Las manos de su marido llegaron a casa un viernes. Rebecca había sido avisada del ataque, el cual segó la vida de otros siete soldados de su unidad y redujo a tres más a una condición similar, a fragmentos mínimos de sí mismos: uno desapareció por encima de la cintura; otro, por debajo; y un tercero quedó limpiamente dividido por la mitad, como si lo hubieran bisecado a fin de exponerlo en un laboratorio de anatomía.

La Administración de Veteranos le dijo que podría haber sido peor. El oficial encargado de la notificación le recordó el caso de Tatum, la hija de los vecinos, reducida por el fuego enemigo hasta el punto de que no quedó de ella más que un colgajo de piel y músculos, un trocito de muslo del tamaño y la forma de una cajetilla de tabaco, el cual les fue enviado a sus padres dentro de una caja y que ahora ocupa la habitación de arriba, donde se gana el pan revisando artículos de internet. «Eso no es vida», juzgó el oficial. En cambio, de Bob, señaló, quedaba un par de manos perfectas, amputadas a la altura de las muñecas, aunque aun así capaces de llevar a cabo las más asombrosas acciones. Además, también estaba la lotería de la clonación. Las probabilidades de que tocase eran de una entre dos millones, pero siempre servía para mantener viva la llama de la esperanza, y cosas más raras se habían visto.

Rebecca les había pedido a sus padres, a los de Bob y a los amigos que tan ansiosos estaban por verlo, que respetasen su espacio. Aquel era un momento muy íntimo para ella y no se sentía preparada para atender sus diplomáticos tópicos. Aguardó en casa, deseando darle una calada a un pitillo como nunca antes había deseado nada, con la mirada fija en la puerta hasta que oyó llamar y los dos escoltas impecablemente uniformados le hicieron entrega de lo que quedaba de su marido dentro de una caja cubierta con una bandera estadounidense.

Retiraron la tapa y le mostraron las manos de Bob, acomodadas la una junto a la otra sobre una almohadilla blanca. La izquierda estaba colocada con la palma hacia abajo y la derecha, con la palma hacia arriba. Esta última, al ver a Rebecca, se contrajo y agitó los dedos para saludarla. Las nuevas aperturas fotosensibles que tenía en las yemas de los dedos parpadearon varias veces, algo que Rebecca interpretó como un gesto de emoción. Las uñas habían sido cortadas y lustradas hasta dejarlas relucientes. Rebecca no pudo evitar deslizar los ojos hasta las muñecas, las cuales terminaban en unas gruesas bandas plateadas que habrían podido pasar por pulseras de no ser por los topes planos que ocupaban el lugar donde antes nacían sendos brazos. Estas protecciones, como bien sabía Rebecca, alojaban no solo el sistema de alimentación (sin el que las manos de su marido se reducirían a dos trozos de carne putrefacta), sino también la copia de seguridad más reciente de la memoria de Bob, sin la cual todo cuanto este era y todas las cosas que llegó a hacer habrían desaparecido.

Rebecca no imaginaba que unas manos pudieran reunir tantas particularidades como para reconocer en ellas a una persona, y sin embargo sí las identificaba. Uno de los meñiques tenía una torcedura angulosa por donde se rompió cuando un día Bob fue a interceptar una pelota de béisbol, fractura que nunca llegó a soldarse correctamente. Y una cicatriz cruzaba uno de los nudillos que Bob se cortó, hasta que casi quedó el hueso a la vista, con un cristal roto. Rebecca sabía que aquellas manos eran las mismas que antes podían hacerla estremecerse, cuando remataban unos brazos fuertes y protectores.

Los dedos se agitaron un poco más. El escolta le dijo que su marido quería hablar con ella. Rebecca confesó que no sabía qué hacer. El más joven de los escoltas le entregó una tableta negra de superficie plana y dotada de una serie de ranuras para insertar los dedos, la encendió y la introdujo en la caja a fin de que las manos de Bob pudieran utilizarla. Cuando la pantalla de texto se activó, las manos de Bob se dieron la vuelta, introdujeron las yemas de los dedos en las ranuras de control de la tableta y comenzaron a… hacer algo, no exactamente lo que Rebecca entendía por mecanografiar, como si de un teclado QWERTY al uso se tratase, pero sí algo muy parecido, mediante movimientos ligeros y precisos que durante los segundos que siguieron proyectaron varias palabras y frases en la pantalla.

rebecca por favor no temas —escribieron las manos de su marido— sé que esto resulta raro y que puede darte miedo pero soy yo. puedo verte y me alegro de haber vuelto a casa. te quiero. por favor necesito que me beses

Había muy pocas cosas que Rebecca deseara menos en ese momento, pero sabía que los restos de su marido percibirían su indecisión, de modo que extendió los brazos y los tocó. Las manos de Bob se desacoplaron de la tableta negra y se dejaron coger, una con cada mano de ella. Se mantenían tan cálidas como Rebecca las recordaba, y le parecieron más pesadas de lo que creía. No pudo evitar sentir una arcada cuando, movida por un sentimiento de obligación, le dio un beso cariñoso a cada una en los nudillos. Las dos se voltearon sobre la palma que las sostenía y entrelazaron sus dedos con los de Rebecca hasta formar un nudo tan prieto y fusionado como lo habría sido un abrazo, si el destino hubiera preferido que Bob regresase a casa con su cuerpo al completo.

—Ahora los dejaremos a solas a los dos —dijo uno de los escoltas.

«¿A qué se refiere con “los dos”?» pensó Rebecca automáticamente. «Ahora las manos de Bob son dos cosas independientes la una de la otra. ¿No sería más apropiado decir “los tres”? O, ya que las manos conforman tan solo una pequeña parte de un hombre completo, ¿no habría que utilizar fracciones? ¿No sería lo correcto emplear expresiones como “una y un décimo”? ¿O cualquier otra?». Rebecca pensó en todas estas posibilidades pero prefirió reservárselas cuando los escoltas se tocaron con sus gorras y le dijeron que no dudase en llamar si necesitaba cualquier cosa, tras lo que la dejaron sola, sosteniendo lo que un día fue parte, pero no la totalidad, de su marido, quien tan solo cuatro años antes, cuando ella contaba dieciocho y estaba sentada frente a él en un seminario de la universidad, le pareció el hombre más guapo que había visto nunca.

Durante un buen rato permaneció sentada con él —o con ellas— en silencio. De cuando en cuando, si cerraba los ojos y esperaba a recibir uno de aquellos apretones reconfortantes —lo más parecido a una conversación que Bob podía ofrecerle sin utilizar la tableta—, casi lograba engañarse a sí misma y pensar que aquellas manos seguían unidas a unas muñecas que conectaban con unos brazos que pivotaban sobre unos hombros sostenidos sobre un pecho bajo el que latía un corazón, que aún quedaban unos labios, unos ojos y un hombre capaz de acostarse con ella, encender su pasión y provocarle tristeza.

Pasados unos minutos, la mano izquierda de Bob se desenlazó con delicadeza de la derecha de Rebecca y gateó hasta el hombro de esta, al que también aplicó un apretón antes de deslizarse como un cangrejo hasta su rostro, en cuyas mejillas detectó los rastros que las lágrimas habían dejado. La mano se quedó paralizada ante el descubrimiento y Rebecca no pudo evitar pensar que le había fallado, que había demostrado ser una persona superficial, que lo había herido, a él o a lo que quedaba de él, cuando más necesitaba sentir que ella todavía era capaz de amarlo.

Momentos después las manos descendieron hasta la mesa para hablar con Rebecca sobre los problemas que ahora habrían de encarar. La izquierda se tendió sobre el dorso a fin de que las aperturas fotosensibles de las yemas de los dedos pudieran verle la cara, mientras que la derecha se desplazó hasta la tableta y le dijo que sabía cómo se sentía, que él tampoco había imaginado así su futuro juntos, y que si le daba una oportunidad le demostraría que aún podía ser el mejor marido en la medida de sus posibilidades. La indecisión de Rebecca y su esfuerzo por encontrar unas palabras que no sonasen a burla o a mentira lo decían todo, y quizá rompieran lo que ahora Bob tuviese por corazón. Con todo, tras largos instantes, Rebecca asintió, lo cual era un comienzo.

Bob no podía contarle nada acerca de lo que le había ocurrido. La última copia de seguridad que se guardó antes del ataque que destruyó el resto de su cuerpo tenía tan solo una semana de antigüedad, lo que le ahorraba el recuerdo de una experiencia infernal, la visión de sus compañeros de unidad muriendo despedazados, en ocasiones hasta varios a la vez. Escribió que como mucho tenía un conocimiento teórico del contenido de aquella copia de seguridad, pues declaró que ya entonces había cosas que prefería no recordar y que había optado por vivir el resto de sus días encerrado en un conjunto de recuerdos aún más antiguo, grabados dos meses antes, felizmente ajenos a determinadas experiencias que lo habrían destrozado más de lo que ya estaba.

Escribió que la guerra era tan espantosa que, de haber sido posible, se habría desprendido de aún más recuerdos; de hecho, muchos veteranos realizaban una copia de seguridad en el momento de partir hacia su destino y cuando regresaban, ya fuese enteros o reducidos a pedazos, se negaban a recordar nada de lo que habían hecho ni de lo que les había acontecido allí. En lugar de rememorar un solo día en el frente, elegían una vida en la que pasaban de ser fuertes, estar en forma, tener el cuerpo intacto y hallarse en un transporte de tropas donde su pasado era transferido a una base de datos a, apenas un instante después, ser mayores y haber regresado ya de su destino, transformados en un trozo de carne inteligente presentado en una bandeja. Así y todo, había compañeros, miembros de su unidad, que a lo largo de su periplo hicieron cosas por él que jamás se permitiría olvidar, aunque ello implicara conservar algunos recuerdos de aquel infierno. Le escribió a Rebecca que nunca le hablaría de lo poco que recordase.

Aclarado este punto, poco más quedaba por decir. Rebecca se preparó algo para almorzar, tras lo que las manos de Bob se acomodaron en la mesa para verla comer, con las palmas hacia arriba a fin de que las yemas de los dedos recogieran la luz, postura que, aunque involuntariamente, daba la impresión de que su marido la observara con gesto suplicante.

Después, cuando el silencio de la tarde tensó el ambiente, las manos escribieron «me sigue gustando verte comer». Era algo que Bob ya le había dicho antes, cuando se estudiaban mutuamente durante los rituales que llevan de la atracción inicial al noviazgo; a Bob le encantaba la meticulosidad de Rebecca, el hecho de que manejase los platos de comida como si viera en ellos un rompecabezas a desmontar en lugar de algo con lo que deleitarse. No le respondió que ella también disfrutaba viéndolo comer a él, con el inmenso placer que le producían sus platos preferidos, el entusiasmo manifiesto y descarado con el que se abandonaba a los manjares que menos le convenían. Rebecca sabía que Bob nunca podría volver a expresar aquella fruición, y que ella nunca volvería a ser testigo de la misma: otro de los placeres de la vida que les había sido negado, que se quedó en algún lodazal encharcado de sangre, bajo un cielo extranjero. No podía evitar pensar en todas las comidas que habrían de compartir, los desayunos, los almuerzos y las cenas que durante el resto de su vida les recordarían lo que un día fue y jamás volvería a ser.

La conversación transcurrió entre largas pausas. Vieron la televisión, las manos de Bob acomodadas en el regazo de Rebecca o en el sofá, junto a ella, donde manifestaban su aprobación o descontento con las imágenes proyectadas en la pantalla mediante gestos mímicos, incluida la airada respuesta a un comentario que el presentador hizo sobre la guerra, expresada con un mudo pero vehemente levantamiento del dedo corazón. Rebecca contestó a algunas llamadas de sus familiares y amigos, que telefoneaban preocupados para interesarse por el transcurso de la reunión, a lo que ella siempre respondía que no, que todavía no estaban preparados para recibir visitas. El silencio se extendió un buen rato más (roto por alguna que otra conversación, siempre breve a causa de la escasa pericia de Bob con la tableta), hasta que llegó la inevitable y, en cierto modo, horripilante hora de la cena, momento en que la incómoda situación del almuerzo no solo se repitió sino que se acentuó, ahora que ambos sabían que aquello no era más que el principio, que el silencio de las comidas pronto se convertiría en un ritual cotidiano que revivirían durante todo su futuro juntos.

Solo se produjo una situación potencialmente problemática antes de que se acostaran. De camino a la cama, la mano derecha de Bob se topó con una fotografía enmarcada donde aparecía vestido de uniforme, colocada sobre una mesita accesoria junto al sofá. Rebecca no pudo evitar ver cómo la mano cavilaba mientras golpeteaba el cristal con la yema de un dedo, como si de alguna manera desease poder regresar al momento congelado en aquella imagen. Rebecca tuvo la impresión de que Bob volcó la fotografía adrede. Estaba segura, casi al cien por cien.

Aquella noche Rebecca se acostó en el lado de la cama que ocupaba siempre, bajo un techo blanco y vacío que no le ofrecería consejo alguno. La mano derecha de Bob se enterró bajo las sábanas y se aovilló a la altura de la cintura de su esposa, mientras que la izquierda se quedó sobre la almohada fresca, pues prefería poder contemplar a Rebecca antes que la calidez que las mantas pudieran proporcionarle. Cuando Rebecca apagó la lámpara, el destello de las lucecitas rojas que coronaban los dedos de la mano izquierda arrojó un resplandor escarlata que se proyectó por toda la habitación, lo que hizo que pareciera que alguien se había desangrado sobre la almohada. Los dedos se contrajeron cuando sorprendieron a Rebecca mirándolos, tal vez a modo de saludo incomprensiblemente jovial o tal vez para recordarle que podían verla. Rebecca se obligó a inclinarse y besarle la palma, reprimiendo de alguna manera el escalofrío instintivo que sintió cuando los dedos se retorcieron para acariciarle las mejillas.

Rebecca llamó a la mano de Bob por su nombre y le dijo que lo quería.

Bajo las sábanas, la mano derecha de Bob gateó hasta la izquierda de Rebecca y envolvió los dedos de esta con los de él. Rebecca ya había sostenido aquella mano durante horas, una y otra vez, y ahora habría preferido que Bob se la hubiera dejado libre. Sin embargo, ¿qué podía decir ella, en realidad, sabiendo que negarle ahora el contacto, en el más íntimo de los lugares que habrían de compartir, en el preciso día de su reencuentro, hubiera equivalido a rechazarlo? Debía hacer algo por él. Al menos, fingir. Así, le devolvió el apretón, le susurró algunas palabras cariñosas que le parecieron excesivamente teatrales y dejó que Bob la agarrase con una mano mientras la otra la observaba con unos ojos que semejaban pequeños pinchazos.

Se quedó dormida, y en sus sueños las manos de Bob también regresaban a casa, pero sin los topes embellecedores que conservaban sus recuerdos y su mente y ocultaban tras unas placas de plata pulida la magnitud del daño que había sufrido. En sus sueños, las manos de su marido regresaban a casa con las heridas en carne viva, con los colgajos de piel desgarrada y mortecina pendiendo de ellas como serpentinas destrozadas. De cada una de las dos manos, a la altura del punto donde se había practicado la amputación, sobresalía un hueso astillado y ennegrecido, a modo de lanza. Las yemas de los dedos de estos restos de Bob habían quedado reducidas a instrumentos ciegos e inútiles, incapaces de llevarlo a ninguna parte si no era a través del tacto; según reptaban por el suelo abrillantado de la cocina en busca de Rebecca, mientras esta forcejeaba con el aire, denso como la gelatina, para mantenerse fuera de su alcance, las manos iban dejando tras de sí un reguero continuo de sangre, mucha más de la que habría podido derramarse de unas manos normales sin convertirse en trozos de carne desecada. La cocina se transformó en un fresco de rastros de sangre entrecruzados que no alcanzaron las piernas desnudas de Rebecca hasta que la persecución terminó cuando esta quedó paralizada, con los pies clavados al suelo, como siempre les ocurría a las mujeres en los sueños, mientras las manos mutiladas ascendían por su cuerpo.

Podría haberse despertado dando un grito, pero en el sueño no conseguía articularlo, pues el aire que la rodeaba no conformaba una atmósfera donde una mujer pudiera respirar, sino una sustancia espesa que se negaba a introducirse por sus labios, por mucho que se esforzase en inflar el pecho, por mucho que le atronasen los oídos y por muy desesperada que estuviera por introducir en sus pulmones cualquier cosa que la mantuviera con vida.

Entonces se despertó y supo que no era un sueño. Bob la estaba estrangulando. Las manos de su marido le atenazaban la garganta, con los pulgares cruzados sobre la tráquea, mientras el resto de los dedos, ásperos y robustos, le rodeaban el cuello para juntarse, a modo de espeluznante cumbre, sobre la nuca. Ya cuando tenía el cuerpo completo, Bob podía hacer mucha fuerza con las manos, y ahora que estas eran cuanto quedaba de él, parecían aportar también la potencia que antes ejercían los brazos y la espalda, entregadas por completo a la aterradora tarea de triturarle la garganta.

Cuando un hombre completo intenta asfixiar a una mujer, esta puede defenderse arañándole el pecho, retorciéndole la cara o incluso apartándole las manos, que contarían con la ventaja de estar unidas a unos brazos y unos hombros. Sin embargo, Rebecca tan solo podía pelearse con las manos de su atacante, el foco donde debía concentrar su defensa. Estiró el brazo para coger el lápiz afilado que tenía junto al libro de crucigramas que había sido su única compañía desde que Bob partiera para luchar en aquella estúpida guerra, y empezó a pinchar el dorso de las manos hasta que punzó la piel, momento en que estas aflojaron la presa alrededor de su cuello, de tal modo que los dos trocitos de Bob se desprendieron, permitiéndole respirar de nuevo.

Podría haber gritado y seguido pinchando las manos de su marido hasta que no quedasen de ellas más que dos trozos de carne descuartizada, pero algo en el modo en que yacían ahora sobre la cama, desde donde la miraban con sus diez lucecitas rojas, le hizo detenerse, lo que no habrían conseguido unos ojos demenciales o incomprensivos.

Rebecca encendió la lámpara de noche y ensartó con la mirada a las traicioneras manos de Bob, alumbradas ahora por la luz cruda.

Todas las cosas tienen rostro, incluso las que no; el ojo humano se encarga de ponérselo. También las manos tienen rostro y hacen gestos que cambian según la posición que adopten los dedos con respecto a la palma. Las manos pueden parecer estar tranquilas, angustiadas o desesperadas. Pueden mostrarse amables o violentas, a veces sin dejar de ser las mismas manos. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, las manos de su marido parecían sentirse perdidas. Rebecca no lo entendía, pero sospechaba que había algo que no veía, algo cuya presencia intuía pero quedaba fuera de su campo de visión.

La mano derecha de Bob hizo el gesto de escribir algo.

A Rebecca no le atraía la idea de dejarlas solas mientras iba a por la tableta. Había leído demasiadas historias sobre gente que se veía sorprendida por un monstruo al darse media vuelta. No obstante, las manos repitieron el movimiento, con insistencia. Rebecca fue a la otra habitación y al regresar comprobó que las manos de su marido continuaban donde habían caído. Sin terminar de confiar en que guardarían las distancias, lanzó la tableta sobre la cama.

Bob escribió.

lo siento lo siento mucho no te haría daño por nada del mundo estaba teniendo una pesadilla las tengo desde hace tiempo no sabía que te estaba haciendo daño por favor entiéndeme por favor perdóname por favor

Rebecca no estaba lista para perdonarlo.

—Podrías haberme matado.

lo sé. no era el hombre con el que te casaste sino un hombre que vivió un infierno. cuando sé dónde estoy todo va bien. quizá no podamos dormir en la misma cama durante una temporada. por favor entiéndelo. por favor

Rebecca quería morirse. Con todo, tras largos minutos allí de pie notando cómo la ira le abrasaba las entrañas, se acercó a su marido y le dijo que no pasaba nada, que le prepararía un sitio en otra habitación y que aunque durmieran separados se verían por la mañana. Le dio un beso en los nudillos y fue a hacerle su nueva cama, una almohada acoplada dentro de un cajón vacío de una cómoda que había en otro cuarto. Bob dejó que lo llevara hasta allí sin rechistar. Después se separaron, aunque el ruido de las manos golpeándose frenéticamente contra el interior del mueble continuó durante toda la noche, de modo que Rebecca se quedó tumbada, incapaz de conciliar el sueño, con la mirada perdida en alguna sangrienta carnicería que la oscuridad ocultaba.

El oficial de la Administración de Veteranos le dijo que debería inscribir a Bob en una asociación de apoyo en cuanto pudiera, e incluso le habló de un grupo que se reuniría al día siguiente en la zona. Acudieron. El encuentro se componía de cinco veteranos mutilados y sus cónyuges, todos ellos sentados en un estrecho círculo de sillas plegables que debían de haber sido testigos tanto de momentos felices como de ocasiones menos jubilosas —bautizos, festejos religiosos, mítines políticos y tal vez incluso representaciones teatrales de aficionados—, todas las cuales se disiparon en el aire en cuanto las sillas fueron recogidas y apiladas, de regreso al anonimato que proporcionaba el mobiliario. La idea de que alguien pudiera sentarse en la misma silla que ella ocupaba ahora, al día siguiente o dentro de una semana, y degustar un ponche de macedonia mientras se debatía cómo decorar el salón para el baile del instituto, le parecía poco menos que incomprensible.

En la reunión había cinco fragmentos de veteranos acompañados de sus cónyuges y otros familiares; algunos de aquellos habían salido relativamente mejor parados que Bob, mientras que de otros quedaba solo un trozo tan pequeño que se hacía complicado saber qué era más apropiado: si gritar de puro horror por su situación o reírse inevitablemente entre dientes ante el delirio que esta producía. Había un muchacho de veintidós años que antes de transcurrido su primer día en el frente quedó reducido por un bombardeo a un estrecho fragmento de su rostro, el cual incluía un ojo (ciego), las dos mejillas, la nariz y parte del labio superior, todo ello montado en una bandejita de plata que lo mantenía con vida y que su madre había encajado en una placa que podía colgarse de la pared. De otro de los asistentes solo quedaba el tronco, sin extremidades, genitales ni cabeza, cuyos muñones llevaba cubiertos por las correspondientes interfaces de plata. Entre el grupo se contaba también una mujer de bonita figura y uñas delicadamente esculpidas, vestida con una minifalda diseñada para exhibir un par de piernas de infarto y una blusa pensada para acentuar su escote: hasta el más leve de sus movimientos destilaba sexualidad, tal vez porque ya se comportaba así antes de enrolarse o tal vez porque pensaba que de esa manera compensaría la falta de la mitad frontal de la cabeza, donde en lugar de una cara, un mentón o unos ojos ahora tenía una lámina de plata reflectante acoplada entre las orejas. De la cuarta afectada no pudo recuperarse nada más que una amalgama de vísceras machacadas, si bien estas fueron atendidas a tiempo y sobrevivían ahora almacenadas en una caja de plata del tamaño de un maletín dotada de una pantalla que le permitía comunicarse y de un asa para que su desalentado esposo pudiera transportarla con mayor comodidad.

Del último miembro, como en el caso de Bob, quedaban las dos manos cercenadas. Su presencia despertaba en Rebecca el impulso de salir corriendo de allí, puesto que, para continuar su relación con él sin grandes problemas, su preciosa esposa rubia se había hecho amputar las manos a fin de encajar las de su marido en sus muñecas. Los discos de plata que contenían la memoria e indicaban los puntos de unión con los brazos podrían haber pasado por pulseras si las manos de él, encallecidas, más morenas y vellosas y desproporcionadamente más grandes, no hubieran parecido un par de guantes caricaturescos pegados al extremo de los bracitos de ella, de piel tersa y lechosa; y si las manos de él no hubieran tomado gran parte del control de aquellos, que ahora gesticulaban de un modo inquietantemente masculino mientras su cariñosa mujer explicaba con pelos y señales cómo aquella medida había salvado su matrimonio. A lo largo del encuentro, Rebecca observó en más de una ocasión que aquellas manos reposaban sobre las rodillas desnudas de su esposa, que las acariciaban, que los brazos se movían adelante y atrás con un ímpetu lascivo que la mujer reconocía y agradecía inequívocamente, aunque no parecía llegar a contagiarse del mismo. Rebecca no pudo evitar preguntarse si sería eso lo que deseaba también su marido, si Bob podría llegar a pedirle algo así, y si ella misma lo desearía algún día.

El hombre que llevaba el maletín les dijo a los demás acompañantes que eran muy afortunados. Sus parejas habían vuelto a casa transformadas en partes que podían ser tocadas, cubiertas de una piel que emanaba una calidez innegable aunque indudablemente artificial, compuestas de una carne que evocaba el recuerdo de lo que había sido, incluso en aquellos casos en los que no podía hacer mucho más. Pero ¿su esposa? Sacó una foto de la mujer que era antes, una cosita rechoncha y mofletuda con una papada prematura pero con una sonrisa cálida y auténtica y unos ojos que parecían expresar una alegría sincera, como si riera por un chiste que solo ella había oído. Dijo que podía verlo a través de la interfaz e incluso comunicarse con él por medio de la tableta, aunque nunca tuvo el don de la palabra, ni siquiera cuando estaba entera; más bien prefería gesticular en silencio, esbozar sonrisas complacientes, mostrarse amable, dirigir miradas expresivas y guardar silencios repentinos y borrascosos. Ahora, explicó su marido, ya no quedaba de ella más que un baturrillo de órganos inutilizados que conservaba una cantidad de carne suficiente para mantenerse con vida. Y pese a que de cuando en cuando la mujer respondía a algunas preguntas directas, por lo general se mantenía callada y le decía a su marido, cuando este la presionaba, que solo quería quedarse sola, arrinconada en cualquier estantería, y que se olvidasen de ella. A él cada día le resultaba más difícil hacerle entender lo descabellado de la idea. «Mi esposa está muerta», le dijo al grupo, y tras un momento de silencio sobrecogido, repitió conmocionado: «Mi esposa está muerta. Mi esposa está muerta». La mujer cuyos brazos terminaban en las manos de su esposo siguió acariciándose.

El humor macabro hizo acto de presencia, como ocurre siempre entre los supervivientes de las grandes tragedias, cuando el hombre del que ya no quedaba más que un trozo de cara apuntó que durante su estancia en el hospital conoció a un tipo que demostró ser un descerebrado. La esposa del tronco comentó que un día conoció a un muchacho que le pareció que pensaba con la polla. Otro de los afectados admitió que su teniente siempre había sido un mierda, y que probablemente seguiría siéndolo; y así, uno tras otro fueron aportando comentarios cada vez más escandalosos. Entre un desvarío y otro, se llegó a la conclusión de que los mutilados de los que ya no quedaba más que los órganos genitales eran los que más posibilidades tenían de encontrar un empleo después de servir en el ejército, pero entonces las bromas retorcidas comenzaron a agotarse, hasta que fueron sustituidas por un silencio incómodo.

La reunión llegó a su fin tras diez minutos durante los que los asistentes deliberaron sobre cuándo debería celebrarse la siguiente y quién informaría a otras personas a las que también podría venirles bien compartir su experiencia. Rebecca se acercó a una mesa cubierta con un mantel de plástico en la que había café y pastas y junto a la cual permaneció sin probar ninguna de las viandas, sintiendo que no podía resignarse a regresar a una casa y a una vida dominadas por el silencio, de tal modo que se halló a sí misma tiritando hasta que la mujer que ahora tenía un espejo de plata por rostro apareció a su espalda y, haciendo uso de su sintetizador de voz, le dijo:

—No estás sola.

Rebecca se derrumbó y se dejó abrazar, lo que si bien le hizo sentir la calidez del cuerpo de la mujer mutilada, también le permitió comprobar la frialdad del espejo al contacto con su mejilla. «Por supuesto que estoy sola —le dieron ganas de responderle—, y también mi marido, y tú, y todos los demás. La realidad de estar en el infierno es que media un abismo entre unos y otros, y por mucho que nos esforcemos en eliminarlo, aunque lo logremos tan solo por unos instantes, no conseguiremos más que darnos un respiro, engañarnos al creer que nos encontramos bien, antes de que el abismo se abra de nuevo y debamos seguir haciendo frente a los problemas de nuestra isla particular». Quería decírselo, pero lógicamente no era capaz, no si ello implicaba aferrarse a la desesperación y despreciar la amabilidad de la mujer mutilada, de manera que dejó que las lágrimas le empañasen la vista y aceptó el abrazo con el que aquella pretendía obsequiarla.

Llegada la noche del sábado, el contestador automático comenzó a saturarse de mensajes de familiares y amigos, todos los cuales se mostraban impacientes por saber cómo iba todo y cuándo podrían reencontrarse felizmente con Bob. Rebecca, decidida a respetar la voluntad de su marido, los llamó uno por uno para darles las gracias y decirles que aún habrían de aguardar, arguyendo que todavía era necesario realizar algunos ajustes y terminar de preparar la casa. Así y todo, muchos insistían en preguntar si Bob se encontraba bien. Rebecca no entendía que esperasen una respuesta por su parte, sin embargo siempre contestaba que sí, que estaba bien. También le preguntaban qué tal lo llevaba ella, cuestión que de nuevo evadía dándoles la respuesta que esperaban oír: bien, muy bien.

Se sentaron juntos un rato para ver las últimas noticias sobre la guerra, incapaces de reaccionar al oír el dato de que se había llamado a filas a otras cien mil personas, cantidad que no bastaría; y tampoco después, cuando una sonriente presentadora pelirroja anunció con tranquilizador aplomo que las muertes que de verdad contaban como tales se hallaban en un mínimo histórico. Las manos de Bob se abalanzaron sobre la tableta, donde escribieron en letras minúsculas una sarta de blasfemias, el colérico equivalente de su marido —supuso ella— a un murmullo ponzoñoso.

Rebecca se palpó los cardenales del cuello y decidió que no debían seguir viendo el noticiario. Apagó el televisor con el mando a distancia, se sentó junto a Bob y sintió y paladeó el silencio opresivo como si este hubiera sustituido al mismo aire y se hubiese vuelto tan denso que cada instante se alargaba como una eternidad debajo del agua.

Al cabo, Bob se soltó de las manos de ella y regresó a la tableta.

quieres que me marche o crees que aún tenemos algún futuro

Rebecca no lo sabía. No lo sabía pero recordó a su marido en una época más feliz, a aquel hombre fuerte y risueño, irritable a veces, aquel hombre con una vena traviesa que de cuando en cuando dejaba salir al niño que veía en ella a la figura autoritaria que no debía enterarse de ninguna diablura. Lo recordó haciendo sus tonterías, mirándola de soslayo para cerciorarse de si le parecían absurdas o divertidas. Recordó el contorno de su cabeza en plena noche, cuando, con todas las luces apagadas, no podía ver más que su silueta, cuando él estaba despierto y la contemplaba, sin saber que ella también seguía despierta y lo miraba a él, aquella sombra suya que ella encontraba tan reveladora como el conjunto de sus facciones a plena luz del día, porque lo conocía y ocupaba el vacío que imponía la oscuridad. Recordó lo que sentía al rozarlo para hacerle saber que ella también seguía despierta, lo que unas veces derivaba en una conversación susurrada y otras en algo más. Recordó sus labios, sus dientes, sus caricias, su ternura y su pasión. Recordó que a veces, en lugar de avisarle de que seguía despierta, fingía estar dormida y pensaba que aquel era su hombre, su amante, su amigo y, algún día, sería además el padre de sus hijos. Recordó que se sentía tan orgullosa de haberlo conquistado que temía que su corazón reventase de pura dicha.

di algo

Rebecca no sabía si quedaba algo por decir. Ese era el quid de la cuestión. No lo sabía pero era orgullosa. Era orgullosa y rechazaba la idea de rendirse. Sabía que no hablaba en su favor que aquel fuera el sostén principal de su actual relación con lo que quedaba de su marido, el empeño en no ser ella quien abandonase, en actuar no tanto por la necesidad instintiva e incondicional de apoyarlo en su actual estado, como por la de ser la mejor, la más fuerte, la que hace lo correcto y sigue adelante cuando le habría resultado más fácil optar por ser la zorra que se olvida del asunto. Tal vez, pensó, aquel fuese el modo de recuperarlo todo; no a través del amor, sino de un orgullo feroz e inflexible. Tal vez si consiguiera aferrarse a él lo demás regresaría solo. Pero ¿cómo hacer algo así cuando era mucho más de lo que ella podía obligarse a dar?

Las manos de Bob se hallaban de nuevo sobre la tableta.

vale, mentí

Rebecca las miró y percibió una tensión indescriptible en el modo en que se sostenían sobre el dispositivo.

—¿Acerca de qué?

ocurra lo que ocurra quiero que sepas que recuerdo más cosas de las que te conté. es peor de lo que dicen los noticiarios, más rastrero más sangriento y muchísimo más complicado. es ese tipo de lugar que te hace descartar la idea de que exista un ápice de bondad en este mundo. por eso muchos preferimos olvidar. pero me hice una última copia de seguridad solo dos días antes del ataque. recuerdo todas las monstruosidades que viví allí, todas las monstruosidades que yo mismo hice. después cuando me descargaron me dieron a elegir entre conservarlo todo o retroceder a alguna grabación previa. estuve a punto de descartar la totalidad de la maldita guerra. pero decidí conservar la experiencia íntegra porque debía hacerlo

Rebecca lo miró con detenimiento.

—¿Por qué?

lo único que merece la pena recordar de todo aquello es lo mucho que deseaba volver a tu lado

Esta confesión, por fin, terminó de desarmarla. Por primera vez desde que Bob regresó, cedió al sentimiento de pérdida y dejó brotar un aullido. Hundió el rostro entre las manos y no se dio cuenta de que las manos de su marido se apartaron de la tableta y regresaron al sofá. Sí sintió, en cambio, el peso de las mismas sobre sus hombros, la fuerza con que todavía eran capaces de estrecharla, la ternura que seguían mostrando cuando los índices enjugaban los rastros que las lágrimas dejaban en sus mejillas.

De alguna manera, Rebecca percibió algo familiar a la vez que extraño en el modo en que Bob la tocaba, como si nunca se hubiera marchado; al mismo tiempo, tuvo la sensación de que se trataba de un desconocido que hubiera regresado de una guerra, lleno de bilis y dispuesto a servirse de un vago parecido para seducir a la viuda afirmando vilmente ser el hombre que un día la dejó sola. Echaba de menos su peso, su solidez y el siseo de su respiración. Y seguía odiando la frialdad de los topes metálicos que protegían los muñones, que tanto le recordaban a unas cadenas. Con todo, por primera vez, consiguió sentir la presencia del muchacho del que se enamoró, del hombre con el que se casó, del marido que llenaba sus noches. Era él; contra todo pronóstico, por fin, era él. Y por primera vez, por alguna razón incomprensible, lo deseó.

Le pidió que le diera un minuto y se dirigió al cuarto de baño, donde se mojó la cara, maldijo su nariz enrojecida y sus ojos hinchados y se puso presentable o, al menos, se acicaló lo mejor que pudo. Sabía que no era el mejor momento. Estaba aterrada y hecha polvo. A juzgar por lo que Bob le había escrito, él no se sentía mucho mejor. Pero el momento ideal no llegaría nunca, no mientras siguiera esperándolo. En ocasiones, en la vida aparecían nuevos umbrales que había que traspasar siempre que se pudiese, porque esa era la única manera de saber qué aguardaba al otro lado.

Una vez que decidió que ya no podría arreglarse más, regresó a la habitación, besó las manos de su marido y las llevó a la cama. Cuando se desnudó y se introdujo bajo las sábanas, las manos de Bob titubearon y mostraron de pronto una timidez que casi resultaba entrañable; seguidamente se introdujeron también en el lecho y tantearon la oscuridad hasta colocarse al lado de Rebecca, tras lo que una subió al norte y otra bajó al sur. Entre el frufrú de las sábanas, Rebecca decidió realizar un último análisis de la situación y pensó en lo afortunada que era, después de todo, porque Bob hubiera regresado en forma de dos manos en lugar de un inútil trozo de carne guardado en una caja hermética de plata. En lo mucho que todavía les quedaba.

Cerró los ojos, entró en calor y dejó que su marido la amara.