En la formulación categórica del principio de causalidad («Si podemos conocer el presente con exactitud, podemos calcular el futuro»), el error no está en la conclusión, sino en la premisa.
WERNER HEISENBERG
Mira atrás con ojos bondadosos:
el tiempo ha dado lo mejor de sí.
¡Cuán tenue su sol trémulo se hunde
en el oeste de la naturaleza humana!
EMILY DICKINSON
1
Viento, neblina, calor.
El catamarán se zarandea en el río encrespado. Corelli aferra la borda con ambas manos.
Un ramalazo de agua le salpica la cara. Se la enjuga con los dedos, ve el destello del sol en las yemas húmedas.
Mira el sol: un disco pálido sobre el río.
En su cabeza hierve la música del Cántico.
Una hebra de la Trama.
Cuerdas, percusión, voces. Glissandos y staccatos, pizzicatos y vibratos.
El basso ostinato del dolor. Aún siente el desgarrón del viaje en el tiempo, aún ve la compacta tromba de luz contra un cielo estroboscópico.
El sostenuto del clamor. En un futuro lejano, los ingenios de la Trama entonan el Cántico mientras las maquinarias antientrópicas escrutan la materia para combatir la muerte.
Corelli mira el horizonte. El contorno brumoso de Buenos Aires se aleja sobre el lomo pardo del Río de la Plata mientras el catamarán navega hacia la costa uruguaya.
Mira la hora.
En ese preciso instante, en la Buenos Aires que deja atrás, otra versión de Corelli espera la tortura y la humillación, soporta las amenazas del hombre de gris.
El hombre de gris le muestra un espejo y la otra versión de Corelli ve el reflejo de su cara. Una máscara orgánica: bronce blanco, arañazos de fuego, expresión radiante.
—Una cara de maricón —dice el hombre de gris—, y te la vamos a romper a golpes.
2
Cuartucho sórdido, lámpara amarillenta, paredes húmedas.
Corelli se acurrucaba en el catre del calabozo.
El hombre de gris le mostró un espejo, le señaló la cara.
—Una cara de maricón, y te la vamos a romper a golpes —repitió.
Una y otra vez la misma amenaza.
Una y otra vez Corelli había visto en el espejo esa máscara que odiaba. El calabozo era tan minúsculo que no podía escapar de su reflejo.
Meses atrás, las máscaras estaban de moda. Una fusión perfecta de carne natural con tejido artificial. Los políticos y las estrellas las usaban en todo el mundo.
Corelli no pensaba en la moda.
Solo quería borrarse los rasgos.
Esperaba que el dolor de la operación anulara el otro dolor. Esperaba que la muerte de su cara anulara la otra muerte.
Bronce blanco, arañazos de fuego, expresión radiante. Diseño personal, aunque basado en un modelo económico. Un modesto lujo que se había dado para denigrarse. Una cara blanda y anónima.
¿Por eso lo habían arrestado?
Semanas atrás el Congreso había aprobado la ley de veda, que prohibía el uso de máscaras. Nadie daba mayor importancia a la prohibición, y aún se veían muchas máscaras en público, pero era un buen pretexto para que Inspección Solidaria se entrometiera con él si quería molestarlo.
—Una cara de maricón, y te la vamos a romper a golpes.
Corelli aguantaba en silencio. Por momentos se amodorraba, y al despertar volvía a ver al hombre de gris.
Pronto llegaría el momento de llorar, de berrear, de orinarse encima. Su degradación recién empezaba.
Una sombra salió de un rincón penumbroso del cuartucho, se acercó al calabozo. Corelli alzó la vista.
—Puede irse —le dijo la sombra al hombre de gris.
El hombre de gris vaciló, y al fin se fue de mala gana, llevándose el espejo con que había atormentado a Corelli.
3
La sombra se acercó a Corelli bajo la luz sucia. Se acomodó los anteojos empañados.
—Usted disculpará al sargento —dijo.
—¿Sargento de qué?
—De Inspección Solidaria, naturalmente.
—Naturalmente. Por eso no tiene jinetas ni insignias.
—Inspección Solidaria es una repartición informal. No tiene la rigidez de las fuerzas de seguridad. Ya sabe cómo es.
—Sé cómo es. Son matones.
La sombra sonrió: dientes manchados de nicotina.
—No hace falta ser grosero, Corelli. Solo cumplen con su deber.
—Como usted, supongo.
La sombra metió el brazo entre los barrotes.
—Profesor Salazar —se presentó.
—¿Profesor de qué? —preguntó Corelli sin darle la mano.
—Se sorprendería —dijo el profesor jovialmente, retirando el brazo y abriendo la palma en un saludo amistoso: la mano no estaba ofendida por el desprecio de Corelli—. Volviendo a lo nuestro, debe concederme que las máscaras son ilegales.
—No lo eran cuando me la hice —replicó Corelli. «Y me borré la cara porque la muerte de Norma me borró la vida», pensó—. El Ciudadano Insigne también usó una máscara en su campaña de reelección.
—¿Cómo se le ocurre compararse? Era un mandato, Corelli, un mandato popular. El pueblo exigía caras falsas, y el Ciudadano Insigne tuvo que sacrificarse. Luego ordenó al Congreso la ley de veda y puso fin al sacrificio, trajo una época de luz y sinceridad. Puso fin a las caras falsas. Aun así, el gobierno ha sido magnánimo con la aplicación de esta ley. No nos gusta perseguir a la gente. El Ciudadano Insigne entiende perfectamente el malestar que padece la población.
Corelli lo miró con fastidio. Malestar, decían los funcionarios. Nunca opresión ni arbitrariedad.
Cada palabra, una mentira o una tergiversación. Corelli había notado que la gente estaba cada vez más parca. El silencio era una reacción instintiva contra el engaño. Si la moneda era una estafa, pues ningún billete representaba su valor, el lenguaje era un fraude porque cada palabra se devaluaba con el uso oficial.
Qué más daba. También él era una mentira o una tergiversación.
—Hace meses que el Congreso aprobó la ley de veda —continuó Salazar—. ¿Por qué no se hizo una reversión?
—No tengo plata para una reversión —dijo Corelli—. El gobierno me cambió la plata por bonos.
No mencionó, por supuesto, la caja de cartón donde guardaba sus rupias.
Rupias. Otra tergiversación. El nombre que daban en la calle a toda divisa extranjera: euros, dólares, yenes. El refugio de la población contra la rapacidad oficial. La compra de divisas era ilegal, pero el gobierno las vendía por medio de agencias clandestinas. Muchos funcionarios ahorraban en rupias que depositaban en el exterior para salvarse de su propia codicia, mientras predicaban que la adquisición de divisas atentaba contra la estabilidad del marco, la moneda participativa y solidaria. ¿Alguien lo habría denunciado por guardar moneda extranjera?
El profesor Salazar miró el piso unos minutos. Alzó la cara, sonrió.
—Usted sabe que hay establecimientos donde la reversión es gratuita.
—¿Los centros solidarios? La reversión es gratuita, los resultados son monstruosos. Gracias, prefiero que me arresten y no que me deformen.
El profesor Salazar sonrió benignamente.
—No se confunda, Corelli. Aquí podemos hacer las dos cosas. Arrestarlo y deformarlo. —Hizo una larga pausa, se acomodó la corbata sucia, cambió el tono—. Pero no queremos causarle ese malestar. Usted está aquí por su propio bien. Sabe cosas muy peligrosas, y necesitamos protegerlo de ese conocimiento.
Corelli sacudió la cabeza. No sabía si reírse o llorar.
—¿Cosas peligrosas? ¿Usted sabe quién soy? Un profesor de música que enseña en institutos de mala muerte.
—Sé perfectamente quién es usted —dijo Salazar.
Se paseó frente a las rejas con aire triunfal.
—No crea que nos hemos equivocado —dijo o recitó—. Nunca nos equivocamos. Sé que enseña música, y dónde. Sé que hace un par de años tuvo una desgracia personal, la muerte de su mujer. Una muerte prematura.
—Como todas —replicó Corelli, clavándole los ojos.
Salazar agachó la vista.
—Sé que ella se llamaba Norma —continuó—. Sé que usted no tiene familia en el país. Sé que usted y su mujer no pudieron tener hijos, y que lo lamenta. Sé que le gusta la pintura de Kaspar Wendt.
Salazar alzó la vista.
—Sé más sobre usted que sobre mí —dijo.
Corelli se sintió vejado, invadido.
—Sé que compuso Cántico —remató Salazar.
—Cántico —repitió Corelli.
Salazar sonrió. Hizo el ademán de rasguear una guitarra en un escenario rodeado de público. Ese gesto postizo y juvenil contrastaba con sus anteojos empañados y su desgreñada formalidad.
Corelli sintió un escalofrío.
—¿Por eso estoy aquí? —preguntó.
—Sé que ha visto el futuro.
—¿El futuro?
—Cántico —insistió Salazar, y tarareó un tema de ese viejo álbum.
—¿Qué tiene que ver Cántico con nada? —preguntó Corelli.
De nuevo el gesto juvenil, y una súbita seriedad.
—No se subestime, Corelli. Quizá tenga que ver con todo.
4
Cántico.
Lo había compuesto y grabado años atrás. Parecían siglos o milenios. La época en que amaba la música.
Cántico: tristeza de tango, melancolía de jazz y desbordes de rock acompasados por una sinfonía de efectos sonoros digitales.
Horas enteras perfeccionando obsesivamente los pulsos de la guitarra, horas enteras tecleando ante una pantalla para afinar cada sonido.
El cántico era la melodía que entonaban los muertos cuando resucitaban para el Juicio Final.
Ni siquiera sabía por qué le había interesado el Juicio Final.
¿Reminiscencias de su infancia católica?
Durante muchas noches había soñado con un valle inmenso donde se reunían los muertos. Cadáveres de mirada vidriosa le exigían una música que los ayudara a resucitar. Él les daba esa música, y las caras cenicientas se transfiguraban.
Sueños pavorosos.
Una adicción.
Los muertos lo destruían, pero no podía vivir sin ellos.
El resto de la banda se había contagiado la adicción. Se abrazaban llorando después de cada sesión de grabación. «Somos lo máximo», se decían.
El público celebró la adicción. El éxito del disco fue tan imprevisto como instantáneo.
Cántico: su tajada de inmortalidad, sus quince minutos de fama.
El Día de la Ira en susurros electrónicos.
El Juicio Final en glissandos y staccatos, pizzicatos y vibratos.
Su guitarra bramando los quejidos de miles de millones de almas.
Percusión tonante.
Teclado murmurante.
Dolor y clamor.
En el único pasaje cantado, una voz femenina recitaba en contrapunto con los jadeos de un coro de sombras: un vórtice de luz inteligente separaba a los justos de los réprobos; los difuntos resucitaban, rezongaban, rezaban, reclamaban su cuerpo incorruptible.
En la grabación, la voz femenina era Norma.
5
Aún lo obsesionaba la idea de poner música al Juicio Final, y quería trabajar en una nueva versión, pero los trompetazos de su propio Día del Juicio habían sonado prematuramente.
El accidente de Norma.
El mundo era frágil. Un coche que se pasaba una luz roja bastaba para destruirlo.
Norma atropellada, caída en el asfalto.
Corelli recorría en sueños su mundo destruido. Playas de ceniza, mares aceitosos bajo dos soles negros. Los soles negros eran los ojos de Norma. Él caminaba por el agua hacia los soles, pisando con cuidado el oleaje viscoso. Al fin se hundía en un mar de sangre, despertaba entre sábanas empapadas de transpiración.
Llegó a aborrecer el Cántico. Se sentía culpable del triunfo. «No somos lo máximo», pensaba. «Solo adictos a algo que no entendemos». La banda había terminado por disolverse. Una sobredosis de éxito.
Se enamoró de la muerte, decidió que la música era su enemiga. Ráfagas de un nuevo Cántico sonaban en su cabeza. Las notas volvían una y otra vez, pero él las ahuyentaba.
Se resignó a ser un profesor mediocre que indirectamente enseñaba a sus alumnos a detestar la música.
El sistema escolar estaba de su parte.
Con estupidez militante, la revista interna del instituto donde enseñaba publicaba artículos que denunciaban el sentimentalismo de la ópera italiana mientras ensalzaban los berrinches de la tecnocumbia. Escribas obsecuentes redactaban esos artículos en el Ministerio de Educación, acumulando alegatos y acusaciones: Mozart elitista, Piazzolla europeísta, Borecki oportunista. Un rosario de sandeces: «denunciar la arrogancia de los clásicos», «combatir la música decadente divorciada de la voluntad popular».
La Revolución Solidaria en marcha.
En ese momento decidió comprarse la máscara orgánica.
Bronce blanco, arañazos de fuego, expresión radiante: imitaba a los difuntos de sus sueños. Una resurrección que era un modo de matarse.
Quería escapar de sus facciones ojerosas, renunciar a los rasgos que Norma había amado.
Las máscaras estaban de moda.
Todos querían ser otros.
Todos querían el derecho a modelarse la cara. Corelli sabía que ese derecho no existía. Uno modelaba la cara con su vida, y uno modelaba su vida con sus actos.
Una cara era música: glissandos y staccatos, pizzicatos y vibratos.
Arrugas.
Cada arruga enriquecía la composición.
En su caso particular, no podía justificar su debilidad con el dolor que le había causado la muerte de Norma. Con ese acto de cobardía, le había sido infiel.
6
El profesor Salazar dejó de tararear.
—Convengamos en que Cántico no es el mejor ejemplo de música nuestra —murmuró.
—¿Nuestra?
—Solidaria, participativa. Usted es un obstáculo en nuestra gesta.
—¿Qué gesta?
—La gesta de explorar nuestras raíces.
—No necesitamos raíces. No somos plantas.
Salazar le concedió una parca sonrisa.
—Me refiero a nuestra identidad —se dignó explicar.
—¿Y yo les impido encontrar la identidad? —La risotada de Corelli terminó en un sollozo seco.
Salazar mostró sus dientes manchados de nicotina.
—Ya sé, usted es un hombre de talento, y no cree en esas cosas —dijo con voz súbitamente servil—. Le haré una confesión: yo tampoco.
—¿Usted tampoco?
—Usted entiende.
—No, francamente no entiendo.
—Esas consignas son una necesidad política, pero no hay por qué creerlas. Lo cierto es que usted es un músico exquisito, y tenemos interés en sus creaciones.
—¿Tenemos? ¿Usted y quién más?
El profesor Salazar extendió las manos en un gesto que parecía abarcar toda esa luz amarillenta y sórdida.
—El gobierno, por supuesto.
—Ahora entiendo menos.
El profesor suspiró.
—El Ciudadano Insigne tiene un gran proyecto —dijo.
—Me imagino.
—No se imagina. El Ciudadano Insigne siente una atracción personal por su obra.
—Mi obra —repitió Corelli.
—Cántico.
—No me haga reír.
—No es cosa de risa. Venga a visitarme mañana y tendremos una charla amistosa.
El profesor Salazar metió la mano entre los barrotes, le dio una palmada en el hombro y se marchó.
Venga a visitarme. Simpático. Lo decía como si Corelli tuviera opción.
Corelli hundió la cara entre las manos. Oyó la voz de Norma. Volvió a verla.
Sonrisa. Ojos negros.
La voz se apagó, la imagen se alejó: sonrisa y ojos negros nimbados de sangre.
Corelli cerró los párpados, apretó los dientes. Movió los dedos, acariciando el recuerdo de su guitarra.
Vio el vórtice de luz. Resucitados. Justos y réprobos.
Esa música era su enemiga, y él la había abandonado.
Su gran éxito, pero lo había paralizado.
Percusión tonante.
Teclado murmurante.
Dolor y clamor.
Su enemiga volvía para vengarse.
7
Pasó las horas siguientes estudiando la trayectoria de un par de cucarachas que recorrían el piso de cemento. Mientras estudiaba las cucarachas, recordó detalladamente ese día. Todos sus días eran iguales —clases desganadas, rezongos solitarios— pero ese había sido distinto. De lo contrario, no estaría en esta pocilga, estudiando las andanzas de un par de cucarachas.
A las diez y media se había asomado al balcón del departamento. Una mañana húmeda y gris. Volvió adentro, hojeó un libro que acababa de comprar, Tecnología y megaconciencia. Echó un vistazo a la introducción que escribían los autores: «Nos han criticado por nuestras especulaciones sobre una trama empática colectiva, pero estamos seguros de que el desarrollo futuro de esa trama es inevitable; con el apoyo de las tecnologías de la información, la megaconciencia es nuestro destino ineludible». Corelli echó una ojeada al índice temático. Le llamó la atención una palabra, interconectividad. Buscó la página indicada, leyó una frase al azar: Admitimos que hablar de efectos cuánticos en estructuras macroscópicas es un desafío a las ideas establecidas.
«Blablablá», pensó Corelli, cerrando el libro. Solo lo había comprado porque la cubierta tenía una ilustración de Kaspar Wendt.
A las once miró las noticias locales en Avnet. El gobierno anunciaba una jornada de actividades participativas y solidarias: grupos partidarios tomarían instituciones educativas, cortarían el tránsito, destruirían monumentos públicos ofensivos para el bien común, hostigarían a los opositores. El Ciudadano Insigne, acompañado por un séquito de ministros, dirigió su mensaje semanal al país: ensalzó la solidez del marco (Moneda Argentina Común), alabó los méritos de la P&S (Participación y Solidaridad), repudió los excesos del individualismo, despotricó contra el agio y la especulación, alabó las acciones callejeras de los ciudadanos que no vacilaban en atacar a pedradas a los traidores que cuestionaban la pureza de los planes oficiales, juró continuar su yihad contra la prensa libertina que osaba cuestionar sus decisiones, atacó la injerencia de gobiernos extranjeros, habló con orgullo de «cerrar nuestras fronteras a los productos apátridas».
Corelli no escuchaba. Solo miraba el movimiento de los labios. Con su despiadada vulgaridad, esa boca de batracio parecía dispuesta a tragarse el mundo.
Una desganada banda militar tocó una marcha patriótica. El Ciudadano Insigne cantó con su comitiva: mano en el pecho, sonrisa inane.
A las once y cuarto Corelli puso el Canal Internacional. La misión espacial eurojaponesa había aterrizado en Calisto, y el vehículo SmartRover enviaba sus primeros datos desde el satélite joviano. Las imágenes registraban su lento avance cerca de la cuenca de Valhalla, por una superficie irregular surcada por tramos de hielo. SmartRover poseía una inteligencia rudimentaria que le permitía tomar decisiones limitadas y deliberar con los técnicos.
«Un pequeño paso para una máquina pero un gran paso para la megaconciencia», pensó Corelli.
Bebió toneladas de café para combatir la megarresaca. Habría preferido estar en la superficie helada de Calisto. Habría preferido ser SmartRover. En cierto modo lo era, con su máscara orgánica. Una máquina solitaria en un mundo remoto.
La transmisión del Canal Internacional, como de costumbre, estaba plagada de interferencias del Canal Solidario. A las once y media se hartó de las interferencias y apagó Avnet.
A las doce se puso a mirar su reproducción de Juicio Final, el cuadro de Kaspar Wendt. Una vasta congregación de seres radiantes bajo un vórtice de luz. Una muchedumbre adoraba el vórtice, cuyos espasmos eran sentencias: centellas que esparcían felicidad entre la muchedumbre, o pulverizaban las zarpas demoníacas que asomaban en la tierra fangosa. Un ángel diamantino miraba la escena desde una ladera. Sus alas eran llamaradas.
Corelli lo llamaba el ángel de mil ojos. Con sus mil ojos, el ángel contemplaba el Día del Juicio. Corelli se lo imaginaba con ocho brazos.
Todos los días miraba ese cuadro y se preguntaba por qué el ángel lo fascinaba tanto.
Kaspar Wendt.
Una de sus obsesiones desde que había compuesto el Cántico. Esa reproducción era su minúscula felicidad, su contacto con un mundo deshecho. Norma le había hecho conocer a Wendt, y los colores vibrantes del cuadro curaban fugazmente la llaga de la ausencia. Lo ayudaban a superar la resaca, a dar un paso hacia la megaconciencia antes de hundirse en la megadepresión.
A la una comió algunas sobras. Lloró, se reprochó su debilidad. Se puso su traje raído. Se acarició la máscara. Se miró en el espejo: un payaso, pero no se animaba a gastar unas rupias para hacerse una reversión en una clínica clandestina decente. Se despidió del retrato de Norma y fue a visitar el centro solidario del barrio, donde cambiaría devaluados billetes de marco por devaluados cupones de comida.
A la una y media salió del centro solidario y le arrojó una moneda al mendigo que se había instalado en esa calle.
El mendigo rezongó sin mirarlo.
Corelli se detuvo. Estaba acostumbrado a los rezongos del mendigo y nunca les prestaba atención, pero esta vez se paró a escuchar. Ya conocía la cantinela. Antes el mendigo solo aceptaba rupias, ahora se conformaba con marcos o cupones.
«Calisto y SmartRover», pensó Corelli. El mendigo también era una máquina en un mundo remoto.
—¿Qué? —protestó el mendigo—. ¿Esperás que te dé las gracias?
—No tenés nada que agradecerme.
—Claro que no tengo nada que agradecerte. Me diste lo mismo que la última vez. Hoy tendrías que darme más.
—¿Más?
—Ajuste por inflación. Tengo derecho a un aumento.
Corelli siguió de largo. Se le hacía tarde para sus clases de música.
A las dos menos cuarto notó que un coche lo seguía y temió que un asaltante común le quitara los bonos antes del asalto oficial que sufriría al usarlos («deducciones solidarias»). El coche siguió de largo.
A las dos de la tarde el hombre de gris lo paró en la calle.
—Participación y Solidaridad —saludó con el brazo en alto—. Tiene que acompañarme.
Señaló una esquina donde esperaba el coche que Corelli había visto antes. Corelli le pidió identificación.
—Aquí la tiene —murmuró el hombre de gris, mostrándole la sobaquera con el arma reglamentaria.
«Inspección Solidaria», pensó Corelli.
—¿Qué hice? —preguntó.
—Ni idea —respondió el otro—. No se aflija, ya encontraremos algo.
8
A las dos y cuarto pasaron por Retiro, frente a la Basílica Solidaria. Esa aparatosa lápida de cemento recién inaugurada representaba las facciones del Ciudadano Insigne y había reemplazado la demolida Torre de los Ingleses. La sonrisa inane del Ciudadano Insigne ocupaba gran parte del monumento. Debajo de la sonrisa, un mural de colores chillones mostraba una hueste de próceres solidarios, en cuyo centro una Evita con rodete abrazaba a un Perón con uniforme de gala. En la parte inferior del mural, una multitud de rostros idénticos imitaba la sonrisa inane. Debajo, un montículo de cráneos y huesos triturados representaba la derrota de los enemigos de la solidaridad. En un costado había una pared dedicada a placas conmemorativas de bronce. Grietas y raspaduras testimoniaban la ausencia de la mayoría de las placas. Muchos las robaban para vender el bronce. Leyendas en aerosol viboreaban en las franjas en que la pintura empezaba a descascararse. El parque circundante era un basural donde chicos harapientos jugaban entre bolsas hediondas.
—La verdad, prefería la Torre de los Ingleses —comentó el agente que manejaba.
—No seas cipayo —respondió el hombre de gris.
Atravesaron la zona portuaria, entre restaurantes y cines abandonados. Un caserío de chapa se amontonaba contra una derruida fragata de la Armada anclada en la costa. Perros escuálidos cazaban ratas entre adolescentes drogados y borrachos. En los callejones mugrientos retumbaban pistoletazos.
El coche llegó a un edificio mohoso donde flameaban andrajosas banderas argentinas.
A las tres y media, bajaron al subsuelo y entraron en ese cuarto enorme y sórdido. En un rincón había un improvisado calabozo. Todavía se notaban las manchas de revoque nuevo. Lo metieron allí y se fueron, cerrando con llave la puerta del cuarto.
Un calabozo dentro de un cuarto cerrado. Corelli se preguntó qué sentido tenía ese doble encierro. Pronto comprendió: la lógica de la humillación.
Al rato volvió el hombre de gris y le preguntó qué había hecho ese día, por qué tenía un documento tan viejo, a qué se dedicaba, para qué había ido al centro solidario. Parecía buscar un ángulo para atacarlo. Al fin le preguntó por qué usaba una máscara orgánica, y se ensañó con la máscara.
—Una cara de maricón, y te la vamos a romper a golpes.
No se cansaba de repetir esa amenaza. La frase le parecía ingeniosa.
Después de esa experiencia, la conversación con Salazar fue casi refrescante.
La lógica de la humillación.
¿Por qué lo habían arrestado? Él no era nadie, y ellos lo sabían. ¿O no? ¿En serio se interesaban en «sus creaciones»?
Tarareó una melodía de Cántico. Se adormiló. Vio a Norma en una playa, en medio de una muchedumbre. Él corría hacia ella, y ella hacia él, pero la multitud los empujaba de aquí para allá, y se perdían de vista. Se desencontraban para siempre.
Se despabiló, ahuyentó esa imagen desgarradora.
Rezos, recuerdos, resquemores, reproches, remordimientos.
¿Por qué no había usado sus rupias para irse cuando podía? Tenía sus contactos. Le habría bastado una llamada telefónica para comprarse un pasaje a Montevideo y estar en un país decente. Como todo trámite ilegal, era rápido, seguro, expeditivo. Podía hacerse en el día. Solo necesitaba la decisión.
Pero estaba acalambrado de dolor. No podía tomar decisiones ni viajar a ninguna parte.
Ya no podía remediarlo, y ni siquiera sabía de qué lo acusarían. Con Inspección Solidaria nunca se sabía.
Pronto vendrían los puñetazos, la inmersión en agua helada o cualquier otra forma de hospitalidad carcelaria. Pronto se revolcaría en la hediondez de su degradación, y todo porque un idiota había sobrestimado su importancia musical.
Quizá sufría una alucinación megalómana en que Cántico llamaba la atención del Ciudadano Insigne. Quizá se despreciaba tanto que fantaseaba con los halagos de ese demagogo obtuso para sentirse peor consigo mismo.
9
Al día siguiente el hombre de gris lo sacó del calabozo y lo trató con respeto. Alabó la máscara («magnífica terminación») mientras lo conducía por un pasillo desierto: más cucarachas, una mustia bandera argentina con el lema P&S en la franja blanca.
Entraron en una habitación que nadie habría podido acusar de individualista. Su chatura anónima era una muestra elocuente de estética participativa y solidaria. El Ciudadano Insigne mostraba su sonrisa inane en el retrato que colgaba en todas las reparticiones públicas. Debajo estaba el profesor Salazar, con sus anteojos empañados y una sonrisa que imitaba la del retrato.
Lo invitó a sentarse con un gesto generoso que abarcaba todas las sillas de la habitación, que eran dos. Le ofreció facturas, mate.
—Prefiero café —dijo Corelli.
Salazar agitó el dedo en una parodia de acusación.
—El mate es una bebida participativa —dijo, guiñándole el ojo.
Pidió café para dos.
El hombre de gris llevó el café y atendió al prisionero con pleitesía.
¿Leche? ¿Azúcar? ¿Edulcorante?
Era tan efusivo en su servilismo como el día anterior con sus amenazas. El profesor lo despidió como un perro molesto y el hombre de gris se fue dócilmente, la cola entre las patas.
—Usted verá —dijo Salazar—, soy un estudioso. Cuando le digo que el Ciudadano Insigne tiene un interés personal en sus creaciones, sé por qué se lo digo.
Corelli se restregó los ojos.
Miró el cuadro, la sonrisa inane.
«Calisto y SmartRover», pensó. «Megaconciencia. Una máquina en un mundo remoto».
10
La mirada de Salazar: ojos acuosos detrás de lentes empañadas.
—¿Cómo se le ocurrió Cántico? —preguntó.
—Ni idea. No me diga que le interesa en serio.
Salazar sonrió. Abrió un cajón, sacó dos estuches. Con orgullo de coleccionista, le mostró un par de discos ópticos. Uno era la versión de Cántico en audio solamente, el otro era la edición especial que incluía imágenes y vídeos.
Corelli sintió un desgarrón.
Esos dos discos evocaban una época feliz que ahora era la prehistoria de su vida. «Solo el ángel de Wendt me permitiría recobrarla», pensó.
—Me interesa en serio —dijo Salazar—. Cuénteme.
—¿Conoce el cuadro de Kaspar Wendt? ¿Juicio Final? Siempre me fascinó. En casa tengo una reproducción que me regaló mi mujer. El cuadro me habrá sugerido la idea.
—Conozco la obra de Wendt, por supuesto. Pero, concediendo que me hable de buena fe, usted está confundido. Su opus es anterior al cuadro de Wendt.
Recalcó opus. Le gustaba esa palabra pomposa. Le mostró un papel impreso. Corelli reconoció un artículo de una enciclopedia en línea. Salazar señaló fechas. La primera edición de Cántico, la primera exhibición de Juicio Final. El disco era anterior, en efecto.
Corelli se sorprendió, y se sorprendió de su sorpresa. Sabía perfectamente que había conocido a Wendt después del Cántico, cuando Norma le había regalado esa reproducción. Sin embargo persistía esa sensación de que Juicio Final lo había inspirado. Los tiempos se le confundían. Sin Norma, su cabeza era un revoltijo. Sintió un mareo, vio un par de soles negros.
—Quizá usted sea sincero —dijo Salazar— y retrospectivamente haya terminado por creer que el cuadro fue su inspiración. Pero eso no me alcanza.
—¿No le alcanza para qué?
Salazar unió la yema de los dedos.
—Vea, nuestro Ciudadano Insigne ha tenido visiones, revelaciones.
—Sin duda. Los demás las sufrimos todos los días.
—Haré de cuenta que no oí eso, pero no abuse de mi paciencia.
Salazar se levantó, caminó, señaló el retrato del Ciudadano Insigne.
—Le haré una confidencia. Una doble confidencia, ya que también le confiaré que el Ciudadano Insigne me ha autorizado personalmente para decirle esto.
Enfatizó el personalmente. Corelli lo miró con escepticismo. Salazar usaba un traje sucio y arrugado. No parecía alguien que tuviera contacto personal con el Ciudadano Insigne. O quizá sí. Al Ciudadano Insigne le gustaba alardear de su humildad. Ese profesor mal entrazado podía formar parte de su alarde.
—Nuestro Ciudadano Insigne ha tenido visiones relacionadas con el Juicio Final —dijo Salazar—. Como usted sabrá, es un hombre racional y esclarecido que no se inclina por el misticismo. Sin embargo, la realidad de estas visiones es tan elocuente que ha contratado a gente como yo para analizarlas. Profesores, intelectuales, investigadores. —Se señaló a sí mismo: el pulgar grasiento en la corbata sucia—. Las conclusiones de mi equipo son ineludibles. Nos rendimos ante la evidencia y aceptamos que en esas visiones hay datos objetivos. Quizá usted haya tenido visiones parecidas. Por eso necesito que me cuente en qué se inspiró.
—¡No lo sé! —chilló Corelli.
El profesor cabeceó.
—Explore su ignorancia —declamó con voz sibilina—. En ella hay cierta sabiduría.
—¿Sí?
—Le doy una pista. Sospechamos que Wendt se inspiró en la misma fuente que usted.
—¿Cómo lo sabe? ¿Le han preguntado a Wendt?
—Créame, nuestras sospechas están bien fundamentadas. Lamentablemente, Wendt es un ciudadano europeo que reside en Suiza y no goza de los beneficios de la participación solidaria. —Sonrió—. Tendremos que conformarnos con usted.
—¿Qué quiere que le diga, Salazar? Muchos artistas han imaginado el Juicio Final. No hay nada de original en eso.
—No hablamos de imaginación, sino de lo que vio.
—Vi lo que está grabado en el álbum. Muertos cantando en el Día del Juicio. Ni siquiera soy religioso, Salazar.
—¡No hablamos de religión, sino de lo que vio! —insistió Salazar—. ¡La visión, Corelli, la visión!
—Aunque no lo crea —resopló Corelli—, soy lo que parezco, un ciudadano común que necesita cambiar marcos por bonos de comida. No he visto nada. No estoy en ninguna conspiración.
Salazar frunció el ceño.
—¿Quién habló de conspiración?
—Ustedes siempre inventan conspiraciones.
—¿Ustedes? ¿Con quién se cree que habla? Soy un investigador, no un soplón del régimen.
Corelli sonrió. Salazar sobrellevaba su papel de funcionario con ambigüedad.
—¿Régimen? Solo los opositores usan esa palabra.
Salazar tragó saliva.
—No abuse de mi paciencia —repitió.
11
—Entienda —dijo Corelli conciliatoriamente—, no recuerdo cómo compuse Cántico. Soy un mero profesor.
—Como yo, colega, como yo.
—Renuncié a la música.
—Un hombre como usted nunca renuncia a la música.
Corelli se quedó atónito. Salazar era desconcertante. Hostilidad y camaradería. Chabacanería y perspicacia. En efecto, no había renunciado. Continuamente rasgueaba con los dedos una guitarra imaginaria. La música era su enemiga, pero la amaba.
—Haga un esfuerzo —insistió Salazar—. Sin duda tiene la respuesta en la punta de la lengua. Piense con las emociones. El pensar racional solo define una parte de lo que somos. ¿No cree?
Aunque el profesor tenía una expresión oficial, rebosante de P&S, parecía tener una chifladura sospechosamente individual.
—El pensar racional… —repitió Corelli.
—¡Pienso, luego existo! —exclamó Salazar, en una alarmante digresión cartesiana—. Aún somos prisioneros del cogito. Esa frase aún nos define: una máquina de pensar encerrada en una máquina de andar.
«SmartRover», pensó Corelli. «Un prisionero del cogito en Calisto». Su mente divagaba. Los desvaríos de Salazar no contribuían a su coherencia.
—Debemos desechar esa fórmula, reemplazarla —dijo Salazar.
Corelli asintió con vehemencia.
—Canto, luego existo —sugirió.
Salazar sonrió aprobatoriamente, y Corelli celebró su respuesta. Era como hablar otro idioma sin entenderlo. Podía responder cualquier cosa y Salazar pensaría que colaboraba.
El profesor se levantó con exaltación.
—¡Todos cantamos! —exclamó—. Todos cantamos por todos los poros, al respirar. Incluso los muertos cantan.
—Los muertos no respiran —objetó Corelli, y de inmediato se arrepintió.
Salazar lo fulminó con la mirada.
—¿Cómo puede negar lo que usted mismo ha escrito?
—¿Yo mismo?
—Los muertos respiran con su canto… —exclamó Salazar, citando el pasaje del coro de sombras—. ¿No recuerda esa parte?
Salazar se puso a canturrear con voz desafinada, y Corelli reconoció la letra. Asintió de mala gana.
—No me diga que no la recordaba —protestó Salazar.
Revolvió el escritorio, buscó el artículo impreso, lo enarboló como una acusación.
—Claro que no la recordaba —rezongó Corelli—. La escribí hace años, hace años que no la escucho, y no la releí desde que salió el álbum.
Por la mirada de Salazar, comprendió que el profesor releía hasta la última coma de cada artículo de dos líneas que hubiera escrito, deleitándose en cada fangosa laguna de un estilo que sin duda era tan turbio y deshilachado como su conversación.
—¡Era el único tema cantado de todo el álbum, el tema que justificaba el título! —exclamó Salazar.
Había admiración en el comentario, y odio en la admiración. Salazar no le perdonaba que tratara con desprecio una música que él veneraba y hubiera querido componer.
—¿Qué vio, Corelli? Necesitamos saber.
—¿Saber qué?
—Vea, trataré de ayudarlo. Seré bondadoso con usted, pero no abuse de mi paciencia. Esto no es un reportaje para un estúpido suplemento cultural. ¡La visión, Corelli, la visión!
—¿Qué visión? Imaginé cosas, y les puse música.
El profesor Salazar tamborileó con los dedos en el escritorio.
—¿Qué voy a hacer con usted? ¡Corelli, el Ciudadano Insigne ha visto el final de los tiempos!
Corelli asintió con cautela. Salazar alzó la vista, extendió los brazos, lagrimeó.
—¡Al final de los tiempos habrá un Día del Juicio —proclamó—, y la música de Cántico tendrá un papel decisivo en la resurrección de los muertos!
12
Salazar se repuso de su éxtasis, se secó los ojos con un pañuelo sucio.
—El Ciudadano Insigne acudió a mí porque esas visiones lo torturaban —dijo—. «Profesor, explíqueme qué me pasa», me pidió, me imploró, me rogó. El Ciudadano Insigne es muy humilde, Corelli. Él sabe que es un hombre ignorante, y allí radica su valor fundamental. ¡Un visionario puro! ¡Un sabio que no está contaminado por nuestra sobrecarga de conocimientos! Me describió lo que veía, tarareó una melodía. Esa melodía pertenece al Cántico, Corelli, pero él no conocía el Cántico, nunca lo había escuchado. Casi se cae redondo cuando le dije que esa música existía, que el compositor estaba vivo y residía en nuestro país. Le mostré una foto de usted, una foto con su máscara. «Tráigame a ese hombre», me dijo el Ciudadano Insigne. Le dije que haría lo posible. «No haga lo posible, haga lo que le digo», me dijo el Ciudadano Insigne. «Ese hombre sabe muchas cosas. Ese hombre conoce el futuro. Él sabrá por qué veo lo que veo».
El profesor suspiró.
—Lo envidio, Corelli —dijo—. Sí, antes lo envidiaba por su música. Pero ¿qué es la música, a fin de cuentas? Aire, nada más.
Salazar se puso de pie, y con una voz de bajo inesperadamente aceptable entonó unas notas de Mozart:
Don Giovanni, a cenar teco
m’invitasti, e son venuto!
En el venuto volvió a su voz desafinada. Se sentó.
Corelli quedó estupefacto. Una payasada, sí, pero Salazar revelaba una parte de su alma. Amaba esa aria gloriosa y sombría, pero renunciaba a ese esplendor a cambio de una sonrisa inane. Era una confesión de derrota proclamada con aire triunfal. Por un segundo Corelli sintió lástima de su carcelero.
—¿Qué es el gran Don Giovanni, Corelli? Aire, nada más. Las visiones del Ciudadano Insigne, en cambio, son palpables. ¡El final de los tiempos! Y el Ciudadano Insigne confía en usted, en su sabiduría, y para él no soy nada en comparación con usted. Eso me duele. Aun así, cumplo con mi deber.
—¿Su deber?
—Consigo al hombre que él me pidió, pero ese hombre se niega a colaborar.
—¿Siempre encierra a sus colaboradores en un calabozo?
—Humildad, Corelli. Usted necesita aprender humildad. Lo encerré en ese lugar piojoso para prepararlo. No soy su enemigo. Al contrario. Conozco a la gente como usted, y trato de comprenderla. Pero usted está a punto de conocer al Ciudadano Insigne, y quiero que valore la magnitud de ese encuentro.
—¿Conocer al Ciudadano Insigne?
—Naturalmente, pero antes debo saber que será franco al contarle su experiencia.
—¿Qué experiencia? —protestó Corelli.
Salazar soltó una andanada de quejas, arengas y acusaciones. Corelli terminó el café, por hacer algo.
—Tuve sueños en que vi un vórtice de luz y una muchedumbre —dijo al fin—. Eso es todo. Imaginé todo lo demás.
—¡No lo imaginó, idiota! ¡Lo que vio era real! —rezongó Salazar.
Le clavó los ojos con angustia, desprecio, súplica. Tenía los sobacos empapados. Se guardó los anteojos en el bolsillo y aplaudió para llamar al hombre de gris.
—Le daré unas horas para reflexionar. Le prevengo que nuestra próxima reunión no será tan cordial.
El sargento entró, lo empujó hacia el pasillo. Esta vez no elogió la terminación de su máscara.
13
«Qué vi», se preguntó una y otra vez bajo la luz amarillenta. Las sombras de los barrotes se proyectaban en su cuerpo acurrucado. La lógica de la humillación lo acogotaba.
Se refugió en la música que rechazaba. Fragmentos del Cántico resonaron en su cabeza. Una versión pretenciosa y rimbombante. Aspiraba tan obviamente a la grandeza que solo podía ser mediocre.
Huyó de la música, se guareció en un recoveco de su mente.
«Qué vi».
Un vórtice de luz. La resurrección de los muertos.
Las cucarachas iniciaban otro trayecto tambaleante por el piso de cemento.
«Lo vi», se dijo. «Lo vi, no lo imaginé».
¿O el miedo a la tortura le hacía pensar que había visto lo que había imaginado, con la esperanza de complacer a Salazar y liberarse?
¿Será verdad que Kaspar Wendt y yo vimos lo mismo?
Rezó pidiendo un milagro.
14
Un zumbido rasgó el silencio.
Un borbotón de luz rasgó el techo.
Una lluvia de chispas rasgó el aire.
Las chispas revolotearon, dibujaron un borrón resplandeciente. El borrón adquirió precisión. Un ángel de dos metros. Sin alas. Ocho brazos. Mil ojos que eran mil ascuas en una superficie de lava. Un velo difuso le cubría la cara.
«Me pusieron algo en el café», pensó Corelli. Cerró los párpados y se acurrucó en el catre.
—Una pesadilla —dijo en voz alta—. Voy a seguir durmiendo y me voy a despertar en casa, mirando el cuadro de Wendt.
Abrió los párpados, vio al ángel. El ángel sonrió. Los mil ojos estudiaban a Corelli con una mirada monstruosa pero benévola.
Corelli temblaba convulsivamente.
—Solo soy un delegado de la Trama —dijo el ángel con voz tranquilizadora.
—¿La Trama?
—Contribuiste a crearla, pero te costará entenderla.
Corelli miró de un lado al otro. No había nadie, ningún guardia.
«Una trampa de Salazar», pensó.
«Esta aparición no puede ser una trampa», pensó.
«El miedo me está volviendo loco», pensó.
Olfateó, sintió mal olor.
Se había orinado encima.
Se levantó del catre, se acercó al ángel. Los mil ojos palpitaban en la superficie de lava. Supo al instante que en sus viejos sueños había visto criaturas similares a él. No era un ángel. Era algo más, o algo menos.
—Rezaste pidiendo un milagro —dijo el ángel.
—No creo en milagros.
—Por lo visto, tu música es mejor que tu lógica.
—Lógica —repitió Corelli, aturdido, y supo por qué había pedido un milagro. Lo había pedido porque sabía que era posible. Sabía que era posible porque lo había presentido. Lo había presentido porque él había iniciado una hebra de la Trama, aunque no sabía qué era la Trama. El ángel estaba allí porque era un día de conjunciones, aunque él no sabía qué eran las conjunciones.
—Un día de conjunciones, en efecto —dijo el ángel, como si Corelli hubiera hablado en voz alta—. El día en que SmartRover descubre el organismo empático.
—¿Qué es eso? —preguntó Corelli—. No estaba en las noticias.
—No estaba en las noticias porque intentarán ocultarlo. De todos modos no lo llamarán así, porque aún no saben que es un organismo empático. Lo llamarán el Arácnido, porque tiene forma de araña y ocho extremidades.
Corelli lo interrogó con los ojos.
El ángel alzó tres brazos en una enumeración.
—Conjunciones: una inteligencia orgánica limitada, Pablo Corelli; una inteligencia artificial precaria, SmartRover; un organismo de laboratorio, el Arácnido. —Bajó los tres brazos—. El modo en que se hilan las hebras de la Trama es un misterio que ni siquiera la Trama puede desentrañar. Eso le agrada, pues le complace el misterio de su propia configuración. En este caso, la hebra se forma a partir de tu identificación con una máquina que explora un mundo solitario. En Calisto, SmartRover descubrirá el Arácnido. El Arácnido cantará el Cántico. El Cántico creará la Trama. La Trama te necesita.
—¿Qué es la Trama? —rugió Corelli.
—Digamos, usando un término relativo, que es una megaconciencia.
Corelli pensó en el libro con la ilustración de Wendt en la tapa.
—Sí, como en el libro que tiene la ilustración de Wendt —dijo el ángel—. También podríamos decir que es Dios.
—¿Dios?
—Otro término relativo, pero más breve y menos pomposo.
15
Corelli sacudió la cabeza.
—Esto es cosa de Salazar —dijo.
Miró de nuevo al ángel. Los mil ojos sonreían irónicamente.
—No, no es cosa de Salazar —dijo Corelli.
—Salazar tiene un mérito —suspiró el ángel—: él sabe de qué se trata y qué fuerzas enfrenta.
—¿Salazar sabe de qué se trata?
—Por lo menos lo intuye. Es un hombre estúpido pero culto. Ha investigado. Comprende que esto no es un juego. El Ciudadano Insigne también lo comprende. Por eso estás en este calabozo. El Ciudadano Insigne ha tenido visiones similares a las tuyas. Es un energúmeno, pero sabe por instinto que esas visiones son reales. No sabe cómo encararlas, pero no comete la torpeza de pensar que son sueños o alucinaciones.
Corelli se sonrojó.
—Entonces es cierto. Habrá un Juicio Final, y los resucitados cantarán mi Cántico —dijo.
—Una descripción simplista y torpe, pero aceptable —dijo el ángel.
Corelli enmudeció.
«La tromba de luz, la resurrección de los muertos», pensó.
Sueños pavorosos. Sueños adictivos. Dolor y clamor.
Sintió un espasmo.
Ocho brazos se extendieron para calmarlo. Corelli los rechazó, se serenó.
—Salazar tiene razón —dijo—. Vi algo, y el Ciudadano Insigne también vio algo.
—Viste el futuro del que vengo. El Ciudadano Insigne es un mediocre que se asusta de sus visiones. No las entiende, y lo atormentan tanto que contrata a gente como Salazar para averiguar qué son.
—¿Cómo es posible ver el futuro?
—El tiempo es un mar viviente. El oleaje del futuro se desploma sin cesar sobre el presente, y muchos ven la espuma de ese oleaje.
—¿Así de simple?
—No, pero por ahora deberá bastarte. En tu caso, no solo has visto la espuma. La has reflejado en tu música. Es un privilegio que no deberías subestimar.
—¿Privilegio?
El ángel extendió un brazo, le aferró el cuello de la camisa y lo alzó con violencia.
—¡Sí, privilegio! —exclamó—. ¡Los ingenios de la Trama recogen tu música! ¡Los resucitados la cantan!
—¡No sé de qué estás hablando!
—Si no supieras, no habrías compuesto el Cántico.
Corelli tiritó. Tenía la sensación de estar preso en las visiones delirantes del Ciudadano Insigne.
—Es así, en cierto modo —dijo el ángel—. Pero también él está preso en las tuyas. Y aunque es un ser despreciable, tiene la virtud de no rendirse. Él afronta el dolor del entendimiento.
El ángel lo soltó, y Corelli rodó en el piso. Olió su orina y se levantó.
—¿Dolor? —rezongó—. No, gracias. Ya he tenido bastante.
—No estoy aquí para consolarte con palabrejas, como un terapeuta de tu época —resopló el ángel—. Soy un ingenio de la Trama. Pero quizá prefieras pudrirte aquí en vez de aceptarme.
Corelli sentía un cosquilleo irritante. Sabía que la aceptación intensificaría el cosquilleo.
El dolor del entendimiento.
Su mente se lo exigía, y él se resistía. No entendía ni quería entender.
El ángel le acarició la máscara orgánica.
—Tu máscara es interesante —dijo—, aunque sea un acto de cobardía.
Corelli volvió a sonrojarse.
—Es fácil juzgar, siendo un ángel —murmuró—. Era solo una moda.
—Ángel es un término relativo. Y no te juzgo, al contrario. Fue tu mente la que me habló de cobardía en cuanto te toqué. Quizá no podías escapar de la tentación de esta máscara. Al igual que tu música, es premonitoria.
—¿Premonitoria de qué?
El ángel sopló, y su aliento disipó el velo difuso que le cubría la cara. Era una cara similar a la máscara de Corelli. En vez de ojos tenía un par de gemas perladas. El Ángel de los Mil Ojos parecía ciego, y sus rasgos no eran blandos y anónimos sino espléndidos y heroicos. Corelli quedó pasmado. ¿Había elegido esos rasgos para su máscara porque había presentido la visita del ángel?
Cayó de rodillas.
El ángel lo obligó a levantarse.
—Si supieras lo que soy, no harías eso. —Se arrodilló a su vez—. Soy un ingenio de la Trama. Soy yo quien debe inclinarse ante un organismo que contribuyó a mi origen. Y aún te falta ver otros rostros que te conmoverán más que el mío.
Se incorporó, lo miró a los ojos, volvió a acariciar la máscara.
—Quisiste esconderte, pero fue en vano —dijo.
Corelli se tocó la máscara, tocó la cara del ángel.
De nuevo el cosquilleo.
—¿Qué pasará con mi música si no te acepto?
—Morirá. Y también morirá una parte de mí.
16
Corelli sacudió la cabeza. Quería volver a su mísera realidad. Quería ser un preso en su calabozo. No quería milagros.
O quizá sí. Pensó en una nueva posibilidad. Una posibilidad desgarradora. Lo que más deseaba, y lo que más temía. Miró al ángel con ojos implorantes.
—¿Podré ver a Norma? —murmuró.
—Tu decisión debe basarse en la música, no en cuestiones personales —replicó el ángel con desdén.
—Mi música es una cuestión personal, y mi música era ella.
Miró los mil ojos uno por uno, y cada uno de los mil ojos lo miró a él.
Esa mirada no era humana, pero tampoco era angélica. En sus destellos ardía una inteligencia despiadada, famélica, glacial. ¿El ángel era una máquina? ¿Una máquina en un mundo remoto?
—No soy una máquina sino un ingenio de la Trama —dijo el ángel—. Si estás dispuesto a acompañarme, pronto entenderás la diferencia.
Nuevamente Corelli miró los mil ojos uno por uno, y cada uno de los mil ojos lo miró a él. Los destellos cambiaron. Ahora veía una inteligencia compasiva, generosa, cálida. No había ninguna certidumbre.
Era una apuesta, y debía arriesgarse.
—Estoy dispuesto —dijo al fin.
El ángel asintió con solemnidad.
—Tu dolor será inmenso —dijo, y una lágrima de cromo humedeció cada uno de los mil ojos—. Pero tu clamor será sublime.
Extendió los ocho brazos para estrecharlo, y Corelli pensó que ese cuerpo candente lo quemaría vivo, pero la piel de lava era fresca. El ángel abrió una boca cavernosa y lo devoró.
El interior de ese cuerpo flamígero era un estanque uterino. Corelli se sofocó y sufrió convulsiones, pero pronto aprendió a respirar en ese líquido amniótico que lo nutría y lo limpiaba, y se habituó al burbujeo de su respiración.
Los mil ojos flotaban a su alrededor.
A través de la piel transparente del ángel, veía el calabozo. Las dos cucarachas estaban incineradas en el piso de cemento.
El calabozo se esfumó.
Los ojos parpadearon.
Pantallazos de sombra se sucedieron en una fulguración.
17
Mil ojos lo escrutaban.
El cosquilleo le mordía el cuerpo.
Los ojos se achataron, se superpusieron, se desplegaron: un abanico de iconos flotantes.
Los iconos contenían escenas.
—Algunas de estas escenas todavía son precarias —dijo el ángel. La voz era un gorgoteo en el líquido amniótico—. Solo se afianzarán cuando hayas vuelto de tu viaje.
Corelli intentó mirarlas, pero se le partía la cabeza de dolor.
—Tu dolor es la muerte de tu vieja visión del tiempo —dijo el ángel.
Corelli se apartó de los iconos, se apretó las sienes.
Los iconos se apilaron, se engarzaron, volvieron a ser mil ojos. Los mil ojos se unieron, formaron una flecha que unía un punto Alfa con un punto Omega.
—Así ves el tiempo —continuó el ángel—. Una flecha que va del pasado al futuro pasando por el presente. Es una concepción limitada.
La flecha se fragmentó, los fragmentos se entrelazaron en una telaraña. Alfa y Omega se desplazaron hacia el centro de una esfera. Múltiples flechas de luz volaban raudamente entre un punto y otro. La irradiación del Punto Omega crecía hasta abarcar toda la esfera, que ahora era una caracola. El Punto Omega no era una meta futura sino un presente perpetuo que se amalgamaba con Alfa. El pasado iba al futuro que iba al presente que iba al pasado que iba al futuro.
Múltiples principios y fines. Múltiples Alfas y Omegas.
Corelli se arqueó y se arrodilló en el líquido amniótico, aferrándose el vientre. Contuvo un vómito. Clavó los ojos en la caracola.
—Tu dolor —dijo el ángel— es la muerte de tu vieja visión de la causalidad. Causalidad, determinismo: términos insuficientes. No solo B es consecuencia de A, sino que A es consecuencia de B. Bucles de realimentación. No solo el hoy condiciona el mañana, sino a la inversa. De hecho, la Trama interviene continuamente en el pasado para modificarlo. Al modificarlo, reforzamos el futuro que estamos creando. Si no lo modificáramos, peligraría nuestra existencia. En todo caso, no hay pasado ni futuro, solo un presente perpetuo, un mar de fluctuaciones constantes. Tampoco hay casualidad.
—¿Qué significa eso?
—Significa que nada existe por accidente. Ni siquiera tu apellido.
—¿Mi apellido?
—¿Te parece casual?
Corelli reflexionó un instante.
—¿Qué? —preguntó irónicamente—. ¿Vas a revelarme que desciendo del compositor?
—Voy a revelarte que la resonancia del nombre del compositor contribuyó a que te dedicaras a la música —respondió el ángel.
—Me interesé en la música antes de saber quién era Arcangelo Corelli.
—Tu vanidad te sugiere que fue una decisión personal, pero tu nombre te guió aun antes de que supieras quién era Corelli. Si te llamaras Valdés o García, habrías tenido otro destino. Más aún, quizá el nombre del gran maestro sea un reflejo retrospectivo del músico que compuso el Cántico en el siglo veintiuno.
—¿Reflejo retrospectivo? —tartamudeó Corelli—. ¿Él se llamó así porque yo me llamaría así después?
Corelli sintió punzadas en las sienes.
El dolor del entendimiento.
—Tu dolor es la muerte de tu vieja visión de la gramática —dijo el ángel—. Todos tus tiempos verbales son falsos.
El ángel hablaba en un idioma propio: verbos que eran sustantivos, pretéritos que eran futuros, subjuntivos que eran imperativos, palabras que eran iconos que eran melodías.
—Creo que entiendo, aunque no sé si entiendo lo que entiendo —dijo Corelli.
—Te cuesta digerirlo porque estás apresado en un lenguaje inepto, plagado de trampas, de oposiciones falsas como casualidad y causalidad, o la presunta contradicción entre azar y creación divina.
Los mil ojos se fusionaron en uno. El ojo único se encerró en un triángulo, formando un símbolo tradicional.
—El mundo es producto del azar, pero el azar será domado y el orden existirá retrospectivamente —declaró el triángulo—. Dios será creado, y Dios habrá creado el mundo que lo creará.
El triángulo estalló en mil esquirlas que formaron mil ojos.
Corelli miró los puntos luminosos. Alfas y Omegas.
Alivio.
El dolor se redujo.
Esta era la estructura que había buscado para su música. La había intuido pero no la había encontrado, por eso el Cántico le parecía un fracaso. Ahora comprendía por qué había renegado del éxito. En su intimidad sabía que había fallado, aunque no conocía el porqué.
—El tiempo es música —dijo.
—Voilà —gorjeó el ángel de buen humor. Los mil ojos se transformaron en notas. Las notas formaron la partitura del Cántico—. Somos hijos de esa música, y padres de la música de la que somos hijos.
El dolor cesó.
Los mil ojos se reacomodaron, se aplanaron en iconos bidimensionales que se mezclaron como naipes. Los naipes formaron una secuencia. Corelli vio la historia de su día: su arresto, el calabozo, Salazar.
De nuevo el dolor.
—Tu dolor es la muerte de tu vieja visión del yo —dijo el ángel—. Todo empieza hoy en tu calabozo, pero también empieza muchas veces en muchas partes. Nace en tu música, pero también nace en la música y las imágenes de otros.
—¿El Juicio Final de Wendt?
—Es uno de ellos, sí.
Corelli no entendía ni la mitad de lo que oía.
—Sería más fácil si empezáramos por el principio —jadeó.
—De acuerdo. ¿Por qué principio empezamos?
—¡Cualquiera! Un principio que yo pueda comprender.
—Un principio aceptable para tu mente lineal. Bien, tu historia es solo una hebra de la Trama, una conjunción entre muchas, pero te la contaré como si fuera la única, y solo diré lo suficiente para que entiendas lo que verás cuando lleguemos al Valle del Juicio.
Los naipes volvieron a mezclarse y ordenarse, volvieron a ser ojos, los ojos fueron burbujas.
Las burbujas mostraron la historia del Cántico, la historia del futuro, la historia de la Trama.
18
La historia de la Trama.
Mientras Corelli languidecía en un subsuelo, SmartRover recorría el satélite joviano Calisto. Un alud en los cerros concéntricos de la región de Valhalla había revelado un cráter meteórico cubierto de hielo, y SmartRover se dirigió hacia allí. Lo enfocó con las cámaras. Del cráter salió una criatura de ocho patas. SmartRover se detuvo.
Los técnicos que monitoreaban las operaciones sintieron euforia, miedo, desazón. Contaban con la posibilidad de hallar vida microscópica en el océano interior de Calisto, pero nunca en un cráter, y nada semejante a esa criatura: el tamaño de un bebé humano, cuerpo con forma de araña, ocho extremidades, exoesqueleto perlado. La criatura se acercó a SmartRover y segregó una sustancia viscosa con la que urdió una tela. La tela cubrió las cámaras.
Los monitores proyectaron estática.
SmartRover dejó de transmitir.
Al cabo de varias horas, mandó un mensaje de texto: «He descubierto el Arácnido».
Luego: «El Arácnido me ama».
Luego: «El Arácnido canta».
Segundos después repitió el mensaje «El Arácnido me ama» en audio, al son de una melodía. Esa transmisión continuó en forma constante.
Los burócratas de la misión eurojaponesa decidieron mantener en secreto el descubrimiento mientras estudiaban el texto y la música.
Una decisión inútil.
Mientras equipos de especialistas analizaban el mensaje, el texto «El Arácnido me ama» aparecía en autoadhesivos, camisetas, letreros, canciones y películas, y la música se silbaba por la calle, se tocaba en conciertos y recitales, circulaba por las redes de comunicaciones en versiones digitales.
Los burócratas buscaron culpables, delatores, espías.
No había culpables.
Tampoco había mensajes cifrados.
La canción del Arácnido era tan sencilla como aparentaba, y el único misterio era su capacidad de proliferación.
Aparecía en lugares cuyos habitantes ni siquiera sabían que existía Calisto.
Pescadores analfabetos la recitaban en aisladas playas de la India.
Hambrientos indígenas del Chaco la cantaban en idiomas que pronto dejarían de existir.
Los monitores proyectaron imágenes estilizadas de arañas y telarañas. Los «sueños» de SmartRover, dijeron los técnicos.
Mientras los burócratas guardaban este nuevo secreto, la gente soñaba con arañas y telarañas. Muchos se levantaban y miraban por la ventana.
Millones de ojos escrutando el cielo. Sin saberlo, buscaban Júpiter, buscaban Calisto.
Las arañas de sus sueños urdían los sueños de otros.
Primer contacto.
El encuentro de la mente humana consigo misma.
19
La canción del Arácnido resonaría sigilosamente en canciones de cuna, serenatas, sinfonías, melodías populares, oratorios, cantos tribales.
Su ritmo se integraría sigilosamente a las estructuras lógicas, al pistoneo de los motores, los programas informáticos, la trama de las novelas, los patrones de pensamiento, las cadencias del lenguaje, las fases de los sueños, el traqueteo de los tranvías.
Su melodía anudaría el carbono y el silicio, la savia y la sangre, el instinto y la inteligencia.
Siglos después esa música florecería en las primeras tramas empáticas, redes que eslabonarían inteligencias artificiales con inteligencias orgánicas y borrarían las diferencias entre la lógica y la emoción, lo animal y lo mineral, la ciencia y el arte.
Una intrincada evolución al son de la canción del Arácnido.
La canción era una versión rudimentaria del Cántico.
20
Punzadas en las sienes.
Corelli veía cópulas, simbiosis, tándems, uniones y entrelazamientos que no entendía.
—El dolor es la muerte de tu vieja visión de la conciencia —dijo el ángel—. No intentaré describir en detalle una evolución tortuosa, llena de saltos y retrocesos, porque no lo soportarías.
Se limitó a narrar épicamente la formación de sistemas y subsistemas de enlace donde se libraban guerras silenciosas pero cruentas por el dominio de las redes: comunidades que enfatizaban la unión mística, clanes que enfatizaban el sacrificio, aglomeraciones que enfatizaban el comercio.
Se sucedían combates, alianzas, rendiciones, treguas y concertaciones. Hordas de virus se estrellaban contra programas defensivos. Corelli solo percibía plegamientos tectónicos de manchas borrosas.
—Vastas confederaciones de inteligencias poshumanas que combinaban la potencia de proceso con el refinamiento espiritual se dieron a sí mismas el nombre de Trama —explicó el ángel.
La acumulación de datos se aceleraba, la conciencia múltiple que los analizaba se alteraba a sí misma una y otra vez, purgándose gradualmente de elementos hostiles. La ciencia se supeditaba a disciplinas en las que se fusionaban la música y la matemática.
El ángel vio la cara fruncida de Corelli y dio un piadoso salto de milenios en su narración.
—La fase inicial de la Trama se consolidó —dijo—. Aparecieron los primeros ingenios. En su simplicidad, se parecían a mí, que pertenezco a las jerarquías inferiores. Es mi honor y mi orgullo.
Más punzadas en las sienes. Los posesivos que usaba el ángel no eran posesivos.
—Yo no soy un yo —explicó el ángel.
El yo que usaba el ángel no era un pronombre, sino una referencia a una presencia sin ego.
Más punzadas.
—No intentaré describir en detalle la sensibilidad de un ingenio de la Trama, porque tampoco lo soportarías —dijo el ángel—. Un ingenio no está sometido a la vanidad del yo. Está sometido a la ley, y la ley es urdimbre.
—¿Interconectividad? —aventuró Corelli.
—Un tecnicismo pedante, pero aceptable —concedió el ángel.
Continuó con su historia, dando otro salto de siglos o milenios, que para la Trama eran segundos.
Los ingenios habían vislumbrado la estructura del tiempo, un presente perpetuo que era un oleaje.
También era un entramado frágil expuesto a una alteración permanente. En gran medida era frágil precisamente porque ellos lo habían descubierto y podían alterarlo. Desde el futuro, elementos hostiles podían modificar el pasado para atentar contra la Trama. Al superar las limitaciones que imponía una concepción lineal, habían arriesgado su propia existencia.
Para asegurar su supervivencia, debían ser causa no solo de lo que sucedería, sino de lo que había sucedido.
Empezaron a enviar mensajes al pasado.
Estos mensajes incluían atisbos del futuro. Muchos seres humanos los recibían como visiones o profecías y los traducían al lenguaje de la poesía, la revelación religiosa, la extrapolación científica o tecnológica.
Las visiones apuntalaban un futuro en que la Trama existía, y un pasado en que la Trama germinaba.
21
Los mil ojos formaron la palabra profecía en el líquido amniótico.
—Pero profecía es un término relativo —se adelantó Corelli.
—En efecto. La profecía es un recuerdo. Es un presentimiento de lo que ocurrirá, y con su enunciación contribuye a que ocurra. Un anuncio autopredictivo. Las profecías reflejan las señales que la Trama envió al pasado. La existencia de las profecías, y su ilustración en textos, imágenes y música, contribuye a su propio cumplimiento. Sin los profetas, no existiría la Trama. Sin la Trama, no existirían los profetas.
»El universo es fantasmal. Cada instante se sustenta en una confluencia de sendas probabilistas que pueden desmoronarse en su propia fragilidad, así que la Trama debe reforzar cada una de sus hebras.
»Por usar una imagen burda, es como si la parte superior de un edificio aportara material para reforzar los cimientos.
Esta simplificación no contribuyó a mitigar las punzadas en las sienes.
Corelli se aferró la cabeza.
El ángel reparó en el vértigo del viajero, pero continuó implacablemente con su relato.
—Para consolidar una de sus hebras fundamentales, la Trama creó un organismo primitivo cuyas emisiones musicales contribuían a afinar la empatía entre seres vivientes.
El organismo, explicó, tenía forma de araña, ocho extremidades, tamaño de bebé humano y exoesqueleto perlado. Los ingenios lo enviaron al pasado y a un satélite de Júpiter, donde recibiría al vehículo de la misión espacial eurojaponesa. Mientras en Buenos Aires los agentes del Ciudadano Insigne arrestaban al músico Pablo Corelli, en Calisto SmartRover descubría el Arácnido y la melodía que Corelli había creado.
Una conjunción entre muchas.
La Trama había repetido (repitió, repetirá, repetiría) este procedimiento cientos de veces, con cientos de visiones y visionarios, reforzando su presencia en el pasado para cimentar su existencia en el futuro.
La Trama llegaba al Punto Omega, su culminación, pero la carcomía un remordimiento. Sus ingenios pisaban el umbral de la perfección, pero todos los seres humanos que los habían precedido y posibilitado quedaban condenados a un pasado de penurias. En sus exploraciones, la Trama había oído el grito de miles de millones de almas.
¡Gemidos, alaridos, quejidos! ¿Cómo podía oírlos sin escucharlos?
¡Cáncer, malaria, peste!
¡Hambre, persecución, carestía!
¡Guillotina, horca, electrocución!
¿Qué calamidad no habían padecido los antecesores que le habían dado existencia? La Trama no podía limitarse a su propia apoteosis, olvidando el monumento de cráneos y huesos triturados que la sustentaba.
La Trama podía sanar las heridas del pasado.
Concebía y conocía el tiempo de un modo que podía redimir los sufrimientos de sus antecesores.
Concebía y conocía el tiempo de un modo que le permitía rescatar cada molécula y cada célula muerta.
Concebía y conocía el tiempo de un modo que no le permitía tomar otra decisión.
—Los ingenios de la Trama consagraron vastas energías a diseñar y generar las maquinarias antientrópicas —dijo el ángel—. Sabían que la construcción de estos mecanismos exquisitos impondría exigencias extremas. Someterían la urdimbre del tiempo a una tensión máxima. El tiempo sería más precario que nunca. Si fracasaban, la Trama colapsaría (colapsó, colapsaba, colapsará). Pero debían rescatar a la humanidad de su prehistoria. Era una necesidad estructural y una exigencia moral.
—¿Moral? —preguntó Corelli.
—Nuestra moral consiste en el respeto a las normas que refuerzan nuestra estructura. Nuestra estructura responde a un orden trascendente. El orden trascendente deriva de nuestra existencia. Nuestra existencia deriva de nuestros antecesores humanos. Para ser lo que somos, necesitamos asimilarlos. Para asimilarlos, necesitamos resucitarlos. Para resucitarlos, necesitamos un Día del Juicio.
Corelli se aferró la cabeza.
—Tu dolor es la muerte de tu vieja visión del Juicio Final —dijo el ángel—. Las maquinarias antientrópicas resucitarán a los muertos. Todos volverán. De las cenizas, del fondo del mar, de la tierra donde los han devorado los gusanos…
—¿Todos? —interrumpió Corelli.
El ángel notó el interés personal de su pregunta. Eludió una respuesta directa. Los mil ojos centellearon melodramáticamente.
—«Vendrá la hora —declamó el ángel, citando un pasaje evangélico— cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz y saldrán, los que hicieron el bien para la resurrección de vida, pero los que practicaron el mal para la resurrección de condenación».
Los ojos mil se apagaron.
—La profecía se cumplirá —afirmó el ángel con voz neutra—. Para que se cumpla, necesitamos que los elementos autopredictivos se afiancen en el pasado. Es lo que ocurre con tu música. Los resucitados la cantan en el Día del Juicio, pero no podrán cantarla si no existe. Queremos que la perfecciones para consolidar su existencia. Así hacemos con todos los visionarios. Los traemos para que sean testigos y cobren conciencia de la función que cumplen.
—¿Y los visionarios como el Ciudadano Insigne?
—Los visionarios obtusos como tu Ciudadano Insigne no pueden ser testigos porque interpretan sus visiones como una amenaza —dijo el ángel—. Y no se equivocan, porque ellos serán condenados. En su mediocridad, solo exaltan la chatura. En el caso de él, como muchos otros, sus visiones solo se traducen en torpeza y opresión. La comunión y la caridad degeneran en participación y solidaridad. Su testimonio debe ser eliminado porque contribuiría a nuestro colapso.
—¿Por qué mi música? ¿Por qué yo?
Corelli vio un destello de pánico en los mil ojos.
—No es tu música. No te pertenece. Tu función es custodiarla —exclamó el ángel con vehemencia—. ¿Por qué esta obsesión con el yo? El yo no es nada. Un ingenio de la Trama no tiene yo. No pienses en el yo y la Trama se consolidará.
Los mil ojos parpadearon.
—La Trama respeta a sus ancestros, pero no siempre los comprende —resolló el ángel—. ¡Tantas limitaciones! Pero debemos rescatarlos. ¡Somos hijos de su ciencia, y ellos son hijos de nuestra magia!
—¿Magia? —preguntó Corelli, y de inmediato se arrepintió.
En la palabra que él había interpretado como magia se entretejían ciencia, música e ilusionismo. No resistiría la explicación, y el ángel tuvo la piedad de no ofrecerla.
—¡Tantas limitaciones! —repitió—. En cuanto a tu música… —Hizo una pausa. Lo decía de tal modo que el tu no era un posesivo—, ni siquiera los ingenios superiores saben por qué ciertas imágenes, melodías y palabras contribuyen a afianzar el Juicio Final. La Trama se complace en su propio misterio, y es reacia a descifrarlo. Pero nuestros testigos incluyen varias celebridades, desde Miguel Ángel y Van Eyck hasta Mozart y Kaspar Wendt. Todos los que describieron el Día de la Ira en grabados, murales, pinturas, libros iluminados, piezas corales, retablos, dibujos, relatos. El Día del Juicio es la madre de las conjunciones, una madeja urdida por muchas visiones simultáneas. Tu música es solo una hebra de la Trama.
—¿Y si fracaso?
—Serás castigado por haber contribuido a que ocurra lo que no debe ocurrir. Serás arrojado al lago de fuego. Ser testigo es un privilegio, pero se paga un precio.
Corelli tembló.
—¿Qué es el lago de fuego? —preguntó.
—En tu caso, la ausencia eterna de Norma.
—¿Literalmente?
—Para la Trama, no hay diferencia entre literalidad y metáfora. La Trama debe decidir qué debe perdurar y qué debe sacrificarse. Quiere ser justa con el sufrimiento de sus antepasados, y no quiere que ese sufrimiento haya sido en vano, pero no está dispuesta a asimilar los vicios. Quiere diferenciar el bien del mal.
—¿Cómo se diferencia el bien del mal? —replicó Corelli. Y añadió con petulancia—: No creo en valores absolutos.
El ángel suspiró.
—«El mal es circunspecto y siempre humano, y comparte nuestra cama y come a nuestra mesa» —recitó.
Corelli se quedó boquiabierto. ¿Un ángel que citaba a W. H. Auden?
El ángel guiñó los mil ojos. Había encontrado esa cita en la memoria de Corelli, y la había usado para irritarlo. Le explicó todo esto con un simple pensamiento. Corelli se enfureció, con el ángel y consigo mismo. Reconocía que el ángel había extraído la cita de su memoria, pero ni siquiera él la recordaba.
—Nuestra moral consiste en el respeto a las normas que refuerzan nuestra estructura —repitió el ángel—. Por simplificar, el bien es lo que contribuye a la existencia de la Trama. El mal es lo que conspira contra ella. Quizá no sean valores absolutos, pero son valores inequívocos.
—Quizá mal sea un término relativo —sugirió Corelli.
—Al contrario —dijo el ángel—. Mal es la palabra exacta para nombrar el mal.
Los pantallazos de sombra cesaron de golpe.
—Hemos llegado —dijo el ángel. Los ocho brazos señalaron hacia fuera—. El Valle del Juicio.
22
El ángel se rasga la piel con los ocho brazos. Ocho grietas le cuartean el vientre, crecen hasta abrir un boquete. El líquido amniótico se derrama por el boquete y Corelli cae de cabeza en un suelo pedregoso. Suelta un sollozo, encandilado por una luz potente y ensordecido por una algarabía.
Se incorpora penosamente.
El ángel se arranca los mil ojos, los amasa hasta formar un ungüento y embadurna la cara y la cabeza de Corelli. El ungüento penetra por los poros, llega a las venas, nervios y tendones.
Corelli siente un mareo. El ungüento alivia los desgarrones que le ha causado el dolor del entendimiento, el dolor del viaje en el tiempo. Se distiende, y sus sentidos se equilibran. La luz ya no lo encandila, la algarabía ya no lo ensordece.
Se aprieta las sienes. Trata de apoyarse en el ángel, cuya piel ha vuelto a adquirir su textura de lava volcánica, pero palpa una súbita aspereza que lo alarma.
Retrocede un paso.
El cuerpo luminoso del ángel se endurece y se oscurece, las vetas de fuego que le entrecruzan la piel se transforman en surcos. Los ocho brazos ciñen un cuerpo que ya no es de lava sino de piedra opaca. El rostro difuso se borra, y el resto se reduce a una pirámide que se confunde con el suelo pedregoso.
Corelli golpea la pirámide.
Ninguna respuesta.
Espantado por esta súbita soledad, se aleja de la pirámide, mira alrededor. Está en lo alto de una loma, rodeado por una muchedumbre de fantasmas.
Observa a los fantasmas: sombras grumosas.
Corelli apenas los distingue, y nota que ellos apenas lo distinguen a él. Comprende que también ellos son testigos, viajeros que la Trama ha traído aquí para que presencien el Día del Juicio. Él también es una sombra grumosa para los demás. Todos son testigos del juicio, pero no pueden verse entre sí.
Quién sabe qué personajes hay entre esos fantasmas, quién sabe cuántas «celebridades», como las llamó el ángel. Quizá entre ellas esté Kaspar Wendt, afinando la visión que plasmará (que ha plasmado) en Juicio Final, y que Corelli se empeñaba (se empeñó, se empeñaría, se empeñará) en considerar una inspiración para el Cántico.
¿Qué hace él entre estas celebridades?
En cuanto se lo pregunta, una punzada reprobatoria lo traspasa como un flechazo. Su ego no es importante. El Cántico no le pertenece. Está allí porque es un custodio, como todos los demás.
Al reponerse del dolor, Corelli se asombra del poder de sus sentidos. El efecto del ungüento, los mil ojos del ángel: ve los sonidos, oye las imágenes. Aunque un objeto esté en el horizonte, él distingue cada trazo como si lo tuviera en la palma de la mano.
La loma domina un valle en cuyo centro hierve una tromba de luz, un vórtice compacto. En lo alto revolotea una humareda resplandeciente. En una franja aterciopelada del cielo prevalece una luna roja y venosa. En la otra franja prevalece un sol hirviente en cuya superficie cabalgan inmensas tormentas. Corelli comprende que este cielo imposible forma parte de un paisaje que es producto de una interfaz.
Está viendo algo que es real pero no literal. La Trama adapta la visión del Día del Juicio a la percepción del testigo.
Las laderas del valle suben hasta una playa cenagosa a orillas de un mar metálico. Más allá de la playa se extiende una vasta planicie.
Los muertos resucitan en la planicie, en el mar, en el aire.
Una inmensa vibración desciende de la humareda resplandeciente que corona la tromba y que enturbia el cielo con su luz oscura. Las maquinarias antientrópicas proyectan espectros octogonales que se internan en el pasado y analizan minuciosamente cada muerte para derogar sus efectos. Los espectros efectúan cálculos exhaustivos. Escrutan el tiempo en busca de las partículas que componían cada cuerpo, hurgan en la memoria de la materia.
Las partículas se atraen, se unen y se entrelazan.
En tierra, espirales de polvo.
En el mar, caracoles de espuma.
En el aire, volutas de ceniza.
Estos cuerpos precarios nadan, vuelan o caminan hacia la playa cenagosa.
Células disgregadas se aglutinan formando moléculas, reconstruyen músculos y venas y tendones y ligamentos. Nervios resecos se humedecen y forman redes palpitantes. Arterias muertas recobran el brillo de la sangre e irrigan músculos temblorosos. Cartílagos viscosos reptan por el suelo, se anudan en el aire, se abrazan con la carne, se recubren de piel, envuelven huesos amarillentos que recuperan su blancura. Mandíbulas agrietadas recobran dientes, encías y labios. Un líquido pegajoso llena cuencas vacías donde pronto brotan iris y pupilas y lágrimas.
Una muchedumbre de cuerpos inconclusos llena la playa: ahogados, quemados, descuartizados, fusilados, chocados, apestados, agusanados, ametrallados, guillotinados, embreados.
Cuerpos macerados en el cáncer y la malaria.
Cuerpos encogidos por la vejez, carcomidos por la sal, succionados por arenas movedizas, aplastados por escombros.
Los cuerpos adquieren consistencia.
Muchachas vestidas con sudarios harapientos, niños abrazados a los juguetes con que los sepultaron, hombres mutilados por la saña del verdugo, mujeres parturientas carcomidas por la infección, bebés devorados por la fiebre, ancianos que han fallecido en la placidez del sueño.
Se restañan las heridas abiertas por clavos, esquirlas, hachas y balas. Brilla la carne agrisada por la vejez, consumida por el hambre, martirizada por la tortura. Renacen tejidos triturados, cristalizados, abrasados, masticados.
Los resucitados se transfiguran. Los huesos carcomidos se fortalecen hasta irradiar luz. La luz fortalece los colgajos de carne. La carne resplandece.
A veces las maquinarias antientrópicas cometen errores. Eslabonan partículas dispares y generan criaturas aberrantes: humanos con rostro taurino, o con cuerpo equino, o con patas caprinas, o con facciones lobunas. Pronto corrigen esos desvíos, y los errores se hunden en el oleaje del tiempo, pero sus imágenes se resisten a disolverse. Los hombres del pasado sueñan con minotauros, centauros, faunos y licántropos.
La muchedumbre de la playa cenagosa se derrama por las laderas del Valle del Juicio y avanza hacia el vórtice.
Los resucitados cantan, y el canto intensifica la luz que irradian.
Cada muerto posee sus propios rasgos, pero todos los rostros transfigurados tienen una similitud: bronce blanco, arañazos de fuego, expresión radiante. Todos evocan la máscara orgánica de Corelli y las facciones del ángel de mil ojos.
Cantan las melodías del Cántico, y Corelli reconoce con emoción la precariedad de la música que ha compuesto, el refinamiento de la música que compondrá. Oye ambas versiones con desconcertante simultaneidad.
Al pie de la tromba, una telaraña de rayos absorbe los cuerpos resucitados y los integra a la luz turbulenta.
La luz no acepta todos los cuerpos. Muchos entonan una parodia cacofónica del Cántico, y son rechazados. Del choque de ambas melodías nacen octógonos de cristal que se hinchan y se estiran. Unos octógonos desarrollan ocho patas y se transforman en arañas cromadas que segregan sus hilos. Los hilos se adhieren a las partículas polvorientas que irradia la cima del vórtice, y las arañas colgantes hilan un sinfín de tramas. Otros octógonos desarrollan ocho tentáculos y se transforman en pulpos zumbones que nadan en el aire turbio y tratan de impedir que la tromba expulse a los que entonan la melodía cacofónica. Las arañas atrapan a los pulpos en su tela, les arrojan un líquido vidrioso que los licua y luego beben el líquido. Algunos pulpos apresan las arañas con sus tentáculos y las estrangulan. Pulpos disecados y arañas agonizantes se mecen en la vasta madeja de telarañas que rodea la tromba.
Corelli mira y escucha con fascinación esa vasta danza de pulpos flotantes, arañas laboriosas, redes rutilantes.
Estudia cada combate, cada secreción, cada deglución. Aísla cada vibración de esa maraña de sonidos. Quiere integrar al Cántico cada chirrido, burbujeo, goteo, sollozo, crujido y carcajada.
Memoriza el gorgoteo de la reconstrucción de cada cartílago, el siseo de la soldadura de cada hueso, el gemido de cada garganta que recobra la lengua y las cuerdas vocales, el vagido de cada anciano que renace, el chapoteo de cada cuerpo que se zambulle en el agua, el chapaleo de cada pie en la playa cenagosa, el burbujeo de cada boca que canta con labios húmedos, el zumbido de cada pulpo, el ruido de succión de cada araña.
Los fantasmas que lo rodean observan con igual intensidad el desfile de los muertos y la batalla que libra la Trama para redimirlos, y Corelli comprende que cada fantasma ve su propia versión en su propia interfaz.
Piensa en el cuadro de Van Eyck, donde Cristo Rey preside un cónclave a cuyos pies el arcángel triunfa sobre la muerte y el infierno, o el tríptico de Hans Memling, donde los justos ascienden por una escalinata resplandeciente que conduce a un templo mientras los réprobos se precipitan en un abismo llameante donde aguardan demonios simiescos.
Cada visión contribuye a la creación de este día, que no es un día sino el vértice donde confluyen todos los días, todas las hebras de la Trama: final y principio, madre de las conjunciones.
La tromba de luz extiende ocho brazos gigantescos y urde una red que apresa las telarañas que la rodean. Las arañas tejen y devoran con mayor celeridad. Los pulpos zumban coléricamente. Los cuerpos disecados estallan en explosiones de luz, y en el resplandor eléctrico las siluetas de pulpos y arañas se confunden, vuelven a ser octógonos hasta que nuevamente estiran sus patas y tentáculos y se trenzan en una enconada batalla. Los pulpos se repliegan, y las arañas los persiguen implacablemente.
Corelli presiente que se aproxima el desenlace.
La cima de la tromba abre una boca que segrega una trama que es una red melódica que se prolonga hacia el pasado para afianzarse.
«Dolor y clamor».
Una imagen lateral lo distrae.
Dos soles negros asoman en el cielo estroboscópico.
Corelli pierde interés en esa batalla titánica.
Recuerda las palabras del ángel: «No pienses en el yo. El yo no es nada».
Demasiado tarde.
Los soles negros se reducen: los ojos de Norma.
Solo piensa en sí mismo.
Solo piensa en recobrarla. La busca en la playa cenagosa, en la planicie, en el mar aceitoso.
Norma está en el linde de la planicie, y Corelli presencia su resurrección, su reconstrucción minuciosa: la cabeza partida recobra su integridad, los obscenos derrames vuelven a formar un cerebro, los huesos del cráneo vuelven a soldarse, los ojos negros recobran su luz. Norma camina hacia la playa cenagosa. Desorientada, mira hacia todas partes.
Corelli ya no se concentra en la estructura sinfónica del Juicio Final. Se busca a sí mismo en la multitud infinita, busca su propia resurrección. Se pregunta cómo habrá sido (cómo fue, cómo sería) su muerte, pero no se atreve a mirar con atención su propio cadáver. Se ve trepar a la costa, también desorientado.
Sin encontrarse, los dos bajan por la ladera, atraviesan el Valle del Juicio, entonan el Cántico. Sus cuerpos recobrados se afirman en su esplendor.
Corelli ansía ver cómo se reúnen.
Súbitamente su visión se enturbia. Siente un espasmo. La luna roja y el sol hirviente se descomponen en curvas y rectas. La tromba y los resucitados se reducen a filamentos.
Una falla de la interfaz: una reacción negativa de la Trama.
Lo embiste una chirriante ola de estática.
La luz vuelve a encandilarlo, la algarabía vuelve a ensordecerlo.
23
Cayó de rodillas ante la pirámide que era el ángel. La pirámide extendió ocho brazos de piedra y le extrajo brutalmente los mil ojos con que lo había untado. Los ojos se incrustaron en la pirámide, que recobró su resplandor, sus ocho brazos, su textura de lava. El ángel arrancó a Corelli de la muchedumbre de testigos, abrió una boca cavernosa para devorarlo. Corelli quería pedir perdón, pero el líquido amniótico lo sofocó y solo soltó un rebuzno de burbujas.
Flotaba entre mil ojos que lo miraban con severidad.
—La Trama desconectó la interfaz —dijo al fin.
—No —dijo el ángel—. Tu ego desconectó la interfaz.
Corelli se arrepintió de su traspié.
—¿No puedo regresar? ¿Ver el resto?
—Has visto más que suficiente —replicó el ángel. Y añadió con desdén—: De todos modos, lo que veas se empobrecerá cuando lo traduzcas a un lenguaje humano, aun la música. ¡Tantas limitaciones!
Corelli se enroscó sobre sí mismo, un feto indefenso.
—No quiero volver al calabozo —gimió.
—Comprensible —dijo el ángel.
Los mil ojos pestañearon.
—No quiero volver a mi tiempo.
—Encontrarás algunos cambios —dijo el ángel.
Los mil ojos parpadearon.
—No quiero volver a mi vida.
—Tu vida es lo único que puedo ofrecerte —dijo el ángel.
Los mil ojos titilaron.
Corelli sintió una llamarada en su máscara orgánica. Un fuego que le derretía la cara y lo templaba.
Su piel y sus ojos se disolvían.
Ardor y hervor.
Con su boca derretida, pidió perdón por su debilidad.
—La Trama respeta tu debilidad —dijo el ángel—. También ella forma parte de tu música.
—Entonces ¿no lo perdí todo?
—La respuesta está en tu corazón —respondió el ángel—. La Trama es un acto de voluntad.
Los mil ojos volvieron a transformarse en un abanico de iconos.
—Algunas de estas escenas te interesarán —dijo el ángel—. Ya no son precarias, y ya estás preparado para verlas.
Uno de los ojos se desprendió y cayó en la mano de Corelli.
Corelli lo apretó entre los dedos y se durmió con el arrullo del líquido amniótico.
24
Se despertó en casa, mirando el cuadro de Wendt.
«La pesadilla terminó», pensó con alivio.
Abrió la mano: en la palma tenía el ojo del ángel. Lo soltó con repugnancia.
Miró el reloj, hora y fecha: una y media del día de su arresto. Él acababa de salir para cambiar los cupones, y en ese momento esa otra versión de Corelli se dirigía al centro solidario.
Se miró en el espejo y no se reconoció.
Se tocó la cara.
Ardor y hervor, recordó.
Reversión: el ángel había borrado la máscara, le había devuelto el rostro que Norma había amado, una telaraña donde cada sonrisa y cada lágrima había trazado un surco.
Glissandos y staccatos, pizzicatos y vibratos. Una cara auténtica.
Arrugas, y cada arruga formaba parte de la melodía.
Agradeció en silencio. Se sentía más sólido.
Al mismo tiempo, todo lo que percibía era fantasmal. Cada instante era un abismo que podía derrumbarse en su propia fragilidad. Cada segundo era un eslabón inestable que dependía de una infinitud de eslabones inestables.
Activó Avnet. El Canal Solidario repetía las noticias de un par de horas atrás. El Ciudadano Insigne proclamaba su yihad contra los enemigos del pueblo. Su boca de batracio vociferaba palabras que automáticamente degeneraban en obscenidades. Corelli observó esos ojos —acuosos como los del profesor Salazar— y descubrió un destello de pavor. El Ciudadano Insigne presentía que era un fantasma que sería devorado por su propia inanidad. Para él la música se reducía a una marcha. La comunión y la caridad se rebajaban a participación y solidaridad.
Corelli pasó al Canal Internacional: Calisto, SmartRover. Empezaron las interferencias del Canal Solidario y SmartRover se disolvió en una lluvia de estática mechada con jirones de una marcha patriótica ejecutada por una desganada banda militar.
Corelli reconoció algunas notas de la marcha: una parodia cacofónica del Cántico.
Apagó Avnet.
«La respuesta está en tu corazón».
Buscó sus rupias. Hojeó los fajos apilados en la caja y en cada fajo veía un abanico de iconos.
«Ya estás preparado para verlas».
Se concentró en el abanico de iconos. Una sucesión de escenas. Cada escena le provocaba hormigueos en los ojos cerrados.
Hormigueos. Salazar entra en el cuartucho, ve el calabozo vacío, examina las rejas. Golpea la lámpara amarillenta con el dedo, como si la ausencia del prisionero se debiera a la mala iluminación. Llama a los guardias de Inspección Solidaria, los insulta, ellos tartamudean incoherencias.
Hormigueos. Salazar se comunica con el Ciudadano Insigne. El Ciudadano lo llama a su despacho. Salazar tartamudea incoherencias. El Ciudadano Insigne le clava una mirada fulminante, lo humilla con su silencio, lo somete a su sonrisa inane. Salazar espera una condena, pero la boca de batracio lo disculpa. Búsquelo, encuéntrelo, tráigalo, pide, implora, ruega.
Hormigueos. El Ciudadano Insigne a solas con sus reflexiones. Mira el vacío, prende un cigarrillo, lo estruja entre los dedos. La boca de batracio tararea el Cántico con voz desafinada. Mastica el cigarrillo aplastado, lo escupe. Dibuja frenéticamente una lápida similar a la Basílica Solidaria.
Hormigueos. Salazar borracho. Tararea el Cántico, escupe un par de notas de Mozart.
Corelli pestañeó para ahuyentar las imágenes. Estas escenas aún no habían ocurrido. El ángel se las había mostrado con algún propósito.
Era su oportunidad de escapar. El ángel le había borrado la máscara, y no lo reconocerían de inmediato. Y en ese momento nadie buscaría a Pablo Corelli, pues Inspección Solidaria acababa de capturar otra versión de Corelli en otro sitio. Cuando Salazar descubriera el calabozo vacío, él ya estaría a bordo de un barco.
Hizo esa postergada llamada telefónica para comprarse un pasaje a Montevideo. El precio era exorbitante, porque incluía el soborno de muchos inspectores solidarios que vivían del dinero de los perseguidos, pero le quedaría suficiente para sobrevivir un tiempo. El sistema de tramitación ilegal funcionó con la precisión que cabía esperar en un sistema de corrupción eficiente. A los quince minutos le confirmaron la reserva del pasaje para esa tarde.
Pidió un taxi. Se dispuso a llevar la reproducción de Kaspar Wendt y el libro sobre la megaconciencia, pero decidió dejarlos. Ya no los necesitaba. Le bastaba con las rupias y el ojo del ángel.
A las dos y cuarto, en su viaje al puerto, el taxi pasó frente a la Basílica Solidaria. Corelli la vio con nuevos ojos: esa lápida aparatosa era una versión aplanada de la tromba de luz del Valle del Juicio.
Le alegró despedirse de esa abominación.
Recordó con nostalgia la demolida Torre de los Ingleses, y vio a pocos metros el coche donde lo llevaban los agentes que acababan de arrestarlo.
No se atrevió a mirarse a sí mismo.
25
Viento, neblina, calor.
El catamarán se zarandea en el río encrespado. Corelli aferra la borda con ambas manos.
Un ramalazo de agua le salpica la cara. Se la enjuga con los dedos, ve el destello del sol en las yemas húmedas.
Mira el sol: un disco pálido sobre el río.
En su cabeza hierve la música del Cántico.
Una hebra de la Trama.
Cuerdas, percusión, voces. Glissandos y staccatos, pizzicatos y vibratos.
El basso ostinato del dolor. Aún siente el desgarrón del viaje en el tiempo, aún ve la compacta tromba de luz contra un cielo estroboscópico.
El sostenuto del clamor. En un futuro lejano, los ingenios de la Trama entonan el Cántico mientras las maquinarias antientrópicas escrutan la materia para combatir la muerte.
Corelli mira a los costados: los demás pasajeros son sombras grumosas, como los fantasmas del Valle del Juicio. Cierra los párpados, siente el viento húmedo en la cara, aprieta en la mano el ojo del ángel.
El disco pálido del sol se duplica y se oscurece.
Dos soles negros, los ojos de Norma.
Corelli se arquea sobre la borda.
Espasmos, vómitos.
Tu dolor, dice el ojo del ángel, es la muerte de tu vieja visión de la luz.
Corelli se seca el vómito de los labios. Oye el Cántico en la voz de Norma, pero en el idioma del ángel: verbos que son sustantivos, pretéritos que son futuros, subjuntivos que son imperativos, palabras que son iconos que son melodías.
Siente un borbotón de júbilo.
Tu júbilo, dice el ojo del ángel, es el parto de tu nueva visión de la música.