Me apena pensar en las estrellas,

nuestros ancestros, nuestros dioses,

separados como punzadas de alfiler

por las aguas del Río Celeste.

Por tanto, dime

¿es lo apropiado que pase mis días aquí

acogida en estas salas lúgubres y desoladas?

Este es el primer poema que Xu Anshi nos entregó; el primer recuerdo que compartió con nosotros para ponerlo a buen recaudo. Se trata del primero que compuso en alto mheng, que era y continúa siendo un idioma degradado, una mezcla del de los extranjeros san-tay y el de los mheng, su pueblo.

Lo escribió en la prisión de Shattered Pine, sentada en su oscura celda, mientras escuchaba el débil gemido de los bots que se deslizaban por las paredes (fundidos con el metal y los cables entrecruzados) y los que se adherían a su piel para monitorizar hasta el más leve de sus movimientos: los ecos de su corazón, el pulso de los pensamientos que su cerebro generaba o el sudor excretado por su cuerpo.

Anshi llegó a hacerse un hueco como poetisa en San-Tay, donde sin pretenderlo llegó a dominar el idioma de la clase alta, el idioma de los controladores de bots; en el centro médico, empero, se le extirpó todo aquello, lo que dejó en su mente un agujero de extraño contorno, un vacío que dolía como una herida. Cuando intentaba hablar, no conseguía articular palabra —ni en san-tay ni en alto mheng— sino que como mucho acertaba a proferir un graznido entrecortado, como el que emitiría un pájaro moribundo. Antes los bots trabajaban a sus órdenes, pero ahora no obedecían otra voluntad que la de los san-tay.

No se veían las estrellas desde Shattered Pine, donde la ausencia de ventanas imponía su lóbrega voluntad y la tenue luz amarillenta no tardaba en despojar de pigmentación a la piel de los prisioneros. Así y todo, una vez por semana los reclusos tenían permiso para salir a la cubierta de la estación penitenciaria, vigilados por una férrea escolta de guardas san-tay. Los bots se adherían a sus rostros y ojos para obligarlos a perder la mirada en la oscuridad, en el horizonte de sucesos del agujero negro, cuyo interior atraía y hacía girar en espiral todo rastro de luz hasta hacerlo desaparecer, cuyo interior lo trituraba todo hasta desintegrarlo. Fuera había algunas personas, prisioneros que un día intentaron escapar y que, tras su captura, recibieron un traje espacial y fueron relegados al exterior, donde una lenta deriva los arrastraba hacia un lugar donde el tiempo y el espacio carecían de todo significado. Los más afortunados ya estarían muertos.

De cuando en cuando algún prisionero sufría un espasmo en el momento en que los bots lo despertaban con un pinchazo, y en ocasiones se oían gemidos y sollozos débiles, los de aquellos cuya mente acababa de quebrarse. Shattered Pine sometía y destrozaba a todo el que entraba en ella, y los prisioneros que eran enviados de regreso a Felicity Station, consumidos y doblegados, se despertaban todas las noches entre llantos y temblores a causa de las pesadillas que les provocaba el recuerdo del agujero negro.

Anshi (quien en su día fue una erudita, una magistrada de nivel bajo, antes de que cometiera el error de manifestarse en contra de los san-tay) estaba sentada, inmóvil, mirando el agujero negro, contemplando su corazón, consciente de la verdad: ella era un ser insignificante al que se podía despedazar y aplastar sin ningún problema, pero siempre lo había sabido. Ningún hombre significaba nada ante la vastedad del universo.

Fue en la cubierta donde Anshi conoció a Zhiying, una chica menuda y frágil que siempre se sentaba a su lado. No podía mirarla, pero sentía su presencia; percibía la fuerza y el odio que emanaban de ella, que la sustentaban cuando otros caían.

Un día tras otro se sentaban juntas, ocasiones que Anshi aprovechaba para componer poemas mentalmente, esforzándose por hilvanarlos en alto mheng (no se le permitía expresarse en san-tay y, al igual que muchos mheng de clase alta, no hablaba bajo mheng). Un día tras otro, con los bots adheridos a su piel como fruta pasada, y en compañía de Zhiying, que ardía como el fuego a su lado. Así, a medida que los versos cobraban fuerza en su mente, Anshi comenzó a susurrar palabras, sin que los guardas la oyeran, sin que los bots consiguieran identificar su sonido, torpemente al principio, y repitiéndolos una y otra vez después, como un mantra entonado rosario en mano. Un día tras otro; y según las palabras calaban más y más hondo en su mente, empezó a comprender, poco a poco, que los bots que tenía enganchados a su piel no eran objetos inmóviles, sino que se sostenían por sí mismos, temblorosos, y luchaban por mantenerse en su sitio. Observó también que los bots adheridos a Zhiying no tenían el mismo aspecto, sino que estaban hechos de materiales más resistentes para contener el fuego que su rabia encendía. Oía el pulso acelerado y frenético de sus procesos de pensamiento, que fluían con ritmo propio, como un poema recitado en confidencia, y percibía el riguroso rielar que vinculaba los bots con los guardas san-tay, manteniéndolo todo en su sitio.

De esta manera, bajo la tenue luz de Shattered Pine, Anshi comenzó a subvocalizar palabras en alto mheng, a comunicarse mentalmente como hacía antes, cuando era libre. No esperaba que pasase nada; pero uno tras otro los bots adheridos a su piel empezaron a ponerse rígidos y girarse al oír su voz, a la espera de recibir órdenes.

Antes de salir de Felicity, Xu Wen esperaba encontrarse con un agobiante control de seguridad en la base espacial de San-Tay Prime; había dado por hecho que les echarían un vistazo a sus documentos de viaje y que los bots brotarían del suelo para registrar hasta el último centímetro cuadrado de su piel, hasta la última cavidad de su cuerpo. Madre le ha advertido en no pocas ocasiones que los san-tay jamás perdonaron a Felicity por entrar en guerra con ellos; que siempre se avergonzarán de haber perdido sus colonias espaciales. Imagina que un Censor exigirá mantener una entrevista personal con ella, o incluso que le impedirán el paso en la frontera, que la humillarán y la enviarán de vuelta a Felicity.

Sin embargo, las cosas no suceden así en absoluto.

El control de seguridad queda atrás en un suspiro (los bots se limitan a realizarle un somero análisis corporal antes de que los guardas le hagan señas para que continúe). Tampoco tiene problemas para encontrar un taxi (las cosas deben de haber cambiado mucho en San-Tay Prime), cuyo conductor san-tay le indica con la mano que monte no sin antes fijarse en el color de su piel.

—¿De vacaciones? —le pregunta el taxista en galáctico una vez que sube al flotador, en cuyo interior su cuerpo se hunde cuando el asiento se adapta a su morfología. Los bots se encaraman a sus manos para mostrarle la publicidad de los hoteles y restaurantes de los alrededores: un espectáculo extraño e inquietante, ya que en Felicity Station no hay bots.

—Por así decirlo —responde Wen al tiempo que encoge los hombros para afectar despreocupación—. Antes vivía aquí.

Hace mucho, muchísimo tiempo, cuando todavía era un bebé; antes de que Madre tuviera aquella espantosa discusión con la Abuela y abandonase San-Tay Prime para establecerse en Felicity.

—¿Sí? —El taxista vira con pericia para escurrirse entre el tráfico; una tras otra, deja atrás varias avenidas amplias y bordeadas de árboles—. No tiene usted mucho acento.

Wen menea la cabeza.

—Nací aquí pero me marché poco después.

—Volvió a la madre patria, ¿eh? —El taxista sonríe—. No la culpo.

—Por supuesto —dice Wen, aunque no está segura de qué podría contarle. ¿Que en realidad no sabe…? ¿Que en realidad nunca vivió aquí más que unos pocos años, y que tan solo conserva unos cuantos recuerdos confusos de una cocina luminosa y de unos bots que bailaban para ella en la moqueta del apartamento de la Abuela? Pero no está aquí para hacer este tipo de confidencias. Está aquí… En fin, no tiene muy claro por qué está aquí. Madre se mostró inflexible en su negativa a que viniese; por otro lado, Madre jamás perdonó a la Abuela por el exilio en San-Tay Prime.

El trayecto transcurre sin contratiempos, hasta que llegan al distrito fronterizo, donde un grupo de bots voluminosos repta al interior del flotador, haciendo que el taxista ponga los ojos en blanco cuando los hilos de pensamiento de los unos se funden con los del otro. Instantes después los bots se disgregan y el hombre se vuelve para mirar a Wen.

—Lo siento, señora —dice—. Tengo que dejarla aquí.

—¿Oh? —pregunta Wen procurando ocultar el miedo que la asalta.

—En estos momentos no se permite el acceso de los flotadores a los distritos mheng —responde el taxista—. Por una especie de funeral por el jefe de una tribu… A los de arriba les preocupa que se produzcan disturbios. —Encoge los hombros—. De todos modos, usted es de aquí, ¿no? Seguro que conoce a alguien que pueda echarle una mano.

Wen nunca ha estado aquí y ya no conoce a nadie. Aun así, se obliga a sonreír —«Ante todo, elegancia», le recomendaba siempre Madre— y pone la mano sobre uno de los bots, cuya calidez percibe cuando este realiza una transferencia desde la cuenta bancaria que tiene en Felicity Station. Una vez que el taxista la deja en la acera pavimentada de una calle que apenas si reconoce, se queda inmóvil, notando todavía el tacto de los bots en su piel. En Felicity creen que son degradantes, el modo en que el gobierno de San-Tay tiene de controlarlo todo y a todos, de modo que en el aeropuerto no se decidió a hacerse con ningún bot de localización.

Levanta la vista hacia los letreros; están escritos en los dos idiomas: san-tay y lo que supone que es alto mheng, el idioma de los exiliados. El san-tay está prácticamente prohibido en Felicity, de tal modo que solo puede leerse en algunos letreros ruinosos de los Anillos Exteriores, los que el Comité Nacional de Reestructuración todavía no ha decidido reconstruir. Asimismo, el alto mheng no se enseña, ni su aprendizaje se fomenta en forma alguna. Lo único que Wen recuerda es que siempre le ha parecido un rompecabezas; las palabras se asemejan a las del mheng, pero cuando intenta interpretar una oración, el significado de esta parece salir corriendo.

Desorientada, decide adentrarse en las calles. Las pocas tiendas junto a las que pasa están cerradas y tienen una tela blanca extendida sobre la puerta. Blanco en señal de duelo, blanco por la celebración de un funeral.

Todo parece tan… tan amplio, tan abierto. En Felicity las calles no se alinean las unas con las otras, no se ven aceras tan limpias. En la estación el espacio es un codiciado tesoro, de tal modo que hasta el último pasillo está atestado de puestos y tiendas. La gente almuerza en mesas colocadas en medio de la calle y realiza sus transacciones bajo umbrales empotrados o en compartimentos la mitad de anchos que la acera. Wen se siente como en otro mundo, aunque de cuando en cuando ve algún letrero en el que reconoce alguna palabra y sigue sus indicaciones, desesperada por que la guíen hacia el velatorio.

Recorre una calle tras otra, tras otra… caminando entre árboles extraños mecidos por la brisa y escuchando la música que suena a lo lejos, procedente de cada puerta y de cada farola. El aire fluye cálido y pegajoso, muy distinto al de la atmósfera regulada de Felicity, mientras en lo alto se acumulan los nubarrones. En cierto modo Wen desea que llueva, deseosa de ver cómo es la lluvia de verdad y compararla con la de las simulaciones, que parecen una versión prolongada y torrencial de las duchas de los baños comunes.

Por fin, al llegar a un cruce más pequeño del que parten cuatro calles señalizadas con extraños letreros (supone que se encuentra en algún tipo de zona residencial, aunque solo consigue leer los números de los portales), se detiene y mira al cielo. Debe admitirlo: es inútil. Se ha extraviado, está completamente perdida en medio de ninguna parte y nunca conseguirá llegar a tiempo al funeral.

Siente que están a punto de saltársele las lágrimas, pero llorar es de caprichosos y ella nunca se ha permitido un solo antojo en toda su vida. Así que, en lugar de ponerse a gimotear, se da media vuelta e intenta volver por donde ha venido, en dirección a una de las calles principales, donde, sin duda, podrá llamar a alguna puerta o encontrar a alguien que la ayude.

No consigue encontrar ninguna de las calles, pero finalmente pasa junto a un grupo de ancianos que están jugando al rodeo al aire libre, con la mirada fija en el reluciente holotablero como si les fuera la vida en ello.

—Disculpen —dice en mheng.

Todos los jugadores se vuelven al mismo tiempo hacia ella y se quedan mirándola atónitos.

—Estoy buscando el White Horse Hall, por el funeral.

Los hombres no apartan los ojos de ella, impasibles, con el rostro ensombrecido por expresiones que Wen no logra identificar. Están cargados de bots diminutos que se aferran a sus ojos, manos y muñecas, que cuelgan brunos como frutas repulsivas; el grupo le recuerda a los san-tay de las películas de la reconstitución, solo que su tez es más oscura y sus ojos, más pequeños.

Por último, el más anciano del grupo da un paso adelante y se acerca a ella, redirigiendo la voz a sus bots, que la hacen brotar en un titubeante mheng.

—Tú no eres de aquí.

—No —confirma Wen en el mismo idioma—. Soy de Felicity.

Una expresión indescifrable nubla el rostro de los hombres, una mezcla de nostalgia, odio y algo que Wen no acierta a distinguir. Uno de los ancianos la señala con el dedo y murmura algo en alto mheng. Wen tan solo entiende un nombre.

Xu Anshi.

—Eres la hija de Anshi —afirma el hombre. Los bots reproducen su voz lentamente, con un tono metálico, haciéndola sonar muy distinta de la rápida farfulla que caracteriza al alto mheng.

Wen menea la cabeza y otro de los jugadores profiere una carcajada antes de añadir algo más en alto mheng.

Que es demasiado joven, sin duda… Que Madre, la hija de Anshi, debe de ser ya una mujer de mediana edad, que no puede pertenecer a la generación de Wen.

—Hija de hija —dice el hombre esbozando una sonrisa jocosa—. No te preocupes, te llevaremos al velatorio para que veas a tu abuela.

El anciano se coloca al lado de Wen, junto con el otro hombre, el que se había reído. Ninguno de los dos dice nada más —Wen supone que se les hace demasiado difícil mantener una charla distendida en un idioma que no dominan—. Dejan atrás una serie de calles cada vez más estrechas y pasan bajo varias banderas decoradas con la imagen del phuong, el emblema que representaba Felicity antes de que la Honorable Líder lo sustituyese por el de la estación llameando entre las estrellas, más adecuado a su nueva condición.

Todo parece… extraño, deformado de alguna manera. Las palabras no suenan como deberían, los emblemas no terminan de resultarle familiares, el idioma le parece una mezcla inquietante de términos que apenas si consigue distinguir.

«Todo está mal», decide Wen, que ha empezado a tiritar. Sin embargo, ¿cómo puede estar mal caminar en compañía de la gente de la Abuela?

Invocando los bots que barrí

diez mil miles de años de veneno,

despertando mil llamas florales, mil aves fénix

flotando en un mar de sangre como olas encrespadas,

el llanto de los millones masacrados brota de la oscuridad.

Recibimos este poema y sus recuerdos para ponerlos a buen recaudo cuando Xu Anshi todavía se encontraba en Felicity Station, una tarde antes del Festín de los Fantasmas Hambrientos. Estaba sentada en una habitación iluminada por una luz trémula, pensando en Lao —su marido, quien murió durante los levantamientos— y preguntándose hasta qué punto había merecido la pena todo aquello.

Habla de la época en que Anshi ya era mayor, más sabia. Zhiying y ella habían escapado de Shattered Pine y pasaron tres años escabulléndose de un escondite a otro y componiendo pasquines que repartían por todas las casas para anunciar el fin del gobierno de los San-Tay en Felicity.

Durante la noche que se dio en llamar la Sedición del Segundo Anillo, Anshi se hallaba en uno de los anillos interiores de Felicity Station, con sus bots distribuidos por todo su cuerpo e infiltrados en la red. La mitad de ellos, sostenidos sobre sus piernas, bombeaban modificadores hacia su flujo sanguíneo; la otra mitad estaban vinculados a los otros controladores de bots mheng y retransmitían escenas de la matanza, de la turba de los mheng sembrando el caos en los distritos san-tay ubicados en los anillos interiores, con el Alto Tribunal y la Autoridad de la Base Espacial reducidos por los rayos láser y los distritos más populares, derruidos.

—Esta —dijo Zhiying señalando una puerta alta adornada con lo que parecía una bendición mheng tradicional, hasta que observaron que los caracteres habían sido elegidos por una mera cuestión de estética y no encerraban ningún significado.

Anshi envió a sus bots un comando subvocalizado para ordenarles que tomasen la casa. El canal de comunicación con los distritos levantados se cortó de súbito cuando los bots centraron su atención en la puerta y la casa a la que daba paso. Sus sensores analizaron los bots de las paredes, el patrón de la circulación del aire y los cables que se extendían por detrás de la puerta, y también elaboraron hipótesis sobre las posibles arquitecturas del sistema de seguridad… antes de que el enjambre llegase a un acuerdo y tomase una decisión.

Los bots se desplazaron hacia la puerta. Los bots de la casa intentaron detenerlos, pero los de Anshi se distribuyeron en dos escuadrones y los dejaron atrás avanzando a velocidad de vértigo hacia el núcleo: el panel de control central, que albergaba el sistema de comunicación de los bots. Anshi llegó a atisbar unas paredes pintadas de rojo y unos hologramas que parpadeaban antes de que sus bots se retirasen raudos, el trabajo completado, y se abalanzasen sobre los bots, ya desorganizados, en la entrada.

Todo quedó a oscuras y los caracteres mheng se desvanecieron poco a poco de los paneles de la puerta.

—Todo tuyo —le dijo Anshi a Zhiying, a la que le costaba mantenerse de pie; los bots habían iniciado una algarabía en su mente, centrados en la proposición de acciones que emprender a continuación, y dada la extrema fatiga que padecía, ignorarlos se le hacía aún más difícil. Había visto a muchos controladores quemarse sin posibilidad de recuperación, con el cerebro sobrecargado de estímulos externos que provocaban su colapso. Debería habérselo figurado. Pero la necesitaban, a ella, a la controladora de bots más habilidosa con la que contaban, a su estratega; la necesitaban mientras los san-tay todavía se tambaleaban tras la última guerra interplanetaria, mientras todavía eran débiles. Ya descansaría después, cuando los san-tay se marchasen, cuando los mheng fuesen libres. Ya habría tiempo entonces, de sobra.

Bao y Nhu estaban forzando la puerta con cuchillos de soldadura, debilitando el metal con cada corte hasta que una estridencia indicó que la puerta había cedido. A espaldas de Anshi, la multitud prorrumpió en un clamor y se apresuró a pasar, obligándola a caminar al frente mientras el mundo se reducía a una masa arremolinada y confusa de detalles: consolas arrancadas, adornos tirados de las estanterías, hombres pálidos derribados y arrollados por la muchedumbre atropellada… un vórtice de caos, como si un ejército de demonios se hubiera escapado del inframundo.

El gentío se dispersó según avanzaba hacia el interior, hasta que Anshi se vio en el centro del creciente círculo que se formó en lo que antes era una habitación de invitados. Junto a ella, Bao comenzó a destrozar una cama anodina mientras parte de la multitud se ensañaba con una pantalla gigante en la que se proyectaba una puesta de sol entre árboles extraños y retorcidos en lo que debía de ser algún planeta san-tay que Anshi no reconocía, tal vez el mismo Prime. Anshi respiró hondo, obligándose a recuperar la calma en medio de la devastación. Una nube de flojel y polvo la rozó a su paso. Vio un bot al fondo de la habitación, desesperado por contener aquel desastre, correteando de un lado a otro para reparar las grietas de la pantalla. Nhu lo desarticuló de una patada certera, lo que hizo que su rostro se retorciese con una amplia e inquietante sonrisa.

—¡Mirad esto! —Bao alzó un collar espejado que relucía y cambiaba de forma, mostrando un sinfín de configuraciones para deleite de su propietario.

Nhu profirió una carcajada seca.

—Ya no les hará falta. —Extendió una mano, pero Bao tiró el collar al suelo y lo cortó con su cuchillo.

Anshi no se movió. Lo vio todo como si se hubiera sumido en un trance: la pantalla, la cama, las almohadas que intentaban recuperar una forma reconfortante por mucho que los sublevados se empeñasen en despedazarlas, las joyas esparcidas por el suelo y la imagen del bosque, que se desvanecía para ser sustituida por una pared sombría y agrietada; uno tras otro, los objetos que simbolizaban los privilegios de los san-tay fueron reducidos a añicos, sin posibilidad alguna de restauración. Sus bots le transmitían imágenes similares procedentes de todos los rincones de la estación. Los san-tay tomarían represalias, pero esto les serviría para comprender cuán débiles eran los cimientos de su poder. Cuán fácilmente los oprimidos mheng podían provocar su caída y cuán difícil les resultaría defender Felicity.

Bien.

Anshi registró la casa en busca de los bots san-tay. A aquellos en cuyo sistema consiguió infiltrarse para reprogramarlos los añadió a su enjambre; los demás los destruyó con la misma crueldad con que los guardas habían masacrado a los prisioneros de Shattered Pine.

«Anshi. Anshi».

Algo parpadeaba con insistencia en el ángulo de sus ojos: el enjambre requería su atención. Las cocinas: Zhiying se encargaba de supervisar las ejecuciones. Fragmentos inconexos distorsionados por el canal de los bots: el gobernador san-tay pidiendo y suplicando que se le perdonase la vida; su esposa muriendo en silencio mientras los miraba a todos con unos ojos que rebosaban odio. No habían tenido hijos, por lo que Anshi dio gracias. Ella no era como Zhiying, dudaba que hubiera soportado el peso de la culpa.

¿La culpa? Había niños muriendo a lo largo y ancho de la estación; hombres y mujeres cayendo víctimas si no de ella, de los que la seguían. Reprimió una risa amarga. No quedaba otra opción. Los niños podían morir o ser educados para despreciar a la raza inferior que conformaban los mheng, para tomar esclavos y criados y, con una despreocupada agitación de la mano, enviar a los disidentes como ella a que los machacasen en Shattered Pine. No quedaba otra opción.

«Ven», susurraron los bots en su mente, aunque ella no sabía por qué.

Zhiying, que se encontraba frente al Gran Maestro de la Seguridad cuando Anshi llegó a las cocinas, recibió a esta asintiendo levemente y volvió a centrar su atención en el hombre enfocado por las mirillas de las armas.

No le preguntó si deseaba pronunciar unas últimas palabras, aunque sí le hizo el favor de utilizar un biosilenciador con él en lugar de los fusiles que habían empleado con la familia. Así, el cuerpo del hombre se contrajo y se desplomó, todavía intacto, lo que le permitió unirse a sus ancestros con el honor que le confería el cuerpo completo.

—Luchó bien —reconoció Zhiying con sequedad—. ¿Situación de la casa?

—No queda nadie con vida —le informó Anshi mientras exploraba los distintos canales de los bots—. No queda prácticamente nada, de hecho.

—Bien —dijo Zhiying. No necesitó hacer más que un gesto para que los hombres trajeran a rastras a la siguiente víctima, una joven mheng que había sido obligada a trabajar como sirviente.

Esto, precisamente esto, era lo que los bots querían que viese. Anshi miró a los prisioneros acurrucados contra la pared: quedaba un san-tay, un anciano que la escudriñaba fijamente, sin miedo. Los demás, todos los demás, eran mheng vestidos con ropas de san-tay, la tez pálida y deslavada bajo las luces parpadeantes y embadurnados de lo que parecía harina de arroz, escapada de los sacos reventados que había dispersos por el suelo. Mheng. Su pueblo.

—Hermana mayor —dijo Anshi, horrorizada.

La ira ensombrecía el rostro de Zhiying.

—No te engañes. Ya no son mheng.

—¿Porque los obligaron a servirles? ¿Eso es lo que entiendes por justicia? No tenían elección —replicó Anshi. La chica acurrucada contra la pared se mantuvo en silencio; apartó los ojos de Zhiying y los deslizó hasta el fusil antes de posarlos en el cadáver de su señora.

—Tenían elección. Teníamos elección —objetó Zhiying. Su mirada, sombría y profunda, se hundió por un momento en la chica—. Si los dejamos vivir, correrán a ampararse en la milicia y nos acusarán para procurarse una casa mejor. ¿No es así? —preguntó.

Anshi, sorprendida, comprendió que Zhiying se había dirigido a la chica, quien se negaba a mirarlos a la cara, como si también ellos fueran extranjeros.

Por fin, la chica inclinó la cabeza hacia atrás y habló en alto mheng.

—Siempre se mostraron amables conmigo y vosotros los habéis destripado como a puercos. —Había empezado a temblar—. ¿Qué pretendéis? No lograréis ocultaros en Felicity. Los san-tay vendrán y os matarán a todos, y cuando terminen nos recluirán en la oscuridad para siempre. No será un trabajo de lujo como este, nos obligarán a recoger basura, a limpiar conductos y a raspar bots, y nunca más volveremos a ver la luz de las estrellas.

—¿Lo ves? —dijo Zhiying—. Es lamentable. —Un gesto suyo bastó para que la chica se desmoronase como el hombre que tenía ante ella. Los soldados se llevaron el cuerpo a rastras y trajeron al anciano san-tay. Zhiying guardó silencio y se volvió hacia Anshi—. Estás enfadada.

—Sí —afirmó Anshi—. No me uní a esto para matar a nuestros compatriotas.

Zhiying retorció los labios hasta formar una sonrisa amarga.

—Colaboradores —dijo—. ¿Por qué crees que sigue existiendo un régimen como el de los san-tay? Porque cogen a algunos de sus sirvientes y los ponen por encima de los otros. Porque nos hacen cómplices de la opresión que nosotros mismos sufrimos. Es lo peor que pueden hacer, hermana menor: manipularnos para que nos enfrentemos entre nosotros.

No. Anshi lo veía muy claro, como la hoja de un puñal recortada contra la luz de las estrellas. «Eso no es lo peor. Lo peor es que, para combatirlos, debemos derrotarlos en su propio juego».

Miró al anciano mientras moría, sin ver nada en sus ojos, salvo el reflejo de aquel amargo conocimiento.

El White Horse Hall es inmenso, tanto que resulta increíble que Wen no lo viera desde lejos. Más de cien plantas van apareciendo a medida que su flotador gana altura, alejándose cada vez más de la multitud congregada al pie del edificio. Por encima de la cubierta nubosa hay más flotadores cubiertos de blanco que se incorporan al tráfico o lo abandonan, como si se movieran al son de una música que solo ellos consiguen oír.

Está sola; sus acompañantes la dejaron en la estación de flotadores (el mayor se despidió con una amplia sonrisa y agitando la mano, mientras que el segundo se limitó a fruncir el ceño sin mirarla). A medida que ascienden y el aire pierde densidad (hasta casi alcanzar la temperatura de Felicity), Wen intenta relajarse, sin éxito. Llega tarde y lo sabe, y probablemente no la dejarán entrar al velatorio. Aquí es una extranjera y Madre tiene razón: más le habría valido quedarse en Felicity con Zhengyao y dedicar sus vacaciones a volar cometas o navegar por el Río de la Buena Fortuna.

En la plataforma de aterrizaje la espera una mujer menuda y rolliza cuya melena despide reflejos plateados bajo la luz sin filtrar del sol. Su rostro se mantiene congelado a consecuencia de una controlada inexpresividad y viste de blanco en señal de duelo, sin lucir ningún distintivo que la identifique como familiar de la fallecida.

—Bienvenida —dice al tiempo que asiente con sequedad para recibir a Wen—. Soy Ho Van Nhu.

—Amiga de la Abuela —señala Wen.

Nhu adopta una expresión extraña.

—¿Sabes cómo me llamo? —Habla un galáctico perfecto, con un acento muy leve que solo se aprecia en las curiosas inflexiones que modulan su voz cuando pronuncia su nombre.

Wen podría mentir; podría decirle que Madre le hablaba a menudo de ella. Sin embargo, envuelta por el aire frío y diluido, no se siente capaz, como tampoco mentiría uno en presencia de la Honorable Líder.

—En la escuela nos hablaron de ti —dice sin poder evitar ruborizarse.

Nhu resopla.

—No demasiado bien, imagino. Acompáñame —dice—, tienes que prepararte.

Por todas partes hay gente vestida con trajes que Wen recuerda de cuando estudiaba historia: extrañamente pasados de moda y formales, combinados con collares que destellan al estilo san-tay, aunque los cinco paños de los vestidos son los que lucía la nobleza mheng antes de la llegada de los san-tay.

Nhu se abre paso entre la multitud, con paso seguro, hasta que llegan a una habitación vacía. Se detiene por unos instantes en el centro, con los ojos cerrados, mientras los bots salen de los recovecos de la estancia cargados de verduras y bolitas de pasta enrollada, negros y amorfos, relucientes como hojas de puñal, desplazándose sobre unas patas que se mueven en perfecta armonía, como las de un ciempiés o una araña.

Wen observa la escena entre fascinada y horrorizada mientras los bots trocean las verduras, amasan la pasta y rellenan los ñoquis, que introducen en las pequeñas unidades estofadoras que otros bots han puesto a su disposición. Un tercer grupo de bots se encarga de limpiar la barra mientras un aroma se extiende por la habitación: en un rincón comienza a calentarse el té.

—Yo no… —comienza a decir Wen. ¿Cómo podría probar aquello sabiendo cómo se había preparado? Traga saliva y adopta un ademán más diplomático—. Debería estar con ella.

Nhu menea la cabeza. Unas perlas de sudor motean su rostro, pero parece recuperar el color cuando los bots se retiran, uno tras otro, aunque Wen todavía puede verlos, acoplados bajo los armarios y el fregadero, como cucarachas aovilladas.

—Esto es el velatorio y has llegado tarde. No pasa nada porque te retrases quince minutos más. Además, sería una anfitriona pésima si no te ofreciera nada de comer.

Hay dos tazas de té encima de la mesa del centro; Nhu sirve la infusión con la tetera y le acerca una a Wen, quien vacila unos segundos antes de reprimir una arcada y aceptarla. Los bots se llevan la tetera y las hojas de té. Habían estado en contacto con la bebida cuyo vapor ahora inhala ella.

—Te pareces a tu madre de joven —observa Nhu mientras toma un sorbo de té—. También a tu abuela. —Habla con tono prosaico pero Wen percibe la tristeza que su anfitriona pretende disimular—. Debiste de pasarlo mal, en la escuela.

Wen rememora aquella época por un momento.

—No creas —dice. Los matones acostumbraban a intimidarla y no pocas veces fue objeto de burlas por culpa de su torpeza y su acento provinciano. Con todo, nunca insultaron a sus ancestros en concreto—. En realidad no les importaba quién era mi abuela. —Ahora es cosa del pasado, pasto del olvido; solo la generación de la Honorable Líder recuerda lo que fue aquello, vivir bajo el yugo de los san-tay.

—Entiendo —dice Nhu.

Se impone un silencio incómodo que Nhu no se molesta en romper.

Un enjambre de bots se acerca volando a ellas para traerles una bandeja con los ñoquis estofados, como en los vídeos antiguos, cuando los san-tay recibían a sus amistades en casa. Solo que, por supuesto, entonces eran los mheng, relegados a la cocina, quienes se encargaban de trocear y guisar las verduras.

—Te hacen sentir incómoda —señala Nhu.

Wen hace una mueca.

—No tengo… No tenemos bots en Felicity.

—Lo sé. Un vestigio de los san-tay, la tecnología de la servidumbre, que más valdría olvidar para siempre —dice con un tono ligero e irónico, y en sus palabras Wen reconoce una cita de uno de los discursos de la Honorable Líder—. Como el alto mheng. Dime, Wen, ¿qué es lo que se cuenta de Xu Anshi?

«Nada», quiere contestarle Wen, pero, al igual que antes, no se decide a mentir.

—Que empleó la tecnología de los san-tay contra estos, pero que al final cayó en la tentación de su poder. —Es lo que siempre le han dicho, lo que ha llenado el silencio bajo el que Madre sepultó a la Abuela. Pero, ahora, al mirar a aquella mujer menuda, casi se siente avergonzada—. Que a ella y a sus seguidores se les permitió elegir entre el exilio o la muerte.

—¿Y crees que es verdad?

—No lo sé —responde Wen, a lo que añade con más cautela—: ¿Importa?

Nhu se encoge de hombros y menea la cabeza.

—Una vez Mingxia… tu madre le preguntó a Anshi si creía que la reconciliación con Felicity era posible. Anshi le respondió que «reconciliación» no es más que un sinónimo de «olvido». Era una mujer de firmes convicciones. Por otro lado, perdió mucho en la guerra. Todos perdimos mucho.

—Yo no soy Madre —le recuerda Wen. Nhu menea la cabeza y despliega una sonrisa fugaz.

—No. Tú estás aquí.

«Por compromiso», piensa Wen. Porque alguien tenía que venir y no iba a ser Madre. Porque alguien debería recordar a la Abuela, aunque fuese ella, que ni la conoció ni sufrió la guerra. Se pregunta qué dirá la Honorable Líder sobre la muerte de la Abuela, en Felicity, si lamentará el fallecimiento de una libertadora o si les recordará a todos que deben permanecer firmes y rechazar la maldad de los san-tay, más de sesenta años después de que los extranjeros abandonasen Felicity.

Se pregunta hasta qué punto merece la pena aferrarse al pasado.

Mira cómo los cielos dorados se inundan

con las lágrimas ardientes y amargas de nuestros difuntos.

Relegados a las tinieblas, no contradicen ninguna verdad,

acallados y ausentes ahora, no denuncian ninguna mentira.

Anshi puso este poema bajo nuestra custodia la noche del día en que su hija la abandonó. Lloraba, pero intentaba disimularlo. Murmuraba cosas sobre hijos desagradecidos y su incapacidad de comprender todo lo que sus ancestros habían pasado. Le temblaba la mano, de forma notable, y miraba la taza de té con la misma intensidad con la que tiempo atrás miraba el agujero negro y sus corrientes, que lo arrastraban todo hacia sus fauces ciegas. Aun así, al igual que en Shattered Pine, ella lo veía todo con una claridad inclemente, como el destello de un puñal o una garra.

Se trata de una composición muy, muy antigua, cuyos primeros versos fueron los últimos que Anshi escribió en Felicity Station. Así como el primer poema retrataba su juventud (la prisionera huida, la más destacada controladora de bots de la revolución), este pincelaba sus últimas décadas, de más de una manera.

Las dársenas estaban desiertas, no porque el ciclo de la estación se hallase en su fase inicial, ni porque la guerra hubiera reducido el tráfico interestelar, sino porque se encontraban acordonadas por los unionistas mheng. Miraban a Anshi fijamente, los ojos vacíos, aunque la multitud que se amontonaba tras ellos alzaba pancartas de protesta y clamaba su sangre.

—No es justo —dijo Nhu, que llevaba las pertenencias de Anshi (sus bots y los de sus seguidores ya habían sido guardados en la bodega de una nave). Anshi llevaba a su hija, Mingxia, de la mano. La pequeña lo observaba todo con sus ojos enormes, pero no decía nada. Anshi sabía que más tarde le haría muchas preguntas, pero lo que importaba en aquel momento era sobrevivir a lo que estaba ocurriendo—. Eres una heroína de la sublevación. No deberías marcharte como una criminal marcada a fuego.

Anshi guardó silencio. Escudriñó la multitud preguntándose si Zhiying se presentaría allí finalmente, si sonreiría y le desearía suerte o si intentaría asestarle una última puñalada.

—Tiene razón, en cierto modo —admitió con cansancio. El odio de la muchedumbre era palpable, aun desde donde ella se encontraba—. Los bots son un vestigio de los san-tay, como el alto mheng. Lo mejor para todos es que lo olvidemos. —Lo mejor para todos, excepto para ellos.

—No hablas en serio —dijo Nhu.

—No. —No era lo que de verdad pensaba, pero era consciente de lo que albergaba el corazón de Zhiying, de su odio contra los san-tay; y sabía que, para su hermana mayor, no sería nada más que una colaboradora, mancillada por el uso de la tecnología del enemigo.

—Solo quiere que te marches. Porque eres su rival.

—Eso no es lo que ella piensa —dijo Anshi con un tono más cortante del que pretendía. Y sabía que tampoco ella lo creía. Zhiying consideraba a los mheng un pueblo fuerte y poderoso y no permitiría que nada ni nadie se interpusiera en su camino.

Superado ya el cordón, la panza de la nave se abría ante ellas como una promesa de una vida mejor en otra parte, en otro planeta, lo que no dejaba de resultar irónico, puesto que la nave la aportaba el Alto Gobierno San-Tay, en compensación por su comportamiento en las estaciones colonizadas. Quién le iba a decir que terminaría viajando en una de aquellas naves como invitada.

Nhu caminaba con paso firme hacia el oscuro túnel.

—No tienes por qué venir —dijo Anshi.

Nhu puso los ojos en blanco y guardó silencio. Al igual que Anshi, pertenecía a la vieja guardia. En su día trabajó como maestra en las escuelas mheng, hablaba alto mheng con fluidez y tenía cierta habilidad para controlar bots. Era un peligro, como Anshi.

Se oyó un ruido tras ellas: comenzaba a gestarse una revuelta. Anshi se volvió y constató que, contrariamente a lo que había imaginado, Zhiying había venido.

Llevaba bien ceñida la faja de Honorable Líder y las estrellas de la nueva bandera de Felicity salpicaban su vestido, una versión más corta y menos recargada del conjunto ceremonial de cinco paños. Llevaba el pelo recogido en un elegante moño atravesado por un alfiler en forma de fénix dorado, la primera joya que salía de los nuevos talleres de la estación. Apenas si se parecía a la prisionera alta y demacrada que Anshi recordaba, o a la líder apasionada y sombría de los años de la rebelión.

—Hermana mayor. —Saludó a Anshi con una reverencia, pero en lugar de acercarse a ella se quedó junto a su escolta de soldados de uniforme negro—. Os deseamos que halléis la felicidad y la buena fortuna entre las estrellas.

—Humildemente os lo agradecemos, Reverencia —dijo Anshi despojando su voz de cualquier rastro de ironía y dolor. Zhiying la observaba con sus ojos foscos, cargados de la misma rabia que Anshi vio en ella durante la Sedición del Segundo Anillo, la noche en que la chica murió. Se estudiaron durante unos instantes, hasta que por último Zhiying le hizo un gesto para que continuase.

Anshi siguió caminando, despacio, sin soltar a su hija de la mano. No terminaba de comprender qué le producía aquella sensación de… vacío, como si un centenar de bots hubieran estado bombeando modificadores hacia su flujo sanguíneo y se hubiesen detenido de repente. No terminaba de comprender qué era lo que esperaba —¿una disculpa?—. Zhiying nunca acostumbró a pedir perdón, ni a albergar dudas de ninguna clase. Aun así…

Aun así, estuvieron juntas en Shattered Pine, escaparon juntas, predicaron y escribieron la poesía de la revolución, y se retaron la una a la otra a infiltrarse en la red de Felicity para difundirla y hacerla llegar a todas las casas, a las pantallas de todos los pasillos.

Debería haber habido algo más que una despedida formal, algo más que unos ojos que taladraban los suyos, oscuros e intensos, sin rastro de pesar ni lágrimas.

«No se llora por el enemigo», pensó Anshi según doblaba la esquina y pasaba bajo el amplio arco metálico que conducía a la nave, agarrando con fuerza la mano de su hija.

En la pequeña antesala, Wen se cubre con una de las túnicas azul marino reservadas para los dolientes de parentesco más cercano al difunto. Puede oír, a lo lejos, el cántico monótono de los sacerdotes y el corretear de los bots por las paredes, desde donde proyectan una música leve, de tal manera que su eco parece expandirse por toda la estructura de la sala. Poco a poco, con cuidado, Wen se levanta y mira su reflejo pálido y lánguido en el espejo, en cuyas esquinas unos bots aguardan enrollados la orden de despertar y traerle cuanto les solicite. «Abominaciones», piensa con inquietud, pero se le hace difícil dejar de verlos como algo extraño, incomprensible.

Nhu la espera frente a la puerta grande. La multitud ha formado un pasillo para dejarla avanzar entre una expectación casi religiosa. En silencio, Wen se arrodilla y agacha la cabeza en señal de respeto a la fallecida, en reconocimiento de su tardanza y la necesidad de enmienda, como disculpa por haber dejado solo al espíritu de la Abuela.

Oye un ruido cuando la puerta se abre y por un momento ve una multitud vestida de azul, tras la que se arrastra despacio hacia el ataúd sin apartar los ojos del suelo. A ambos lados intuye los dobladillos de una hilera de vestidos, y una fila de zapatos, una desconcertante mezcla de estilos san-tay y mheng. Ante ella, los monjes entonan sus oraciones monótonas en un púlpito tomado por el gentío. Una oración en alto mheng, palabras incomprensibles que dan pie a una salmodia melodiosa. Y el olor del incienso mezclado con algo más, una planta que no reconoce. El suelo es cálido y suave, muy distinto del metal y las moquetas de Felicity, tan utilitarios, con una plétora de pinturas ostentosas cuyos patrones no consigue identificar.

A medida que avanza se da cuenta, sin entenderlo, de que está pensando en Madre.

Una vez le preguntó por qué se marchó de San-Tay Prime, aunque sospechaba que de nuevo Madre culparía de todo a la Abuela. Sin embargo, Madre se limitó a coger una banqueta y sentarse dejando escapar un suspiro.

—No tenía otra opción, hija mía. Podíamos consumirnos poco a poco en San-Tay Prime, alejándonos cada vez más de Felicity, o podíamos regresar a nuestro hogar.

—Este no es el hogar de la Abuela —dijo Wen, despacio, confusa, como si forcejease con algo que su juventud le impedía comprender.

—No —convino Madre—. Y si hubiéramos seguido esperando, tampoco sería tu hogar ahora.

—No lo entiendo. —Wen puso una mano sobre uno de los armarios de la cocina; la puerta se deslizó hacia un lado para permitirle sacar una lata de camarones deshidratados en polvo que volcó en el caldo que estaba cocinando.

—Cuando dos hombres son arrastrados por dos corrientes del mismo río… terminan en lugares muy distintos. —Agitó una mano para quitarle importancia—. Ya lo entenderás cuando seas mayor.

—¿Por eso no te hablas con la Abuela?

Madre hizo una mueca y hundió la mirada en su taza de celadón.

—La Abuela y yo… no compartíamos los mismos puntos de vista —explicó—. A veces creo… —Meneó la cabeza—. Vieja testaruda. Nunca pudo admitir que había perdido. Que el futuro de Felicity no tenía cabida para los bots, para el alto mheng… para nada de lo que los san-tay nos dejaron.

Bots. Alto mheng… Todas las cosas que ya no existen, en la nueva Felicity; todas las cosas que la Honorable Líder prohibió, en aras de la seguridad y por la gloria del pueblo.

—Madre —dijo Wen, asustada de pronto.

Madre sonrió y por primera vez Wen vio amargura en sus ojos.

—No importa, hija mía. No te corresponde a ti soportar esta carga.

Wen no lo entendió entonces. Pero ahora… Ahora, según avanza por el pasillo, respirando aquellos olores desconocidos, cree que lo entiende. La reconciliación implica olvido, ¿y tan malo es que olviden, que ya no estén encadenadas al odio del pasado?

Una vez que llega al ataúd, se levanta y, por un momento, se vuelve para mirar a la muchedumbre que se extiende ante ella, a las personas difuminadas en cuyos ojos anidan los bots, con sus olores y trajes desconocidos. Ya no son de Felicity, pertenecen a otro lugar, a medio camino entre los san-tay y la cultura que les dio a luz; y, con el paso de los años, aquellos que no regresen se alejarán cada vez más de Felicity, hasta que un día se crucen por la calle y no tengan más que una vaga sensación de familiaridad, como la que experimentan los parientes que, perdido el contacto años atrás, se han convertido en extraños.

No, ya no son de Felicity, pero ¿acaso importa, en realidad?

Wen ignora la respuesta, carece de los desoladores conocimientos que su madre tiene sobre la vida. Así, se vuelve de nuevo hacia delante y mira el ataúd, el rostro de aquella desconocida, separada de ella por un río profundo y turbio, imposible de vadear.

Partida en dos, sueño con un hogar remoto.

No caben más lágrimas en mi almohada iluminada por la luna.

La ventana abierta me muestra las estrellas y los planetas

donde diez mil familiares fueron separados

por las aguas del Río Celeste, sin puentes que los llevasen a casa.

El inmenso anhelo

me desgarra el corazón.[1]

Este es el último poema que Xu Anshi nos entregó; el último que compuso, antes de que la enfermedad le impidiera seguir expresándose en alto mheng y ya no pudiéramos entender sus órdenes subvocalizadas. Entonces nos dijo: «Se acabó», tras lo que se alejó de nosotros, en espera de la muerte.

Ahora estamos aquí, mientras Wen mira el rostro pálido de su abuela. No estamos con nuestros hermanos, entre la multitud, aferrados a la cara de los presentes, ni recogidos en alguna pared o en las esquinas de algún espejo, a la espera de recibir la orden de activarnos.

Nuestro lugar es otro.

Descansamos en el ataúd, junto a las demás pertenencias de Xu Anshi, entremezclados con las ofrendas de papel (el arco que da paso al cielo, los billetes sellados con el retrato del Rey del Infierno…). Permanecemos quiescentes, a la espera de que Xu Wen nos llame, momento en que fluiremos hacia ella, como negra marea, portadores de su legado y de los recuerdos que dieron forma a la vida de Xu Anshi, desde su principio hasta su final.

Sin embargo Wen mira más allá de nosotros, pues para ella no somos más que un mal necesario en la ceremonia, y el idioma en el que podría llamarnos es una lengua que ella no habla y en la que no tiene el menor interés.

En silencio, se aparta del ataúd para sumarse al grupo de dolientes. Nosotros también permanecemos mudos y nos llevamos nuestro conocimiento de la vida de Xu Anshi a la oscuridad abisal.