—Pensaba que sería más pequeña —dijo Yang.

El alcalde le miró extrañado.

—¿Le parece grande, inspector Yang? En esta época del año hay menos personas que de costumbre. Y aún faltan los pescadores. A estas horas están afuera faenando.

Yang se dio la vuelta. Echó la colilla a un charco de la marea. Nadie lo notaría. La playa ya estaba llena de basura. Basura y botes desfondados.

—Menuda suerte. Esto me llevará mucho tiempo.

—Así es la vida —repuso filosóficamente el alcalde—. ¿Tiene otro cigarrillo?

Caminaron de vuelta a los coches. Ninguno tenía buen aspecto. A medida que iba acumulando años el auto de Yang era asignado a funcionarios de cada vez menor categoría, mientras que al vehículo del alcalde le habían arrancado los asientos de atrás a fin de ampliar el maletero. Para el contrabando, pensó Yang distraído.

La administración civil se reducía a siete cabañas de chapa ondulada y planchas de aglomerado zarandeadas por el viento. En la que ocupaba el alcalde hervía una tetera encima del hornillo. Montones de legajos amenazaban con hacer colapsar las estanterías.

—¿No tienen policía local? ¿Alguien que me ayude?

—Lo lamento, inspector Yang, el presupuesto que tenemos apenas basta para darnos de comer. Es una región pobre, ¿sabe?, nunca hemos llegado a recuperarnos del todo de la ocupación vietnamita. Algunas veces viene un regimiento del ejército y se acuartela aquí cerca. Pero ellos prefieren ocuparse de sus asuntos.

«Y esperas que yo haga lo mismo —se dijo Yang—. Que resuelva el problema y me vaya, sin entrometerme en vuestros sórdidos trapicheos».

—¿Y un censo? ¿Tiene un mapa de la ciudad?

El alcalde vertió el agua caliente en dos tazas desparejadas. La habitación se llenó de vapor. Cuando se hubo aclarado, el hombre echó sendas bolsitas de té en las tazas.

—La ciudad cambia cada día, aunque puedo señalarle algunos barcos que suelen ocupar los mismos sitios. Hay un censo del año 28, pero ya no vale para nada. Es lo único de lo que disponemos, inspector Yang. El prefecto nos exige actualizaciones cada año y tenemos que inventárnoslas. La gente no colabora.

—Será difícil, alcalde Chen.

—Sí, por eso pedimos ayuda. Nosotros solos no podemos hacer nada.

Yang sorbió su té. En la ventana las embarcaciones atracadas ocupaban la bahía desde la playa hasta el espumoso horizonte. Junto al porche, extendido a unos pasos del muelle, giraba un torbellino de desperdicios. Era un día gris y torpe. Ideal para quedarse en la cama.

—Esto es una desgracia para mí —gruñó—. Acabo de casarme.

—¿A su edad? —exclamó sorprendido el alcalde. La mirada furiosa de Yang hizo que bajara la suya—. Quiero decir que ha tenido mucha fortuna. Cuesta mucho encontrar a una chica decente en estos tiempos.

—Ella es birmana —explicó Yang, preguntándose al mismo tiempo por qué sentía la necesidad de hacerlo—. Vino hace un mes. Nos casamos el sábado.

—Ah, sí, he oído que ahora las traen de allá. También es una buena solución. Una solución excelente. Déjeme que saque unas copas y brindemos. Una boda es siempre una gran noticia. Una magnífica noticia.

Yang aceptó el licor. Fuerte y aromático. Aquella botella debía de proceder del porcentaje que el alcalde aceptaba a cambio de hacer la vista gorda, o quizá de uno de los cargamentos que él mismo enviaba al interior.

Dedicó una hora a hojear los documentos que había en la oficina. Inútiles. La ciudad ni siquiera tenía un nombre. Había crecido como una mala hierba aprovechando que nadie miraba.

Cuando se cansó pidió al alcalde que le acompañase al muelle. La borrasca agitaba a los barcos como si tratara de sacudirles el polvo. Superpuesta al rumor del oleaje consiguió escuchar la regañina de una madre a sus hijos. Un chico pasó junto a ellos haciendo reverencias y bajó por la escalerilla. Había un fueraborda amarrado debajo de la pasarela. El chico arrancó el motor.

—Es mi secretario —dijo su acompañante—. Es mongol. Un auténtico jinete de las estepas.

—Está un poco lejos de casa, ¿no cree?

—¿Y quién no está lejos de casa en estos tiempos? —repuso el alcalde.

La barca era larga. Estrecha. Yang se acomodó de la mejor manera que pudo. Unos altavoces lejanos escupían empalagosas baladas que lamentaban el amor perdido.

Su primera impresión fue de caos absoluto. Los sampanes alternaban con deteriorados yates de recreo. Había mercantes herrumbrados que difícilmente soportarían nuevas travesías y multitud de balsas cubiertas por lonas alquitranadas. En la distancia distinguió un conjunto de palafitos y destellos de alambres de espino. Y barcos grandes, enormes. Cargueros. El agua tenía una película de grasa por encima. De vez en cuando una gaviota la rompía a la caza de un resto a la deriva vagamente comestible.

—Aquí abandonaron muchos barcos durante la Gran Guerra, hasta que a los refugiados se les ocurrió ocuparlos. Fíjese en todo lo que hay. Y se supone que yo soy el alcalde. Vaya broma, ¿eh?

Se detuvieron al lado de un viejo pesquero. El casco había sido pintado y repintado en diversas ocasiones, pero la corrosión seguía ganando terreno. El secretario lanzó un silbido agudo y prolongado. Una mujer se asomó por la cubierta. Les tiró una escala de cuerda y los tres hombres ascendieron uno detrás de otro. El alcalde y su secretario con facilidad. Yang, en cambio, subió despacio, quejándose continuamente de su lumbago. Estaba mareado. Notaba el congee del desayuno dando vueltas en su estómago, amargo y pesado.

La cubierta estaba repleta de cajones y canastas en las que vivían una docena larga de gatos famélicos. El alcalde pidió a la mujer que les condujera enseguida al escenario del crimen. Ella le ignoró. Sin embargo a Yang le hizo caso enseguida. Sería el porte del traje comprado por correo o el bulto impertinente del arma.

La escalera olía a verduras hervidas. Las paredes eran un puro encaje de pintadas, la mayoría obscenas. Los camarotes originales, la bodega y la sala de máquinas habían sido vaciados y divididos con biombos. Cada cubículo tenía el tamaño justo para que una familia pudiera dormir apretándose en el suelo.

Antes de que la mujer se la señalase, Yang supo cuál era la habitación. Había aprendido a reconocer el perfume de la muerte durante los años de servicio. Unas pocas moscas patinaban en las manchas de las esteras y el biombo. Había una lámina colgada en la que agitaba las caderas una famosa cantante de la década anterior. Unas gotas de sangre salpicadas adornaban el cuello de la joven como un collar barato.

—¿Dónde está el cadáver?

El alcalde repitió la pregunta a la mujer. Transmitió la respuesta a Yang encogiéndose de hombros, como si confirmara el desprecio que sentía desde antiguo por aquellas personas.

—Lo tiraron al mar.

—¿Cómo dice?

—Ya ve. Dice que olía mal.

—Mierda.

La vivienda era tan reducida que podía examinarse casi de un único vistazo. No había huellas de proyectiles en las paredes. La disposición de las salpicaduras sugería más bien una cuchillada en una arteria importante. Probablemente la yugular. Sacó unas fotos de las paredes y las envió al laboratorio con la esperanza de que el forense aceptase examinarlas en uno de sus ratos libres. El arcón con las pertenencias del muerto había sido forzado. Revolvió basura inútil y harapos. Comprobó el interior por si había un doble fondo. Nada.

—Parece un vulgar robo.

—Si fuera un simple robo ni siquiera nos hubieran avisado, inspector Yang. Estos han visto u oído algo que se sale de lo corriente y están asustados. Pero descuide, seguirán mudos como estatuas. Si se le ocurre interrogarles, apuesto a que todos los del barco dirán que habían salido a visitar a unos parientes precisamente esa noche.

—Es el cuarto homicidio en quince días —intervino el secretario—. Muy extraño.

Yang asintió.

—Pregunte a la mujer dónde está la familia del difunto. Habla un dialecto gàn demasiado cerrado para mí.

La mujer escuchó con cara de concentración. La respuesta fue tan escueta que Yang se quedó esperando a que continuara. No lo hizo.

—Dice que vivía solo.

—Qué estúpida —repuso el alcalde—. Aquí nadie vive solo.

—Pues ella dice que vivía solo. Desde luego el cuarto se ve bastante desahogado.

—Entonces es peor todavía.

—¿Por qué?

—Porque debía de ser el soldado de a bordo. El protector del barco, el que impone el orden. A esos no los matan por casualidad.

—Un ajuste de cuentas —sugirió Yang—. ¿Hay bandas organizadas en la ciudad?

—Al menos cien —dijo el alcalde—. Que yo conozca. Cada embarcación grande tiene su propia tríada, aunque normalmente no se enfrentan entre sí, salvo que sea por un asunto importante.

Yang dejó al alcalde con la palabra en la boca. Había distinguido detrás del arcón un parche de brea taponando una vieja vía de agua. Una sección del parche estaba ligeramente levantada y se arrodilló para meter los dedos por la hendidura. Al otro lado había un hueco de las dimensiones de una pelota de tenis que alguien había perforado en la brea. Con mucho esfuerzo logró introducir cuatro dedos y agarrar los tesoros que guardaba. Sacarlos le costó otra ración de sudores y varias rozaduras en la muñeca. Se levantó con una sonrisa de satisfacción. «Sigo teniendo bien afilada la vista», pensó.

—¿Qué ha encontrado?

Uno de los objetos era una pistola minúscula. Yang había visto unas cuantas en su época, antes de que pasaran de moda. Podían disparar una única bala y cabían en la boca. No pudo reconocer el otro objeto. Era una bola broncínea, pequeña. Tenía el tacto suave. Pesaba bastante.

—Consíganme una bolsa limpia. Me los llevo.

—Es raro que los asesinos no descubrieran el escondrijo.

—Tendrían prisa. Los criminales suelen tenerla. ¿Cree que valdrá la pena interrogar a los posibles testigos?

—Ya se lo he dicho, inspector Yang. Sería una pérdida de tiempo. Una completa pérdida de tiempo. A no ser que les ofrezcamos unos yuanes. Entonces sí hablarán.

—¿Usted los tiene?

—¿Yo? Ojalá tuviera. Pensaba que…

—No nos dan fondos para ofrecer recompensas. —Iba a decir que en su ciudad los policías solían recibir sobornos, no repartirlos, pero se contuvo—. Mejor nos vamos. Quiero estudiar estas pruebas con calma.

El viento había arreciado. Yang tembló imaginando la vuelta a los barracones. Seguía mareado y el viaje desde la capital de la prefectura había sido duro. Miró la acumulación de mástiles, velas, cuerdas de tender cargadas de ropa, que le rodeaban por todas partes. Y en lontananza la presencia remota de la orilla. Volvió a preguntarse por qué el comisario Zhang le había elegido para llevar el caso. No recordaba haberle ofendido tan gravemente para merecer un castigo de este calibre.

El secretario permanecía de pie apoyado en el coche, con los brazos cruzados. Debía de haber poco trabajo que hacer. Yang marcó el número. Al cabo de un minuto Maaja apareció entre la estática que cruzaba la pantalla.

—¿Cómo estás?

Daba igual la fórmula que escogiera para iniciar la conversación. El desarrollo siempre era el mismo. Maaja comenzaba a hablar aceleradamente en birmano, intercalando las pocas frases en mandarín que había aprendido, de modo que el señor Yang pudiera hacerse una remota idea de qué demonios estaba diciendo. Después se callaba de golpe. Ya había dicho lo que tenía que decir.

—Muy bien. Adiós. Volveré a llamarte en cuanto pueda.

Regresó deprimido al coche. Había que darle tiempo al tiempo. Era demasiado pronto.

—¿Conoces algún sitio en la ciudad donde pudiera quedarme a dormir?

—¿No está a gusto en la casa del alcalde?

—No me respondas con otra pregunta. ¿Lo conoces o no?

La verdad es que estaba harto de la cama plegable. El colchón estaba desgarrado y los muelles asomaban por varios sitios. Además, las digestiones del alcalde eran complicadas y sus ronquidos insoportables.

—Hay una viuda que vive sola. Quizá acepte un inquilino. Pero no sé si le conviene. El tiempo está muy raro.

—Sobreviviré. Estoy seguro de que vivir en la ciudad sería una gran ayuda para la investigación.

Llevaba una semana trabajando y los resultados brillaban por su ausencia. Cada tarde iban a uno de los barcos en los que se había producido un homicidio. Las pruebas se habían esfumado. Los testigos se contradecían entre sí o callaban. En la bañera de uno de ellos encontraron a una muchacha borrando con denuedo las últimas pistas que podrían haberle sido de utilidad. «Soy la encargada de limpiar», explicó indignada cuando la reprendieron. Necesitaba cambiar de sistema. Necesitaba contactos, ponerse al alcance de los soplones que nunca faltaban en estos casos. En la brigada exigirían pronto un informe.

El secretario le devolvió a la explanada para que recogiera sus cosas y de allí fueron al embarcadero. Había anochecido, y por la noche volvían los pescadores. Un nuevo barrio se acurrucaba en las afueras de la bahía. Junto al petrolero abandonado las luces dibujaban un dragón de fuego que se apagaría poco antes del alba. Entonces Yang tenía la sensación de estar surcando una metrópolis de verdad. Una metrópolis con sus calles y sus avenidas. Con plazas y parques de algas. Los cascos de las embarcaciones parecían ballenas dormidas. Las ristras de bombillas reflejaban en el agua líneas incandescentes que ellos seccionaban al pasar. Iban los tres en la lancha. El alcalde no había puesto ninguna objeción a que el inspector se mudara. Debía de estar tan cansado de Yang como Yang de él.

El barco era un velero de buen tamaño que había cambiado las velas y los mástiles por paneles solares y antenas parabólicas. Mientras subían por la escala de cuerda repicaron los cascabeles cosidos a los cabos. Se abrió la puerta y salió una mujer de mediana edad que tenía rasgos occidentales. A pesar de la baja temperatura solo llevaba puesta una bata de fantasía.

—Vas a volverme sorda con esos silbidos tuyos —dijo, dirigiéndose al secretario. Reconoció enseguida al alcalde, pero a Yang le estudió detenidamente—. ¿A qué venís? Es tarde.

—Buenas noches, Eileen. El señor necesita alojamiento y sabemos que tienes espacio de sobra. ¿Te importa que se quede unas semanas?

—Sí que me importa. ¿Por qué iba a hacerle yo ese favor?

Yang iba a mencionar el alquiler que estaba dispuesto a pagar, pero el alcalde le retuvo con la mano.

—Vamos, Eileen. El inspector está realizando una importante investigación. Seguro que quieres ayudar.

Yang captó un leve tono de amenaza en el comentario. La mujer pareció darse por enterada.

—¿También he de ocuparme yo de su comida?

—Descuida, el inspector Yang pagará los gastos que ocasione.

Se despidieron con unos maquinales apretones de manos. Cogió la bolsa de deporte con sus pertenencias y acompañó abajo a la mujer. Había un saloncito con una mesa y sillas, y una diminuta cocina adosada. El aroma del ramen instantáneo era un cambio bienvenido respecto al olor a bolsitas de té usadas que impregnaba cada rincón de la chabola del alcalde. En la pared había colgados unos hologramas temblorosos que mostraban panorámicas de los jardines más famosos de Suzhou. Los restantes cuartos estaban separados por cortinas traslúcidas. Distinguió una cama revuelta, una mesilla cubierta de botellas de perfume y unas cajas medio tapadas con mantas, al fondo.

—Siéntese —dijo ella señalando una silla—. ¿Va a cenar?

—Sí, gracias.

La mujer retiró la cazuela del hornillo. Mientras sacaba los platos comentó con fingida indiferencia:

—He oído que le llamaban inspector.

—Lo soy. Me han enviado de la prefectura para investigar los recientes homicidios.

—Es verdad, últimamente matan a más gente que de costumbre —reconoció ella—. Lo que me extraña es que a ese puerco del alcalde le preocupe el asunto. Normalmente se limita a anotar el nombre del muerto y volver a su cuchitril a dormir la siesta. —Colocó dos platos sobre la mesa—. Tenga, es poco pero tendrá que conformarse. Había preparado cena para uno.

Comieron en silencio. La mujer miraba alternativamente los calendarios y sus uñas, evitando mirar a Yang a la cara. Llevaba muy poco maquillaje. A aquellas horas ya no tenía ningún interés en disimular su verdadera edad.

Recogió los platos y echó los cubiertos en el atestado fregadero. Yang trató de ayudar, pero ella le hizo desistir con un gesto de la mano. Tenía razón. La ración había sido escasa. Yang se puso enseguida a escarbar entre los dientes con un palillo en busca de una partícula extra de alimento.

Eileen pasó a través de las cortinas y regresó con un colchón inflable completamente deshinchado. Desplazaron la mesa donde habían comido, la mujer le entregó un fuelle. Le indicó dónde había que insertarlo. Volvió a salir. Esta vez llevó un cubo para que Yang se apañara durante la noche.

—Después de usarlo tírelo por la borda. No quiero malos olores en mi casa.

Asintió como un niño pillado en falta. El esfuerzo de hinchar el colchón le había hecho sudar. Su piel, de por sí amarillenta, parecía cera medio derretida.

—¿Puedo preguntarle a qué se dedica, señorita…?

—Eileen. Me llamo Eileen Huei.

—Encantado de conocerla. Yo soy el inspector Yang.

—El placer es mío. ¿Y por qué quiere saber a qué me dedico?

—Bueno, si voy a vivir aquí me gustaría saber sobre qué tipo de asuntos tendré que hacerme el desentendido.

La mujer sonrió. Abrió un cajón y sacó un edredón y unas sábanas remendadas.

—Tenga, se las compré a la familia de un pescador que murió de cirrosis y aún huelen a pis de borracho. Le servirán, si no es demasiado escrupuloso. En lo referente a mis actividades, descuide, no hago nada serio. A veces ayudo a pasar contrabando, a veces compro objetos robados y los revendo, y a veces me prostituyo, depende de la demanda que haya.

Contempló a Yang como si le desafiara a echarle algo en cara.

—¿Le parece bien o piensa detenerme?

—Me parece bien, mientras procure hacerlo a mis espaldas.

—Lo haré como quiera, pero descuide, seré discreta. Por cierto, ¿tiene pistola?

—Sí, claro.

—Lástima. Podría haberle conseguido una a cambio de una comisión. Cuando termine con el caso avíseme si decide vender su arma.

—A mis superiores no les gustaría.

—Pues diga que se le ha caído al mar. Es lo que suelen hacer los militares que vienen por aquí. Después de pasar un rato con una chica, a todos se les cae el fusil al agua.

Eileen fue hacia el interior del barco. Apagaba las velas a su paso. Yang se quitó la chaqueta y los zapatos y se echó en el colchón. Las sábanas apestaban. Las echó a un lado pero conservó el edredón.

Cerró los ojos. Lejos de acunarle, el balanceo del barco le hacía sentirse inseguro. El oleaje golpeteaba el casco, chasqueando sin cesar. Pasaron varias lanchas remolcando estelas de música y risas. Una fiesta nocturna. Abrió los ojos. A través de los ojos de buey la luna llena proyectaba sombras meciéndose en el techo.

«¿Habré acertado? —se preguntó Yang—. ¿Servirá esto de algo?».

Los fueraborda hicieron otra pasada cercana y el velero se balanceó empujado por las olas que levantaban. En el dormitorio Eileen gruñó. Ella también tenía problemas para conciliar el sueño.

El desayuno consistió en una pastilla de algas prensadas y unos arenques. Yang se cambió de camisa y comprobó el estado de la pistola y la munición. Para las siguientes noches había previsto utilizar pantalones cortos y camiseta. Acostarse vestido había sido una equivocación. Tenía el pantalón arrugado y la chaqueta hecha un guiñapo. Eileen sugirió una visita a una lavandera cercana, pero Yang rechazó la proposición. No podía permitírselo.

—¿Qué piensa hacer?

—Con franqueza, no lo sé. Debería interrogar a la gente.

—¿No lo ha hecho ya?

—En ocasiones es bueno insistir. La gente recuerda cosas de repente, o se atreve a contar cosas que antes no se atrevía.

Eileen se había arreglado concienzudamente y en el proceso su aspecto había rejuvenecido una década, casi dos. Llevaba un traje de chaqueta bien cortado, un bolso grande de charol. Se había puesto sandalias de tacón a pesar de que con ellas tenía problemas para caminar por el barco.

—Necesitará un transporte.

—Sí, lo necesitaré.

—Con el presupuesto del que dispone va a tener problemas para conseguir uno —aseguró ella—. Si hablo con mis vecinos es posible que le presten una barca y a uno de sus hijos para que le lleve.

—¿Me harían ese favor?

—A usted no. A mí. Ya pensaré en la forma de que me lo pague, y descuide que se me ocurrirá alguna.

Subieron a la cubierta. Durante la mañana el sol había reventado las costuras de la borrasca. Las embarcaciones parecían castillos a la deriva, entre regueros de escamas de plata.

Anclado junto al velero había un sampán de juncos. Una mujer encorvada hervía agua en dos calderos de hierro. En uno asomaban brevemente cabezas de pescado y tallos de verduras. En el otro bailaban prendas de vestir. La adolescente que la ayudaba había dejado volar su melena al viento. Ambas vestían con sencillez, pero la muchacha llevaba puesta una pulsera ancha y colorida con la que trataba de distinguirse.

Eileen se asomó a los restos de la barandilla e intercambió a gritos unas palabras con la mujer. Esta inclinó la cabeza vigorosamente. Bajó a la bodega, regresando enseguida con un segundo adolescente, varón, con el pelo rapado al cero como un bonzo.

—¿Qué ha dicho? No he entendido nada.

—Es un dialecto de las montañas. Ellos eran de allí. Le he preguntado si nos prestaba al inútil de su hijo mediano y se ha mostrado encantada. Ellos son budistas, buena gente, pero el chico anda con malas compañías. Necesita enderezarse.

Dejó caer una escalerilla por el costado del barco. El chico había desaparecido. Volvió a manifestarse rodeando perezosamente el sampán a bordo de una barquichuela.

—Se llama Pan. Es un poco lento, como suele ocurrir con los que son del signo de la Cabra, pero al final uno consigue de él lo que quiere. Entiende el mandarín aunque no lo habla, así que no gaste saliva intentando tirarle de la lengua. Ah, y la gasolina corre por su cuenta.

La madre dio unos últimos consejos al chaval. Luego se dirigió a Eileen para vocearle un resumen de las novedades más jugosas del vecindario. Por las variaciones de su rostro el inspector iba deduciendo la naturaleza de los sucesos. Supuso que la sonrisa y los ojos chispeantes correspondían a cotilleos, a reseñas de bodas y nacimientos. Y la expresión seria, apesadumbrada, a fallecimientos, accidentes y contrariedades varias. Eileen escuchaba con una atención que podía ser simulada o verídica, era difícil desentrañarla, hasta que una de las novedades le hizo dar un respingo de sorpresa. Detuvo con un gesto de la mano el torrente de noticias y se volvió hacia Yang.

—Ha habido otro crimen esta noche —explicó—. Bastante serio, según parece.

—¿Dónde? ¿Cerca de aquí?

—Sí. En el mercado de mariscos. Es extraño. Por las noches suele estar vacío.

—En ese caso será mejor que vaya para allá enseguida. Si no me doy prisa acabarán destruyendo las pistas, como siempre.

Bajó por la escala de gato, y en su apresuramiento a punto estuvo de fallar un peldaño y caer. La oscilación que produjo al saltar dentro del bote hizo que entrara el agua y le empapara los zapatos.

Instruyó a Pan para que se dirigiera al mercado de mariscos, fuera lo que fuese, mientras se sacaba los calcetines para escurrirlos a fondo. La barca abandonó las hileras de embarcaciones fondeadas en paralelo y entró en un espacio ancho, una autopista del mar, llena de botes y lanchas desplazándose entre los buques que la flanqueaban. Algún bajel de mayor porte, un junco con las velas desplegadas, se inmiscuía en el tráfico ligero como un exótico visitante, un camión entre utilitarios. Una niebla de gotas de agua suspendidas en el aire acompañaba el tránsito veloz de las lanchas. Gruesas barras de espuma señalaban de dónde venían, adónde iban, encontrándose como efímeras líneas de Nazca.

Ellos iban despacio. El motor rateaba incansable, asegurado al casco mediante lazadas de alambre. La brisa golpeaba el rostro del inspector haciéndole desear las vacaciones que todavía estaba pendiente de disfrutar. La televisión hablaba continuamente de las ciudades de veraneo que se estaban construyendo en Haikou; quizá fuera buena idea llevar allí a Maaja. Se imaginó a sí mismo en una playa, tendido en una hamaca, con ella a su lado, vestida con un bañador minúsculo y protegiéndose del sol con una sombrilla, sintiendo que, para variar, estaba disfrutando de la vida. Por desgracia la adquisición de Maaja había agotado sus ahorros. Cumplir aquel sueño había supuesto cerrarle el paso a todos los demás.

Pan dirigió la proa hacia un barco portacontenedores que superaba de largo el tamaño de sus acompañantes. No hacía falta ser un experto para darse cuenta de que aquel era el centro de la actividad en la zona. Docenas de escalas y de cuerdas de nudos suspendidas de los bordes de la cubierta, como lianas en un templo devorado por la selva, por las que subían y bajaban fardos y personas. Calculó que habría al menos cincuenta embarcaciones menores rodeando al mercante. Venían, entregaban o compraban mercancías y se iban, siendo inmediatamente reemplazadas por otros barcos.

Penetraron en la sombra flexible del paquebote y Pan arrimó la barca a una escala desocupada. Yang le pidió que esperase cerca y se dispuso a hacer de tripas corazón. A media subida le ardían las palmas de las manos y tenía las rodillas doloridas de golpearse repetidamente contra las cuadernas. Miraba con envidia a los jóvenes que ascendían como monos y bajaban con idéntica celeridad. Estaban acostumbrados; esos eran los ascensores y las escaleras del mundo en el que habían crecido. Para el inspector la prueba era mucho más formidable. Llegó arriba rendido, sudando, notando cómo germinaba en sus brazos una futura cosecha de agujetas.

Cuando recuperó el aliento se puso en pie. Nadie se fijaba en él, y por lo tanto estaba a salvo del menoscabo a su autoridad que suponía la estampa que acababa de ofrecer, arrodillado y jadeante. La gente estaba ocupada. La cubierta principal había sido despojada de todo lo que estorbaba, incluso las barandillas, para obtener una superficie abierta en la que las únicas divisiones nacían de la diversidad de mercancías expuestas y de los grupos reunidos para regatear por ellas. Echó un vistazo por encima de algunos hombros. En las cajas de polietileno se hacinaban langostas y cangrejos, erizos de mar, gambas y pulpos. La mayor parte seguían con vida. Niños apostados junto a los vendedores asumían la labor callada, tenaz, de remojar periódicamente la fauna inquieta de las cajas y devolver al redil a los revoltosos que lograban escapar.

A pesar de los desvelos de los niños había montones de cangrejos correteando en el suelo. Sus posibilidades de sobrevivir dependían de que fueran capaces de alcanzar una de las grietas en la cubierta. Si no era así, ora un pie, ora una mano codiciosa, se encargarían de parar en seco su carrera.

Yang consiguió llegar al otro lado de la aglomeración sin aplastar ninguno. Tenía ganas de quitarse la chaqueta. El traje, confeccionado en Jiangsu, era excesivamente caluroso para esa época del año. Pero no podía quitárselo. Si lo hacía iba a dejar al descubierto la pistolera y las medias lunas que sus sudadas axilas habían bosquejado en la camisa. Entre los comerciantes que vociferaban y se amenazaban en caso de no subir el precio de compra o bajar el de venta apenas habría importado. Sin embargo ya no estaba entre ellos. Aunque la plataforma estaba dedicada en sus tres cuartas partes a soportar los ajetreos y explicaciones de los vendedores, había una porción reservada a unos privilegiados. Estaban sentados en mesitas plegables, apuntando pedidos y haciendo cuentas en anticuadas libretas de anillas, o jugando al mah-jong. Todos rebasaban los sesenta años. Se habían dejado crecer las barbas hasta parecerse a los malvados mandarines de las películas de artes marciales. O iban escrupulosamente afeitados, con camisas limpias, recién planchadas. Llevaban los dedos cuajados de anillos con los que evidenciar su poder y su riqueza, aunque no había ostentación que pudiera superar al simple hecho de disponer de espacio de sobra cuando nadie más lo tenía. Eran los dueños secretos de cuanto sucedía, los beneficiarios de cada yuan ganado y los acreedores de cada yuan perdido. Y no estaban obligados a hacer nada para demostrarlo, excepto retirarse a unos pasos, abrir las mesas plegables, y jugar tranquilamente.

«¿Debería enseñar la acreditación?», dudó al acercarse.

Se ajustó la corbata. Los patriarcas discutían amablemente sobre porcentajes y ventas. Cuando conseguían acordar una transacción paraban un momento el juego, dejaban a un lado las fichas, cogían los lápices colocados junto a las libretas y añadían una línea, unas cifras, al balance de la mañana. Apenas utilizaban roñosas calculadoras para ayudarse, no vio ninguna de las terminales plegables que eran omnipresentes en las grandes ciudades. Detrás, alineados en la proa, había cuatro cuerpos cubiertos por lonas impermeables del tipo que usan los marineros para protegerse de la lluvia.

Dio su nombre y su rango en voz alta. Uno de los viejos arrojó una ficha de plástico a la mesa y le miró burlonamente. Otro le imitó enseguida. Intercambiaron chanzas impregnadas de aquel pesado acento sureño y siguieron jugando.

El inspector repitió la operación. Esta vez consiguió ser atendido.

—¿Ha venido por ellos? —preguntó un hombre que llevaba la cabeza tan rasurada como las mejillas. Su piel brillaba al sol, atesorando manchas de luz que olían a masaje para después del afeitado—. No merece la pena. Las gaviotas sacarán mejor partido que usted.

—Tengo que investigar. Es mi trabajo. ¿Alguno de ustedes sabe lo que ha ocurrido?

—Buscaban cosas que no debían buscar —explicó un segundo anciano—, en lugares a los que no debían ir. De modo que al final consiguieron lo que se merecían. ¿Entiende lo que le digo?

—No me aclara mucho.

—¿Y qué quiere que le aclare? Yo no estaba aquí anoche. Ni mis amigos. De noche dormimos, ¿sabe? Y de día hacemos negocios. Ellos ya estaban cuando hemos venido hoy. En el mismo sitio en el que están ahora, se lo puedo asegurar. Les echamos unas lonas encima para que no distrajeran a los compradores. Y en cuanto anochezca los cuatro irán a parar al mar. Sí, señor, al mar, con los demás muertos.

Escupió tres veces al suelo para ahuyentar la mala suerte y luego miró desafiantemente al inspector.

—¿Y ninguno de ustedes sospecha por qué les han matado?

—¿Acaso no se lo he dicho? Querrían robar. Los ladrones se han vuelto muy numerosos hoy en día. Los jóvenes no tienen paciencia y tampoco quieren trabajar. Empiezan con robos sin importancia hasta que se vuelven atrevidos e intentan meter los dedos en un bolsillo bien lleno. Ocurre a menudo, y el resultado siempre es el mismo.

El inspector desistió de insistir. Los patriarcas seguirían contestando con evasivas hasta que se cansaran y entonces simplemente le ignorarían. Se despidió de ellos con una inclinación de cabeza y caminó hacia los cadáveres. Apenas había que dar unos pasos. Sin embargo la distancia real parecía mucho mayor que la física. Gruesos muros de silencio e indolencia separaban aquel rincón del resto de la cubierta.

Levantó una lona. El chico era un crío. Después de llenarle el pecho de plomo su asesino se había tomado la molestia de rematarlo con un tiro de gracia entre las cejas. El agujero contemplaba el cielo como un tercer ojo de comisuras ennegrecidas.

Ninguno de los fallecidos debía de superar los dieciocho años. Y los cuatro habían recibido un tratamiento parejo: acribillados primero, rematados después con un disparo en la cabeza. Llevaban prendas deportivas, imitaciones de marcas occidentales, caras. Tenían en manos y muñecas las marcas blancuzcas de los anillos, relojes y brazaletes que les habían quitado, los lóbulos desgarrados colgaban de unas orejas súbitamente deshabitadas. Los fondillos de los pantalones solo contenían amuletos hechos a mano, horóscopos en miniatura y hojas impresas con predicciones incumplidas. Nada de dinero. A juzgar por la abundancia de corchetes arrancados de un tirón habían sido desvalijados apresuradamente. Quizá no fueran los asesinos los desvalijadores. Quizá fueran personas que los habían encontrado luego y aprovecharon la oportunidad. Tampoco tenían armas, pero sí encontró pistoleras vacías, disimuladas entre la ropa, fundas de cuero sin los cuchillos que las habían ocupado.

Carecían de cualquier tipo de documentación. No lo atribuyó al saqueo posterior a su muerte. La ciudad funcionaba como un estado independiente, y proporcionar a sus habitantes algún documento que los identificase no se encontraba entre los servicios que ofrecía. El alcalde fabricaba artesanalmente unas cédulas de identidad con su chirriante impresora, cuando se enteraba del nacimiento de un niño, pero por lo general los padres no se tomaban la molestia de conservarlas.

Yang desnudó torpemente a los chicos. Cuerpos rígidos, córneas opacas. Debían de llevar muertos al menos doce horas. Grabó un vídeo con su teléfono, caminando alrededor para filmar los cadáveres desde varios ángulos. Luego probó con la utilidad de reconocimiento de rostros, sin resultado. Se le ocurrió darse la vuelta y probar con los viejos. Solo dos de ellos fueron reconocidos por el programa. Tenían antecedentes en Shangai. Extorsión y proxenetismo a pequeña escala. Parecían haber progresado bastante desde entonces.

Decidió volver a probar suerte. Su visita había alegrado a los patriarcas. Sonreían mientras celebraban los comentarios maliciosos que iban haciendo por turnos, en otro de esos dialectos desconocidos para el inspector.

—¿Saben quiénes eran? —preguntó en mandarín.

—Ladrones.

—Tendrían un nombre. Vivirían en alguna parte.

—No eran de por aquí —aseguró el anciano de la calva brillante. Yang pensó que debía de aplicarse cera para suelos cada mañana—. Si los familiares vienen a reclamarlos lo sabremos. De lo contrario…

—¿Y esto? ¿Saben lo que es?

Mostró la bola que había encontrado escondida en el escenario del primer crimen. A primera vista no tenía nada de particular, excepto su elevado peso, pero debía tener cierto valor para que la hubieran guardado con tanto esmero.

Los ancianos negaron todos a una con la cabeza. Sin embargo Yang notó que en sus ojos relumbraba la sorpresa o la codicia. Sí, era evidente, la bola era valiosa. Por desgracia aún desconocía el motivo.

El inspector se retiró con un gruñido. Por decencia volvió a tapar con la lona a los chicos, ocultando los tatuajes que empedraban los cuerpos. Tatuajes contra el mal de ojo, tatuajes contra las puñaladas, tatuajes contra las emboscadas y tatuajes contra las enfermedades venéreas. Tatuajes en las piernas para hacerlas veloces y tatuajes en el pecho para desviar las balas, estos últimos firmados por botones carmesíes que refrendaban su ineficacia. Yang había conocido a asesinos a sueldo que explicaban la milagrosa suerte de la que disfrutaban enseñando tatuajes similares a aquellos, y la única conclusión que se le ocurría, considerando la escena que tenía delante, era que su autor era un maestro mucho más poderoso que el que había decorado a los chicos muertos.

Se fue de allí sintiendo que los patriarcas le seguían con la mirada. Pensaba aventurarse en el interior del portacontenedores después de haber recorrido su cubierta, pero la entrada a la superestructura estaba protegida por tres hombres corpulentos, mal encarados, con finas camisetas que resaltaban su musculatura, a pesar del frío viento que rizaba la superficie del mar.

—Buenos días —comenzó. Se sentía ridículo. Los tres hombres le aventajaban en centímetros y en kilos. Si había alguna autoridad presente, eran ellos—. Soy inspector de policía y he venido a investigar esas muertes. —Señaló con el pulgar hacia atrás—. ¿Vieron u oyeron algo anoche que pueda estar relacionado con los hechos?

Uno de los tipos examinó su acreditación. Por la forma en que lo hizo Yang supuso que era analfabeto, así que apretó el botón que despertaba una suave voz femenina recitando su nombre completo y su graduación.

—No.

—¿De veras?

—Seguro.

—Bien —dijo. Hizo ademán de ir a pasar entre los tres—. Apártense, por favor. Quiero bajar a echar un vistazo.

Una mano le empujó suavemente hacia atrás. Otra mano le cogió la corbata y la descartó desdeñosamente, como si su sola textura fuera repugnante.

—Media vuelta, hombre.

—Le acabo de decir que soy inspector de policía. Impedirme el paso es un delito.

—Pues deténganos.

Llevaban subfusiles modificados para aceptar munición de 9 mm., como la que había matado a los chicos. No tuvo la menor duda de que un mal movimiento le aseguraría un sitio junto a los ajusticiados. Cinco cuerpos en lugar de cuatro. Cinco zambullidas en el mar a medianoche.

«Esto es muy grande para mí —pensó—. Estoy solo».

Los viejos contemplaban divertidos el enfrentamiento, sin aclarar si eran ellos u otros los que daban órdenes a los matones. La puerta era el umbral de un mundo distinto y el inspector intuyó que los chicos habían sido asesinados allí y llevados luego a la cubierta de intemperie. Sin embargo no tendría la oportunidad de comprobarlo.

—De acuerdo —cedió—. Me voy. Ahora bien, aténganse a las consecuencias.

El trayecto hasta las cuerdas era breve. Bajar fue incluso más difícil de lo que había sido subir. Pan le esperaba abajo, apenas disimulando el deseo de que, tal como parecía que iba a hacer a cada momento, el inspector se soltase de la cuerda. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas logró contrariarle y alcanzar la barca sin una sola mojadura. Se pusieron en marcha, volviendo por un camino distinto al de la ida para evitar el flujo interminable de navíos acercándose al carguero. Desde la distancia, las escalas que se sacudían en el aire le recordaron a Yang los tentáculos de un inmenso cefalópodo, una bestia oculta bajo un caparazón de acero.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó a Pan.

En medio de las aguas había una mancha púrpura, redonda, inexplicable. La barca rozó la orilla y se produjo una reducción patente de la velocidad. El adolescente giró el timón para apartarse de la mancha, y cuando lo consiguió hizo un gesto con la mano para indicar que algo había caído ahí. La mancha era grande. El hedor de los miles de peces que flotaban inertes sobre su superficie disimulaba un aroma más sutil, que sin embargo perturbó a Yang de una forma que no lo había hecho el olor a pescado podrido. Experimentó unas ganas insoportables de volver a casa, a un espacio reconocible, con reglas que él podía entender y aceptar. Pero volver, rendirse, estaba fuera de discusión. Hacerlo daría al comisario la excusa que necesitaba para acabar definitivamente con la carrera de Yang.

—Vámonos, deprisa. Estoy cansado.

Se recostó de la mejor manera posible en el fondo de la barca, utilizando un parcheado salvavidas como almohada. Tras él Pan había abierto la boca para atrapar al vuelo las gotas con las que los salpicaba la hélice.

Cuando volvió al velero se encontró con que Eileen también había regresado. En la mesa donde solían comer se amontonaban unos naipes; los demás jugadores ya se habían ido. Ella estaba sentada en un taburete, aplicándose crema hidratante en la cara. Llevaba un vistoso qipao de seda artificial, sin mangas, con un diseño de dragones enseñando las garras.

—¿Qué tal ha ido? —se interesó ella.

—Muy mal —reconoció Yang—. No he podido investigar todo lo que quisiera.

—¿Por qué?

Yang sacudió la cabeza.

—Estoy convencido de que asesinaron a los jóvenes en las bodegas del barco, pero me han impedido acceder a ellas. Si estuviéramos en la capital esta misma tarde iría allí con un equipo de asalto y ya veríamos si entraba o no. Aquí lo único que puedo hacer es dar media vuelta. Así son las cosas. Y luego me pedirán resultados. ¿Cómo voy a obtenerlos? Es imposible.

—Es un poco pronto para abandonar —dijo Eileen, cerrando el tarro y extendiendo por sus antebrazos la crema que se le había quedado adherida a las manos.

—¿Abandonar? No voy a abandonar, simplemente estoy cansado de tropezar con tantas dificultades.

—¿Y qué esperaba? Esta ciudad se ha organizado sola, a su aire, y nada va a cambiar de repente porque aparezca usted mostrando su placa. Hay niños que no han visto en su vida a un policía, excepto en las películas. ¿Cree que ahora van a mostrarse dispuestos a colaborar? Como mucho le mirarán con curiosidad, como si se encontraran de golpe con un oso panda.

—Son circunstancias extraordinarias. Se han producido varios asesinatos en cadena.

—No es la primera vez.

—Esto no es una pelea entre tríadas. Es otra cosa.

—Quizá. Hemos estado intercambiando cotilleos durante la partida. Los chicos que han muerto eran ladrones. Bastante violentos, por cierto. Seguro que trataron de robar la recaudación del casino y les salió el tiro por la culata.

—¿Ha dicho casino? —se sorprendió el inspector.

—He dicho casino. Ese barco está muy bien aprovechado. Abajo hay un garito de apuestas y unas cuantas máquinas tragaperras y mesas para jugar a los dados y al blackjack. Yo solía ir, hace bastante tiempo. Es un mal sitio. A los piratas les encanta y hay demasiados pescadores borrachos que empiezan a protestar y a tirar sillas al suelo después de perder su dinero en la ruleta. Casi todas las noches se produce algún incidente.

—¿Con muertes?

—Ocasionalmente.

El inspector tomó un largo sorbo de té con expresión pensativa.

—Razón de más para que haga una visita.

—Como cliente podría entrar. Como policía, nunca. Es mejor que ni lo intente.

Sonó su teléfono. Era el subinspector Tian, de la brigada de homicidios. Tendría que haber venido con él, pero el comisario lo había considerado innecesario, lo que significaba que no estaba enojado con Tian, solo con Yang. Subió a la cubierta, donde la cobertura era algo mejor, para dar cuenta de sus minúsculos progresos. Al bajar, la sonrisa irónica de Eileen le indicó que lo había escuchado todo.

—Y si llega a descubrir a los culpables, ¿qué va a hacer? —inquirió—. ¿Arrestarlos usted solo?

—No lo sé. Supongo que avisaré a la Guardia Costera y que ellos se encarguen.

—Hace años que la Guardia Costera no se acerca a la ciudad.

—Entonces que venga la Marina. Me da igual. Cuando resuelva el caso dejará de ser asunto mío.

—O sea, que usted les dirá: «Han sido este y aquel». Y luego se marchará.

—Exacto.

—Entonces hágalo ahora mismo. Invéntese los nombres que le vengan en gana. Nadie acudirá para arrestarlos. El alcalde simplemente quiere apuntarse un tanto ante la prefectura para que le asciendan.

—Eso sería faltar a mi deber.

La mujer optó por servir la cena. Ella apenas cocinaba. Se limitaba a calentar platos precocinados o a comprar la comida en una cantina flotante fondeada cerca del velero. Esa noche el menú era arroz frito y sopa de bolas de pescado. La observó con atención mientras sacaba la comida de la caja de plástico. Eileen era mayor que él, aunque no carecía de atractivo. Se había operado los párpados para parecer occidental; también el nombre sonaba a la occidentalización de un nombre chino, Ailing o uno similar. Y vestía con gusto. Yang había notado que el porcentaje de mujeres jóvenes en la ciudad era reducido: la guerra había recrudecido los problemas ocasionados por la política del hijo único. A las falangmei, incluso teniendo la edad de Eileen, no debía resultarles difícil conseguir clientes. Pero ella nunca los llevaba cuando Yang estaba en el barco.

—Esta mañana vi una mancha extraña en el mar, como un vertido químico —dijo el inspector—. Pan me dio a entender que algo había caído ahí.

—Sí, cayó algo grande hace unas semanas, como un meteorito. Montó un buen jaleo. Estuvo a punto de provocar que zozobraran varias embarcaciones.

—¿Y no ha venido nadie a investigarlo?

—Ya se lo he dicho. Los únicos que vienen son los piratas, para ocultarse o para vender sus botines. Para el gobierno esta parte del país no existe.

Siguieron comiendo en silencio. El cuenco de papel que contenía la sopa estaba reblandecido y Yang tuvo que tener mucho cuidado para no mancharse.

—Quiero enseñarle una cosa —dijo Eileen cuando terminaron de cenar.

Encendió su televisor. Era el único aparato eléctrico que tenía en el barco, junto con el horno de microondas. Susurró unas cuantas órdenes y la pantalla mostró las últimas intervenciones en una red social que Yang desconocía.

—¿Una red social sin censura?

—Exacto. La mantiene un chiflado de los ordenadores desde su yate. Ya lo verá. Es el que está cubierto de antenas.

Vio algunos mensajes referentes a la caída del meteorito. Los rostros pasaban unos detrás de otros, en su mayoría adolescentes excitados para los que cualquier acontecimiento fuera de lo corriente era bienvenido. Mencionaban un objeto semejante a una estrella fugaz que se había estrellado en el mar, levantando grandes olas. Yang dedujo que debía de haber sido bastante pequeño o de lo contrario habría provocado un desastre mucho mayor.

—Y ahora fíjese —continuó Eileen—. Estos mensajes suelen estar encriptados para que solo los puedan ver los destinatarios, pero a este idiota se le olvidó hacerlo. Yo lo descubrí por casualidad.

El chico estaba muy pasado. Tenía problemas para mirar a la microcámara y sus tontas risitas eran propias de alguien que acababa de consumir drogas. Sin embargo lo que hizo que el inspector diera un respingo fue reconocer a uno de los muertos de la cubierta cuando todavía estaba vivo.

—Vamos a hacerlo —decía—. Vamos a hacerlo ya. Nos van a dar mucho dinero si lo sacamos de ahí. Mi tío me ha explicado cómo podemos colarnos. Va a estar chupado.

El mensaje era corto. Yang quiso volver a verlo y pidió a Eileen que congelase la imagen aprovechando que el chico agachaba la cabeza un momento. Señaló el cuartucho que había quedado a la vista.

—¿Lo reconoce?

—Claro. Es un barco shikumen. Los llaman así por las casas que compartían cocina y patio, ¿se acuerda?

—Ya he estado en uno de esos —gruñó el inspector—. Me refiero al barco en concreto.

—¿Está de broma? Hay un centenar y todos son iguales por dentro, ¿cómo voy a saber cuál es?

De todas formas Yang seleccionó la imagen y la grabó en su móvil. Estuvo examinando cada detalle hasta que le dolieron los ojos. Pero al menos descubrió una pista. Hubo una época en la que se tragaba todos los documentales patrióticos producidos por el ejército y el tono de gris del mamparo que se veía al fondo le recordaba al de los buques de la Marina.

—¿Hay algún antiguo barco militar aquí?

—Hay varios. Dragaminas, sobre todo.

El inspector asintió. Luego se quedó mirando a Eileen.

—Una última pregunta —dijo—. ¿Por qué me ayuda?

—¿Y por qué no? —repuso ella—. Como reza el proverbio, los que sufren la misma enfermedad se compadecen mutuamente.

—¿Y cuál es la enfermedad que compartimos?

Eileen hizo una mueca.

—¿No se lo imagina? Es muy simple: los dos estamos ansiosos por largarnos de aquí.

El edredón de algodón acolchado calentaba menos de lo que prometía el fénix bordado en la cara superior. El inspector Yang temblaba debajo, esperando inútilmente entrar en calor. Se había acostado desnudo, encogido, como un niño en el útero materno, tratando de encontrar cierta paz. Los sonidos y el movimiento del velero le aturdían, aquellos crujidos inexplicables, aquel vaivén incesante, a veces adormecedor, a veces insufrible. Era una colección de sensaciones a las que no estaba acostumbrado y a las que no conseguía acostumbrarse. Siempre había vivido en tierra. Ni siquiera podía presumir de haber hecho un crucero por el río Yang Tzé como algunos de sus compañeros. Y además estaba Maaja. Solía llamar a su esposa antes de acostarse y las conversaciones subsiguientes terminaban de minar la moral del inspector. Habían inventado una nueva forma de comunicación. Hablaban y hablaban, sin transmitirse nada en absoluto, ni una sola palabra que tuviera significado o relevancia.

Sin embargo seguía obligándose a llamar todos los días. Aún no estaba preparado para admitir que su único sueño cumplido pudiese suponer otra derrota más.

Oyó un ruido. Había ratas en el barco. Afortunadamente eran pequeñas y tímidas. Estiró las piernas. Sus pies rozaron la bolsa con las pruebas, que guardaba en la cama, y casi al mismo tiempo notaron el contacto tibio de otra piel.

Abrió los ojos creyendo que se trataba de Eileen. Pero no era ella. Había una sombra junto a él, tan inmóvil que dudó que fuera un ser humano. Entonces recogió velozmente el brazo que había metido bajo el edredón. Yang levantó la almohada para coger su pistola. El ladrón había salido corriendo y no quiso disparar en la oscuridad, temiendo herir a Eileen. Echó a correr detrás, completamente desnudo, tiritando de frío. Los peldaños de la escalerilla parecían hechos de hielo; arriba era aún peor. El cielo era negro como una tumba y el mar tenía la apariencia viscosa del alquitrán fundido. Movió la cabeza, desorientado. Finalmente localizó a la sombra saltando por la borda. Un chapoteo, un nadador braceando para alcanzar la lancha que le había llevado. Apuntó con la pistola. Hizo dos disparos seguidos, sin esperanzas de acertar. Lo que quería era asustarles, dejar claro que acosar a Yang podía resultar peligroso. El ladrón subió a la lancha. Echó de menos haber cogido una linterna, pero ya no tenía tiempo de ir a por ella. Los desconocidos encendieron el motor y el inspector solamente llegó a apreciar la estela de blanca espuma que desenvolvían al avanzar, ensanchándose en el agua mientras ellos se alejaban.

—¿Qué sucede? ¿A quién le disparaba?

Eileen se había envuelto en una manta. Ella también tenía los pies descalzos y los levantaba alternativamente para resguardarlos del contacto con el metal helado.

—Ojalá lo supiera —contestó Yang—. Han intentado robarme.

—¿A usted?

—Sí, a mí.

—Pero eso no tiene sentido. Lo lógico es que trataran de robarme a mí.

—Sí que lo tiene —murmuró Yang. La mirada codiciosa de los viejos a los que enseñó la bola volvió a asomarse a sus pensamientos—. Desde luego que lo tiene.

La ciudad tenía sus propias calles, sus avenidas y sus barrios. Los buques de gran tamaño eran sus rascacielos, sus torres de oficinas. Y alrededor de ellos se extendían manzanas y manzanas de viviendas pobres salpicadas de pequeños mercados donde los vecinos compraban los objetos necesarios para la vida diaria. Yang era consciente de que la analogía no era completamente correcta, que no podía comparar aquella aglomeración de barcos ruinosos, destinados mucho tiempo atrás a la chatarra, con las urbes convencionales, simplemente cambiando las bicicletas por juncos y las motos por lanchas rápidas, pero hacerlo le hacía sentirse más cerca de comprender las peculiaridades de la ciudad.

El lugar al que le llevó Pan tras recibir las instrucciones de Eileen estaba separado de las calles principales. Allí había tres dragaminas unidos por pasarelas que sus tripulaciones habían embarrancado voluntariamente durante los últimos días de la Gran Guerra, antes de saltar a tierra y desertar. Ahora estaban habitados por recolectores de nidos de golondrina marina. Los hombres se habían marchado a construir los refugios de madera en los que anidarían las golondrinas al llegar la primavera. Sus familias esperaban a que regresasen, confiando en que no se hubieran gastado todo el dinero que llevaban para vivir durante esas semanas.

Mientras Pan se aproximaba al primer dragaminas Yang cerró cuidadosamente la bolsa con las pruebas y la ató a su cinturón. Había decidido llevarla siempre consigo, para evitar problemas. Se había pasado buena parte de la noche examinando la bola, sin extraer ninguna conclusión. No tenía ningún cierre que permitiera abrirla, al menos ninguno que él hubiera podido detectar. Parecía una simple bala de cañón antigua; solo destacaba por cambiar levemente de color al girarla delante de una fuente de luz.

Subió por la escala que le tiraron. Cualquier elemento que delatase el pasado militar del navío había desaparecido. A cambio había mujeres barriendo la cubierta con escobas de bambú e hileras de orinales puestos a ventilar junto al grueso cilindro de la desaladora. Las mujeres miraron al inspector con desconfianza. Eran de edad indefinible, podían tener veinte o cuarenta años, pero todas parecían consumidas y frágiles. Yang señaló a una que llevaba las uñas pintadas de un brillante tono naranja que contrastaba con sus prendas sobrias y pasadas de moda. Pidió que le enseñasen el interior y la mujer obedeció sin decir una palabra. En el antiguo puente de mando, tras los cristales rotos, una radio emitía canciones populares antes de la revolución.

Bajo la superficie el dragaminas había sido desmantelado pieza a pieza para crear un espacio diáfano que inmediatamente volvió a ser dividido conforme al capricho de los nuevos inquilinos. Unos biombos de bambú separaban habitaciones similares: colchones sin somier, escupideras de plástico, cajas para guardar las reliquias familiares. Una cocina comunitaria atestada de hornillos. En los cuartos de los más afortunados, estufas de briquetas de serrín con chimeneas que atravesaban el techo, recipientes de paja para conservar caliente el arroz. No vio terminales ni paredes iguales a la que aparecía en la imagen congelada que guardaba en el móvil. Preguntó a la mujer; esta no le entendió, o fingió no entenderle.

Obtuvo los mismos resultados en el segundo navío. En el tercero se vio obligado a amenazar a las vecinas con detenerlas por insubordinación cuando se negaron a hacerle caso. Le llamaba la atención la ausencia de niños y de personas jóvenes. En los arrabales pobres que conocía, los niños de corta edad eran el único artículo disponible en grandes cantidades. Allí la población estaba compuesta exclusivamente por mujeres agotadas. No había nada más. Sin embargo vio algún juguete infantil tirado en las habitaciones, algún pañal usado en el cubo de la basura. Los niños existían, pero estaban en otro lugar.

«Tal vez se los han llevado para protegerlos —pensó—. Pudiera ser que su testarudez sea una consecuencia de que están asustadas».

Olía a té de ginseng abajo. Su acompañante hizo un gesto vago con la mano, señalando los inevitables biombos, el estrecho pasillo que comunicaba los cuartos. Encontró un anciano despatarrado en una cama; los ojos siguieron los movimientos del inspector mientras el resto de su cuerpo permanecía tieso. Yang saludó sin recibir respuesta. Más allá había un cubículo algo mayor que el resto. Recordó que la primera víctima que había visitado vivía sola; un lujo sorprendente entre tantas familias apretujadas en espacios minúsculos. Fue hacia la mesa. En su superficie destacaba un rectángulo limpio de polvo cuyo tamaño podía corresponder al del soporte de una terminal polivalente. Se dio la vuelta. Aunque no existiera ningún elemento en ella que hiciese la identificación incontestable, la pared enfrentada a la mesa era muy similar a la del mensaje.

Preguntó a la mujer que le guiaba: ¿Quién vivía en el cuarto? ¿Dónde estaba? ¿Y la terminal que había en la mesa? ¿Quién la tenía ahora? Ella meneó la cabeza. Llevaba el cabello recogido en un moño grasiento entreverado de canas. Había apretado los labios con fuerza, como para evitar que se le escapase alguna palabra contra su voluntad.

Amenazó a la vecina con detenerla si no colaboraba, pero el mismo truco no le funcionó dos veces. Al final se hartó, cogió a la mujer por el brazo y la llevó a rastras hacia arriba. Cuando las otras habitantes del barco comprendieron lo que estaba haciendo se le echaron encima para liberar a su amiga. Las exhortaciones del inspector no dieron el menor resultado. Fue arañado, golpeado, pateado, le escupieron en la cara y trataron de rociarle con un líquido corrosivo. A duras penas logró llegar a la borda. No tenía tiempo para delicadezas: arrojó a la mujer al agua gritando a Pan que la recogiese. Luego saltó él. Desde arriba le tiraron varios utensilios domésticos, incluyendo una cacerola que le alcanzó en la coronilla. Se encaramó a la barca medio aturdido. La mujer, empapada y furiosa, golpeaba con los puños cerrados al muchacho, que trataba de sujetarle las muñecas, muerto de risa. Cuando el inspector terminó de subir a bordo Pan fue a encargarse del motor y le correspondió al inspector la ingrata tarea de tratar de pacificar a la detenida.

El trayecto se le hizo interminable, como interminable fue el proceso de subir a la mujer al velero. No había dejado de insultarle ni un solo instante. Yang echaba de menos la reserva que mostraba al principio, antes de que la detuviese.

Ignoró las protestas de Eileen. Primero tenía que ocuparse de la detenida. Buscó una cañería con el diámetro y la resistencia adecuados y la esposó a la misma. Luego sacó un peine y trató de recomponer su aspecto ante el espejo. Una solapa del blazer estaba desgarrada, tuvo que rehacerse el nudo de la corbata. Se limpió los arañazos con agua desalada y solamente entonces, al volver a verse presentable, prestó atención a Eileen.

—Oiga, ¿qué se ha creído? —protestaba ella—. Mi casa no es una cárcel.

—Lo siento. No tenía otro sitio al que llevarla.

Se tocó la coronilla con la punta de los dedos. Sí, había sangre. Pidió alcohol medicinal y algodón. Eileen le llevó un botiquín de viaje, pero estaba casi vacío.

—¿Por qué demonios la ha traído? —insistió—. No irá a decirme que esa pobre infeliz es la responsable de los asesinatos.

—Por supuesto que no. Simplemente es una testigo que se niega a hablar. Es la única forma que se me ha ocurrido de obligarla a contarme lo que sabe.

—¿Y cree que va a dar resultado?

—Interrogarla en su barco no sirvió de nada. Quizá aquí, lejos de su ambiente, se sienta menos segura.

Oyeron un silbido en el exterior. Eileen se puso en pie, fastidiada.

—El que faltaba —fafulló.

El alcalde bajó poco después llevando una botella de licor blanco. Llenó tres vasitos con el aguardiente y se bebió el suyo de un trago.

—¿Celebramos algo? —preguntó Eileen con tono mordaz.

—Nada, desgraciadamente. Quería ver qué tal se encontraba el inspector Yang. ¿Le trata bien nuestra querida Eileen?

—Estoy muy contento, alcalde Chen. Gracias.

—¿Y la investigación?

Yang señaló vagamente a la mujer, aún chillando y pataleando en su rincón.

—Avanza, alcalde Chen. Despacio, pero avanza.

—Oh, veo que ha empezado a detener gente. Hace bien, inspector Yang. Con buenas palabras no llegará a ninguna parte.

Yang asintió.

—Por cierto, me pareció sospechoso que no hubiera niños en los dragaminas. ¿A qué cree que se debe?

—Es evidente —dijo Eileen—. Si los ladrones procedían de esos barcos saben que puede haber represalias. Ya ha sucedido en ocasiones anteriores. Ametrallan el barco entero sin distinguir entre culpables e inocentes. A los niños los habrán enviado a un sitio seguro, por si acaso.

—Esta ciudad es peligrosa —convino el alcalde—. Hay que andarse con mucho ojo, inspector Yang. ¿Y sabe por qué? Porque aquí es demasiado fácil ocultar un crimen. En tierra es distinto. Tarde o temprano alguien excava, los esqueletos aparecen de repente y hay preguntas. El mar es diferente, el mar es avaricioso, lo que le dan se lo queda y nunca se vuelve a ver.

—Pero un crimen es un crimen aunque desaparezca el cuerpo de la víctima.

—En la ciudad se piensa de manera distinta. La costumbre es enterrar a los muertos en las aguas, y una vez que las aguas se los han tragado es como si no hubiera sucedido nada. Se pasa página y adiós. Nadie habla del asunto. ¡Zas! —El alcalde dio una palmada en el aire—. ¡Borrado!

—A usted, sin embargo, le preocupan estos crímenes, alcalde Chen.

—Claro que me preocupan. Yo soy de tierra. No soy de agua, no pienso como ellos.

El alcalde cogió un platito y lo llenó de cacahuetes aderezados con algas. Tal vez hubiera empezado a beber antes de acudir al velero. Miraba a Eileen y al inspector con socarronería, dando por hecho que ya habrían iniciado una relación.

—El próximo año vendrá la Marina y se acabará de una vez esta anarquía —aseguró—. ¿No ha oído las noticias? Nos estamos recuperando, los buenos tiempos volverán. Somos un país fuerte. Todos nuestros vecinos tuvieron que unirse para vencernos e incluso así estuvimos a punto de ganar.

Cuando se terminó el licor también se terminaron las ganas del alcalde de permanecer en el barco. Se despidió del inspector reafirmando su confianza en que la investigación diera frutos con rapidez.

—Aprovecha el tiempo, querida —se despidió de Eileen—. Aquí las mujeres envejecen rápidamente, yo lo he visto. «Pronto el esplendor primaveral desaparece/ de la flor. Es imposible detener/ la fría lluvia y el viento sibilante».

—¿Qué ha querido decir? —preguntó Yang después de que el alcalde se marchase.

—Le gusta lanzar advertencias que solamente comprende él —dijo Eileen—. Le hace sentirse importante.

La mujer del dragaminas había dejado de chillar. Debía haber agotado sus fuerzas. Yang se acercó para repetir las preguntas que había hecho antes. La respuesta fue idéntica a la que consiguió entonces: silencio y labios apretados.

—No tengo prisa —siseó Yang. Los arañazos en su cara le dolían muchísimo—. Mañana seguirás ahí, esposada a la cañería. Y pasado mañana, y el día siguiente. Vas a quedarte con nosotros hasta que respondas a mis preguntas. Ni un segundo menos.

Hicieron falta dos días para quebrar la resistencia de la mujer. Durante ese tiempo el inspector Yang se dedicó a beber té frío y a jugar al go con Eileen. Ella jugaba mejor que él. De vez en cuando llegaban chicas jóvenes al velero con las que se marchaba después de retocar su aspecto o incluso prestarles alguna prenda de ropa. Además de prostituirse cuando surgía la ocasión, Eileen también era la «hermana mayor» de un puñado de baopo novatas a las que concertaba encuentros con clientes adinerados. Yang hacía la vista gorda. Lo único que parecía importarle era doblegar la voluntad de su obstinada prisionera, observándola sin apenas pestañear mientras fumaba un cigarrillo tras otro.

Después de una espera tan larga, la victoria le resultó extrañamente insípida. En realidad la mujer no tenía gran cosa que contar. A Yang le daba igual que el chico muerto, Deng, fuera hijo de una viuda a la que la mala suerte, o el karma, habían seguido como si fuera su sombra. O que hiciera la vida imposible a los habitantes del dragaminas, fanfarroneando, celebrando fiestas que impedían dormir a los recolectores de nidos que iban a madrugar al día siguiente. La mujer reconoció en la pantalla a los amigos de Deng; los cuerpos que había encontrado a su lado, bajo la lona alquitranada. No conocía a otros. Sabía que antes de morir le habían hecho una buena oferta, hablaba de ello sin parar, pero nunca llegó a explicar cuál era esa oferta ni quién se la hizo.

—¿Tenía novia al menos? ¿Alguien que me pueda dar más información?

La prisionera se encogió de hombros. Deng llevaba a muchas jóvenes a su cuarto. Chicas de mala reputación, añadió con aire ofendido. Pero ninguna volvía a ir, y a ella no le extrañaba.

Tuvo que conformarse con las vagas descripciones de unas cuantas acompañantes de Deng. Luego soltó a la mujer y la llevó afuera. Estaba molesto. Había perdido un tiempo precioso a cambio de casi nada.

«Quizá Eileen conozca a alguna de esas muchachas —pensó—. Si la encuentro, podría interrogarla; un fanfarrón siempre habla más de la cuenta, sobre todo cuando quiere llamar la atención de una chica guapa».

Pan estaba sentado en la barca, a la espera, a pesar de que el inspector llevaba dos días sin utilizar sus servicios. Tenía en la mano un molinillo de papel que movía de una posición a otra, como un adivino extrayendo respuestas del viento. El cielo tenía el tono grisáceo del agua de la colada. Una niebla sutil establecía barreras, dividía los espacios, creaba regiones misteriosas en torno al velero, impermeables a la vista.

La mujer bajó dócilmente y se pusieron en marcha. La temperatura era demasiado baja para el ligero blazer de Yang. Maldijo su imprevisión. No había llevado ropa de abrigo y Maaja sería incapaz de enviársela aunque se lo pidiera. Durante sus conversaciones, cada vez menos frecuentes, seguía mirando al techo, como si creyera estar hablando con un dios a punto de manifestarse.

«¿Esto es lo que he comprado? —se preguntaba Yang—. ¿Desazón y silencio?».

A medio camino se detuvieron para que el inspector comprase gasolina a una de las chalanas que recorrían la ciudad vendiendo garrafas de cinco y veinte litros. El dueño solo dejó de tocar el silbato con el que anunciaba su presencia para cobrar su dinero y entregar la garrafa. Enseguida volvió a llamar a los posibles clientes con aquel irritante pitido que despertaba todo tipo de respuestas entre la niebla. Pan y él llenaron el depósito; aún dudaba que fuera auténtica gasolina, más bien le recordaba el aceite usado de los restaurantes baratos, pero lo cierto es que hacía funcionar el motor. Al volver a la tabla que le servía de asiento, limpiándose las manos con su pañuelo, Yang reparó en una lejana columna de humo. De no ser por la niebla probablemente la hubiese advertido antes. Era una columna de humo intensamente negro, de aspecto maligno, desenroscándose con lentitud en un cielo ya de por sí turbio.

Devolvieron a la mujer al dragaminas y Yang indicó por señas a Pan que le llevase hacia el origen del incendio. El adolescente también mostró interés por averiguar qué había sucedido. Mientras se acercaban iba soltando grititos, se daba palmadas en las rodillas, señalaba al barco afectado con una mezcla de entusiasmo y temor.

Al inspector le sorprendió descubrir que era el enorme portacontenedores que había visitado con anterioridad. Unos botes neumáticos todavía giraban alrededor del enorme buque como moscardones y en un momento dado vio el resplandor de un lanzagranadas al disparar. Desde arriba le contestó el tableteo de una ametralladora pesada. Uno de los botes reventó de repente. La ametralladora continuó taladrando las aguas hasta conseguir que todos los ocupantes flotasen inertes como pedazos de madera tallados para que tuvieran forma humana. Una figura cayó dando alaridos, y en cuanto fue recogida, viva o muerta, los botes restantes se dispersaron avanzando en zigzag.

Yang aguardó hasta estar seguro de que la escaramuza había terminado. Entonces agarró una de las escalas que se balanceaban violentamente y comenzó a subir por ella sin prestar atención a los ruegos de Pan. El ascenso era lo suficientemente largo como para que tuviera la oportunidad de arrepentirse varias veces, pero siempre acababa decidiéndose por continuar. En su interior conservaba la ilusión de ser el mismo policía que se había labrado una reputación de héroe en las megafactorías de Jinan. Reconocer la verdad supondría repudiar la única etapa de la vida de la que estaba orgulloso; antes prefería que le matasen. Al menos así obtendría un entierro de primera, en lugar de aquellos funerales anodinos que cerraban las anodinas vidas de tantos y tantos funcionarios.

Cuando llegó a la cubierta, el humo y el olor acre de la cordita le retrotrajeron a las batallas en las que había participado. Sacó la pistola. No veía a nadie, solamente los cangrejos y las langostas que huían en tropel de sus cajas volcadas. Caminó con cuidado para no aplastarlos. Los puestos estaban abandonados; se veía algún cadáver disperso, algún vendedor que se había cubierto la cabeza con los brazos en un vano intento de protegerse. Más allá rugía un incendio. Escuchó una multitud de voces que pedían agua y el bufido prolongado de un extintor. Tras el humo, un blanco vendaval de espuma que se extinguió sin haber perturbado siquiera las llamas.

Se movió con cautela. La cubierta era un caos. Puestos abandonados, cajas tiradas, peces dando sus últimos coletazos sobre el suelo de acero. ¿Qué iba a hacer? ¿Presentarse, pedir explicaciones? Con toda seguridad le dispararían en cuanto asomase la cabeza. Buscó un puesto de observación discreto que le permitiera hacerse una idea de lo que había sucedido. No era fácil, pero mientras buscaba pasó junto a una escotilla abierta, y no había ningún matón vigilándola. Miró hacia abajo. La escalera de pates descendía por un pozo en penumbra. En el extremo inferior una luz de emergencia parpadeaba como una mariposa eléctrica abriendo y cerrando sus alas.

Bajó siguiendo un impulso semejante al que le había conducido al barco. El corredor estaba vacío, salvo por las ratas que correteaban alborotadas. Caminó deprisa, atento a cualquier sonido que pudiera anunciar un encuentro indeseable. Cerca de donde estaba él se escuchaban lloros histéricos; al doblar la esquina tropezó con docenas de literas ocupadas por chicas escondidas detrás de sus almohadas. También había varios hombres vestidos con uniformes de croupier o de cocinero. Todos reaccionaron de la misma manera cuando él apareció: retrocediendo hasta topar con el mamparo. Yang hizo un gesto que pretendía ser tranquilizador, pero al hacerlo con la mano que sujetaba el arma solamente consiguió que las chicas chillaran con más fuerza. Se alejó deprisa. Al final del pasillo había otra hilera de catres. Y detrás de esa, una tercera. Había cientos de personas viviendo en el mercante, hacinados en literas dispuestas igual que las celdas de una colmena, con apenas una gaveta a los pies del colchón para guardar sus objetos personales. Y cuando veían al inspector, comenzaban a gritar, a dar inútiles patadas al aire, a sollozar, como el desquiciado coro que acompañaba sus andanzas.

Por fin logró llegar al casino. Ese sector del barco era completamente distinto de los precedentes. Para empezar estaba despejado; se podía mirar a lo lejos sin que la mirada chocase inmediatamente con un tablero de aglomerado o una plancha de metal. Y había decoración. Lámparas de cristal colgando del techo, grandes gatos dorados saludando con la pata derecha. Las máquinas tragaperras estaban apagadas, las ruletas inmovilizadas en un número al que nadie había apostado. El silencio le resultó incómodo a Yang; aquel era un lugar que asociaba con la música y el ruido, y sin embargo se encontraba desierto, en completa calma. Reparó en los agujeros de bala que salpicaban las columnas decorativas y en un rincón ennegrecido, repleto de máquinas tragaperras destripadas, en el que quizá había explotado una granada de mano.

En un costado del casino una puerta rodeada de neones, ahora fríos y sin vida, permitía el acceso a un club de karaoke. Yang supuso que las chicas que había visto antes trabajaban allí. Nada más entrar halló el cuerpo sin vida de uno de los viejos que jugaban al mah-jong junto a los ladrones fracasados. Tras dispararle en el paladar había florecido en la pared la rosa roja y gris de su cerebro.

«¿Será esto una venganza por lo que ocurrió el otro día? —se preguntó Yang—. ¿O es que alguien ha venido a completar el trabajo después de que saliera mal el primer intento?».

Los reservados del karaoke habían sido registrados a conciencia. Hasta los cojines resultaron despojados de su relleno. En uno de los reservados, además de las mesas aún cubiertas de copas y botellas, había una abertura, diseñada para fundirse con el mamparo cuando estaba cerrada, y al otro lado el inspector observó el contenido de una fila de taquillas reventadas alfombrando el suelo. Y otro cadáver. Uno de los atacantes, a juzgar por la máscara de goma que llevaba puesta. Le habían descerrajado un disparo en la cabeza mientras trataba de forzar con su machete el candado de una pequeña caja de seguridad.

Oyó un ruido fuera. Decidió que tenía que irse. El incendio debía de haber mantenido ocupados a los guardianes del barco, pero no podía confiar en que esa distracción durase eternamente. Salió del karaoke en cuclillas, utilizando las mesas de bacarrá para cruzar el casino sin ser visto. Tomó la primera escalera que subía hacia la cubierta. Una vez allí el humo volvió a desorientarle. Caminó hacia el borde, confiando en localizar la lancha de Pan antes de ser descubierto. Ya no se sentía tan seguro de sus posibilidades; temía ser alcanzado por una bala en cualquier momento. Sin embargo consiguió divisar a Pan entre las espirales de humo que barrían la cubierta y se deslizó por la cuerda más cercana, llamando al muchacho para que se aproximase. De pronto notó que uno de sus bolsillos se vaciaba: sus sacudidas cuando bajaba por la cuerda habían hecho que se saliera la bola que ya siempre llevaba consigo. Vio impotente cómo caía al agua y se esfumaba en una breve salpicadura. Ahogó una maldición. Por inservible que hubiera sido hasta entonces, el hecho era que acababa de perder la única prueba importante que tenía.

Subió a la lancha, furioso por no haberla guardado mejor. Miró a las aguas lamentando su pérdida y dio un respingo al descubrir la bola flotando inocentemente a unos pocos metros de la lancha. Uno de los remos guardados en el fondo de la embarcación por si se averiaba el motor le sirvió para acercar la bola a la borda. Al recogerla volvió a parecerle exageradamente pesada, teniendo en cuenta su tamaño. Pero cuando la depositaba en el agua, tal como hizo un par de veces para confirmar que sus ojos no le estaban engañando, se mecía suavemente en la superficie, sin hundirse, igual que los mugrientos pedazos de polietileno que el viento les arrojaba, vengativo, desde la cubierta del mercante.

Volvió a presionar la esfera contra su frente. Notaba una vibración que se propagaba por su cráneo, susurrando en su cerebro. Pero los susurros carecían de sentido y una migraña punzante amenazaba con aflorar y llenar de truenos la cabeza de Yang.

—Atacar frontalmente ese barco es una locura —estaba diciendo Eileen—. Aunque, como dice el proverbio, «el perro desesperado salta el muro».

—O quizá se trata de un perro que aspira a un premio muy grande —dijo el inspector con firmeza—. Iban detrás de algo.

—¿Y lo encontraron?

—No lo sé.

Examinó de nuevo la bola. Un objeto milagroso que pesaba como un lingote de plomo pero flotaba como una pluma. Se preguntó si era precisamente lo que los atacantes estaban buscando.

—Si supiéramos cuáles eran las intenciones de los primeros ladrones, sabríamos las razones de este ataque. Tengo el convencimiento de que están relacionados.

—Tal vez los del barco se quedaron con un cargamento que no les correspondía. Pasa a menudo. Aquí todo el mundo trata de robar o estafar a todo el mundo.

—No creo que esto sea un asunto de drogas —murmuró Yang—. El objetivo es otro. ¿Ha hecho lo que le dije? ¿Sus «hermanitas» conocen a alguien que coincida con las descripciones que le di?

Eileen prefirió no responder.

—¿Me oye?

—¿Por qué debería hacerlo? —espetó ella, exasperada—. Mi tiempo es valioso. Y el tiempo de mis «hermanitas» también. ¿Por qué íbamos a desperdiciarlo trabajando gratis para usted?

—Creí que estaba dispuesta a echarme una mano.

—Quiero volver al continente, inspector Yang. Si me ayuda a conseguirlo, yo le ayudaré a usted. Si no… piense en mí como su casera y nada más.

Yang aspiró con fuerza su cigarrillo, envolviendo el camarote en humo.

—¿Y cómo voy a ayudarla? Yo no tengo tanta influencia.

—Solo necesito un documento de identidad que sea legal. Y una licencia gubernamental para abrir un club.

—Puede solicitarlos usted misma.

—Quiero un documento en el que aparezca el nombre que yo elija y que muestre un historial limpio. —Luego Eileen agregó con sorna—: ¿De verdad puedo solicitar eso yo misma? No sabía que las autoridades se habían vuelto tan tolerantes.

Yang conocía a algunos compañeros con la calificación necesaria para introducir a Eileen en las bases de datos del gobierno con un nombre y un historial falsos. Después de dar ese paso, obtener el documento de identidad era un juego de niños. Sin embargo ellos exigirían una fuerte suma de dinero a cambio de sus servicios y Yang estaba arruinado. Incluso había dejado de entregarle al comisario el porcentaje correspondiente de los sobornos que recibía, lo cual, si había llegado a la conclusión correcta, era el auténtico motivo de que le hubiesen asignado aquel caso.

—Habrá que pagar, hacer regalos —suspiró—. Y yo ya he acumulado demasiadas deudas.

—Su esposa por correo le ha salido cara, ¿eh?

—Bastante.

—Yo dispongo de unos ahorros. Pero quiero tener la seguridad de que obtendré documentos válidos. Esas falsificaciones que venden por ahí no sirven para nada.

—Tendrá documentos oficiales, descuide. No serán baratos, pero nadie podrá ponerlos en duda.

Eileen asintió. Se quitó la bata y en unos instantes solo llevaba puestas unas bragas rosas y un sujetador con suspensores. El inspector Yang la contempló sin excesivo interés. Una barriguita fofa estropeaba su cintura y los muslos estaban poblados de feos hoyuelos provocados por alguna enfermedad.

—¿Nos vamos? —dijo ella cuando terminó de vestirse.

—¿Adónde?

—Las descripciones que me dio no servirían para encontrar a las novias de los ladrones ni aunque fueran las últimas mujeres vivas de la tierra. Hay una opción mejor.

El yate al que fueron reunía una colección de antenas tan grande que el inspector se preguntó si habría sido en origen una de las embarcaciones destinadas a interceptar comunicaciones enemigas durante la guerra. Eileen subió como si fuese una vieja amiga que iba a tomar té. Yang fue tras ella, teniendo cuidado para no golpearse con ninguna de las antenas. Eileen pulsó un timbre. El hombre que salió de las profundidades del yate llevaba unas gafas de montura de concha con cristales fotocromáticos. Tenía la piel muy blanca, sugiriendo que raramente se exponía al sol. Era alto y algo rechoncho, e iba prácticamente desnudo bajo la raída manta que se había echado sobre los hombros.

—¿Para qué has venido? —preguntó mirando a Eileen—. Hoy no quiero ninguna chica.

—No he venido por eso, Li. —Se volvió para señalar a su acompañante—. Él es el inspector Yang. Está investigando los asesinatos que se han producido en la ciudad.

—Yo no soy un asesino —dijo el hombre a la defensiva.

—Por supuesto que no, tonto. Él solo pretende que colabores con la investigación.

—¿Colaborar? ¿Cómo voy a colaborar yo?

—Oh, vamos, deja de hacerte el idiota —le reprendió Eileen—. Todos los mensajes que se envían en la ciudad son retransmitidos por tus antenas. Y sé que sueles fisgonear los que están encriptados. No me digas que no. Ya me han contado varias chicas que les has enseñado cosas que se supone que no deberías ver.

—¿A quién más se lo han dicho? —preguntó Li, repentinamente asustado.

—Tranquilo. Solo lo sé yo. Aunque te convendría abandonar esa costumbre antes de que las tríadas se enteren de que espías sus mensajes.

—Yo no intervengo, ya lo sabes. Lo hago por simple curiosidad.

—Sí, ya sé, eres como los monos de Nikko: ves, oyes y callas. Pero de todas formas ten cuidado. Tendrías problemas para convencer a las tríadas de tu inocencia.

Bajaron por las escaleras. La estancia inferior estaba repleta de equipos electrónicos de diversos tipos, de modo que el volumen habitable era tan pequeño como un pedazo de tofu. La única silla se encontraba situada frente a los monitores. Detrás había un catre deshecho. Sobre la minúscula mesa de madera reposaban un humeante tazón de sopa de soja y un panecillo cocido a medio desmenuzar.

—Sentaos donde podáis. Aquí no sobra el sitio.

En la habitación hacía calor. Cada uno de los aparatos encendidos exhalaba una corriente de aire recalentado que no tenía por dónde escapar. Li ni siquiera llevaba zapatos: andaba por el suelo, cubierto de ropa sucia y revistas viejas, con los pies enfundados en calcetines de lana.

—Bueno, ¿y qué es lo que desea?

—Ya puedes imaginártelo —intervino Eileen, quitándole la palabra a Yang de la boca—. Con todo el alboroto de estas últimas semanas deben de haber circulado muchos mensajes pidiendo y dando explicaciones.

—Un montón —reconoció Li—. Demasiados, en realidad. Si pretende revisarlos todos más le vale tener tiempo de sobra, inspector. Encontrar uno que contenga información interesante va a ser parecido a esperar a que un conejo se dé un golpe contra un árbol viejo, como reza el proverbio.

—Pero el inspector Yang no va a revisarlos.

—¿Ah, no?

—No. Lo harás tú, si es que no lo has hecho ya.

Li miró al inspector con expresión desvalida.

—Tengo trabajo que hacer —protestó—. ¿Te crees que el sistema funciona solo? Necesitaría un ayudante, o dos, pero los muy tacaños se niegan a pagarlos.

—No te quejes. Eres el único en la ciudad que disfruta de gasolina gratis.

—Como si fuera un regalo que me hacen porque sí… Si el suministro eléctrico se interrumpe un segundo, adiós a las redes. —Li movió la cabeza en dirección al insistente traqueteo del grupo electrógeno—. La gente tendrá que gritarse los mensajes de barco en barco, igual que antes. O recurrir a la radio. Pero ¿cuántos tienen una radio que todavía funcione?

—Eso es verdad —concedió Eileen—. En cualquier caso estoy segura de que podrás auxiliarnos. Para empezar, los ladrones que asaltaron el casino. —Le dio a Li el nombre que había confesado la prisionera—. Nos gustaría ver los mensajes que envió y recibió en los días anteriores a su muerte.

—¿Visuales o de texto?

—Ambos.

Li comenzó a manipular el sistema, trabajando con el contenido de varias pantallas a la vez. Viendo los datos fulgurar en los monitores como relámpagos en un cielo sereno, Yang recordó uno de los pareados que aparecían en Sueño en el pabellón rojo, una de las pocas obras clásicas de la literatura china que había llegado a leer: «Cuando lo ficticio es real, lo real es ficticio; donde no hay nada, hay de todo». En pocos lugares la cita resultaba tan apropiada; en aquella habitación no había nada más que electricidad y el aroma reconcentrado y punzante del ozono; sin embargo, todas las voces, todos los pensamientos de la ciudad flotante estaban almacenados en su interior.

—Ahí tenéis. Los encriptados se verán un poco mal. Necesitaría un rato para limpiarlos como es debido.

—Da igual. Nos basta con que se escuche bien el sonido.

El ladronzuelo había enviado y recibido varias comunicaciones en los días previos a su muerte. Pero la información que realmente deseaba obtener Yang fue entregada en persona. El muchacho hacía referencias a una entrevista con un hombre al que ni siquiera llegaba a describir. De todas maneras dejaba claro que se trataba de un simple intermediario: les dio un sobre con el anticipo y el objetivo y se esfumó.

El inspector se revolvió incómodo sobre el taburete. Le irritaba que Deng hablase y hablase sin mencionar un solo detalle que tuviera interés para él. Presumía de las cosas que iba a comprar con el dinero que le darían por hacer el trabajo, de la embarcación grande y cómoda a la que se trasladaría, de las chicas que iba a follarse. Pero no mencionaba nunca qué le habían encargado robar ni quién era el autor del encargo.

Mientras se revolvía, Yang perdió el equilibrio y para no caer se apoyó en un arcón enterrado bajo un montón de mohosas placas base. Al darse cuenta del movimiento, Li le indicó en el acto que se apartara del arcón:

—¡Eh, no ponga ahí la mano! Eso es delicado. —Y rápidamente agregó—: Están perdiendo el tiempo comprobando sus mensajes. Deng era idiota, pero no tan idiota. Sabía que el nivel de encriptación que podía permitirse era demasiado básico.

—Entonces quiero una lista de las personas con las que se comunicó durante las pasadas dos semanas —dijo Yang—. Ahí aparecerán sus amigos, su novia… Alguien a quien yo pueda interrogar.

—Fácil —repuso Li—. Aplico el filtro de contactos frecuentes y ya está.

La lista incluía ocho nombres. Li entregó el papel al inspector, que lo guardó preguntándose cuál sería la siguiente sugerencia de Eileen.

—Y ahora los mensajes cifrados que hayas visto —dijo ella—. Los realmente interesantes.

—¿Para qué? —objetó Li—. Es mejor que te haga un resumen: de pronto han aparecido unos objetos en la ciudad que todo el mundo quiere conseguir. No me preguntes qué objetos son. La gente se refiere a ellos con nombres en clave: «La raíz de loto», «el farol», «el pétalo», «la esfera»…

Al oír aquel comentario a Yang le dio un vuelco el corazón pensando que «la esfera» probablemente fuera el nombre otorgado a la bola que llevaba consigo.

—Parece ser que esos objetos tendrían un valor extraordinario en el continente; el hecho es que desde que aparecieron las tríadas están removiendo cielo y tierra para encontrarlos. El problema es que, en cuanto dan con ellos, las tríadas rivales tratan de robárselos y el resultado ya lo conocéis. Últimamente circulaba el rumor por las redes de que los propietarios del casino habían logrado reunir «la flor de loto» y «la vela de jade». Supongo que es la razón de que les hayan atacado con tanta insistencia.

—¿Y no te has enterado de por qué tienen tanto valor?

—No. Solo sé que su aparición está relacionada con la caída del meteorito. La primera mención de uno de ellos se produjo al día siguiente y por parte de un barco fondeado cerca del lugar donde cayó. ¿Casualidad? Lo dudo.

—Hace dos meses, entonces.

—Exacto. Dos meses.

Eileen se volvió hacia Yang.

—Ya sabemos lo que buscaban los ladrones. Unas antigüedades valiosas, por lo que se ve. Así pues, no es necesario que interrogue a sus conocidos.

—Lo haré igualmente. Aún quedan muchas preguntas que responder.

—¿Y qué más da obtener las respuestas? Si es un asunto de las tríadas, cualquier cosa que haga será inútil.

—Tal vez —aceptó el inspector—, sin embargo tengo que entregar un informe completo. Si me limito a repetir unos simples rumores, mi comisario creerá que es una excusa para guardar las apariencias y me degradará.

«Probablemente lo hará de todas formas —pensó—. Al menos evitaré ponérselo fácil».

Iban a marcharse cuando Li les pidió que se quedaran unos minutos más. Tenía algo que enseñarles.

—Esta comunicación la desencripté hace un par de horas. Fíjense. Los que atacaron el casino no eran unos matones cualesquiera. Por aquí nadie dispone de tanta potencia de fuego.

Tal como les había advertido, la definición de las imágenes era bastante pobre. Apenas se apreciaban las borrosas siluetas de unas cuantas embarcaciones de mediano tamaño aproximándose al desconocido que había filmado su llegada. Parecían escenas grabadas a principios del siglo pasado por un pionero de la cinematografía.

—¿Quiénes son? —se interesó Eileen.

—Piratas —explicó Li—. Como los que asaltaron el casino. Pero distintos; a estos los han llamado para vengar la afrenta. ¿Sabéis lo que significa esto?

Esperó a que le respondieran. Cuando el silencio se hubo vuelto sofocante, Li se contestó a sí mismo:

—Significa que ha empezado la guerra.

Durante el regreso a casa presenciaron la lenta migración de un centenar de barcos que navegaban hacia un destino ignoto. Iban en grupo, semejantes a pesados herbívoros que tratan así de protegerse de la mayor agilidad de sus depredadores. Los que ya no tenían la capacidad de desplazarse por sus propios medios eran remolcados a duras penas por otros a los que el esfuerzo parecía estar a punto de partir por la mitad. Había abundancia de hombres encaramados a proas y mástiles, gritando instrucciones distorsionadas por los megáfonos, creyéndose almirantes por un día. Al fondo de la comitiva una rudimentaria piscifactoría era arrastrada por un puñado de chalanas, sus ocupantes tratando sin éxito de remar coordinadamente.

Al principio supusieron que la gente huía de la inminente guerra entre las tríadas. Luego descubrieron que era otro el motivo de su marcha: la parcela de mar de la que procedían los emigrantes estaba siendo absorbida por la mancha púrpura, que ya no era una simple mancha. Ahora cubría una superficie considerable, extrañamente inmóvil, como si bajo su influencia el agua se hubiera transformado en una sustancia que era más plástica que líquida. Incluso las olas que levantaba la lancha rompían contra sus irregulares bordes igual que si encontrasen tierra firme. Dentro había un pesquero atrapado, vacío, embarrancado en aquellos sargazos púrpuras. Estaba cerca de la orilla, y sin embargo era evidente que nunca conseguiría salir de la mancha. Permanecería varado en ella como el mensajero que desfallece después de dar la voz de alarma, incapaz de acompañar a los demás en la búsqueda de la salvación.

—Deme el cubo —dijo el inspector mientras se inclinaba hacia delante. El olor de aquella sustancia seguía provocándole arcadas.

—¿Qué pretende?

—Tomar una muestra. Debo avisar a la prefectura para que envíen un equipo de analistas. Esto puede ser importante.

—De ninguna manera —rechazó Eileen—. No se figure que va a meter esa porquería en mi casa.

—Al paso que lleva pronto llegará por sí sola —señaló Yang.

—No lo niego. Pero tampoco voy a hacer nada que adelante su llegada.

Yang volvió a recurrir a uno de los remos, en esta ocasión para remover el légamo. Era espeso, de un color que oscilaba entre el púrpura y un negro tornasolado; al inspector le recordó las lonas que cubrían las piscinas privadas durante el invierno. Salvo que su consistencia era similar a la del caucho natural. Tuvo dificultades para perforar la mancha con el remo y también para sacarlo de su interior. La sustancia se quedaba pegada a la madera; largas hebras testarudas que tuvo que cortar con el cuchillo que le prestó Pan.

—Parece petróleo sin refinar —concluyó—. Quizá ahí abajo hay un barco hundido con una fuga. O un pozo submarino del que nadie tenía noticia.

—El petróleo huele distinto —dijo Eileen—. Lo sé. He presenciado alguna marea negra durante la guerra, después de que atacasen a un petrolero.

El inspector se encogió de hombros. Grabó un vídeo de la zona afectada y lo envió a la brigada junto con un breve comentario. No había gran cosa que pudiera añadir. Confiaba en que las imágenes fueran lo suficientemente llamativas para provocar una reacción en la prefectura.

La barca del alcalde, con su absurda banderita flameando en la brisa, estaba amarrada al velero de Eileen. En la cubierta el secretario fumaba tranquilamente, mirando al horizonte como si aguardase la aparición de una horda mongol para unirse a ella.

Chen estaba tomando té y pastelillos de arroz en la mesa principal, con los pies apoyados en el respaldo de una silla. A Yang le sorprendía la familiaridad con la que iba a la casa de Eileen siempre que le venía en gana. Se comportaba igual que los gánsteres que había conocido en Jinan. Prácticamente todas las tiendas y restaurantes de la ciudad estaban en manos de personas que les debían dinero o favores, y no permitían que ninguna olvidase ni por un momento que devolver esa deuda a tiempo era la condición inexcusable para continuar con vida.

—He oído lo que pasó en el casino —comentó el alcalde en cuanto oyó sus pasos retumbando en la escalerilla—. Malo. Muy malo.

—Es solo el principio, alcalde Chen —replicó Yang antes de sentarse—. Va a haber represalias.

—Represalias que provocarán represalias. —Chen sorbió ruidosamente su té—. Creo que lo más conveniente será que se vaya.

—Aún no he resuelto el caso.

—Es lo mismo, inspector Yang. ¿A quién le importa una hoja que cae de su rama cuando el bosque entero está ardiendo?

—Me importa a mí —dijo Yang—. ¿Sabe cuál fue mi caso más famoso? Yo trabajé en Jinan varios años, en la brigada especial que mantiene el orden en las fábricas. Se suicidaban tantos trabajadores cada mes que alguien creyó que un homicidio pasaría desapercibido. Pero yo me di cuenta, y perseguí y detuve al criminal. Me condecoraron por ello.

La medalla era una chapa de latón que se doblaba por la mitad con la presión del pulgar y el índice, pero esa parte no tenía por qué explicársela al alcalde.

—Es admirable que se tome su trabajo tan en serio, inspector, pero aquí nadie va a condecorarle, detenga a quien detenga. Yo voy a meterme en mi cabaña y no pienso salir hasta que sepa que han cesado las hostilidades. Haría usted bien en imitarme.

—Tengo que seguir el rastro cuando todavía está caliente. De lo contrario no averiguaré nada.

—Es usted de Shandong, ¿verdad? —Chen sonrió—. Dicen que los naturales de Shandong son especialmente honrados. Es una lástima que la honradez no sea más apreciada en estos tiempos. Si Confucio se levantara hoy de su tumba, seguro que pediría enseguida que le volvieran a enterrar.

—Seguro que sí. Pero ya que menciona a Confucio le responderé con una de sus máximas: «Sabes que es imposible hacerlo, pero mientras sea algo que debes hacer, tienes que hacerlo».

—Le hablo así porque le aprecio, inspector Yang. —El alcalde depositó sobre la mesa los palillos con los que había estado cogiendo pastelillos de arroz frito—. El país necesita policías como usted. Sería una gran pérdida si le matasen.

—¿Y le da igual que la investigación no dé resultados?

—Yo he cumplido con mi obligación avisando a la prefectura. Y usted ha cumplido con la suya reuniendo pruebas e interrogando a los sospechosos. Si de repente estalla una confrontación entre tríadas, ¿qué más podemos hacer? Una hormiga que se interponga en una pelea entre dos elefantes morirá aplastada con toda seguridad.

—Salvo que la hormiga tenga mucho cuidado.

—O mucha suerte. Pero insisto, ¿vale la pena arriesgarse?

Yang se preguntó cuáles serían las verdaderas intenciones del alcalde. ¿Estaría realmente preocupado por él? ¿O temía que el inspector acabara descubriendo algo que le perjudicase? Esta última posibilidad le pareció remota. En una región periférica como aquella se daba por sentado que los funcionarios fuesen corruptos. Chen tendría que haber cometido una infracción extremadamente grave para que al prefecto se le ocurriese siquiera castigarle.

—Y además está el problema del tiempo —dijo el alcalde—. El Servicio Meteorológico ha anunciado que este año va a haber tifones fuera de temporada. Desde los deshielos, el clima anda tan revuelto que uno ya ni siquiera está seguro de que sea invierno o verano. ¿Sabía que antes hubo una ciudad costera, en este mismo lugar en el que nos encontramos, inspector Yang? Ahora está completamente sumergida, pero tengo entendido que algunos buzos todavía la registran para llevarse el cobre.

—No lo sabía.

—Era una de nuestras principales fuentes de ingresos. Los jóvenes hacían inmersiones a pulmón libre para saquear los edificios, hasta que sacaron a la superficie todo lo que tenía algún valor. Para ser sincero, yo me alegré de que el negocio llegara a su fin. Se producían accidentes muy a menudo, ¿sabe? Muchachos ahogados en la flor de la vida. Una tragedia.

Yang asintió. Había oído hablar de otra ciudad flotante, en el escenario de la batalla de las islas Diaoyu Dao. Allí el negocio de los saqueadores de tumbas submarinas continuaba siendo floreciente. Cientos, tal vez miles de buceadores, dedicados a desvalijar los pecios en los que había perecido la flor y nata de la Marina china.

—Le doy las gracias por su interés, alcalde Chen. Le prometo que detendré la investigación si encuentro demasiadas dificultades para continuar.

—Hágalo. Yo atestiguaré que usted hizo lo que pudo. Sería diferente si fueran a enviarle refuerzos… —El alcalde suspiró mientras limpiaba los palillos y los guardaba en un estuche—. Pero los dos somos conscientes de que no van a hacerlo y las buenas palabras son un pobre escudo contra las balas.

«Tiene razón —pensó Yang—. Ocurra lo que ocurra, no vendrá nadie».

El inspector miró su móvil. La grabación que había enviado no provocaba ninguna respuesta, excepto la misma obstinada apatía que sucedió a las comunicaciones anteriores. Podía llamar a Tian, pero el subinspector contestaría a sus peticiones de información con monosílabos y frases cortas, evitando comprometerse. Dedujo que la única noticia que esperaban con ansia en la brigada era la notificación de su muerte o su fracaso.

La marcha del alcalde dejó un regusto amargo en la boca de Yang. Se volvió hacia Eileen, que sostenía la tetera vacía como si estuviera dudando entre fregarla o tirarla por la borda.

—¿Qué opina de él?

—Es un cabrito —gruñó la mujer—. Si tuviese más poder sería un auténtico dolor de cabeza. Peor que las tríadas. Respecto a lo que ha dicho, considero que está en lo cierto. Quedándose solo va a conseguir que le maten.

—No puedo irme —respondió Yang—. Aunque los casos de homicidio queden sin resolver, necesito algo sólido que presentar ante mis superiores si quiero salvar la cara. Y no me refiero a un informe bien fundado.

La mirada de ella se volvió irónica.

—¿Se refiere a esos objetos? ¿Los que han provocado la guerra?

—Sí.

—Yo puedo prestarle una cuerda si ha perdido el gusto por vivir. Será más rápido y menos doloroso.

—No voy a inmiscuirme en la guerra. Estoy de acuerdo en que eso sería un suicidio. Pero puede que no haga falta. En situaciones de desorden es posible obtener resultados excelentes si se actúa rápidamente y con decisión. Lo que necesitamos es hallar una pista que nos lleve a los objetos que aún están en paradero desconocido. Con uno será suficiente para satisfacer a mis superiores.

En realidad serían dos. Sin embargo Yang dudaba de que pudiera confiar en Eileen hasta el punto de revelarle que ya tenía uno en su poder. Afortunadamente el aspecto de la bola era tan anodino que apenas necesitaba molestarse en esconderla.

—¿Y por qué entregárselo a sus superiores? —repuso la madame—. Ya sabe lo que ocurrirá: ellos recibirán las felicitaciones y a usted tratarán de contentarle con un ascenso insignificante.

—¿Qué sugiere?

—Vamos a quedarnos con lo que encontremos. De ese modo el riesgo sí merece la pena.

Yang meditó acerca de la oferta de Eileen. La perspectiva de renunciar a su trabajo resultaba sorprendentemente atractiva, pese a que siempre había sido policía. Incluso en el supuesto de que resolviera el caso satisfactoriamente seguiría dependiendo del comisario Zhang, y seguiría teniendo que pagar los intereses del préstamo que pidió para comprar a Maaja.

—Ya teníamos un trato —le recordó el inspector.

—Ampliemos el trato. Los documentos de identidad y un cuarenta por ciento de los beneficios cuando vendamos el objeto. Conozco a un perista que no nos engañaría en exceso.

—Yo también —reconoció Yang. Los miembros de la brigada de homicidios solían vender o regalar a sus amantes las joyas de las víctimas cuando no había familiares que las reclamasen. Y a veces aunque los hubiera.

—Bien, da igual uno que otro mientras el precio sea bueno.

—¿Y va a fiarse de mí? —preguntó Yang, si bien la pregunta sonó más bien como: «¿Me puedo fiar de ti?».

—Claro que me fío. ¿Sabe cuánto hace que el alcalde me prometió documentos en regla? Años. Y aún espero que me los entregue. Viene a mi barco, se come mis pastelillos, se bebe mi licor y mete mano a mis chicas. O me mete mano a mí, si me descuido. Al final me da un pretexto estúpido para no tener preparados los papeles y se va. Si le pido que me devuelva el dinero del adelanto se ríe de mí. —Eileen se mordió el carrillo por dentro y luego agregó con voz quejosa—: Comparado con eso usted es un jodido príncipe azul.

La chica no llevaba maquillaje ni bisutería. Yang pensó que se había despojado de todo para aparentar inocencia. Era lo habitual. Solo los muy temerarios se atrevían a exhibir un aspecto llamativo cuando hablaban con la policía.

—Háblame de tu relación con Deng, Sansan.

—Yo apenas le conocía —murmuró ella—. Simplemente teníamos amigos comunes.

—Te envió muchos mensajes antes de morir. —El inspector reprodujo uno en su móvil. No lo había escogido al azar. Era lo suficientemente tórrido como para provocar que Sansan se sonrojara.

—¿Y bien? —preguntó al terminar la reproducción.

La chica asintió con los ojos cerrados. Cuando volvió a abrirlos tenía una expresión de derrota en el rostro.

—Llevábamos poco tiempo viéndonos. Deng cambiaba de novia a menudo. O ellas le dejaban a él. Cuando se impacientaba se volvía violento.

—Pero tú le aguantaste un par de meses.

—Me hacía regalos. Y a veces era divertido, aunque casi siempre estaba fanfarroneando de lo que había hecho o pensaba hacer.

—¿Te habló del golpe en el casino?

—Por encima. Decía que le habían hecho un encargo importante.

—¿Quién?

Sansan dudó. Para que aceptase ser interrogada el inspector había tenido que ofrecerle protección. En la práctica esa protección se limitaba a que Pan la llevase a la orilla, donde el alcalde había prometido conseguirle una cama en las cabañas de lata. Para los habitantes de la ciudad la tierra firme representaba un mundo distinto, separado del suyo por barreras que no eran solamente físicas. La chica parecía creer de veras que al dejar de vivir en uno de los barcos estaría a salvo de posibles represalias, como si se hubiera escabullido a otra dimensión.

—Uno de los contrabandistas principales. No me dijo cuál, aunque yo supuse que se trataba del Jefe Guo. Deng decía que su cliente solía llevar corbatas estrafalarias y Guo es famoso por sus corbatas. Pero puede que fuese alguien haciéndose pasar por él. Deng no era muy listo que digamos. Se le podía engañar con facilidad.

—Sin embargo, tenía éxito como ladrón.

—No se necesita talento para ser ladrón. Solo valor. Lo único que Deng hacía era ponerse una máscara de cartón y asaltar barcos por la noche junto a sus amigos. Si alguien se despertaba, lo que sucedía con frecuencia, le ponían un cuchillo en la garganta y le obligaban a callarse. Fue así como nos conocimos.

—¿Te robaron?

—Sí. Desperté una noche y ahí estaba Deng, revolviendo en mi baúl. Me pidió mi número al mismo tiempo que me amenazaba con el cuchillo.

—¿Y no le denunciaste?

—Aquí una tiene que ocuparse de sí misma. Si te hacen algo realmente terrible buscas venganza. Hay matones que se ocupan de ayudarte por un precio. Si no ha sido demasiado terrible aprietas los dientes y sigues con tu vida.

—O permites que el ladrón te corteje.

—Así pude recuperar mis cosas —indicó Sansan con cinismo—. Y conseguí algunos regalos extra. No fue una mala decisión.

—Ya veo —respondió Yang—. ¿Sabes en qué consistía el encargo?

—Robar unos artículos valiosos que guardaban en el carguero. Pero si le soy sincera, creo que estaba previsto desde el principio que el robo fracasara. Incluso se lo dije a Deng, aunque él no me hizo ni caso. Para mí que la verdadera intención de su cliente era probar las defensas del casino antes de atacar en serio.

—¿Por qué iban a hacerlo?

—Las tríadas actúan un poco como los jugadores de go. Lo sé porque mi padre trabajó un tiempo para uno de los jefes y hablaba de ello a menudo. Hacen movimientos con la intención de provocar una respuesta o para encubrir la jugada que realmente tienen en mente. Y las piezas que utilizan para hacer esas jugadas son desgraciados como Deng a los que nadie va a echar a menos. Mi padre los llamaba «los prescindibles». Aceptan cualquier trabajo con tal de ser admitidos en las tríadas y terminan siendo carne de cañón en sus peleas.

Yang detuvo un instante la grabación de la entrevista para tomar unos apuntes en el móvil. Ofreció un cigarrillo a Sansan, pero ella le contestó que había dejado de fumar.

—¿Dónde podría encontrar a Guo?

—Antes vivía en un viejo remolcador. Ahora ya no se sabe dónde vive nadie. Todos se esconden tratando de evitar que les maten mientras planean cómo matar a sus enemigos.

El inspector se mostró de acuerdo con la reflexión de Sansan. Había observado las embarcaciones asaltadas durante sus viajes por la ciudad, manteniéndose a flote a duras penas o hundiéndose envueltas en llamas. Y también había espiado a los causantes de tanta destrucción: lanchas neumáticas que volaban a ras de agua como oscuras libélulas, lanzando misiles encontrados en antiguos depósitos de armas para luego desaparecer perseguidas por el inútil repiqueteo de los fusiles de asalto.

—Supongo que Deng no te precisó la naturaleza de los artículos que tenía que robar.

—Me contó lo que le habían contado a él.

—¿Y qué fue lo que le contaron?

—Le describieron los objetos. Para que pudiera reconocerlos.

—¿Qué más? ¿Le explicaron lo que podían hacer esos objetos?

—¿Es que pueden hacer cosas? —se sorprendió ella.

—Sí. Es precisamente lo que los hace valiosos.

—¿En serio? —Sansan se detuvo como si acabase de recordar un detalle importante—. No, espere, es verdad, Deng sabía más de lo que le habían contado. Quizá lo averiguó por otros medios.

—¿Qué es lo que sabía?

—En una ocasión me aseguró que los objetos eran mágicos. Supongo que se refería a eso que usted dice de que pueden hacer cosas.

—¿Mencionó que hubiera alguna relación entre los objetos y el meteorito que cayó hace unas semanas?

—¿El meteorito? Qué curioso. No, no dijo nada, pero es verdad que todo empezó a volverse raro después de aquello. Incluso la marea roja, ¿la ha visto? Antes el mar estaba limpio y de repente parece que han vertido toneladas y toneladas de pintura.

«Ojalá fuera pintura», pensó Yang. Tenía la convicción de que se trataba de algo bastante más peligroso.

—Deng tenía una teoría, aunque igual no era suya. Él era así. Escuchaba una opinión en cualquier sitio y si le gustaba se apropiaba de ella. Hasta presumía de la gran idea que se le había ocurrido.

—¿Cuál era su teoría?

—Que los artículos que le habían pedido robar eran un premio menor. Decía que había un primer premio, que era lo que las tríadas buscaban en realidad, aunque se conformaban con los otros objetos entre tanto.

—¿A qué se refería con el gran premio?

—No lo sé. Nunca quiso entrar en pormenores. O puede que él tampoco los conociera. A Deng le gustaba tanto fanfarronear que era difícil estar segura de qué era lo que sabía y qué era lo que fingía saber.

—Es una idea interesante —dijo Yang—. Tal vez Deng y sus amigos decidieron ir a por ese gran premio en lugar de cumplir el encargo.

—No creo. Lo que le pasó fue debido a su estupidez y a la mala suerte. El karma. Al final pagó por sus crímenes. —Sansan cogió la bolsa con las posesiones que quería llevarse. La habitación estaba abarrotada de trastos, pero la mayoría daba la impresión de ser basura inservible—. ¿Me llevarán ahora al continente? Tengo que irme. Vendrán a por mí en cuanto averigüen que he hablado con usted.

Yang tiró la colilla al suelo y la aplastó con la punta del zapato. Después acompañó a Sansan arriba. Pan esperaba en la barca. El inspector le indicó que llevase a la chica junto al alcalde.

Era un día frío. Un viento desapacible agitaba la lona que protegía la cubierta de la lluvia. Bajo su sombra había por lo menos cuarenta personas ociosas, matando el tiempo. Jugaban a las cartas, contemplaban con fijeza sus móviles, se hacían leer las manos o quemaban dinero del más allá en abollados cubos de metal. «También los espíritus necesitan comprar ropa para el invierno», pensó Yang. El ferry de pasajeros era similar a los que recorrían antaño el río Amarillo. Cómo había terminado en el mar resultaba un misterio.

Llamó a Tian. Ya no se tomaba la molestia de responder con evasivas; últimamente ni siquiera aceptaba las llamadas. Era la confirmación de lo que sospechaba. No le habían enviado a resolver un delito. Le habían enviado al exilio.

—Eh, tú. ¿Eres el inspector que anda creando problemas?

Yang apartó su atención de la pantalla. A pesar del viento los jóvenes llevaban camisetas con las mangas cortadas para que sus tatuajes quedasen bien a la vista.

—Te mueves mucho, cabrón —continuó el que llevaba la voz cantante—. Nos ha costado dar contigo.

—¿Qué queréis?

—Tienes una bolita que no te pertenece. —El joven sacó una espada corta—. Dámela si no quieres enterarte de qué color son tus tripas.

El inspector miró hacia la escalerilla. Pan aún tardaría un rato en volver. Sacó el revólver y disparó al líder del grupo en la rótula derecha. Uno de sus compinches introdujo la mano en el bolsillo; el disparo de Yang le arrancó el bolsillo del pantalón, que salió volando junto con una pistola de gas y algunos dedos. El tercer miembro del grupo echó a correr hacia una escotilla y saltó en su interior. El inspector no trató de impedir que huyera.

—Perdí la bola hace unos días —mintió Yang al tiempo que arrastraba al joven herido en la rodilla por la cubierta—. Por lo tanto no puedo dártela. Es una pena.

Ayudándose con el hombro levantó al bravucón por encima de la borda y lo arrojó al agua. Acto seguido repitió la operación con el otro herido. Gritaba y pataleaba, pero Yang consiguió echarlo de todas formas.

—Los que crean problemas se van al mar, ¿no es cierto? —preguntó justo antes de dar el empujón definitivo.

La gente de la cubierta se había agolpado en el extremo contrario, abandonando los naipes, las hogueras, incluso los cuencos llenos de comida. Yang se guardó el arma con la intención de calmarlos. Luego volvió a coger el móvil.

—¿Eileen? Necesito que se ponga en contacto con nuestro amigo. El Jefe Guo, el contrabandista, está en paradero desconocido, pero puede que haya enviado algún mensaje recientemente que permita localizar su escondite. Y he oído hablar de un objeto que es mucho más valioso que los otros. Es probable que Li también haya oído hablar del mismo.

Colgó. La cubierta continuaba desierta en su mayor parte, como si el viento hubiera barrido a la gente igual que hacía con los envoltorios de caramelos. Yang se acercó a la borda para cerciorarse de que los jóvenes todavía se mantenían a flote. Era un espectáculo divertido verlos bracear, pidiendo a voces que les tirasen desde arriba un aro salvavidas, y el inspector se distrajo presenciándolo hasta que Pan fue por fin a recogerle.

—Hemos de darnos prisa —estaba diciendo Eileen—. La guerra tiene ocupados a sus mejores hombres, pero después de lo que ha pasado, los próximos que envíen serán buenos. No podrá librarse de ellos tan fácilmente.

—Lo sé.

Habían decidido que Eileen iría a ver a Li sola. Era preferible que actuaran cada uno por su cuenta hasta haber comprobado si realmente había alguien siguiendo los movimientos de Yang.

—Tendría que haberme quedado al margen —refunfuñó Eileen—. A este paso lo único que voy a conseguir es que le disparen un cohete a mi casa.

—Entonces hagamos lo que acaba de aconsejarme: démonos prisa. Así nos adelantaremos a sus acciones.

Se despidieron. Yang había explicado a Eileen lo que tenía que preguntar a Li, además de todo lo que a ella se le ocurriera. La mujer se iba con Pan. El inspector utilizaría un bote a motor alquilado a uno de los traficantes a los que extorsionaba el alcalde.

Yang descubrió pronto que manejar el bote era menos sencillo de lo que había supuesto. Estuvo muy cerca de chocar con el velero de Eileen antes de comprender que debía manipular el timón con más suavidad. Por si acaso decidió ir despacio. Las barcas de remo de los vendedores ambulantes le sobrepasaban y él respondía con la indiferencia a sus muecas burlonas. Se había echado encima un capote impermeable para pasar desapercibido. Parecía un regalo oculto bajo un pesado envoltorio verde, una sorpresa aún por desvelar.

La densidad de los barcos disminuía a medida que se acercaba a su objetivo. Era como llegar al campo tras un largo viaje atravesando los suburbios de una metrópolis. De repente estaba en un espacio ancho, tranquilo, aunque esa serenidad era engañosa. De haber acudido allí la semana anterior habría tropezado con la familiar confusión de buques amontonados, el persistente zumbido de los motores de gasoil, el enredo de canciones sonando a todo volumen, mezclándose para producir la sensación de que eran una sola, incomprensible e insoportable.

El pesquero continuaba atrapado en la llanura púrpura. Ya no se hallaba cerca del borde. Ahora había como mínimo una milla entre los cambiantes límites y el pesquero. La mancha continuaba expandiéndose.

Yang se quitó la ropa hasta quedarse en calzoncillos. Tenía la piel de gallina y se friccionó los brazos con las manos tratando de entrar en calor. Después de tirar el ancla ató una soga alrededor de su cintura y aseguró la otra punta al motor del bote. Solo le faltaba ponerse las gafas de bucear y reunir el valor necesario para saltar al agua.

«Debo de estar loco para hacer esto —pensó—. Pero estoy convencido de que algunas de las respuestas que busco están ahí abajo».

El agua estaba más fría de lo que se había atrevido a temer. Estuvo flotando un rato con la esperanza de que su cuerpo se aclimatase a la baja temperatura. Luego tomó aire y se zambulló.

Al abrir los ojos se llevó una sorpresa al descubrir que el fondo estaba muy cerca. La segunda sorpresa fue confirmar que el alcalde tenía razón: había una ciudad allí, sumergida, una somnolienta ciudad de provincias, con edificios bajos y avenidas desiertas. Cuando Yang volvió a la superficie se dio cuenta de que las estructuras lejanas que había tomado por plataformas petrolíferas eran los últimos pisos del puñado de rascacielos que presidieron el centro urbano.

Acercó el bote a la orilla de la mancha. Tuvo que forzarse a hacerlo; el olor a putrefacción de los peces muertos que la alfombraban era inaguantable. Casi resultó un alivio regresar al agua. Estaba helada, pero después de sumergirse no podía percibir olor alguno.

Las sucesivas zambullidas le convencieron de que tendría que nadar por debajo de la mancha para llegar al lugar donde se había estrellado el meteorito. No había nada de interés en su periferia. Pero primero subió a la barca para asegurarse de que la soga estaba bien atada. La posibilidad de extraviarse bajo aquella desolación púrpura le hacía estremecerse de terror. Cuando estuvo seguro de la firmeza de la cuerda rompió el precinto de la ampolla que había comprado a precio de oro. Según el vendedor ambulante, le permitiría nadar durante media hora sin necesidad de subir a tomar aire.

Mordió la ampolla tras sumergirse. Notó un sabor salino en el paladar y la angustia en sus pulmones se redujo al cabo de unos segundos. Solo tenía que acordarse de contener el impulso de abrir la boca y todo saldría bien.

Nadó por encima de las azoteas de los edificios, los vehículos abandonados, las farolas condenadas a iluminar una noche eterna. La ausencia de fauna marina resultaba inquietante. El único pez con el que se cruzó era una raya moribunda cayendo como un avión alcanzado por la artillería antiaérea. Las concentraciones de moluscos que alteraban el perfil de las construcciones tenían una apariencia inerte, sugiriendo que las conchas estaban igual de vacías que las construcciones sobre las que se habían asentado.

Yang echó de menos tener un reloj sumergible en la muñeca. El vendedor le había ofrecido uno, pero el precio hizo desistir al inspector de comprarlo. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido? ¿Diez minutos? ¿Quince? Sintió un tirón en la cintura. Había desenrollado por completo la soga, ya no podía ir más adelante.

Levantó la vista para descubrir a poca distancia los escombros de un edificio decapitado por un fuerte impacto. Y en el centro de una plaza cercana, el objeto que lo había golpeado: un globo del tamaño de un batiscafo, partido en dos porciones recubiertas por una especie de barro rojizo. El deseo de continuar luchó con la prudencia en la mente de Yang. Si se soltaba de la cuerda estaría en condiciones de alcanzar el meteorito. La cuestión era: ¿sería capaz de encontrar luego la cuerda?

De pronto reparó en algo que no había apreciado antes, al menos conscientemente. El agua en torno a él tenía un color extraño. Volvió la cabeza para asegurarse de que no se trataba de una falsa impresión y entonces, como un ciego que recobra inesperadamente el don de la vista, advirtió las barras de un púrpura tenue que le rodeaban. Surgían del suelo como fumarolas que se dirigían hacia la superficie transportando un cargamento incierto. Y ese suelo que era su origen estaba cubierto por el mismo barro que rebozaba la esfera partida por la mitad. Un barro espeso, encarnado, que palpitaba suavemente, como un enorme corazón extendido sobre el fondo marino.

Abrió la boca para chillar y el agua salada llenó su garganta. Retuvo la ampolla con la lengua en el último momento y comenzó a tirar de la cuerda para regresar al punto de partida. Cuando llegó al bote estaba medio ahogado; pasó un buen rato tosiendo, escupiendo agua, tratando de recuperarse. La marea púrpura se encontraba a sus espaldas, y pese a que estaba aparentemente quieta al inspector le pareció que latía sin descanso, ampliándose con cada latido.

Arrancó el motor y se marchó de allí a la máxima velocidad que podía alcanzar el bote. Y esta vez se cuidó mucho de mirar atrás.

—¿Qué le ha ocurrido? —se interesó Eileen al verle.

—Créame, se arrepentirá de haber preguntado si se lo cuento.

Yang calentó sopa de pescado en el microondas. La tomó a sorbos largos, quemándose la lengua; sin embargo, el frío continuó agazapado en su interior, abrazado a sus huesos. Aunque esa no era la única razón de que estuviera temblando.

—Tenemos que darnos aún más prisa de lo que pensábamos —dijo—. ¿Qué le ha contado Li?

—Su intuición era correcta. Li sabe dónde se esconde Guo. Pero ignora que hubiera un artefacto especialmente importante.

—Una de dos no está mal —se conformó Yang—. Deme la dirección de Guo, por favor.

—¿Quiere ir ahora?

—¿Por qué no? Ya le he dicho que tenemos que apresurarnos.

—Se ha levantado viento.

Yang alzó los hombros para dar a entender que el viento era la menor de sus preocupaciones. Se echó encima una manta y salió a la cubierta de esa guisa, como la caricatura de un anciano con pulmonía, incluyendo el castañetear de dientes.

Introdujo en su móvil las coordenadas que le había indicado Eileen. Transcurrieron unos minutos antes de que uno de los satélites que sobrevivieron a la guerra le señalase el camino. Pan estaba en paradero desconocido. No le apetecía volver a utilizar el bote alquilado, pero no tenía otro remedio. El mar había adquirido un desagradable tono grisáceo, moteado por las crestas blancas de las olas. Negros nubarrones surcaban el cielo, convergiendo para formar nubarrones más grandes y más oscuros.

Volvió a arroparse con el capote verde. Esta vez no era un disfraz sino una necesidad. Había empezado a llover. Una lluvia que silbaba con el viento, maligna. Montó en el bote e hizo lo posible para surcar el oleaje sin que la quilla rompiese contra las olas. Ya ni se preguntaba por la sensatez de su comportamiento. Según el budismo, todo lo que sucede es la consecuencia de algo y la causa de algo más, y Yang estaba convencido de que eran los acontecimientos de los meses anteriores los que le habían llevado allí, situándolo entre la espada y la pared, hasta que no tuviera otro remedio que actuar del modo en el que lo estaba haciendo.

La ruta que proponía el móvil atravesaba la marea púrpura. Yang la rodeó desdeñando las repetidas quejas de la voz mecánica que le impelía a avanzar en línea recta. Más tarde, al encontrarse de nuevo en unas aguas que no habían sido aún contaminadas, observó que estaba acercándose a las cimas de los rascacielos que vio antes de emprender la inmersión. Sobresalían del mar como señales indicadoras de un pasado muerto; absurdas islas de hormigón, arrecifes verticales, máquinas que habían retrocedido a la barbarie.

Cada bloque actuaba como gigantesco pilón para un puñado de barcos empequeñecidos por algunos ferris de carga oxidados que parecían los últimos guardianes de aquel reino sumergido. Unos puentes de cuerda unían rascacielos y embarcaciones, y Yang pensó que los pisos que continuaban sobre el nivel del agua debían de estar habitados. Los rayos de algunas linternas se desplazaban en la oscuridad y oyó fragmentos de una de las canciones sentimentales que los altavoces repetían por toda la ciudad como una ofrenda destinada a hacer la vida tolerable.

Las coordenadas estaban ocupadas por uno de los ferris de carga. Abajo había una plataforma a la que amarrar los botes. Una escalera metálica que rechinaba con cada paso permitió a Yang subir. La tormenta hacía que el buque se bandeara hacia los lados; el inspector se agarró con fuerza a la barandilla, pero uno de los tramos se soltó cuando tiraba de él para recuperar el equilibrio. Se golpeó el hombro contra el casco del buque, el inservible trozo de barandilla aún bien agarrado. Decidió conservarlo. Tal vez pudiera servirle de garrote.

La escalera terminaba en la superestructura del ferry. Yang entró sintiéndose contento de tener un techo sobre su cabeza. Estaba totalmente empapado y temblaba de frío. Fuera arreciaba la lluvia y el encrespado mar cubría de espuma cualquier obstáculo que se alzase en su camino.

Le extrañó que el buque estuviese tan silencioso. No había nadie ocupando los catres y bancos que atestaban el puente de mando. Cuando tocó los parches de las sábanas con la punta de los dedos notó la tibieza heredada de unos cuerpos repentinamente ausentes. Y en el aire flotaba el aroma de una especialidad de Sichuan que ninguna persona visible estaba comiendo. Quizá fuese la tormenta la que había vaciado el lugar. O quizá fuera la llegada de Yang.

El primer disparo rozó la nuca del inspector. Una línea dibujada con fuego en su cuero cabelludo y luego un pegajoso flujo de sangre remansándose en el cuello de su camisa. Se tiró al suelo y comenzó a arrastrarse detrás de uno de los catres. El armazón de madera era demasiado endeble para detener una bala, pero era la mejor barricada a la que podía aspirar.

—¡Solo quiero hablar con el señor Guo! —gritó el inspector. No veía a sus atacantes. Los disparos atravesaban las ventanas abiertas junto con las rachas de lluvia—. ¡Una simple conversación, nada más!

—¿Quién coño es el señor Guo? —le respondieron.

No quería malgastar balas disparando sin ton ni son. Estuvo fijándose hasta apreciar el fogonazo que delataba a uno de los tiradores. Disparó en su dirección casi al mismo tiempo que una astilla procedente del catre destrozado se le clavaba en el cuello.

—¡No vas a escapar, hijo de puta! ¡Estás atrapado!

De repente escuchó una detonación más ronca que las anteriores y el caos se desató en el cuarto. Muebles rotos, pintura pulverizada, esquirlas de cristal volando como afiladas cometas. El interior del compartimento parecía una de esas bolas de Navidad que al ser sacudidas se llenaban de nieve en suspensión.

Decidió aprovechar la confusión para dejar los restos de su parapeto. Saltó sobre las ruinas del mobiliario mientras otros tiradores probaban fortuna. Allí estaba perdido; tenía que huir. Y el único camino que conocía era el que ya había utilizado. Tras él se iba repitiendo, idéntica, la misma devastación: apenas cruzaba los compartimentos un proyectil de gran calibre los demolía, siempre una décima de segundo tarde, aunque no podía confiar en que el dueño del arma fuera a retrasarse siempre. Por si acaso corrió tan deprisa como resultaba posible considerando el desorden de los cuartos. Aparte del pesado rifle, tal vez una de las baratas e ineficaces armas antitanque que se habían popularizado en los meses finales de la Gran Guerra, seguía sus pasos el tembloroso lucero de un punto de mira láser, surcando las paredes como el dedo acusador de un espíritu rencoroso.

Yang se dio cuenta de que la mayor parte de los disparos procedían del edificio al que estaba amarrado el ferry. No era, desde luego, un tiroteo casual provocado por la paranoia de los habitantes del barco. Se trataba de una emboscada en toda regla, a la que solo por casualidad había sobrevivido hasta entonces. Continuó corriendo y al encontrarse de bruces la escalera que utilizó para subir se detuvo. También los disparos habían cesado. Debían de estar esperando a que saliera al exterior para acribillarle con toda tranquilidad.

Pasaron los minutos. Yang adoptaba posturas de velocista, pero sin llegar a iniciar la carrera hasta el bote. Se detenía un instante antes de lanzarse hacia delante, diciéndose que era preferible aburrir a los francotiradores, aguardar a que perdieran la concentración, aunque no tuviese forma alguna de saber cuándo había llegado ese momento. Un relámpago le sugirió la solución. El siguiente fue más deslumbrante y Yang lo aprovechó para saltar a la escalera. El trueno posterior ahogó el repique de sus pisadas en los peldaños, ahogó incluso la andanada del único cazador que advirtió su salida. Yang saltaba los escalones de tres en tres, bajando a tal velocidad que tenía la impresión de volar o de haberse convertido en un saltamontes gigante capaz de brincar sin descanso y sin equivocarse. Pero era un espejismo; resbaló en los escalones mojados y el dolor le hizo temer que se hubiera roto la rabadilla. Apretó los dientes para levantarse y reanudar la carrera. Solo le quedaban dos tramos de escalera por recorrer y no iba a dejarse matar estando tan cerca de la salvación.

El bote estaba todavía atado a la plataforma. Sin embargo un hombre tapado con el capote verde de Yang trataba de deshacer el nudo y llevárselo. El fragor de las olas impedía que se percatara del loco descenso del inspector por la escalera.

Yang se le echó encima en cuanto se acercó lo suficiente. Usó el trozo de barandilla para golpearle en la sien y el hombre dejó de forcejear en el acto. Se disponía a registrarle cuando el batir de las balas en el agua indicó a Yang que por fin le habían localizado. Tuvo que usar al desconocido como escudo humano en tanto ponía en marcha el motor y se alejaba del ferry. No sabía qué alcance tenían los fusiles que estaban utilizando. Por si acaso conservó el peso del hombre sobre su lomo hasta que las cimas de los rascacielos se convirtieron en siluetas inidentificables, muñones de sombra confundidos con la oscuridad que traía la tormenta. Luego tendió al desconocido en el fondo del bote. Estaba muerto. Presentaba varios impactos de bala en la espalda y Yang dio gracias a Buda por que los proyectiles se hubieran detenido ahí en vez de proseguir su camino.

Quitó el agujereado capote al cadáver para ponérselo él. Estaba herido, le dolían partes de su cuerpo cuya existencia ignoraba y tenía que cruzar un mar enfurecido para volver al velero de Eileen. «Si hubiera supuesto siquiera que este iba a ser el resultado le habría dado al comisario su porcentaje de los sobornos sin quitarle ni un solo renminbi —pensó Yang—. ¿Qué digo su porcentaje? Le habría dado el doble de lo que le corresponde».

Trepó a la cubierta de la casa flotante de Eileen sin avisar de que había llegado. Caminaba de puntillas y así sorprendió a la mujer sentada en un taburete, zurciendo sus medias.

—¡Qué susto me ha dado! —exclamó ella al verle—. ¿Se puede saber por qué se acerca a hurtadillas, como un ladrón?

Antes de contestar Yang comprobó que Eileen no tuviera ningún arma a su alcance. Él llevaba el revólver en la mano derecha, por el momento apuntando al suelo.

—Lea esto, ¿quiere?

Dio a la mujer el móvil que le había arrebatado al cadáver. Revisando los mensajes recibidos Yang descubrió que el más reciente anticipaba la próxima visita del asesino del hermano Zheng, dispuesto a matar también al hermano Xi, fueran quienes fuesen esos dos. El mensaje había precedido en una hora la aparición del inspector. Suficiente para preparar la emboscada.

—¿Cree que el mensaje es mío? —dijo Eileen escandalizada—. ¿Me está acusando de haberle traicionado?

—Usted sabía que yo iba a ir allí —contestó Yang con fingida calma.

—Mire el remitente. ¿Acaso es mi número?

—Es un remitente oculto.

—Déjeme ver.

Eileen volvió a examinar el móvil. Susurró una orden tras otra sin encontrar lo que buscaba.

—¿Cómo lo ha desbloqueado?

—Hay un código especial que desactiva la configuración de seguridad de cualquier aparato, sin importar la marca —explicó Yang—. El gobierno obliga a todos los fabricantes a incluirlo.

—¿Y el código no sirve para desenmascarar el remitente?

Yang hizo la prueba, pero el remitente continuó siendo un misterio.

—Supongo que solo funciona con lo que el móvil envía, no con lo que recibe.

—Entonces revise el mío.

Al terminar Yang le devolvió el aparato con un gesto exasperado. Aunque Eileen hubiera borrado el mensaje después de enviarlo, en el registro interno debería de haber quedado una marca. Y no había ninguna.

—Parece que le molesta que no le haya traicionado —comentó la mujer con sorna.

—Lo que me molesta es ignorar quién lo ha hecho. Estoy harto de misterios.

—Este no es difícil de aclarar —suspiró Eileen—. Ha sido Li.

—¿Cómo está tan segura?

—Es sencillo. Aparte de mí, solamente él sabía dónde iba a ir usted. Demonios, si fue Li el que me dio la dirección.

—Que era incorrecta, por cierto. Allí no conocían al señor Guo.

Yang se sirvió una taza de té, pero antes de beber la sostuvo a la altura de su pecho, pensativo, disfrutando del calor que vivificaba su piel entumecida.

—Joder, el hijo de puta nos la ha jugado —dijo—. ¿Por qué lo habrá hecho?

—Tendrá que preguntárselo a él.

—Voy a hacerlo. Claro que sí.

Apuró el té y fue hacia la escalerilla. Eileen le cogió del codo para contenerlo.

—¿Adónde va?

—Ya se lo he dicho. Voy a interrogar a Li.

—Es un milagro que haya conseguido regresar en el bote con este tiempo. Inténtelo de nuevo y los únicos a los que tendrá la oportunidad de interrogar serán los peces.

—No puedo esperar —repuso Yang—. Li se largará en cuanto averigüe que he sobrevivido a la trampa.

—Es cierto. Pero no irá en el bote.

Eileen subió sin haber llegado a explicar cuáles eran sus intenciones y Yang se quedó abajo sirviéndose más té. Necesitaba una ducha caliente y ropa seca, y tuvo que conformarse con lo segundo. De todas formas era un alivio llevar una camisa limpia por primera vez en varios días. Se lavó las heridas con agua dulce; a falta de alcohol tuvo que emplear aguardiente para desinfectarse los arañazos.

De pronto el velero sufrió un estremecimiento mayor que los que ya provocaba el oleaje. Yang oyó un motor que se ponía en marcha quejándose y mascullando, como si despertase de un prolongado sueño. Ascendió por la escalerilla y vio a Eileen tras el timón, tratando de aproar el velero en la dirección que ella quería.

—No sabía que aún pudiera navegar.

—Por supuesto que puede —gruñó Eileen—. Y antes de que lo pregunte, le diré que sé manejarlo. Yo fui la que lo trajo aquí. En aquella época parecía una buena idea.

Yang renunció a poner en duda las habilidades como marino de Eileen. Apenas se apreciaba nada al otro lado de las ventanillas. Mar y cielo confundidos en una mancha borrosa y de tanto en tanto las luces de otro barco cabeceando en dirección contraria, hacia la orilla.

—Ojalá no sea un tifón —dijo Eileen—. Con una tormenta normal puedo apañármelas, pero si es un tifón hace horas que tendríamos que haber bajado a tierra.

—El Servicio Meteorológico habría lanzado un aviso si fuese un tifón.

—Al Servicio Meteorológico le importa una mierda. Utilizan canales codificados para emitir los partes de verdad y en los canales abiertos solo cuentan gilipolleces para entretener a los viejos. En el fondo el gobierno está deseando que nos hundamos. Se quitarían un problema de encima sin hacer ningún esfuerzo.

Eileen se las arreglaba para navegar hacia el norte, pese a que el viento y las olas los empujaban hacia el este. Yang se sentía revuelto, pero sin ganas de vomitar. Quizá era el temor, o el asombro, los que sujetaban su estómago. Más allá de las cortinas de agua que se deslizaban por las ventanas veía las calles de la ciudad deshaciéndose como un juego de construcción pateado por un niño, las balsas chocando unas contra otras, llenando el mar de planchas de madera y bidones mientras las embarcaciones a motor, cargadas hasta los topes de personas y enseres, trataban de escapar de aquel inmenso naufragio.

—Ahí está —dijo Eileen entre dientes—. Suerte que no anda lejos.

El yate también estaba pasando por graves dificultades. Su bosque de antenas había sido talado casi por completo y el casco se sacudía con las arremetidas del mar como un boxeador a punto de besar la lona. Eileen consiguió a duras penas abarloar el velero al lado de la otra embarcación. Luego se dirigió a Yang:

—Buena suerte.

—¿No viene conmigo?

—¿Y dejar mi casa sola? Si suelto el timón un segundo acabaré en las Filipinas.

Agua, viento y oscuridad golpearon a Yang cuando abandonó la protección de la carroza. La separación entre los barcos variaba continuamente con los bandazos de ambos, de modo que aguardó a que las olas los acercasen para salvar la distancia de un salto. Las antenas mutiladas le frenaron, haciéndole a cambio un feo corte en la mejilla. Se limpió la sangre con el dorso de la mano y corrió hacia la trampilla. No estaba cerrada por dentro; cuando tiró del pestillo se levantó sin dificultad.

El aire recalentado suponía un agradable contraste con la humedad del exterior. Yang bajó dos peldaños y se detuvo en seco. Li se encontraba un poco más abajo, tirando de un arcón y maldiciendo. Llevaba puesto un chaleco salvavidas manchado de vómito y el olor indicaba que había mucho más enfriándose en el suelo de la estancia de la que procedía.

Los dos hombres se miraron a los ojos, pero Li no reaccionó del modo que Yang imaginaba.

—¡Es por su culpa! —chilló—. Siempre escucho los partes meteorológicos de la Marina, menos esta semana. ¿Y por qué? ¡Porque me han distraído! ¡Ustedes dos me han distraído con sus tonterías!

—Vaya, lo siento —replicó Yang. Apuntó con el revólver al joven—. Aunque me temo que voy a tener que seguir fastidiándote.

Li miró alrededor, tratando de localizar un arma. Yang amartilló la suya.

—No eres lo bastante rápido, chaval.

El joven tuvo que apoyarse en la pared para mantenerse en pie. Yang aprovechó la ocasión para bajar los peldaños que le quedaban y apoyar el cañón del revólver en la frente de Li.

—¿Quién te encargó tenderme una trampa?

—Nadie.

Golpeó al joven en el estómago. Al erguirse de nuevo sus ojos brillaban con odio.

—Nadie —repitió—. Lo hice porque quise.

—¿Por qué?

—Me estaba poniendo en peligro. Tenía que protegerme.

—Pues te salió mal.

—Ya lo veo.

Yang observó que Li no soltaba el asa del arcón pese a que tenía problemas para conservar el equilibrio. Su mirada provocó la alarma del chico, que apretó el asa con mayor fuerza mientras trataba de disimular su nerviosismo.

—¿Qué hay ahí para que quieras llevártelo con esta tempestad? No parece una carga fácil de transportar.

—¿Es que piensa robarme?

—Haré lo que considere oportuno —dijo Yang—. ¿Sabes cuál es la pena por intentar asesinar a un policía? Podría ejecutarla yo mismo, aquí y ahora. La ley me ampara.

—Su ley no tiene valor aquí.

—Mi revólver afirma lo contrario. ¿Y tú? ¿Cuál es tu opinión?

Li asintió a regañadientes.

—Vamos, abre el arcón.

Tuvo que insistir varias veces hasta que Li, al borde de las lágrimas, aceptó introducir la combinación en el candado electrónico. Dentro del baúl había una gran bolsa de plástico rellena de algo que parecía más plástico enrollado. Yang iba a agacharse para tantear el bulto cuando apreció una débil fosforescencia en el interior del paquete. Y gracias a esa vaga luz llegó a reconocer una figura encogida, como el modelo a escala de un embrión.

—¿Qué es esto? —jadeó.

—Podemos repartirnos el dinero —sollozó Li—. Sacaremos bastante para los tres.

—¿Qué es?

Li cerró los ojos. Su enfado se había transformado en desesperación.

—Debe de ser el piloto.

—¿El piloto? ¿El piloto de qué?

—Lo encontré flotando —explicó Li—. Yo fui uno de los primeros en enterarme de la caída del meteorito. Yo recibo todos los mensajes, ¿entiende? Me entró curiosidad. Me acerqué a ver qué había ocurrido y ahí estaba, flotando como un recién nacido, como si fuera el hijo del mar. Y me quedé con él. No hace nada, está dormido o en hibernación, no lo sé, pero da lo mismo. En el continente nos pagarán lo que pidamos. Hay millonarios que tienen zoológicos privados y que compiten por reunir los ejemplares más raros. Por este ofrecerán auténticas fortunas.

—¿Y por qué no lo has vendido ya?

—Lo hubiera hecho, pero se interpusieron los otros objetos. Yo no llegué a verlos, supongo que salieron del meteorito después de que escapara el piloto. Esos fueron los que estropearon mis planes. Todo el mundo se volvió loco buscándolos y yo no podía hacer ningún movimiento extraño sin despertar sospechas. Por eso me puse a difundir rumores. Para que las tríadas fueran de un lado a otro chocando como moscas sin cabeza y no se dieran cuenta de que yo me había largado.

Yang miró el contenido del paquete con atención. Parecía insignificante, incluso después de las explicaciones de Li. Un juguete de goma, quizá, alimentado por pilas. Pero Li no se habría puesto tan nervioso ni habría provocado una guerra entre bandas por un simple juguete.

—Vamos a llevárnoslo —dijo el inspector, confundido por el giro de los acontecimientos—. Seguiremos hablando cuando estemos en un lugar seguro.

Los dos juntos subieron el arcón por las escaleras. Yang se tranquilizó al comprobar que el barco de Eileen aún estaba a sotavento del yate. Bien era cierto que no había otros motivos para sentirse tranquilo: el vendaval aullaba sobre sus cabezas igual que una manada de lobos y las olas parecían muros de un verde negruzco que se alzaban para limpiar de parásitos la superficie del mar. Li le señaló una polea giratoria y una soga. Aseguraron el arcón y luego Yang utilizó su móvil para llamar a Eileen y que recibiera la carga. Con aquel viento ensordecedor era inútil gritar. Apenas oía las indicaciones de Li, a pesar de tenerlo a su lado.

Tuvieron que hacer varios intentos lanzando el baúl como si fuese el cebo suspendido de una caña de pescar hasta que Eileen pudo atrapar y cortar la cuerda para hacer que cayera en la cubierta del velero. Las dos embarcaciones estaban pegadas, unidas en un abrazo de conveniencia por la acción del oleaje. Li y Yang saltaron al velero y pusieron a buen recaudo el arcón. Eileen había vuelto al timón con el propósito de separar su barco y el de Li.

—Sí que es un tifón —aseguró cuando Yang se reunió con ella. Enseguida añadió—: Estamos muertos.

—Aún no.

—¿Qué se apuesta?

El inspector se sorprendió observando los remaches del casco con el temor de que fuesen a salir disparados. Se preguntó si el velero estaría bien construido. El motor protestaba ásperamente, pugnando por vencer la resistencia del agua, al tiempo que las pertenencias de Eileen rodaban por los camarotes, confundidas en un ruidoso montón. Li se había refugiado debajo de la única mesa que estaba atornillada al suelo. Con su chaleco de color naranja era el único elemento fijo, rodeado por los woks y las cajas de zapatos que se deslizaban incansablemente hacia una u otra esquina.

Escuchó un fuerte crujido y el barco se enderezó lentamente. Sin embargo cada victoria era temporal. Otra embestida y el velero volvía a inclinarse con brusquedad, las referencias volvían a mezclarse, los nudillos de Yang volvían a emblanquecer con el esfuerzo de sujetarse al quicio de una puerta. Las exclamaciones de Eileen eran la única información que recibía. Si eran insultos, significaba que había perdido el rumbo; si eran muestras de alegría, significaba que lo había recuperado. Pero raramente permanecía callada mucho rato. Así que cuando el silencio comenzó a dilatarse en la cabina, Yang hizo un esfuerzo para levantarse e ir a ver cuál era la causa.

—¿Sucede algo malo? —preguntó con un tono de voz que pretendía ser despreocupado.

Eileen no le contestó. Apuntaba con el dedo hacia el exterior, y al dirigir su mirada hacia aquel punto Yang tuvo la impresión de que el océano estaba separándose del lecho marino en un absurdo intento de alcanzar las nubes. Nunca había visto una ola de ese tamaño. Una increíble cantidad de basura y embarcaciones destrozadas adornaba la cresta como una corona hecha de retales.

—Oh, no —musitó.

—Si es usted creyente, aproveche para rezar. Yo ya lo he hecho.

Se cogieron de las manos. Yang trató de mantener los ojos abiertos hasta el final sin conseguirlo. Experimentó un golpe brutal en las costillas y al instante siguiente estaba inmerso en agua revuelta que le zarandeaba implacablemente. El velero se había desintegrado; al abrir los ojos solo vio una oscuridad verdosa y turbulenta. Se volvió para mirar a Eileen. Seguía agarrada a él, muy pálida y todavía consciente.

De repente pasó flotando por delante de ellos una visión inquietante. El extraño embrión estaba ascendiendo envuelto en una luminosidad lechosa, librándose mientras subía de las capas de plástico que lo habían retenido hasta revelar la forma inicial, pura, insensible, animada por una fuerza sin origen aparente. Después desapareció como un viajero que continuaba su periplo tras compartir con Yang y Eileen una parte del mismo. El inspector trató de perseguirlo intuyendo que aquella era la dirección de la salvación. Pero las aguas que no habían supuesto obstáculo alguno para el visitante se opusieron violentamente a sus esfuerzos.

Comenzaba a hacerse a la idea de que iba a morir ahogado cuando notó una vibración en su bolsillo. Aquella blancuzca fosforescencia se había trasplantado a sus pantalones y estaba tirando de Yang hacia arriba. Recordó que tenía allí guardada la bola; parecía haberse activado repentinamente para imitar el comportamiento del objeto semejante a un embrión. Y tal y como ocurriera con este, el mar embravecido no le afectaba en lo más mínimo. Ascendía arrastrando a Yang y a Eileen a un ritmo parsimonioso pero constante, ajena a las corrientes que estrellaban los barcos que acababan de hundirse contra los edificios sumergidos.

Él se esforzó por retener a la mujer a su lado al tiempo que intentaba dominar el dolor en sus pulmones clavándose las uñas en la palma de la mano libre. La tenía llena de sangre en el momento en el que llegaron a la superficie. Eileen había perdido el conocimiento. Su corazón latía débilmente y Yang la agarró por la cintura para evitar que las olas pudieran separarlos. No se atrevía a coger la bola; pensaba que hacerlo podía deshacer el hechizo que los había salvado. Se conformó con nadar hacia donde creía que estaba la tierra firme, temiendo a cada brazada que el mar volviese a engullirlos. No lo hizo. Una barrera los separaba de la tormenta, algo invisible e impalpable que domaba las aguas, creando un espacio en calma en torno a ellos.

Tardaron una eternidad en llegar a la playa. Yang tumbó a Eileen en una explanada protegida por los restos de un rompeolas y luego se tendió a su lado. Tal vez durmió. No recordaba haberse adormilado, pero de repente la luz era distinta. Se hacía de noche. El viento había cesado y unos débiles rayos de sol atravesaban las nubes hechas jirones.

Se levantó. La playa parecía un campo de batalla abandonado. Embarcaciones embarrancadas, apiladas como los invitados de una sórdida bacanal, en medio de sus hermanas hechas pedazos. Y había mucho más. Ropas, chatarra, cadáveres de personas y animales, electrodomésticos, vallas, muebles, toda clase de enseres abollados, irreconocibles. La costa, hasta donde Yang podía distinguir, era el vertedero en el que la ciudad entera había sido echada de golpe a la basura.

Tampoco vio rastro alguno de las cabañas. Debían de haber sido aplastadas por alguno de los barcos que la tempestad lanzó contra la orilla. Buscó trozos de madera que estuvieran un poco menos húmedos que el resto y los apiló para hacer una hoguera con su mechero. No había encontrado ningún otro superviviente. Un silencio atroz sojuzgaba la playa, punteado por los ladridos ocasionales de un perro que insistía en permanecer escondido, temiendo acaso la reanudación de la catástrofe.

Eileen despertó cuando estaba ya anocheciendo. En sus ojos Yang observó una repetición del horror que él mismo había experimentado al contemplar aquella devastación. Pero se adaptaría, igual que lo había hecho Yang con el transcurso de las horas. El ser humano es capaz de acostumbrarse a cualquier cosa.

—¿Hay alguien más con vida? —preguntó ella.

—No he visto a nadie.

—¿Y nosotros? ¿Cómo es que…?

—Ha sido esto. Esto nos ha salvado. —Yang extrajo la bola del bolsillo—. Parece que es la versión perfeccionada de un chaleco salvavidas.

—¿Es uno de los objetos?

—Sí.

Ella asintió como si hubiera perdido la capacidad de sorprenderse por nada. Yang señaló entonces el bulto gelatinoso que había descubierto mientras recogía madera para la fogata.

—Y eso debía de ser la versión perfeccionada de un bote salvavidas.

—¿A qué se refiere?

—Era lo que escondía Li. No me dio tiempo a contárselo. Creo que el piloto estaba ahí dentro. —Yang miró brevemente hacia arriba—. Pero ya no está. Se ha ido.

—¿El piloto? ¿Quiere decir que el meteorito era en realidad…?

—Exacto.

—Joder. —Eileen rió entrecortadamente—. Joder. Es de locos.

—Sí, de locos.

La oscuridad fue extendiéndose sobre la costa. Yang estiró el cuello para descubrir algún destello de luz, una lejana promesa de compañía que le hiciera dejar de tener la sensación de que Eileen y él eran las dos últimas personas sobre la tierra.

—Habrá que esperar a los equipos de emergencia —dijo el inspector—. Mi móvil se ha estropeado.

—¿Equipos de emergencia? —Eileen sacudió la cabeza—. No vendrán. No les importa. Lo que ha ocurrido hoy ni siquiera saldrá en las noticias.

—En ese caso tendremos que arreglárnoslas solos.

—Al menos tenemos uno de los objetos. Y el bote, o lo que sea. Aunque esté vacío seguro que vale un buen dinero.

—Primero habrá que ir a un sitio civilizado.

—Tendrá que llevarme en brazos —bromeó Eileen—. En los últimos diez años no creo que haya caminado más de cien metros seguidos.

—Por la mañana buscaremos una bicicleta —murmuró Yang—. Con un poco de suerte encontraremos una que esté en buen estado.

—Tampoco sé montar en bicicleta. —Eileen adelantó la mano para rozar la bola con la yema de los dedos—. Da igual. Tenemos esto. Somos ricos.

El inspector sopesó la esfera. Seguía siendo extrañamente pesada cuando estaba fuera del agua. Pensó en lo que podría conseguir con el dinero que les proporcionase su venta en el mercado negro: deudas saldadas y la posibilidad de ser feliz junto a Maaja. Pero entonces reconoció un reflejo púrpura en las olas que lamían la playa, un instante antes de que sol terminara de ocultarse tras el horizonte.

—Sí —aceptó Yang—. Aunque presiento que no vamos a tener mucho tiempo para disfrutar de nuestro dinero.