Cabalgaba a través de las tierras bajas, sobre las que el trote del caballo iba dibujando una estela de polvo seco. Un inflamado sol carmesí se sostenía sobre el horizonte como un ojo magullado del que brotaban lágrimas amarillas y azules entre zarcillos de nubes blancas de textura purulenta. A lo lejos, un grupo de hombres estaba ahorcando a un Osama. Detuve mi caballo en la cima de la colina para observarlos. Se encontraban demasiado atareados, embriagados por la sensación de poder y la emoción del momento, para percatarse de mi presencia.
Craso error.
Debían de ser siete. Vestían andrajos verdes, una suerte de uniforme. El Osama se hallaba en medio del grupo, que había formado un círculo en torno a él. Uno de ellos llevaba una cuerda. La pasó sobre una rama. Había un árbol, el único en varios kilómetros a la redonda. Al segundo intento, la cuerda se agarró. El Osama —un ejemplar joven, de barba morena y lustrosa, que agitaba con fuerza sus brazos nervudos— oponía resistencia. Finalmente los hombres lo redujeron. Le pusieron la soga al cuello. Estaban demasiado ocupados como para mirar hacia arriba y, de todos modos, el sol comenzaba a ocultarse. No podía oírlos, me encontraba demasiado lejos. Me preguntaba qué estarían diciendo y en qué idioma. Tenían un aspecto desaliñado y llevaban la barba desgreñada. Casi podía percibir el hedor de sus cuerpos desaseados. Me puse derecho. Colgaron al Osama y tensaron la cuerda.
Lo tenía en mi campo de visión. Respiré hondo y expulsé el aire despacio mientras enfocaba la vista y ejercía cada vez más presión con el dedo sobre el gatillo, hasta que, con una exhalación contenida, lo apreté hasta el tope. El revólver se accionó. El estruendo del disparo resonó en mis oídos. Se alejó rápido, pero no más que la bala.
El proyectil alcanzó la cuerda y la cortó. El Osama cayó al suelo. Lo necesitaba vivo. Los captores reaccionaron de un modo casi cómico. Miraron perplejos a su alrededor, el rostro retorcido por un gesto de desconcierto. Monté de nuevo sobre el caballo y emprendí un galope sostenido hacia ellos con el arma en ristre. No me di prisa. No era necesario.
Me vieron llegar. No portaban armas, pues de lo contrario ya las habrían utilizado. Se quedaron mirándome, siete hombres corpulentos, combativos y agotados que de pronto ya no sentían el menor deseo de seguir peleando. El Osama yacía en el suelo, entre ellos, que apenas si se movían mientras me veían acercarme.
Cuando me situé a su altura, me detuve. Me escrutaban con la mirada. Ninguno de ellos se movió. Uno, el que se encontraba más cerca de mí, me miró con aire pensativo durante un largo instante, tras el que escupió en el suelo, expeliendo de su boca un cordón alargado y espeso que produjo un ruido acuoso al impactar contra la tierra.
—Apartaos —les ordené.
No me hicieron caso. Les mostré mi revólver, argumento que por lo general servía para zanjar cualquier disputa.
—Lo siento, muchachos —dije—. Es mío.
Sus expresiones cambiaron. Resentimiento. Decepción. Me resultaba imposible interpretar sus gestos, pues llevaban demasiado tiempo viviendo como salvajes. No sabía si entendían lo que les decía. No quería matarlos. No me habían contratado para eso.
—Es mío —repetí. Toqué la culata del revólver para enfatizar mis palabras. Aun así, se negaban a hacerse a un lado. El Osama permanecía inmóvil en el suelo, aunque podía ver que todavía respiraba.
El hombre más cercano a mí habló.
—Uno —dijo. Era evidente que le costaba articular las palabras—. Uno… hombre. —Miró a sus compañeros y los señaló con el dedo como si estuviera construyendo una oración compleja—. Se… Siete —prosiguió. Parecía orgulloso—. Siete hombre —informó.
Asentí y le mostré mi revólver de nuevo.
—Un revólver —dije. Señalé al grupo con la barbilla—. Ningún revólver —les recordé.
Les costaba tanto dar con una solución que casi podía ver el humo saliendo de su sesera. En ese momento parecieron intercambiar un mensaje mudo.
—Uno… Osama —dijo el hombre por fin en representación del grupo. Señaló el horizonte con un gesto impreciso, hacia el este—. Muchos… Osama —sugirió con tono esperanzado.
Me encogí de hombros. Solo me pagarían por este.
—Mío —me limité a decir. Los hombros del portavoz se hundieron—. Tened —añadí. Abrí la alforja. Me miraron sin hacer movimiento alguno. Saqué un bulto. Lo desenvolví despacio y les mostré el contenido. Media barra de pan y un trozo de queso amarillo y duro.
—Comida —dijo el hombre más cercano a mí. Los demás repitieron su observación, uno tras otro, de tal forma que la palabra viajó en círculo por todo el grupo—. Comida… —El sol se ponía cada vez con más premura. El Osama respiraba silenciosamente en el suelo.
Envolví el bulto y se lo lancé. El hombre más cercano a mí lo cogió.
—Comida —dijo.
—Idos —indiqué.
Asintió. Le respondí con el mismo gesto. Señalé con la cabeza al Osama tendido en el suelo.
—Mío —dije.
—Tuyo —declaró el hombre más cercano a mí. Aguardé. Se encogió de hombros y escupió en el suelo de nuevo. A continuación el grupo se dispersó y se alejó del Osama tendido, caminando despacio hacia el sol poniente. Esperé a que desaparecieran. Desmonté y me acerqué al Osama. No dejaba de apuntarlo con el revólver. Abrió sus ojos brillantes y me miró. No acertaba a identificar lo que se destilaba de ellos. Odio, confusión o resignación. Su mirada era demasiado extraña para interpretarla con certeza.
—Ponte boca abajo —le ordené. No se movió—. ¡Obedece! —Le asesté una patada. Se dio media vuelta. Le cogí las manos, se las puse a la espalda y se las até con la cuerda que había quedado allí olvidada. El Osama aún tenía la soga al cuello. Le sujeté las piernas. Le metí un trapo en la boca. Una vez inmovilizado, lo levanté. Pesaba poco, como todos los demás. Lo eché sobre el caballo, detrás de la alforja. Monté. El animal relinchó. Le di una palmada.
Cabalgamos hacia la noche, el caballo, el Osama y yo.
El pueblo, si aún podía considerarse tal, se llamaba Ninawa. De los edificios solo quedaban los esqueletos, que ya no albergaban ningún rastro de vida. De camino al pueblo me encontré con un Osama colgado de un árbol. Los edificios, quemados y bombardeados, se hallaban medio derruidos, aunque podía verse que se habían realizado algunas obras de reconstrucción, de tal modo que una gran arteria corría ahora entre las ruinas, donde las casas de madera se elevaban entre los antiguos edificios de hormigón. Había una posada y un cartel pintado a mano donde un hombre estaba siendo devorado por una ballena. Entré en el pueblo. Los habitantes me miraban inquietos desde los porches de madera. Cuando miré hacia las ventanas del burdel, vi que alguien se apresuró a correr las cortinas. Seguí adelante, hasta que llegué a la oficina del sheriff. La puerta tenía por único distintivo una estrella y, junto a esta, una tosca luna creciente. El sheriff salió a recibirme. Era un hombre gordo ataviado con un uniforme militar andrajoso que una vez estuvo limpio. Al verme, escupió. Mascaba tabaco. Tenía los dientes sucios.
—¿Es este? —preguntó.
Asentí. No parecía muy interesado, pero se acercó. Levantó la camisa del Osama, lo cacheó, encontró la marca, hizo un gesto de aprobación con la cabeza y escupió otra vez. Desmonté, descargué al Osama y lo dejé tendido sobre la tierra frente a la puerta del sheriff. El Osama me miraba en silencio. El sheriff regresó al interior de su oficina, volvió a salir con una bolsita de cuero en la mano y me la lanzó. Oí tintinar las monedas. Cogí la bolsita y me la guardé. El sheriff separó los labios en ademán de decir algo pero después cambió de opinión. Asintió. Le devolví el gesto. Subí de nuevo a mi montura, cabalgué hasta la posada y até el caballo allí. Entré y pedí un trago.
Ayer por la mañana recibí la copia para revisión de Osama. La sostuve entre mis manos, desplegué sus páginas, las acerqué a mi rostro y aspiré su aroma. Olían a papel. Comencé a escribir esta historia en Jaffa, pero ahora resido en Surrey, a las afueras de Londres, y hay un zorro sobre el tejado bajo el cobertizo del jardín, donde permanece inmóvil, observando. Aquí el aire es mucho más fresco, tanto que ya casi no recuerdo el calor asfixiante que hacía en Jaffa. Estaba aquí cuando se produjo el atentado de King’s Cross. Ese día E--se habría encontrado de camino al trabajo, pero se hallaba fuera de la ciudad porque debía ir a una entrevista. Mi amigo S---, también escritor, había venido a Londres ese día para asistir a un congreso. Me contó que su avión permaneció volando en círculos sin que les explicasen por qué. Una vez que aterrizaron, el capitán les dijo que había tormenta, por lo que se aconsejó a los pasajeros que utilizasen paraguas.
Eran tres y me estaban esperando. El bar contaba con una alargada barra de madera. En el ambiente sombrío flotaba un olor acre a cerveza derramada, humo y sudor. De la pared colgaba una bandera con demasiadas estrellas. Las paredes de piedra permitían que el interior permaneciera fresco. Había varias mesas bajas de madera pero solo un hombre sentado, de espaldas a la pared, con el rostro velado por una sombra. Me senté junto a la barra y pedí un trago. El hombre que la atendía era tuerto y se tapaba el ojo que le faltaba con la cortina que formaba su melena. Me sirvió una cerveza en una jarra que no parecía demasiado limpia. Le entregué un par de monedas y volvió a ocultarse en la penumbra sin mediar palabra.
Le di un trago a mi cerveza, y después otro. No me aparté cuando un hombre se sentó a mi lado. No lo miré de soslayo. Tomé un trago más. Esperé. Podía sentir sus ojos clavados en mí. Calculé los movimientos que habría de realizar a continuación: estamparle la jarra de cerveza en la cara y partírsela, ponerme de pie, quitarle el taburete de debajo de una patada y desenfundar mi revólver. Di otro trago. El camarero no regresó.
—Nos preguntábamos si tendría un minuto —dijo el hombre que se había sentado junto a mí.
Volví la cabeza hacia él. Llevaba el pelo corto y tenía las sienes plateadas. Vestía de uniforme y su camisa había sido planchada hacía poco. Unas gotas de sudor moteaban su frente. Un profundo silencio imperaba en el local. Oí unos pasos y enseguida apareció otro hombre que se acercó a nosotros. Se abrochó los pantalones según caminaba.
—¿Es él? —preguntó al tiempo que me señalaba con la cabeza.
—Solo queremos hablar —dijo el hombre que se había sentado junto a mí, con tono paciente, ignorando al otro. Observé que tenía un acento delicado. El dibujo de su placa se componía de una corona y dos espadas cruzadas—. Hablar tranquilamente, señor Longshott.
—¿Este es el tipo? —El hombre que estaba de pie se restregó las manos en los pantalones. Me miró de arriba abajo. Tenía las uñas sucias—. ¿Eres un buscaosamas? ¿Tú cazas Osis, vaquero? Joder… —dijo alargando la última sílaba—. Putos vaqueros —gruñó.
—Solo queremos hablar —insistió con voz suave el del acento delicado—. Tenemos un trabajo para el que usted podría ser el hombre indicado.
Tomé un trago de cerveza. No sabía demasiado bien. Me levanté y aparté el taburete. El hombre que permanecía de pie se sobresaltó, un poco. El que continuaba sentado no se movió un ápice.
Los miré a los dos. Enseguida me di media vuelta y miré al tercer hombre, el que permanecía en la penumbra, de espaldas a la pared, sentado sin compañía en la única mesa ocupada. Asentí, una vez. Respondió con el mismo gesto. Me encaminé hacia él, sin darme prisa, y los otros dos me siguieron como dos sombras.
Me detuve ante la mesa. El hombre que estaba sentado deslizó una silla hacia mí empujándola con el pie. Las patas produjeron un rechino estridente al rozarse contra el suelo de piedra. Cuando se inclinó hacia mí su rostro emergió de las sombras y quedó por fin a la vista. Tenía la cara rectangular, el cabello gris y poblado y los labios tallados en una sonrisa fija e inerte. Conocía su rostro casi tan bien como el de Osama o el mío propio. Antes su rostro podía verse por todas partes. Ahora no tanto. Tenía los dientes blancos.
—Señor Longshott —dijo.
Asentí una vez más.
—General.
—Por favor, póngase cómodo.
Tomé asiento. Posé mi jarra de cerveza sobre la mesa. Los otros dos hombres permanecieron de pie.
—Lo escucho —dije.
—Uno de nuestros Osamas ha desaparecido —anunció el viejo general.
En las películas más conocidas sobre la guerra de Vietnam (Apocalypse Now, Platoon o Full Metal Jacket) los vietnamitas no hablan en ningún momento. Esta no es su historia. Es la historia de una guerra y los soldados que toman parte en ella y combaten contra un enemigo sin nombre, voz ni rostro, un enemigo incógnito. En esos filmes los vietnamitas equivalen a los bichos alienígenas de Starship Troopers. Son seres carentes de humanidad, asiaticuchos espurreados por el infierno de la selva.
Escribí Osama en Laos, en Vientián, separado de Tailandia por el Mekong. «¿Por qué Vientián?», se pregunta Joe al final de la novela. Porque está en medio de ninguna parte, y en cualquier parte, podría responderle. Es el escenario de otra guerra. Laos era un lugar seguro donde rememorar otros incidentes, como los de Nairobi, Londres o Ra’s al Shaitan. Donde contemplar la guerra desde el otro lado. Las tropas estadounidenses arrojaron más de dos millones de bombas sobre Laos durante la guerra de Vietnam. Los niños salían a buscar chatarra y volvían sin una pierna o un brazo.
En Vietnam esta guerra es conocida como la Guerra Americana.
Un día compartí un trago junto al Mekong con un voluntario de la ONU especializado en la fabricación de prótesis. Anteriormente había estado destinado en Afganistán.
—Sigo escuchándolo —dije. El general se inclinó hacia mí sobre la mesa, el rostro semioculto bajo las sombras. En ese momento el hombre del acento delicado decidió acercarse. Sostenía una carpeta entre las manos. Estaba hecha de cartón basto y amarronado. Vi mi nombre en la cubierta, escrito a mano con tinta negra y letras marcadas: «Mike Longshott».
—Longshott, Mike —dijo con su voz suave, casi disculpándose. El otro, el de las uñas sucias y los malos modos, resopló.
—Putos vaqueros —gruñó sin dirigirse a nadie en particular.
—Condecorado en la segunda guerra y de nuevo en la tercera. Recibió la baja en… —Leyó una fecha irrelevante—. Ocupación actual, varias, pero principalmente cazarrecompensas. Osamas capturados: cincuenta y siete.
El hombre de las uñas sucias emitió un silbido sarcástico.
—Osamas muertos —prosiguió el hombre del acento delicado, ignorándolo—: desconocido. —Tosió, supuse que a modo de disculpa—. Aunque se da por hecho que muchos. Señor Longshott, tiene un historial impresionante.
Tomé un trago de mi cerveza. Aguardé a que prosiguiera. Nadie parecía dispuesto a añadir nada más. Di otro sorbo. Un pesado silencio se había instalado en el bar. No se veía al camarero por ninguna parte. Suspiré y volví a posar la cerveza sobre la mesa.
—Yo no formaba parte del equipo original —declaré—. No estuve en Abbottabad. No participé en la Lanza de Neptuno.
Tuve la sensación de estar facilitándoles demasiada información. Era el único que hablaba. Observé que intercambiaban miradas. Me pregunté qué más pondría en mi ficha. Abbottabad quedaba muy lejos, más allá de las montañas, como si formase parte de una época pretérita. El complejo, los helicópteros acercándose, los soldados saltando en paracaídas, las ametralladoras abriendo fuego… Subimos corriendo por las escaleras, y allí estaba, en la última planta, mirando hacia abajo. Regresó a su dormitorio, lo que fue considerado como acción hostil. Cuando derribamos la puerta lo vimos oculto detrás de dos mujeres tapadas con un velo que intentaban escudarlo. Las apartamos a empujones y acto seguido abrimos contra él varios tiros mortales en la cabeza y el pecho.
—Señor Longshott. —Ahora era el general quien hablaba—. Necesitamos que alguien viaje río arriba y nos capture a un hijo de puta.
—¿En qué podría ayudarlo yo? —pregunté—. Ya tiene… —Hice un gesto con la mano y dejé la frase inacabada. «Los restos de un ejército», pensé sin llegar a decirlo.
—Creemos que no se trata de un Osama cualquiera —reveló.
Recordé lo ocurrido en el complejo de Abbottabad, cómo se hundían las balas en su carne blanda, y la explosión, que se elevó como una nube de insectos… Sentí una opresión en el pecho. El viejo general asintió.
—Ponedle la cinta —dijo.
El hombre del acento delicado colocó un aparato sobre la mesa. Al pulsar un botón, una voz brotó de aquel, incorpórea. Un escalofrío me arañó la espalda cuando oí su voz. Ya había olvidado su timbre, o eso esperaba.
«Luchamos porque somos hombres libres que no se resignan a vivir oprimidos».
Aunque la calidad de la grabación era irregular, la voz no temblaba en ningún momento. «Nadie salvo un ladrón necio juega con la seguridad de los demás y después piensa que estará a salvo…».
Cuando el hombre del acento delicado apretó otro botón se oyó un ruido acelerado; después pulsó un nuevo interruptor y volvió a sonar la voz de Osama, que ya había cambiado el tema de su discurso y estaba repasando un suceso espantoso: «Sangre y miembros amputados, mujeres y niños tirados por todas partes. Casas destruidas junto con sus ocupantes y edificios derribados sobre las personas que habitaban en ellos, bajo una lluvia de misiles…». El hombre del acento delicado pulsó otro botón y volvió a hacerse el silencio.
—Subirá por el Éufrates —dijo el viejo general—. Encontrará al Osama y lo eliminará. Fulminantemente.
«Sangre y miembros amputados, mujeres y niños tirados por todas partes. Casas destruidas junto con sus ocupantes y edificios derribados sobre las personas que habitaban en ellos, bajo una lluvia de misiles». No hablaba de Al-Qaeda, hablaba de una invasión del Líbano que llevaron a cabo los israelíes con la ayuda de Estados Unidos, de la que él fue testigo. Mi padre luchó en aquella guerra, en aquella invasión.
Aquí se respira un ambiente muy apacible, en la habitación que da al jardín, con el sol brillando y la radio sonando de fondo. Aquí, en una Inglaterra cuyo pueblo dividió despreocupadamente Oriente Medio y entró en guerra en Afganistán e Irak y que realmente no tenía la menor idea de por qué lo atacaban. Las mujeres tapadas con burka llevan a sus hijos a la escuela mientras sus vecinos blancos se quejan en voz baja de la presencia de los inmigrantes y de «los musulmanes esos», se preguntan «cómo pueden tratar así a sus mujeres» y dicen que «deberían volver al lugar del que vinieron», a los lugares que bombardeamos. Los lugares que seguimos bombardeando.
Osama sale dentro de dos meses. Deseo poder ponerle fin de una vez a esta ocupación de mi vida, esta invasión de mi mente. Me acuerdo de Nairobi, del hotel Hilltop de Ngiriama Road, de la estrecha cama en la que dormimos, de los terroristas que se habían alojado una planta más abajo. Recuerdo el esqueleto de la embajada estadounidense y el cordón de soldados que la rodeaba, ya en vano. No podía dejar de escribir Osama. No con los fantasmas y sus susurros en mi cabeza.
Después de un día cabalgando desde Ninawa, me encontraba solo, solo bajo las estrellas. El río apareció en el horizonte. No era el mismo de siempre. El río traía la vida. Parecía el Éufrates pero no era el Éufrates, no exactamente, no desde que el mundo cambió, desde que lo cogieron como si de un juguete se tratara y lo sacudieron, una y otra vez, salvajemente, hasta que cayó de costado y se partió en mil pedazos, de tal modo que cuando se recompuso ya no era el mismo. A lo lejos se elevaban inmensas montañas y tras la cordillera ya no había nada, no desde lo del complejo, desde lo de las esporas. «Viajarás a las tierras salvajes», me dijo el hombre de las uñas sucias. Estábamos fuera. La reunión con el viejo general había terminado. «Las tierras donde viven los Osamas silvestres». Se rió con frialdad, carraspeó ruidosamente y escupió una flema en el suelo. «Tráenos la cabeza del príncipe Osama», dijo. Me miró y meneó la cabeza. «Putos vaqueros», masculló con tono compasivo.
Lo dejé allí. Podía sentir sus ojos clavándose en mi espalda a medida que me alejaba del pueblo. Al salir los vi arrastrando al Osama al que libré de la horca.
Encendí una hoguera junto a la orilla del río y contemplé las estrellas. Las aguas del Éufrates, de un turbio color marrón, fluían impetuosamente. «Las tierras salvajes», había dicho el hombre de las uñas sucias. Sin embargo, ahora todo eran tierras salvajes. Me quedé dormido y en mis sueños volví a subir por aquellas escaleras, derribar la puerta cerrada del dormitorio, apartar a empujones a las mujeres tapadas con un velo y apretar el gatillo una, dos y tres veces, para que las balas se hundieran en su carne blanda, en su pecho y su cabeza, tras lo que se produjo la explosión. Seguían librando la guerra en el mundo, el mundo era la guerra, y el antiguo Éufrates entraba y salía del espacio y del tiempo, atravesaba Uruk y Avagana, estaba en todas partes y en ninguna parte, y él se hallaba al final de su curso, me lo dijeron, pero no podía ser cierto. El Osama Primigenio.
Me desperté de madrugada. Ensillé el caballo y reanudé la marcha. El sol pendía a ras del horizonte y poco a poco iba ascendiendo, como un escarabajo, ascendiendo.
El paisaje no dejaba de cambiar a medida que avanzaba. Colinas bajas, algún que otro asentamiento. Cada vez que me acercaba a una aldea, la rodeaba. En el mundo había hombres y cosas que un día fueron hombres, y también había Osamas. De vez en cuando observaba rastros recientes. Osamas silvestres. No dejaba de darle vueltas a la voz de la cinta. «Usted era soldado», me dijo el hombre del acento delicado antes de irme. «Pero este no es trabajo para un soldado».
Seguí el río. Las gaviotas graznaban en el cielo. De cuando en cuando percibía un olor a humo, a comida en preparación. En dos ocasiones encontré cadáveres humanos. Los habían despedazado. Aguardé, pero aun así el ataque me cogió por sorpresa.
Salieron del agua. Su piel era de un color verde grisáceo, similar al de un traje de submarinista. Sus manos terminaban en forma de aletas, garras o dedos humanos, dependía. Al saltar fuera del río el agua se escurría por sus cuerpos. En su día fueron humanos, y tal vez aún creyeran serlo. Cuando disparé a las tripas del primero, este cayó fofamente al suelo. Hombres foca. Los otros no tardaron en alcanzarme. Se despojaban de los restos de su humanidad como si de pellejos muertos se tratase. Me golpeaban con fuerza, como focas. Me mordían la piel y me arrancaban trozos de carne de los brazos y los muslos. Cuando disparé contra uno, la bala le atravesó el cráneo, y después le asesté una patada a otro, en vano: pesaban demasiado y se deslizaban por el suelo, allí, en la oscuridad de la noche, bajo la luna creciente.
Cuando el mundo cambió y se comprimió y ya solo quedaba la guerra, también la luna cambió. Su silueta ya no variaba. Era una luna de guerra, una luna fija, una luna creciente. Intenté luchar pero eran demasiados y notaba cómo poco a poco las fuerzas me abandonaban. La ironía de morir de esta manera me provocó una carcajada gutural que logró escapar de mis maltrechos pulmones. Entre todos me hicieron caer bajo su peso. Ya solo podía mover el cuchillo y cortar sus pliegues de grasa con la esperanza de alcanzar sus órganos vitales, de llevarme conmigo a todos cuantos pudiera antes de perecer.
Entonces se oyó un ruido aterrador, estridente. El aire pareció escindirse en dos y por un instante me pareció que se trataba del sonido de mi muerte, el gemido del corazón al detenerse. Lo siguió un ladrido desgarrador que hizo retirarse a los hombres foca. Me giré hasta ponerme boca arriba y me limpié la sangre que me empañaba la vista. La opresión del pecho había desaparecido y me sentía más ligero. Pestañeé para adaptarme a la luz de la luna. Sobre mí vi a un Osama silvestre.
Era un Osama anciano. Un Osama que había pasado por todos los estadios de la vida de un Osama. Tenía la barba blanca y su turbante era de un color gris sucio. Las arrugas retorcían su piel y sus labios carecían de color aunque sus ojos seguían siendo los de un Osama, aún conservaban aquella mirada limpia y penetrante. Los hombres foca se alejaron de él. Gruñeron, pero si alguna vez hablaron un idioma, lo habían olvidado. El Osama anciano se acercó a ellos, los pies descalzos. Volví la cabeza y observé.
Tras él, dispuestos en torno a mí en semicírculo, a modo de media luna.
Una manada de Osamas silvestres.
Había bebés de Osama, medio desnudos, sin un solo pelo en las mejillas, mofletudos y sonrientes; Osamas jóvenes, con aire de estudiantes aplicados; Osamas militantes, los que ya habían conocido el desierto, con aspecto de hambrientos; y Osamas de las cuevas, con su característico aspecto de sentirse perseguidos. No era de extrañar que los hombres foca se mantuvieran a distancia. Se sumergieron en el agua, blasfemando sin emplear palabras a falta de un idioma. Pensé que a todos nos faltaba un idioma, a los que quedábamos. Me sentí un tanto inquieto. Los Osamas se acercaron a mí, con cautela. Vi cómo olisqueaban el aire. Toda precaución era poca para un Osama silvestre. El mundo estaba plagado de tramperos, aldeanos, restos del ejército y cazarrecompensas, como yo. El mundo era hostil para un Osama.
No sabía qué pensaban hacer. Ya los había visto desmembrar a un hombre. Me miraban mudamente. Después, el anciano, el guía, profirió un nuevo alarido. Aquel sonido contenía cierto sentido de pérdida y orgullo, pero también algo más, que no llegué a entender entonces. Algo que sonaba a victoria. A continuación se dieron media vuelta, todos los que había en el campamento, y se marcharon, sin más.
Me quedé allí tirado, junto al Éufrates, contemplando la marcha de los Osamas. Pasados unos instantes me incorporé y me senté. Me dolía el costillar. Repté hasta la orilla y bebí, pese a la turbidez del agua.
El nombre de «Mike Longshott» lo saqué de las noveluchas hebreas de los sesenta y los setenta, todas las cuales parecían salidas del mismo molde. Se trataba de un ser complejo, un hombre que en realidad no existía. Longshott escribía pornografía blanda, historias sobre campos de concentración nazis donde unas diosas arias, una especie de ninfómanas sádicas del Tercer Reich, maltrataban físicamente a los prisioneros y abusaban de ellos sexualmente.
Era un pseudónimo detrás del cual se ocultaban los escritores noveles, que solían estar pelados, para conseguir algo de dinero. Longshott consistía en un colectivo que escarbaba en los tabúes sexuales y sociales de la época. Escribía bazofia y se le pagaba una miseria, y sus libros, vendidos bajo cuerda, pasaban de mano en mano y de cuarto de baño en cuarto de baño, con sus portadas llenas de carne desnuda, fustas, puestos de guardia, prisioneros de guerra esclavizados y toda una plétora de pechos de dimensiones imposibles. Nunca vivió ni respiró, y en general su prosa tan solo merecía caer en el limbo del olvido. Era un plumífero, un narrador de basura, un escritor de novelas sin valor alguno. Se llamaba Mike Longshott e iba a convertirse en mi héroe.
Me hallaba a bordo de un barco y me habían vendado las heridas. Viajaba en un dhow cuya vela nos impulsaba, aunque no sabía si río arriba o abajo. Con todo, podía oler las tierras salvajes, las tierras de los Osamas, y sabía que me estaba acercando. Abrí los ojos. Vi a un hombre mirándome. Pestañeé y entonces supe por qué me sentía tan bien, con los vendajes, como si algún médico profesional de los que teníamos antes hubiera estado cuidándome.
Escruté al hombre y este me sostuvo la mirada sin hacer ningún gesto. Tenía una cicatriz por boca o, mejor dicho, un mapa de cicatrices en lugar de un rostro. Me senté a pesar del dolor. Supuse que me habrían administrado alguna suerte de analgésico. No de los que se suministraban en cápsulas, puesto que ya no había de esos (hacía mucho que el dolor podía aflorar libremente). Algún tipo de planta, más bien, que me espesaba las ideas, me mareaba y me mantenía extrañamente feliz. El hombre estaba casi desnudo y hasta el último centímetro cuadrado de su cuerpo se hallaba atravesado por una cicatriz. Algunas, las más antiguas, habían acumulado una gruesa costra. Otras, las más recientes, aún rezumaban sangre.
Intenté hablar. Noté la boca reseca, como si hubiera acabado de tragar un puñado de cuchillas.
—¿Adónde me llevas?
El hombre me miró. Le faltaba un ojo. Sacó un cuchillo y, tranquilamente, se practicó un corte sobre el pezón izquierdo, un tajo largo y lento, con la afilada punta de la hoja, lo que extrajo un alargado hilo de sangre de su piel maltrecha. Tomó aire, como si rezara.
—Ahhh…
—A donde desees ir —contestó otro tripulante. Volví la cabeza. Una versión anciana del mismo hombre iba sentada en la proa, contemplando el agua. Su cuerpo, prácticamente desnudo, también estaba repujado de cicatrices. Todos estábamos repujados de cicatrices, según pude observar, aunque algunos lo habíamos llevado al extremo.
Me tendí otra vez en mi estera, en medio de la cubierta, bajo las estrellas.
Cicatricieros, pensé.
Me habían recogido unos cicatricieros.
El señor Cicatriz gobernaba la nave. Tendría unos diecinueve años. El señor Cicatriz atendía el velamen. Era el mayor, hablaba con parsimonia y con los andrajos de lo que un día fue un uniforme cubría su piel devastada.
El señor Cicatriz era el patrón, él capitaneaba el barco.
El señor Cicatriz era el artillero, era el que nunca hablaba.
En el dhow tuve tiempo de recuperarme. Nunca se desembarcaba. Los cicatricieros llevaban consigo todo cuanto necesitaban. Tenían cuchillos, vendas y flores de loto, y también la espesa pasta que obtenían a partir de estas. El río era denso como el aceite. Corría sereno como la sangre. La cubierta del barco estaba salpicada de manchas antiguas. Cuando me incliné sobre la borda contemplé el paisaje, que no dejaba de cambiar a nuestro paso. El sol nunca terminaba de ponerse. Era de un color carmesí y supuraba pus como una llaga. Las montañas semejaban un esbozo tosco sobre el horizonte. A veces me llegaba un olor a humo. A veces, procedente de muy lejos, oía su llamada, la última canción de los Osamas.
Aun así, a cada kilómetro que recorríamos, la distancia se acortaba. Podía sentirlos cada vez más cerca.
También percibía la proximidad de él. Sobre todo la de él.
Bin Laden, Osama.
Nació, según el antiguo calendario, el 10 de marzo de 1957, fruto del décimo matrimonio de su padre. Su madre pidió el divorcio más adelante. Osama vivió con ella, su nuevo marido y los cuatro hijos de ambos. Heredó casi treinta millones de dólares procedentes de la fortuna de la familia. En la universidad estudió Ciencias Económicas y Administración de Empresas. Escribía poesía y era hincha del Arsenal Football Club. Se casó en 1974, 1983, 1985, 1987 y 2000. Tuvo entre veinte y veintiséis hijos. Combatió contra los soviéticos en Afganistán y organizó una campaña contra la Casa de Saud. Estableció una base en Sudán. Fue expulsado tras el asesinato frustrado del presidente egipcio. En 1996 le declaró la guerra a Estados Unidos. Regresó a Afganistán. Desde el 11 de septiembre de 2001 vivió escondido, hasta que fue descubierto y ejecutado en el complejo de Abbottabad, ubicado al este de Pakistán, diez años más tarde, en 2011.
Leí su expediente. Antiguas fechas, nombres de lugares que el pasado reclamó para sí. Dolían, escocían como una cicatriz en la lengua.
Nunca lo capturamos. Abbottabad era el origen, el lugar donde todo comenzó. Los días se sucedían pausadamente. El señor Cicatriz gobernaba la nave en silencio. Los cicatricieros no eran malas personas, simplemente no tenían otro sitio adonde ir. Ninguno de nosotros lo tenía. El río fluía y yo recordaba, recordaba Abbottabad.
Recordé cuando subí por aquellas escaleras, las órdenes eran muy claras, el objetivo tendría que hacer magia para salir vivo de allí, porque estaba al final de las escaleras, derribé la puerta y se retiró al dormitorio, donde las mujeres intentaron escudarlo, entre gritos, las empujé para quitarlas de en medio y le metí varios tiros, en el pecho y la cabeza.
Se oyó un ruido blando, un reventón…
El tiempo pareció ralentizarse. No se produjo una explosión de sangre, huesos y sesos, sino que se produjo algo más parecido al estallido de una almohada, desgarrada de sopetón. Todo quedó en silencio. Algo que no eran plumas brotó de él. Se desintegró mientras yo lo observaba, impotente. Las mujeres volvieron la cabeza.
Eran preciosas… Flotaban por la habitación, aquellas cosas como plumas que no eran plumas. Blandas, casi ingrávidas. En enjambre. Salieron volando por las ventanas que alguien había abierto y yo las seguí con la mirada. Una me hizo estornudar cuando me rozó la nariz…
El tiempo se aceleró pero todo permanecía en silencio, un silencio que alguien rompió con un «¡Qué cojones!» que hizo que me volviera, no sé por qué, no sé por qué todavía hoy no sé por qué yo era el único que no se vio afectado, yo no…
Me volví y vi a M---, era un oficial, vi la primera de las… No eran plumas, no eran, eran…
Esporas, y vi la primera de las esporas flotando en el aire… ¡Qué hermosura! Y después se posó, con delicadeza, muy suavemente, como un beso susurrado, en la frente de M---…
Pareció disolverse…
Se introdujo bajo la piel de M---.
Se introdujo en él.
Por un momento no sucedió nada. Abrió la boca, para decir algo, quizá para repetir «¡Qué cojones!», pero sus labios habían empezado a cambiar y tan solo un leve suspiro alcanzó a brotar de su boca, al tiempo que un sarpullido salpicaba su rostro, su piel, lo que más tarde comprendí que era una barba morena y espesa.
Me desperté gritando en plena noche. Alguien me sujetó. Una luna en forma de hoz velaba el barco. Nunca se desembarcaba, pero yo debería hacerlo, mi sitio no estaba allí, no estaba en ninguna parte. «Cógelo», me susurró alguien al oído, «Cógelo». Miré fijamente el cuchillo. Lo tomé de sus manos. Lo deslicé con suavidad, con la levedad de un escalofrío, por mi brazo, del que empezó a manar la sangre.
«Así…», dijo alguien a mi lado. Era el señor Cicatriz, el mayor de ellos. «Así…».
Una inmensa sensación de paz me embargó. Me vendaron, me dieron zumo de amapola y me quedé dormido, y al despertar tenía una nueva y tierna cicatriz.
Hay recuerdos que se impregnan en el cerebro, como si un niño con las manos embadurnadas de pintura de dedos hubiera ido dejando huellas pegajosas y rastros de gouache incrustados por toda la cavidad craneal, en recovecos imposibles de limpiar. Esto es Nairobi para mí: la embajada estadounidense reducida a un edificio carbonizado y rodeado de soldados. Recuerdo el hotel Hilltop, donde coincidimos con aquellos agentes de Al-Qaeda que actuaban de incógnito; la penumbra de las habitaciones; el sosiego. Fuera, el polvo flotaba en el aire inmóvil; los limpiabotas aguardaban a la sombra la llegada de algún cliente; en un puesto vendían papeletas «rasque y gane» y compré varias; caminamos a oscuras hasta un restaurante indio donde éramos los únicos clientes; un profundo silencio se había adueñado de la ciudad; los espíritus de los muertos se deslizaban sobre las aguas.
El Sinaí en 2004; E--en la playa; el sol se había puesto y todo estaba a oscuras, en silencio; una hoguera ardía cerca de nosotros; en la cocina un joven beduino asaba un pollo; alguien fumaba un porro cuyo olor se dispersaba por el aire; el batir del Mar Rojo contra la arena…
¡BUUUM!
Al igual que con las explosiones de los cómics, podía verse cómo los signos de exclamación brotaban de la bola de fuego a modo de dardos…
¡CRABUUUM! ¡BOMMM!
El coche bomba estalló al otro lado de la playa, en Ra’s al Shaitan; lo habían dejado en un campamento idéntico a aquel en el que se alojaba E---, con bungalows de juncos en la arena, mochileros colocados, mosquiteras, mosquitos…
Los gritos inflamaron el aire de la noche; E--no sabía qué hacer, se quedó mirando las llamas; estábamos separados; yo no podía llamar por teléfono; las noticias llegaban atropelladamente; nadie sabía quién seguía con vida ni quién había muerto; alguien llamó; había hablado con alguien que había hablado con alguien que estaba allí; «E--se encuentra bien, por favor llama a C---», a quien no conocía, «y dile que su amiga también ha sobrevivido»…
Los espíritus de los muertos se coagularon, inquietos, se acumulaban, cada vez más; y E--debía pasar por King’s Cross de camino al trabajo cuando los terroristas detonaron las bombas, pero aquel día estaba fuera, no podía regresar a la ciudad; hablamos por teléfono y vimos las noticias en la televisión…
Y a L---, amiga de E---, que había trabajado con esta en Laos, una compañera cooperante, se negaron a renovarle el visado, de modo que regresó a Afganistán (le había encantado su estancia allí), donde la secuestraron, tras lo que se intentó rescatarla; las tropas estadounidenses asaltaron el campamento donde la retenían, y la mataron con una de sus propias granadas…
¡CRABUUUM! ¡BAMMM!
Una guerra de cómic con un presidente de cómic que leía un cuento que trataba sobre una cabra, con un villano de cómic que mascullaba amenazas mirando a cámara, como dos invocadores de los fantasmas del otro, dos molestadores del dios del otro, donde nosotros no éramos más que carnaza para su odio.
—Nosotros no pasaremos de aquí —me dijo el señor Cicatriz. Más adelante el río describía una curva, y sobre un promontorio vi una aldea de la que se elevaba una columna de humo. La luna enferma, la luna en forma de hoz, pendía sobre nosotros como una cicatriz labrada en el cielo.
—¿Por qué? —pregunté.
Encogió los hombros.
—Nos da escalofríos lo que hay ahí fuera —respondió apuntando con el dedo—. Aquel es el promontorio de los Osamas.
—¡Los Osamas no navegan! —le recordé, pero el señor Cicatriz se limitó a menear la cabeza, tal vez al rememorar la época en la que teníamos cines y películas, una vía de escape. Pero una tras otra las puertas se habían cerrado, y los que quedábamos estábamos atrapados aquí, en esta nueva Osamalandia.
—Esta guerra… —comencé a decir, pero el señor Cicatriz me hizo guardar silencio al dirigirme una sonrisa amable, una sonrisa que semejaba una cicatriz, y ponerme una mano en el hombro.
—La guerra ya ha terminado —me dijo—. Terminó hace mucho tiempo.
Observé cómo el dhow emprendía el camino de vuelta. Me había quedado solo en la orilla. Ya no contaba con mi caballo. Los hombres foca lo mataron y derramaron su sangre roja, que se diluyó en el río marrón. Caminé. Seguí el río mientras recordaba.
Aquella noche el aire se llevó las esporas. Flotaron sobre las casas y las azoteas y el viento las esparció a lo lejos.
Vi a los hombres —vi a mis amigos—, los vi transformarse. Vi cómo la barba brotaba de sus mejillas desnudas, vi cómo las arrugas retorcían la piel tersa de sus brazos y vi cómo sus ojos cambiaban, vi cómo su mirada se tornaba fija y penetrante, vi cómo sus labios se afinaban mientras hablaban en un idioma desconocido:
—La seguridad es un pilar indispensable para la vida humana…
—Los hombres libres no renuncian a su seguridad…
—Así como vosotros devastáis nuestro país, nosotros devastaremos el vuestro…
—¿Acaso los cocodrilos comprenden una conversación si esta no trata de armas?
Y así. Los vi coger sus armas. Los vi mirarme. Derribaron los helicópteros y los hombres, moribundos, se transformaban cuando las esporas se posaban sobre ellos.
Corrí. Por alguna razón, no me afectó. No fui osamizado. Corrí y ellos me siguieron, los primeros de la manada silvestre, la prole de Osama, me alcanzaron y cada vez que mataba uno, este explotaba y liberaba una blanda nube de esporas que se elevaba y se elevaba antes de caer, suavemente, para introducirse por las ventanas abiertas y acomodarse en la cara de las mujeres y los hombres que dormían, quienes quedaban transformados.
Me persiguieron durante la noche interminable, mientras el mundo se contraía y cambiaba. Aquel día perdimos la guerra, aquel día estábamos perdidos, y los perdí en las montañas y me oculté en las cuevas oscuras y profundas.
Caminé durante toda la noche. Nada me preocupaba. En la actualidad el mundo era un lugar más apacible. Los restos del ejército y los civiles que quedaban se mantenían concentrados en las ruinas de las ciudades —sitios como Ninawa, Caubul o Nuyok—, donde cazaban y mantenían a raya a los Osamas silvestres. Pero aquí, en las tierras salvajes, vivían pocos hombres y muy lejos los unos de los otros. El río me seguía según caminaba, hasta que llegué al lugar.
Lo llamaban, sencillamente, la base. Al-Qaeda: la base. Se componía de varios edificios de una planta rodeados por una valla entre los cuales crecía algún que otro árbol. El río pasaba junto al recinto, que se hallaba a la sombra de las montañas. Los Osamas, todos ellos distintos en forma y tamaño, me escrutaban mudamente. Vi un cadáver humano que colgaba de una cuerda; sobre su pecho pendía un letrero donde un rótulo blanco de grafía infantil indicaba lo siento.
Mis pies descalzos se hundían en el barro. Me había crecido la barba durante la travesía en barco. Los silenciosos Osamas me observaban. Un cuervo graznó en lo alto.
Atravesé el valle de la sombra de la muerte y no sentí miedo. Las estrellas titilaban en el cielo. Llegué al pie de una colina, subí a la cima y allí lo encontré. Estaba sentado en una silla plegable, mirándome. Era muy viejo. A su lado había un bufón, un hombre no osamizado, vestido con los andrajos de un uniforme militar carente de insignias. Me dirigió una sonrisa demencial y comenzó a parlotear.
—Los campos de amapolas son preciosos, rojos como la sangre de los mártires. —Su voz sonaba aguda y estridente—. Dios vive entre las nubes, como el humo, y tiene una luenga barba gris.
El hombre que ocupaba la silla plegable lo acuchilló con su mirada penetrante, haciéndolo salir corriendo colina abajo.
Después el anciano volvió la cabeza hacia mí. Tenía los ojos un tanto pitañosos, aunque de alguna manera conservaban su agudeza. Incluso me pareció que sonreía.
—Has venido a matarme —señaló.
—He venido a… —Noté que mi voz sonaba distinta. La edad había teñido de blanco la larga barba del hombre que ocupaba la silla plegable.
—Ya lo habías intentado antes. Lo has intentado muchas veces —declaró con un tono comprensivo—. Sin embargo, ¿no lo entiendes aún? Matar al hombre no basta. Un hombre es algo más que carne, cartílagos, huesos y sangre. Mata al hombre y lo único que conseguirás es preservar su imagen. Convertirlo en icono. Mata al hombre y un millar de esporas de fe y convicción, un millar de esporas de ideas, se esparcirán por el mundo. Mira —dijo. Me tendió la mano. Se la cogí. Nuestras manos formaban una sola. Me llevé la otra mano a la barba y él hizo lo mismo—. Tú y yo no somos tan distintos.
Yo subía corriendo por las escaleras y él estaba en la última planta. Se había refugiado en su dormitorio. Derribé la puerta y vi a las mujeres llorando e intentando escudarlo con su cuerpo. Las aparté a empujones. Llevaba la pistola en la mano y la utilicé, le disparé a quemarropa varias veces, primero al pecho y por último a la cabeza, para confirmar la muerte del objetivo, para eliminarlo sin posibilidad alguna de supervivencia.
Abrí fuego, envuelto por un silencio absoluto, y una nube de esporas echó a flotar, como un enjambre de ideas inmortales. El mundo quedó en calma, oyéndose tan solo un siseo que recordaba al de una fuga de aire.
Osama y Osama y Osama, amén.