Los zombis no, no se van, si no les dices que se vayan.
¡Zombi!
¡Zombi!
Los zombis no, no se paran, si no les dices tú que paren.
Los zombis no, no se rinden, si no les dices que se rindan.
¡Zombi!
Los zombis no, no razonan, si no les dices lo que tienen que pensar.
de Zombie, por Fela Kuti, músico
nigeriano y autoproclamado
portavoz de los oprimidos
Mi marido me maltrataba. Así fue como terminé allí fuera aquella noche, detrás de la casa, justo detrás de los arbustos, entre la hierba alta, frente a los oleoductos. Nuestro pequeño hogar era el último de la aldea, ya prácticamente en el bosque. De modo que nadie vio ni oyó nunca cómo me golpeaba.
Acudir allí era la mejor manera de interponer distancia entre él y yo sin enfurecerlo todavía más. Cuando me refugiaba detrás de la casa, él conocía mi paradero y sabía que no había nadie más conmigo. Pero estaba tan pagado de sí mismo que ni siquiera sospechaba que estuviese pensando en quitarme la vida.
Mi marido era un borracho, como tantos otros de los integrantes del Movimiento por el Pueblo del Delta del Níger. Era el método al que recurrían todos para controlar la rabia y la impotencia que los embargaban. Los peces, los camarones y los cangrejos de los riachuelos se morían. Beber el agua hacía que los vientres de las mujeres se marchitaran y que los hombres terminaran orinando sangre.
Había un arroyo al que acudía a recoger agua. Habían construido una estación de captación en los alrededores, por lo que ahora su caudal discurría sucio y maloliente, con una película viscosa recubierta de arco iris. Las cosechas anuales de ñame y mandioca eran cada vez menores. El aire te dejaba la piel sucia, impregnada de un olor a animal moribundo. En algunos lugares, debido a las atronadoras llamaradas de gas, siempre era de día.
Mi aldea era una mierda.
Para colmo de males, los miembros del Movimiento por el Pueblo caían como moscas. La policía móvil, los «ejecutores ambulantes», se habían envalentonado. Acribillaban a sus víctimas en plena calle, las atropellaban, se las llevaban a rastras a los pantanos. Nadie volvía a verlas jamás.
Me esforzaba por proporcionarle algo de felicidad a mi marido. Pero después de tres años, mi cuerpo continuaba negándose a darnos un hijo. Hasta un ciego podría ver dónde radicaban toda su frustración y su tristeza… pero el dolor es el dolor. Y me lo infligía constantemente.
La más valiosa de mis pertenencias, la única que podía considerar como tal, era la guitarra de mi padre. De madera de abura pulida, tenía un precioso golpeador de carey. El acabado era excelente. Mi padre decía que la madera empleada para crear la guitarra procedía de uno de los últimos árboles del delta. Si te la acercabas a la nariz, no costaba nada creerlo. La guitarra contaba varias décadas de antigüedad, a pesar de lo cual olía aún a madera recién cortada, como si quisiera confiarte su historia porque ya no quedaba nadie más que ella para hacerlo.
Le debía mi existencia a la guitarra de mi padre. Cuando él era un muchacho, por las noches, acostumbraba a sentarse enfrente del complejo y tocar para todos. La gente bailaba, aplaudía, cerraba los ojos y le prestaba toda su atención. Los teléfonos móviles sonaban sin que nadie les hiciera el menor caso. Un buen día, fue mi madre la que se detuvo a escuchar.
Me gustaba contemplar fijamente los largos y ágiles dedos de mi padre cuando tocaba. Ay, qué armonías. Podía tejer lo que fuera en el telar de su música: arco iris, amaneceres, telarañas que rutilaban con el rocío de la mañana. A mis hermanos mayores no les interesaba aprender a tocar. Pero a mí sí, de modo que mi padre me enseñó todo cuanto sabía. Ahora eran mis largos dedos los que acariciaban aquellas cuerdas. Siempre había tenido buen oído para la música, y mis manos eran más veloces incluso que las de mi padre. Era buena. Realmente buena.
Pero tuve que casarme con el imbécil de Andrew. De modo que solo tocaba detrás de la casa. Lejos de él. La guitarra era mi única válvula de escape.
Aquella noche azarosa, me había sentado en el suelo, delante del oleoducto. La construcción atravesaba todos los patios traseros de la aldea, una aldea petrolífera, al igual que aquella que me vio nacer. Mi madre vivía en una aldea parecida antes de casarse, al igual que su madre. Somos el Pueblo del Oleoducto.
La abuela de mi madre era célebre por tumbarse encima del oleoducto que atravesaba su aldea. Se quedaba así durante horas, aguzando el oído y preguntándose qué fluidos mágicos debían de discurrir por aquellas interminables tuberías de acero. Esto fue antes de que aparecieran los zombis, por supuesto. Me reí. Si intentara tumbarse encima de una tubería ahora moriría brutalmente asesinada.
En cualquier caso, cuando me sentía especialmente triste, agarraba la guitarra, salía aquí fuera y me sentaba justo delante del oleoducto. Sabía que acercarse tanto equivalía a coquetear con la muerte, pero cuando estaba tan alicaída, todo me traía sin cuidado. De hecho, acariciaba la posibilidad de renunciar a seguir viviendo. Era un milagro que mi marido no hubiese aplastado la guitarra todavía, durante alguno de sus arrebatos etílicos. Si lo hubiera hecho, estoy segura de que me habría apresurado a abalanzarme sobre el oleoducto. Quizá fuera ese el motivo por el que prefería aplastarme la nariz antes que la guitarra.
Hoy solo me había cruzado la cara una vez. Ignoraba por qué. Sencillamente entró, me vio en la cocina y ¡zas! Quizá se le hubiera dado mal la jornada; trabajaba como un burro en uno de los restaurantes de la zona. Quizá alguna de sus mujeres lo hubiera desairado. Quizá fuese mía la culpa. No lo sabía. No me importaba. La hemorragia comenzaba a frenar, y ya no veía tantas estrellas.
Apenas unos centímetros separaban mis pies del oleoducto. Esta noche me sentía especialmente temeraria. Hacía más calor y más humedad de lo habitual. O quizá fuera mi rostro, encendido e irritado. Ni siquiera los mosquitos me molestaban en exceso. Divisé a lo lejos a Nneka, una mujer que rara vez me dirigía la palabra, bañando a los niños en un enorme barreño. Un grupo de hombres jugaba a las cartas en una mesa, varias casas más abajo. Oscurecía, esta zona estaba sembrada de arbolitos pequeños, diminutos, y arbustos, y ni siquiera el más próximo de nuestros vecinos se encontraba demasiado cerca, de modo que estaba a salvo de miradas indiscretas.
Con un suspiro, apoyé las manos en las cuerdas de la guitarra. Ensayé una de las melodías que solía tocar mi padre. Suspiré de nuevo y cerré los ojos. Nunca dejaría de echarlo de menos. La vibración de las cuerdas bajo mis dedos me producía una sensación deliciosa.
Me sumergí en la música, tejiéndola, elevándome en alas de una gloriosa puesta de sol que iluminaba las copas de las palmeras y…
¡Clic!
Me quedé petrificada con las manos aún encima de las cuerdas, moribundas ahora sus vibraciones. No me atrevía a moverme. Mantuve los ojos cerrados. Mi mejilla palpitaba.
¡Clic! Más cerca, esta vez. ¡Clic! Más aún. ¡Clic! Más.
El corazón latía desbocado en mi pecho, y hube de reprimir una arcada fruto del pánico. A pesar de todos los riesgos que corría, sabía que no deseaba morir así. ¿Quién querría que los zombis lo descuartizaran? Como hacían todos los miembros de la aldea varias veces al día, mascullé una maldición contra el gobierno nigeriano.
¡Ping!
Detuve la vibración con el índice, que había dejado apoyado en la cuerda de la guitarra. Empezaron a temblarme las manos, pero me obligué a no abrir los ojos. Algo frío y afilado me levantó el dedo. Sofoqué un grito. La cuerda tañó de nuevo.
¡Pang!
Ahora que mi dedo había dejado de amortiguar la vibración, el acorde sonó más grave y compacto. Muy despacio, abrí los ojos. El corazón me dio un vuelco. La criatura medía aproximadamente un metro de alto, lo que significaba que nuestros ojos estaban al mismo nivel. Nunca había visto uno de cerca. Pocas personas lo han hecho. Estos seres recorren constantemente el oleoducto de arriba abajo, como un rebaño de novillos ultrarrápidos, siempre con algo que hacer.
Me arriesgué a fijarme mejor. Era cierto que tenían ocho patas. Incluso en la oscuridad, sus apéndices resplandecían y capturaban hasta el menor atisbo de luz. Con un poco más de claridad habría podido ver el reflejo exacto de mi rostro ante mí. Había oído que se pulían y se reparaban por sí solos. Esa afirmación me pareció aún más plausible ahora, ¿pues quién tendría tiempo de mantener su aspecto tan inmaculado?
La idea de crear a los zombis había partido del gobierno, y Shell, Chevron y unas cuantas empresas petroleras más (igual de desesperadas) aportaron el dinero necesario para cubrir todos los gastos. Así nacieron los zombis, diseñados para combatir el saqueo y el sabotaje de los oleoductos. Qué risa. El gobierno y las petroleras destruyeron nuestro suelo y extrajeron todo nuestro petróleo, y después crearon robots para evitar que intentáramos recuperarlo.
Su nombre original era Droides Anansi 149, pero nosotros los denominamos «engendros de los oyibo» y, más a menudo, zombis, el mismo pseudónimo que aplicamos a los ejecutores ambulantes del ejército que nos acosan cada vez que se les cruzan los cables.
Dicen que los zombis pueden pensar. Inteligencia Artificial, lo llaman. Tengo algunos estudios, cursé un par de años en la universidad, pero la ciencia no era mi fuerte. Da igual cuál fuese mi educación, en cuanto me casé y permití que me trajeran a este condenado lugar me volví igual que el resto de las mujeres de aquí, una simple aldeana que vive en la zona del delta, donde los zombis eliminan a todo el que osa tocar siquiera los oleoductos y los maridos vapulean a sus esposas un día sí y otro también. ¿Qué sabía yo de las aptitudes intelectuales de los zombis?
Parecía una araña gigante, metálica y reluciente. Y se movía igual. Todo patas y articulaciones angulosas. Se acercó y se agachó para inspeccionar mejor las cuerdas de la guitarra. Al hacerlo, dos de sus patas traseras tamborilearon en el metal del oleoducto. ¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
Apoyó mi pulgar en las cuerdas y apretó dos veces seguidas, produciendo un ¡pluc! apagado. Sus múltiples ojos redondos, resplandecientes y azules, convergieron sobre mí. A esa distancia, pude ver que no eran simples bombillas, sino bolas rellenas de un líquido azul ondulante, brillante y metálico, como el mercurio cargado. Las contemplé fijamente, fascinada. En la aldea, era imposible que nadie más conociera este hecho. Nadie había estado nunca tan cerca. Ojos de metal líquido, resplandeciente y azul, pensé. Na wa.
Se me escapó un jadeo cuando, de repente, me apretó la mano con fuerza. Parpadeé y aparté la mirada de sus ojos hipnóticos. Entonces lo comprendí.
—¿Quieres… quieres que toque algo?
Se quedó allí sentado, esperando, y usó una de sus patas para dar un golpecito en la caja de la guitarra. Hacía mucho tiempo que nadie me pedía que tocara para él. Toqué mi canción animada favorita: Love Dey See Road, de Oliver De Coque. Toqué como si me fuera la vida en ello.
El zombi no se movió, su pata presionaba aún contra la guitarra. ¿Estaría escuchando? Tenía la certeza de que así era. Veinte minutos después, cuando por fin paré de tocar, con el rostro empapado de sudor, rozó las puntas de mis dedos doloridos. Con delicadeza.
Algunos de estos acueductos transportan combustible; los demás, crudo. Millones de litros al día. Nigeria produce el veinticinco por ciento del petróleo que consume Estados Unidos. Y no recibimos prácticamente nada a cambio. Nada salvo muerte a manos de los zombis. Todos tenemos alguna historia que contar.
Cuando soltaron a los zombis por primera vez, nadie sabía nada de ellos. La gente tan solo oía rumores acerca de los cadáveres mutilados en las inmediaciones de los oleoductos, o de las gigantescas arañas blancas que se avistaban por las noches. O de las tremendas explosiones, de los cadáveres carbonizados que aparecían diseminados por todas partes. El oleoducto donde se encontraban los cuerpos, sin embargo, siempre estaba completamente intacto.
Algunos seguían saqueando el petróleo. Mi marido entre ellos. Sospechaba que vendía el combustible y el crudo en el mercado negro; a veces también traía algo a casa. Si lo dejas reposando en un cubo durante un par de días se transforma en algo parecido al queroseno. Lo utilizaba para cocinar. Así que, en realidad, no podía quejarme. Pero saquear los oleoductos era una práctica muy, muy peligrosa.
Había maneras de romper un oleoducto sin desatar de inmediato la ira de los zombis. Mi marido y sus camaradas empleaban algún tipo de cuchillo láser de gran potencia. Los robaban de los hospitales. Pero debían ser sumamente discretos al cortar el metal. Bastaba con un golpe, con una vibración, para que los zombis acudieran corriendo en un abrir y cerrar de ojos. Muchos camaradas de mi marido habían perdido la vida, asesinados, por culpa del roce inoportuno de una alianza de casado o de la punta del cuchillo láser contra el acero.
Hace dos años, un grupo de chicos estaba jugando demasiado cerca del oleoducto. Dos de ellos, peleándose en broma, se cayeron encima de él. Los zombis acudieron en cuestión de segundos. Uno de los muchachos consiguió escapar. Pero los zombis agarraron al otro de un brazo y lo arrojaron contra unos arbustos. Se rompió el brazo en cuestión y las dos piernas. Los portavoces del gobierno nos aseguraron que los zombis estaban programados para causar el menor daño posible, pero… yo no me lo creí, na lie.
Eran unos engendros temibles. Acercarse a los oleoductos equivalía a arriesgarse a sufrir una muerte atroz. Y sin embargo, aquellas condenadas tuberías atravesaban los patios de nuestros hogares.
Aunque a mí me traía sin cuidado. Por aquel entonces, mi marido me pegaba unas palizas de muerte. No sé por qué. No estaba desempleado. Sabía que se veía con otras mujeres. Éramos pobres, pero no pasábamos hambre. Quizá fuese porque no podía proporcionarle ningún hijo. La culpa es mía, lo sé, pero ¿qué puedo hacer?
Empecé a refugiarme cada vez más en el patio. Y este zombi en particular me visitaba siempre. Me encantaba tocar para él. Me escuchaba. Sus arrebatadores ojos se iluminaban de alegría. ¿Podía alegrarse un robot? Los inteligentes, como este, seguramente sí. Varias veces al día veía una multitud de zombis correteando por el oleoducto de aquí para allá, efectuando reparaciones o patrullando, lo que fuera que hiciesen. Si mi zombi se contaba entre ellos, no sabría decirlo.
Debía de ser la décima vez que nos veíamos cuando hizo algo que me pareció muy, pero que muy extraño. Mi marido había llegado a casa desprendiendo un hedor prácticamente inflamable, apestando a distintos tipos de alcohol: cerveza, vino de palma, perfume. Yo llevaba todo el día devanándome los sesos. Pensando en mi vida. Estaba atrapada. Quería tener un bebé. Quería escapar de esta casa. Quería un empleo. Quería amigos. Necesitaba valor. Sabía que lo tenía. Había hecho frente a un zombi en varias ocasiones.
Pensaba preguntarle a mi marido qué le parecería que empezara a dar clases en la escuela elemental. Había oído que buscaban profesores. Cuando entró en casa, me saludó torpemente con un abrazo y un beso antes de desplomarse en el diván. Encendió el televisor. Era tarde, pero aun así le llevé la cena, sopa de pimiento cargada de carne de cabra, pollo y grandes camarones. Estaba borracho, pero de buen humor. Allí de pie, sin embargo, mientras lo veía comer, todo mi valor se esfumó. La necesidad de imprimir un giro a mi vida se acobardó y corrió a refugiarse al fondo de mis pensamientos.
—¿Te apetece algo más? —pregunté.
Levantó la cabeza y me miró con una sonrisa.
—Hoy la sopa está rica.
Sonreí a mi vez, pero algo en mi interior agachó aún más la cabeza.
—Me alegro. —Cogí la guitarra—. Me voy a la parte de atrás. Hace bueno en la calle.
—No te acerques demasiado al oleoducto —dijo, pero ya había vuelto a concentrarse en la tele y se afanaba en roer un generoso trozo de carne de cabra.
Me interné en la oscuridad con sigilo, entre los arbustos y la hierba alta, hasta llegar al oleoducto. Me senté en el lugar de costumbre. A un palmo de distancia. Acaricié las cuerdas, una serie de acordes. Una melodía cargada de melancolía que reflejaba mis sentimientos. ¿Cuál sería mi destino? ¿Era esta mi vida? Suspiré. Hacía un mes que no iba a la iglesia.
Cuando llegó, tamborileando por la tubería, se me levantó el ánimo. Sus líquidos ojos azules resplandecían con fuerza esta noche. En cierta ocasión le había comprado un paño de tela azul a una mujer. Su color, tan radiante, me recordaba al de la mar abierta en los días de sol. La mujer me dijo que la tela era «azur». Los ojos de mi zombi eran de un azur intenso esta noche.
Se plantó frente a mí, en pie. Expectante. Sabía que se trataba de mi zombi porque, hacía un mes, había permitido que le pusiera una pegatina azul con forma de mariposa en una de las patas delanteras.
—Buenas noches —le dije.
No se movió.
—Hoy estoy triste.
Bajó del oleoducto. Sus patas metálicas tamborilearon sobre el metal y susurraron entre la tierra y la hierba. Apoyó el cuerpo en el suelo, como hacía siempre. Se quedó a la espera.
Toqué los primeros acordes de su canción favorita: No Woman No Cry, de Bob Marley. Mientras sonaba la música, su cuerpo empezó a rotar lentamente, algo que ya había aprendido a interpretar como una muestra de satisfacción por su parte. Sonreí. Cuando paré de tocar, me apuntó con todos sus ojos. Exhalé un suspiro, toqué un la sostenido y encorvé los hombros.
—Mi vida es una mierda —le dije.
Sin previo aviso, se incorporó sobre las ocho patas con un suave chirrido. Enderezó y estiró los apéndices hasta elevarse un palmo más de lo normal por encima del suelo. De su vientre, en el centro, comenzó a descender algo blancuzco y metálico. Me abracé a la guitarra con un jadeo. Mi mente me ordenó que me alejara. Que huyera. Esta criatura artificial y yo éramos amigas. Lo sabía. O creía saberlo. Pero lo cierto era que ignoraba por qué hacía lo que hacía. Y por qué me había elegido a mí.
La sustancia descendía cada vez más deprisa, amontonándose en la hierba. Entorné los párpados. Era un rollo de alambre. Ante mis ojos, vi cómo el zombi cogía este cable metálico y lo manipulaba con cinco de sus ocho patas mientras guardaba el equilibrio con las otras tres. Los apéndices se movían sin cesar, trabajando y tejiendo en todas las direcciones el resplandeciente rollo de alambre. Se movían tan deprisa que me costaba ver con exactitud qué era lo que estaban creando. El aire se llenó de briznas de hierba truncadas, y el suave chirrido se intensificó ligeramente.
Al cabo, las patas se detuvieron. Durante unos instantes, lo único que podía oír era el canto de los grillos y las ranas, la brisa que soplaba entre las copas de las palmeras y los mangles. Hasta mi nariz llegó el aroma del aceite siseante; alguien estaba friendo yuca o llantén en los alrededores.
Mis ojos se posaron en lo que había hecho el zombi. Sonreí. Sonreí de oreja a oreja.
—¿Qué es eso? —susurré.
Lo levantó con las patas delanteras y dio dos golpecitos en el suelo con una de sus patas traseras, como parecía hacer siempre que intentaba explicarme algo. Algo que a mí por lo general se me escapaba.
Impulsó tres patas hacia delante y comenzó a tocar lo que al principio era un batiburrillo de mis temas favoritos, desde Bob Marley a Sunny Ade, pasando por Carlos Santana. A continuación, su melodía evolucionó en algo tan bello y complejo que no pude contener las lágrimas de alegría, de admiración, de éxtasis. Los demás también debían de oír la música, quizá estuvieran asomados a las ventanas, abriendo las puertas. Pero nos amparaban la oscuridad, la hierba y los árboles. Lloré sin parar. No sé por qué, pero lloré. Me pregunto si al zombi le complació mi reacción. Creo que sí.
Dediqué toda la hora siguiente a aprender a tocar aquella melodía.
Transcurridos diez días, los zombis atacaron a un grupo de soldados y trabajadores petroleros en el delta. Diez hombres acabaron descuartizados, esparcidos por todo el terreno pantanoso sus restos ensangrentados. Los supervivientes contaron a los periodistas que los zombis eran imparables. Uno de los soldados había llegado incluso a lanzar una granada contra uno de ellos, pero la criatura se escudó tras el mismo campo de fuerza incorporado que utilizaban para defenderse de las explosiones en los oleoductos. El soldado dijo que el campo de fuerza parecía una esfera de relámpagos crepitantes.
—Wahala! ¡Problemas! —exclamó el soldado, fuera de sí, ante los reporteros de la televisión. Tenía el rostro lustroso a causa del sudor, y un tic en las comisuras de los ojos—. ¡Esas cosas son malvadas, malvadas! ¡Lo supe desde el principio! ¡Miradme a mí, con una granada! Ye, ye! ¡No pude hacer nada!
El oleoducto que los hombres acababan de empezar a construir apareció completamente ensamblado. Los zombis están diseñados para efectuar reparaciones, no para fabricar nada. Aquello era muy extraño. Los periódicos dijeron que los zombis estaban volviéndose más listos de lo aconsejable. Que se estaban rebelando. Era indudable que algo había cambiado.
—Quizá sea solo cuestión de tiempo antes de que esos condenados cacharros nos maten a todos —observó mi marido, con una cerveza en la mano, mientras leía acerca del incidente en el diario.
Contemplé la posibilidad de no volver a reunirme con mi zombi. Eran impredecibles, y tal vez controlarlos fuese tarea imposible.
Había vuelto a salir a medianoche.
Hacía semanas que mi marido no me ponía la mano encima. Creo que intuía la transformación que se había operado en mí. Era distinta. Ahora me oía tocar más a menudo. Incluso dentro de casa. Por la mañana. Después de prepararle la cena. En el dormitorio, cuando venían a verlo sus amigos. Escuchaba canciones que yo sabía que le producían una sensación gloriosa. Como si cada acorde y cada sonido hubieran superado el examen de un comité científico encargado de seleccionarlos para infundir la más intensa alegría.
El zombi había resuelto mis problemas conyugales. Los más graves, al menos. Mi marido no podía pegarme mientras aquella música tan hermosa enviara sus sentidos a los más dulces y exuberantes lugares. Empecé a albergar esperanzas. Esperaba un bebé. Esperaba abandonar algún día la casa y mis deberes de esposa a cambio de un empleo como maestra de música en la escuela elemental. Esperaba que algún día mi aldea cosechara los frutos de todo el petróleo que le estaban arrebatando. Y soñaba con abrazos de metal líquido, de un azul intenso, con telarañas de música y alambre.
Cuando me desperté en plena noche, acababa de tener uno de esos sueños tan extraños. Abrí los ojos con una sonrisa en la cara. Se avecinaba algo bueno, lo sabía. Mi marido dormía profundamente a mi lado. Qué pacífico parecía, a la tenue luz de la luna. Su piel ya no apestaba a alcohol. Me agaché para depositar un beso en sus labios. No se despertó. Me levanté de la cama y me puse un pantalón y una camisa de manga larga. Esta noche habría muchos mosquitos. Agarré la guitarra.
Le había puesto a mi zombi el nombre de Udide Okwanka. En mi idioma, significa «araña, la artista». Según las leyendas, Udide Okwanka es la Artista Suprema. Y vive bajo tierra, donde coge fragmentos de cosas y los transforma en algo distinto. Es capaz incluso de tejer espíritus de paja. Era un buen nombre para mi zombi. Me pregunté cómo debía de llamarme a mí Udide. Estaba segura de que me llamaba de alguna manera, aunque dudaba de que les hablara de mí a los demás. Creo que no consentirían que siguiéramos viéndonos.
Udide me estaba esperando, como si presintiera que iba a salir esta noche. Sonreí, con el corazón henchido de gozo. Me senté mientras ella bajaba del oleoducto y se acercaba a mí. Cargaba con su instrumento encima de la cabeza. Una especie de enrevesada estrella hecha de alambre. En el transcurso de las últimas semanas se habían ido añadiendo más cables, algunos muy finos y otros más gruesos. A menudo me preguntaba dónde debía de guardarlo cuando corría de un lado para otro con los demás, pues el instrumento era demasiado grande para ocultarlo en su cuerpo.
Udide lo sostuvo ante sus ojos. Con una de las patas delanteras, tocó una melodía muy simple, dulcísima, que a punto estuvo de hacerme llorar de alegría. Conjuraba en mi mente imágenes de mis padres, cuando eran jóvenes y estaban llenos de esperanzas, cuando mis hermanos y yo éramos demasiado pequeños para casarnos e irnos lejos de casa. Antes de que los ejecutores ambulantes se llevaran al mayor de mis hermanos muy lejos, a América, y al mediano hacia el norte. Cuando nuestro potencial era ilimitado.
Solté una carcajada, me sequé una lágrima y empecé a tocar algunos acordes para acompañar la melodía. A partir de ahí nos sumergimos en algo tan intrincado, tan envolvente, tan interconectado… Chei! Me sentía como si estuviera comulgando con Dios. Ay, esta máquina y yo. No os hacéis una idea.
—Eme!
La música saltó en pedazos.
—Eme! —exclamó de nuevo mi marido.
Me quedé paralizada, con la mirada fija en Udide, inmóvil a su vez.
—Por favor —susurré—. No le hagas daño.
—¡Samuel me ha mandado un mensaje! —dijo mi marido, sin apartar los ojos del móvil, mientras avanzaba hacia mí entre los altos tallos de hierba—. ¡Hay una fuga en el oleoducto, cerca del colegio! ¡Y ni un puñetero zombi a la vista! ¡Suelta esa guitarra de una vez, mujer! Vamos a… —Levantó la cabeza. El terror se cinceló en sus facciones.
Durante lo que me pareció una eternidad, todos nos quedamos petrificados. Mi marido, allí de pie, en la linde de los altos tallos de hierba. Udide, frente al oleoducto, esgrimiendo su instrumento como si de un escudo ceremonial se tratara. Y yo entre ambos, paralizada de miedo. Me volví hacia mi marido.
—Andrew —dije, imprimiendo a mi voz la mayor de las cautelas—. Deja que te explique…
Su mirada se arrastró lentamente hacia mí. Me observaba como si fuese la primera vez que me veía.
—¡¿Mi propia esposa?! —susurró.
—Lo…
Udide levantó las dos patas delanteras. Durante unos instantes, dio la impresión de estar implorándome algo. U ofreciéndome un abrazo, quizá. Después, las patas entrechocaron con tanta fuerza que produjeron una gran chispa roja y un tañido ensordecedor.
Mi marido y yo nos tapamos los oídos. En un abrir y cerrar de ojos, el aire se había cargado de un olor a cerillas recién encendidas. Incluso entre las palmas de las manos podía escuchar la respuesta que se propagaba por el oleoducto. El tamborileo de patas era tan numeroso que sonaba como una tormenta de guijarros contra la tubería metálica. Udide se estremeció, se encaramó al oleoducto y se quedó allí agazapada, a la espera. Llegaron en tromba. Una veintena de ellos. Lo primero que me llamó la atención fueron sus ojos, que resplandecían intensamente carmesíes, furiosos.
Los congéneres de Udide se aglutinaron a su alrededor, golpeando la tubería en una compleja sinfonía metálica. No podía ver los ojos de Udide. De repente, se alejaron a una velocidad asombrosa, hacia el este.
Me volví hacia Andrew. Había desaparecido.
Puesto que todo el mundo tenía móvil, la noticia se propagó como una plaga. Pronto todos estaban aporreando las teclas, escribiendo mensajes del estilo de «¡Fuga en el oleoducto, en la escuela! ¡Sin zombis a la vista!»; y «¡Corred a la escuela, traed cubos!». Mi marido nunca me había permitido tener mi propio teléfono móvil. Ni podíamos permitírnoslo, ni pensaba que yo lo necesitara. Pero sabía dónde estaba la escuela elemental.
Ahora la gente creía que todos los zombis se habían vuelto locos, que habían renunciado a las tareas impuestas por el hombre para irse a vivir a los pantanos del delta y dedicarse a hacer lo que fuese que hacían allí. Por lo general, si los saqueadores pinchaban un oleoducto, por discretos que fueran, los zombis se percataban en menos de una hora y reparaban el destrozo enseguida. Pero este oleoducto ya llevaba más de dos horas expulsando petróleo. Fue entonces cuando a alguien se le ocurrió avisar a todo el mundo.
Yo sabía que aquello era una equivocación. Los zombis en realidad no tenían nada de «zombis». Eran criaturas racionales. Bestias inteligentes. Su locura era metódica. Y a la mayoría de ellos no les caían bien los seres humanos.
Varios coches y camiones iluminaban el caos con sus faros. Aquí, el oleoducto se elevaba sobre el terreno en su recorrido hacia el sur. Alguien había aprovechado esta circunstancia para desmontar un segmento completo. El combustible rosado manaba por ambos extremos, como un surtidor gigantesco. La gente se arracimaba bajo el torrente como elefantes sedientos, llenando garrafas, botellas, cuencos y cubos. Un hombre había acudido incluso con una bolsa para la basura, pero el combustible devoró el material y le empapó el pecho y las piernas.
El vertido se acumulaba en un inmenso charco de color rosa oscuro que no tardó en desbordarse y fluir hacia la escuela elemental, acumulándose en el patio de recreo. Sus efluvios me golpearon como un mazazo antes incluso de llegar al colegio. Se me anegaron los ojos de lágrimas, y empecé a moquear. Me levanté la camisa para taparme la nariz y la boca. Apenas si noté la diferencia.
La gente acudía en coche, en moto, en autobús, a pie. Todo el mundo seguía enviando mensajes por el móvil, contribuyendo a que se corriera la voz. Hacía mucho que nadie disfrutaba de un poco de combustible gratis, aparte de quienes habían convertido el petróleo en su profesión.
Había niños por todas partes. Corrían de un lado para otro, haciendo recados para sus progenitores o disfrutando sin más de la algarabía. Probablemente nunca se habían atrevido a imaginar siquiera que uno pudiese acercarse a los oleoductos sin temor a morir. De los altavoces tuneados de los coches y de los suburbanos brotaban atronadores temas de rap y highlife. La vibración de los graves era casi tan paralizante como los gases. Sin duda los zombis ya estaban al tanto de lo que sucedía.
Divisé a mi marido. Se encaminaba a la fuente de combustible acarreando un enorme caldero rojo. Cinco hombres se enzarzaron en una discusión. Dos de ellos empezaron a repartir codazos y empujones, amenazando con caerse al charco.
—¡Andrew! —exclamé, para imponer mi voz al estruendo.
Se dio la vuelta. Al verme, entornó los ojos.
—¡Por favor! —dije—. Lo… lo siento.
Escupió en el suelo y comenzó a alejarse.
—¡Tienes que salir de aquí! ¡Van a venir!
Giró sobre los talones y se acercó a mí con paso airado.
—¿Cómo diablos estás tan segura? ¿Acaso los has llamado tú?
A modo de respuesta, la gente empezó a gritar y a correr. Los zombis llegaban procedentes de la calle, obligando a todo el mundo a apelotonarse en el charco de combustible. Mi marido me fulminó con la mirada. Me señaló con el dedo, con cara de repugnancia. El tumulto me impedía entender sus palabras. Dio media vuelta y se alejó a toda prisa.
Intenté encontrar a Udide entre la horda de zombis. Todos sus ojos seguían brillando de color rojo. ¿Estaría siquiera entre ellos? Escudriñé sus patas, buscando la pegatina con forma de mariposa. Allí estaba. La más próxima a mí, a la izquierda.
—¡Udide! —exclamé.
Mientras su nombre brotaba de mis labios, vi que dos de los zombis del centro levantaban las patas delanteras. Mi sonrisa se transformó en una O de consternación. Me tiré al suelo y me cubrí la cabeza con las manos. La gente continuaba vadeando el gigantesco charco de combustible, intentando refugiarse en el interior de la escuela. Los coches seguían emitiendo sus atronadoras canciones de rap y highlife, bañando el caos con el resplandor de sus faros.
La pareja de zombis entrechocó las patas, produciendo dos grandes chispazos. ¡Ping!
¡WHOOOOOOOOSH!
Recuerdo la luz, el calor, el olor a carne y pelo quemados, los gritos fundidos en estertores guturales. El estruendo llegaba amortiguado a mis oídos. El hedor era insoportable. Con la cabeza en el regazo, permanecí inmersa en este limbo infernal durante mucho, mucho tiempo.
Nunca impartiré clases de música en la escuela elemental. Desapareció incinerada con muchos de los niños que asistían a ella. También mi marido falleció. Murió pensando que yo era algún tipo de espía que había confraternizado con el enemigo… o algo por el estilo. Perecieron todos. Menos yo. Justo antes de que se produjera la explosión, Udide llegó corriendo hasta mí. Me protegió con su campo de fuerza.
De modo que sobreviví.
Al igual que el bebé que portaba en mi seno. El bebé que mi cuerpo había permitido que surgiera de las adorables y reconfortantes canciones de Udide, la cual me asegura que es una niña. ¿Cómo puede saber un robot algo así? Udide y yo tocamos para ella todos los días. Me imagino lo contenta que debe de estar. Pero ¿a qué clase de mundo voy a traerla? ¿Donde solo su madre y Udide se interponen en el camino de una guerra encarnizada entre los zombis y los seres humanos que los crearon?
Rezad para que Udide y yo logremos convencer a hombres y androides por igual de la conveniencia de firmar una tregua, so pena de que el delta continúe inundándose de sangre, metal y llamas. ¿Y sabéis qué más? Deberíais rezar también para que a los zombis no se les ocurra desarrollar aletas y cruzar a nado el océano.