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En todos estos textos se reitera el núcleo simbólico de la historia oficial, que no es otro que la ficción de que en Cuba sólo ha existido una revolución, que estalló en octubre de 1868 y que, luego de varias frustraciones, triunfó el 1° de enero de 1959. A Ramonet se lo repite su célebre entrevistado, tautológicamente «el 10 de octubre de 1868 es donde nosotros decimos que comienza —y yo lo dije— la Revolución».9 En La victoria estratégica, se asegura, incluso, que desde 1953 aquellos líderes llegaron persuadirse de que la única manera de hacer que esa Revolución, secularmente frustrada, triunfase, era por medio de un proyecto marxista-leninista: «fue necesario comenzar de cero. Disponía ya desde que me gradué de bachiller, y a pesar de mi origen, de una concepción marxista-leninista de nuestra sociedad y una convicción profunda de la justicia».10

Ese comenzar de cero era la única manera de retomar el hilo de una historia cifrada, que debía desembocar en el socialismo. Sólo que este último sistema no podía ser abiertamente defendido, dado el fuerte anticomunismo que Washington había trasmitido a la opinión pública de la isla y que le restaba popularidad a la corriente comunista prerrevolucionaria. La plasmación de un proyecto político no comunista, en todos los documentos del Movimiento 26 de Julio, en los pactos que firmó esta organización con otras de la oposición antibatistiana, como el Directorio Revolucionario o el Partido Auténtico, y en diversas cartas, artículos y declaraciones a la prensa nacional y extranjera del propio Fidel Castro, entre 1953 y 1960, es presentada en esta bibliografía, no como una orientación ideológica real de aquel movimiento, sino como una imagen de moderación, deliberadamente asumida por líderes comunistas que, para lograr sus fines, debían ocultarlos.

En un pasaje sumamente revelador del segundo libro, La contraofensiva estratégica (2010), se sostiene que todos aquellos políticos antibatistianos que, de una u otra forma, se opusieron a ese proyecto socialista no declarado, entre 1953 y 1960, fueron borrados por la historia. A propósito de Ramón Grau San Martín, Carlos Márquez Sterling y otros líderes auténticos u ortodoxos que participaron, como opositores a Batista, en las elecciones de 1954 o 1958, Fidel afirma: «poco tiempo después de la derrota batistiana, en diciembre de 1958, nadie más se acordó de ellos. Las nuevas generaciones no han oído mencionar nunca sus nombres».11 Que la ciudadanía de la isla desconozca a esos políticos del pasado cubano no sólo no es malo sino que es inevitable, ya que los mismos, por oponerse al curso natural de la historia, fueron sepultados por ésta.

La historia oficial procede, pues, por medio de una selección ideológica y moral de los actores del pasado, en la que son recordados los que integran la genealogía del poder y caen en el olvido los que no formaron parte de la misma. Dicho relato funciona, en buena medida, como un tribunal del juicio final, que decide la suerte de los sujetos históricos y los distribuye entre infierno y paraíso, memoria y olvido. La falta de correspondencia entre esa manera de historiar un país y los métodos académicos de la historiografía no podría ser más notable. Muy pocos historiadores serios, marxistas, liberales o de cualquier orientación ideológica o metodológica, estarían de acuerdo con clasificar a los actores de un pasado nacional en recordables u olvidables.

Pero más allá de esta incongruencia, la historiografía académica difícilmente podría aceptar otras premisas del relato oficial como la de la única revolución, entre 1868 y 1959, la del mismo proyecto nacional de José Martí a Fidel Castro o la de la ausencia de soberanía entre 1902 y 1959. Es indudable que la Enmienda Platt limitó la soberanía cubana entre 1902 y 1934 —año en que fue derogada— por medio del derecho de intervención de Washington en caso de guerra civil y de la subordinación a Estados Unidos de las relaciones internacionales de la naciente República. Pero, en aquellas tres décadas, el Estado cubano tampoco careció de toda autodeterminación en sus políticas internas y externas, como puede comprobarse, por ejemplo, durante los años en que Manuel Sanguily fue Secretario de Estado del presidente José Miguel Gómez.

La historiografía académica producida dentro y fuera de la isla da cuenta de que la vida social, económica, política y cultural de Cuba, entre 1902 y 1958, fue intensísima y no puede ser reducida al contexto de una colonia norteamericana. Durante las primeras décadas revolucionarias, la historiografía marxista intentó desarrollar el concepto de neocolonia que, por lo menos, matizaba el grado de dependencia de Estados Unidos durante aquel medio siglo. Sin embargo, en las versiones más difundidas de la historia oficial, que son las que aparecen en los textos comentados, esa matización es abandonada por la identidad entre el pasado prerrevolucionario y el estatuto colonial, que niega toda capacidad de agencia a los actores políticos republicanos.

Comenzar de cero implicaba, para los líderes históricos de la Revolución, un nuevo diseño del calendario nacional a partir, precisamente, de un año cero: 1959. Todo lo sucedido antes de ese año, salvo aquello que sirviera de anuncio o profecía, debía ser referido al pasado colonial y, por tanto, capitalista, burgués, corrupto y «prenacional» de la isla. Con la Revolución comenzaba, propiamente, la fundación del Estado y sus líderes eran, ni más ni menos, los padres fundadores de la «verdadera nación». La difusión mundial que en el último siglo ha alcanzado esa premisa, que desde el punto de vista de las ciencias sociales o la historia política podemos calificar como «falsa», sólo puede explicarse por medio del mito. Un mito que, como todos los mitos, no es lo contrario de la realidad sino la hiperbolización de un aspecto de la realidad.

Fueron muchos los intelectuales cubanos, latinoamericanos, europeos o norteamericanos que, en las tres primeras décadas del socialismo, contribuyeron a la escritura de esa mitología. Jean Paul Sartre, Charles Wright Mills, Ezequiel Martínez Estrada, Eduardo Galeano, Cintio Vitier o Roberto Fernández Retamar serían sólo algunos nombres. Dentro de la isla, buena parte de la historiografía académica y el ensayo político (Julio Le Riverend, Jorge Ibarra, Ramón de Armas, Oscar Pino Santos, Lionel Soto, Francisco López Segrera, Pedro Pablo Rodríguez...) también intervino en el apuntalamiento de la ficción de una revolución única, en la estigmatización del periodo republicano o en el acoplamiento doctrinal entre José Martí y el marxismo-leninismo. Una versión simplificada y burocrática de las ideas de estos autores pasó al lenguaje de ideólogos y dirigentes del gobierno y el Partido Comunista de Cuba.

En las dos últimas décadas, sin embargo, esa formación discursiva ha ido perdiendo, gradualmente, fuerza y sofisticación. En Biografía a dos voces, La victoria estratégica y La contraofensiva estratégica la historia oficial aparece ya como una caricatura de sí misma. Una caricatura en la que la personalización de la historia cubana se acentúa por el tono autobiográfico que predomina en los tres libros mencionados. Fidel Castro, que es un actor del pasado, carece, naturalmente, de la objetividad del historiador y sus juicios sobre Manuel Urrutia, Huber Matos o Carlos Franqui, por poner sólo tres ejemplos, poseen una textura retórica, inadmisible en el lenguaje académico.12 Las nuevas generaciones de aspirantes a historiadores oficiales son, por lo visto, incapaces de producir obras equivalentes a las de sus antecesores de los 60, 70 y 80 y prefieren convertir las parciales memorias del líder en libros de texto de la «verdadera historia patria».13

Una de las características de las dos últimas décadas postcomunistas es que mientras la historia oficial se caricaturiza en los medios de comunicación y se abandona en el campo intelectual y académico, la oposición al gobierno cubano se vuelve mayoritariamente pacífica y abandona la confrontación de la ilegitimidad del régimen. La mayoría de los opositores, desde luego, piensa que el gobierno cubano es ilegítimo, desde el punto de vista democrático, pero no se enfrenta al mismo como si se tratara de un régimen de facto que debe ser derrocado por la fuerza. Pudiera afirmarse la paradoja de que, en los últimos años, cuando la legitimidad jurídica del Estado logra imponerse más claramente, la legitimidad ideológica del socialismo, basada en la historia oficial, experimenta su mayor agotamiento.

La paradoja nos devuelve a la relación entre legitimidad e historia, anotada al inicio de este ensayo. La historia oficial, como discurso de legitimación de un régimen no democrático, cumple, entre otras funciones, la de mantener viva, en la memoria ciudadana, la guerra civil, la stasis, es decir, la fractura de la comunidad provocada por el orden revolucionario. De ahí que en ese discurso sea tan frecuente la clasificación de los sujetos del pasado en amigos y enemigos, héroes y traidores, patriotas y antipatriotas, y la conexión genealógica entre estos y los partidarios u opositores del régimen en el presente. Una vez que los opositores abandonan la stasis y contraponen pacíficamente a la legitimidad totalitaria una legitimidad democrática, la historia oficial comienza a perder receptores y, lo que es más grave, comienza a perder el respaldo de la historiografía académica, que le servía de caja de resonancia.

Dado que la falta de democracia en Cuba continuará por algún tiempo, no habría que descartar que el debilitamiento de la historia oficial se incorpore a las tácticas de normalización del totalitarismo que ejerce el poder. En foros académicos internacionales, por ejemplo, ya se escuchan voces oficiales que aseguran que en Cuba no existe una historia oficial sino un conjunto de interpretaciones marxistas del pasado. Lo cual es cuestionable, por lo menos, en tres sentidos: la historia oficial sí existe —como prueban las publicaciones históricas del Consejo de Estado, dicha historia no es marxista sino burdamente nacionalista y algunos de los marxistas serios que quedan en la isla no suscriben el relato hegemónico de la historia oficial.

El fenómeno de la decadencia de la historia oficial cubana debería ser estudiado como parte de la recomposición del campo intelectual que se está viviendo, actualmente, dentro y fuera de la isla. Es difícil, tan siquiera, sugerir que dicha recomposición tenga alguna incidencia directa en la producción de un cambio político o una transición a la democracia. Ese tipo de fenómenos parecen ser más característicos del prolongado fin de un régimen que del surgimiento de uno nuevo. Podemos asegurar, sin embargo, que la reescritura de la historia cubana ya comenzó, aunque sus principales aciertos permanezcan inaccesibles a la mayoría de los ciudadanos de la isla. Sólo cuando esa reescritura de la historia logre constituir un público en la isla, la pluralización de la memoria se volverá tangible y favorecerá la democratización cubana.

El otro paredón. Asesinatos de la reputación en Cuba
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