusión y el miedo; castiga nuestra forma, corrompe nuestras ideas. Existe para torturar y matar…».

¡Basta! ¡Callate de una vez!

«… mata y tortura para seguir existiendo. Busca perpetuarse, ¿entendés? Quiere permanecer más allá de todo sentido, y nosotros se lo permitimos. Le entregamos nuestras vidas. Somos ovejas lobotomizadas».

«Ovejas e incubadoras».

«Es vivo. Muy vivo. Más vivo que nosotros, por lo menos, y con eso le basta. Supo aprovechar la coyuntura, subirse al carro de los vencedores. Parásito y clero se justifican el uno al otro, entendés, se protegen como simbiontes: al incendiar nuestros laboratorios nos impidieron buscar la cura, y aseguraron que el arbitrio del Señor se cumpla hasta el final».

«El parásito no necesita mimetizarse, ni ser microscópico. El parásito va a triunfar porque se adaptó, no solo a la biología del anfitrión, sino también a su conducta social. La naturaleza es sabia, dicen, y es cierto: sabía que el diseño trinario y las manchas en forma de cruz protegerían a su criatura de las agresiones del anfitrión, mejor que cualquier veneno o camuflaje. Sabía que la reacción del anfitrión sería aislar a los enfermos, favoreciendo las condiciones para procrear. Y es así porque la muy mierda también sabía que en toda su historia la humanidad siempre dispuso de los vencidos a través del fuego… ese calor capaz de disparar esporas en cantidades masivas».

«Nuestro objeto de estudio… no debió ser la criatura en la mesa de disecciones, sino esa otra… que se arrastra por las calles… y se pasea en nuestros espejos…».

Fue la última vez que Guido habló. A partir de entonces permaneció en su catre, con los ojos cerrados. Si estaba loco, o solo se burlaba de mí, no lo sé. No entiendo, no quiero entender, y ya es tarde para preguntarle.

Poco después de la charla, ellos irrumpieron en la celda. Le gritaron a Guido que se pusiera de pie, cosa que no podía hacer, y que los acompañara sin resistencias. Desenfundaron las porras y lo apalearon, lo molieron incluso cuando dejó de cubrirse. Desde acá veo las salpicaduras en el suelo, en la pared. Luego, con la práctica que da la rutina, lo alzaron y lo acarrearon fuera.

Guido, el hereje infectista. Vivió anestesiado. La tragedia se desplegaba a su alrededor y, sin embargo, él siguió de largo. Decía que nada le importaba salvo el interés superior de la ciencia, pero cuando tuvo que defender esas verdades, salió rajando y dejó que otros se jugaran por sus principios. Él también es responsable. Amén.

Esto se termina. Los monaguillos ya no circulan por los corredores. No oigo sus pasos, ni los golpes que suelen dar contra los barrotes. Se fueron. Las rejillas de ventilación largan una oleada caliente. No huele a nada, pero no es aire y me hace doler la cabeza. En las otras celdas pasa lo mismo.

Me niego a rezar. La dureza negra que yo entreveía no era un envoltorio de Dios, sino la frontera con la nada. ¿Cuál es el sentido del sufrimiento? Las respuestas que me enseñaron no sirven, y soy incapaz de procurarme otras. Una imagen persiste, me acosa: la de una crisálida putrefacta vista a través de un vidrio deforme.

Las paredes laten, me duele el pecho.

Un acto de arrepentimiento. Solo eso me piden. Si me asomara entre los barrotes y les contara lo que me dijo Guido sobre el calor y las esporas… ¿serviría eso como señal de redención? ¿Accederían a curarme?

Veo a Abelardo y Eloísa, al sanador, a mamá y papá; al limonero y los inquisidores; veo todo aquello que no entiendo, o no quiero entender.

Tal vez sea mejor que las cosas sigan su curso hacia la hoguera, como presagió Guido. Un fuego purificador.

Voy a envolverme la cabeza por última vez. Voy a echarme en el catre. En mi falsa noche de tela voy a imaginar esas llamas definitivas, y a mis últimos resabios ascendiendo al olvido en una voluta de mariposas incandescentes.