PRÓLOGO
EL ASESINATO DEL HONOR
El honor es algo que muchas personas valoran más que la propia vida. A lo largo de la historia no han faltado individuos que se han enzarzado en duelos a muerte por cuestiones de honor. No pocas naciones entraron en guerra con otras, o aniquilaron sectores enteros de su población para supuestamente proteger el honor patrio o el de una raza.
¿Qué trascendencia tiene el asesinato deliberado del honor de una persona, grupo social o institución? ¿Qué implicaciones pueden llegar a tener esas acciones cuando responden a iniciativas de un gobierno con suficientes recursos para ejercer ese tipo de terrorismo de estado? El otro paredón examina este tema a la luz de la experiencia cubana durante las últimas cinco décadas.
¿Por qué incursionar ahora en el tópico de los asesinatos estatales de reputación fomentados por el gobierno cubano? ¿Por qué hablar de Cuba y no sobre lo que sucede en relación con este tema en otra parte?
Porque nos acercamos a un momento crítico de la sociedad cubana. De una manera u otra parece inevitable que diversos procesos de cambio tengan lugar en la Isla. Pero es necesario recordar que no siempre los procesos de transformación social ocurren de manera rápida y completa. La experiencia nos dice que las sociedades cerradas a veces llegan a transformar con rapidez aspectos simbólicos que están en la superficie, pero el antiguo régimen subsiste en estructuras más profundas, como las mentalidades, prejuicios y conceptos, que quedaron sembradas en el subconsciente, incluso en el de sus opositores.
La reunificación de la nación cubana no solamente requiere del fin de las leyes del destierro y de la instalación de un Estado democrático de derecho en la isla, supone además que se erradiquen los prejuicios que mantuvieron dividida a su sociedad. La reconciliación nacional no puede materializarse a plenitud mientras haya un grupo significativo de personas que, aun sin ser simpatizantes del actual régimen, continúe suponiendo que las víctimas tuvieron problemas «porque se los buscaron», los que se fueron perdieron todo derecho porque «abandonaron su país», o que los que se dedican a la empresa privada o actividades políticas lo hacen «porque son unos aprovechados o ambiciosos».
Estos artículos y breves ensayos le brindan al lector una aproximación al modo deliberado en que por medio siglo el Estado cubano ha construido mentalidades que, en nombre de la justicia social y el nacionalismo, han facilitado de hecho a una elite el ejercicio absoluto del poder. Cinco décadas en que ha funcionado una maquinaria, que integra sistemas de propaganda, cultura y educación, dedicada al fomento de prejuicios sociales contra todos aquellos que desde la derecha o la izquierda no fuesen afines a los intereses y propósitos de esa elite.
En este libro el asesinato de reputaciones no es equivalente al que pueda desarrollar un partido político de oposición contra el gobierno o un grupo de consumidores insatisfechos contra un restaurante. No estamos hablando de difamaciones personales o críticas institucionales. Nos referimos a una forma organizada de terrorismo estatal orientado hacia la deliberada y completa destrucción de la credibilidad de una persona, grupo o institución.
En la desaparecida Unión Soviética la KGB estaba encargada del diseño y ejecución de campañas de descrédito contra aquellas personas clasificadas como «antisoviéticas». El propósito, entre muchos, podía ser la destrucción de la credibilidad de un político extranjero, el cuestionamiento de las motivaciones e integridad personal de un conocido disidente, o la forja de dudas sobre la sinceridad de alguna persona que hubiera desertado con información valiosa, a quien era necesario desacreditar para que aquella fuera desestimada.
La compilación de documentos de los archivos de la KGB publicada por Christopher Andrew y Vasili Mitrokhin (The Mitrokhin Archive, 1999, pp. 421-422) contiene una larga lista de orientaciones impartidas personalmente el 22 de noviembre de 1975 por Yuri Andrópov, entonces director de esa institución, para cuestionar el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a Andrei Sajarov. La KGB no se detuvo ante ningún escrúpulo: implementó, desde la distribución de un supuesto telegrama de felicitación enviado al científico por el dictador chileno Augusto Pinochet, hasta la fabricación de historias sobre su esposa que la presentaban como una oportunista que seducía hombres influyentes de mayor edad para su propio beneficio.
Las numerosas instrucciones a centenares de oficiales de la KGB —bien actuasen como diplomáticos o de modo encubierto— y a las redes de agentes que ellos dirigían, incluían buscar el modo de diseminar rumores en medios de prensa, programas de radio y TV, medios culturales, científicos, políticos y diplomáticos. Según afirman Andrew y Mitrokhin en su libro (p. 632), a fines de los años 80 disminuyó considerablemente la capacidad de acceso de la KGB a los principales medios de prensa occidentales.
En Cuba las técnicas más refinadas del asesinato estatal de reputaciones fueron aprendidas de los «hermanos socialistas». Para aplicarlas se construyó un engranaje específicamente dedicado a concebir actividades de ese tipo en el Ministerio del Interior y coordinarlas con diversas dependencias civiles dentro del Partido Comunista de Cuba y el gobierno.
Con el advenimiento de la Web 2.0 el gobierno cubano descubrió el potencial de esa herramienta para las campañas de asesinato de reputaciones y siembra de «medidas activas». En la era de la comunicación global no resulta imprescindible cortejar periodistas, editores o cineastas. Basta con organizar una red de solidarios agentes de influencia que construyan blogs, cuelguen comentarios en los artículos publicados en la Red por los principales medios de prensa de formato digital, o suban documentales en YouTube. Los nuevos programas para procesar digitalmente textos e imágenes hacen innecesario tener un amplio cuerpo de especialistas para falsificar documentos y fotos. El asesinato de reputación emplea ahora las técnicas del marketing viral. Con un grupo de abnegados cyberpolicias operando desde Cuba y sus respectivos colaboradores en el exterior, es posible multiplicar los enlaces hacia mensajes negativos sobre esta o aquella persona «sembrados» por la maquinaria de propaganda estatal en diversos puntos de la Red de Redes.
En la Isla el diseño de estos asesinatos de reputación on line toma a menudo la forma de anillos concéntricos de desinformación, que se construyen artificialmente para multiplicar un mensaje manufacturado por la maquinaria de propaganda y diseminarlo por Internet, como si fuera una bola de nieve virtual. Basta con escoger a un escritor nacional dispuesto a «cooperar» con estos menesteres, y solicitarle que publique un libro o artículo, para lanzar la difamación original. Luego este mensajero es aupado por los medios de comunicación locales, y alguna que otra institución oficial le otorga un premio cultural, periodístico o académico. Con esos pasos queda construido el primer anillo de naturaleza todavía local para el asesinato de reputación. Más tarde se construye un segundo anillo para la exportación del mensaje con personas «solidarias» que ostenten otra nacionalidad y estén radicados fuera de Cuba. Así se intenta otorgar cierta credibilidad a la acusación original. El éxito de esas operaciones se inicia cuando personas o medios ajenos a cualquier simpatía por el gobierno cubano recogen inadvertidamente el mensaje, bajo el falso supuesto de que con tantas fuentes que lo respaldan no es necesario comprobar su veracidad u origen.
Alguien pudiera pensar, acertadamente, que denigrar a un oponente político es después de todo una práctica bastante extendida en las principales democracias del mundo. Pero no es igual el impacto de una campaña impulsada desde el estado que la que impulse un individuo.
La destrucción estatal de reputaciones, que promueven los mecanismos culturales y de propaganda política, puede llegar a tener consecuencias de gran magnitud. ¿Cómo comenzó la colaboración de las masas con crímenes de lesa humanidad y el genocidio en sociedades tan diferentes como Alemania y Ruanda? ¿Cómo se hicieron factibles los desmanes de la Revolución Cultural china o el genocidio en Camboya?
Uno de los más tempranos indicadores de que una sociedad ha retirado los frenos a la perpetración impune de crímenes e incluso masacres es cuando el Estado favorece, o promueve de forma directa, una campaña dirigida a destruir la dignidad y reputación de sus adversarios, y la sociedad asume sus premisas sin cuestionarlas. La movilización para destruir la reputación del adversario es el preludio de la movilización de la violencia para su aniquilación. La deshumanización oficial siempre ha precedido la agresión física de las víctimas.
Cuando personas decentes comienzan a participar o mostrar indiferencia hacia la ejecución de acciones indecentes se inicia una degradación ética generalizada. Desde el poder se difunde una moral oficial que niega valores éticos universales. Bajo el nuevo canon moral propinar una paliza colectiva a un «enemigo» inerme se transforma de cobardía en virtud. El «hombre nuevo» es ante todo definido por la aceptación del principio de obediencia incondicional al poder. Estar dispuesto a morir por la causa es ante todo disposición a matar al prójimo si el líder así lo dispone.
Aunque en un lugar los llamen «cucarachas» (Sierra Leona), en otros «ratas» (Libia), o «gusanos» (Alemania nazi, Cuba) el denominador común de estas sociedades es la de presencia de líderes cuya sabiduría no puede ser cuestionada. Ellos liberan a las masas de todo sentimiento de culpabilidad al ser llamadas a infligir abusos físicos o sicológicos, torturas o incluso la muerte a otro ser humano.
Es por ello necesario tomar nota de que en el caso del gobierno cubano la justificación de cada acto de crueldad ha venido sazonada con adjetivos peyorativos hacia las víctimas. Orlando Zapata Tamayo, muerto en prisión a consecuencias de una prolongada huelga de hambre, —en protesta por el trato inhumano que le dispensaban sus carceleros—, no merecía piedad por ser supuestamente un «delincuente». El disidente Guillermo Fariñas, quien emplazó al gobierno a liberar a los presos políticos en delicado estado de salud con otra huelga de hambre, no merecía el Premio Sajarov del Parlamento Europeo porque era otro pretendido «delincuente». Las Damas de Blanco, que desfilan por las calles de Cuba portando gladiolos en reclamo de la libertad de sus familiares son «mercenarias», por lo que nadie debe ruborizarse si una turba las rodea e insulta durante horas o agrede a alguna de ellas. Los exiliados políticos son «mafiosos» por lo que no deben gozar del derecho a volver a radicarse en su país o entrar a él libremente. Los que repudiaron el socialismo cubano y se marcharon en masa por el puerto de El Mariel eran «escorias». Los bloggers y periodistas independientes que escriben sobre la dura realidad de la sociedad cubana son «provocadores que facilitan una intervención militar extranjera».
Esa extrema retórica política es «avalada» mediante la fabricación de «medidas activas» contra los disidentes —rumores, documentos falsificados, invitaciones de agentes infiltrados entre los opositores a cometer alguna acción que facilite encausarlos o desprestigiarlos— y otros trucos similares. De ese modo personas o instituciones que ni siquiera profesan simpatías por el régimen cubano llegan a aceptar inconscientemente sus premisas del mismo modo que a otras personas pudieron antes hacerles creer que Pinochet era amigo de Sajarov.
Un caso significativo es el del asesinato de la reputación de los llamados «marielitos».
Fidel Castro intentó desdibujar el fracaso que después de dos décadas de socialismo suponía el éxodo masivo de unos 125,000 cubanos por el puerto de El Mariel. El líder cubano mezcló en los barcos que recogían a los potenciales migrantes a presos comunes e individuos con antecedentes penales, con personas y familias decentes, y acusó a todos de ser escorias y delincuentes. Pero el mito de que personas honestas —que luego demostraron su honradez y laboriosidad— constituían una amenaza a la seguridad pública de Estados Unidos, solo llegó a arraigarse cuando Hollywood produjo Scarface con un artista de primera línea como Al Pacino. Su violento personaje, Tony Montana, devino en el imaginario público en representación simbólica de todo «marielito». Con Scarface, inadvertidamente, Hollywood coronó el trabajo que había iniciado el gobierno cubano contra los que optaron por marcharse por El Mariel.
El camino de la reconciliación nacional será mucho más difícil y empinado sin cuestionar los mitos de la propaganda de odio y desnudar los asesinatos estatales de reputación. Este libro es por ello oportuno y pertinente como lo fue la iniciativa de dos universidades que inspiraron su publicación. El 15 de noviembre de 2010 el Instituto de Estudios Jurídicos Internacionales de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid y el Instituto de Investigaciones Cubanas de la Universidad Internacional de la Florida organizaron un evento sobre Historiografía y Política en el que se analizó el tratamiento otorgado a ciertos hechos, personas y grupos sociales por la historiografía oficial cubana desde 1959. Esta compilación recoge, ampliados, los análisis de tres ponentes de aquel evento: Rafael Rojas, Uva de Aragón y el autor de este prólogo.
Rafael Rojas, destacado intelectual y el historiador de las ideas cubanas más descollante de su generación, centra su análisis en la manera en que el régimen cubano ha desplegado desde temprano un esfuerzo deliberado por construir una historiografía oficial que contribuya a legitimarlo. En esa faena nunca ha vacilado en relegar al olvido o asesinar la reputación de cualquier persona o de aquello que resulta inconveniente a la versión oficial.
Como indica el destacado intelectual cubano: «La historia oficial procede, pues, por medio de una selección ideológica y moral de los actores del pasado, en la que son recordados los que integran la genealogía del poder y caen en el olvido los que no formaron parte de la misma. Dicho relato funciona, en buena medida, como un tribunal del juicio final, que decide la suerte de los sujetos históricos y los distribuye entre infierno y paraíso, memoria y olvido».
Uva de Aragón, reconocida escritora del exilio histórico cubano, para quien la ausencia de odios y la prédica por la reconciliación ha sido una constante, analiza el modo en que la clase política pre revolucionaria fue demonizada, incluso antes de 1959, y el modo arbitrario en que sus reputaciones —incluida la de su segundo padre, el Dr. Carlos Márquez Sterling, quien presidiera honorablemente y con gran equidad la Asamblea Constituyente en 1940— fueron agredidas con toda la fuerza y recursos del Estado revolucionario.
Márquez Sterling se granjeó tempranamente el odio personal de Fidel Castro cuando intentó hasta el último minuto buscar una salida política a la crisis de 1958. Creía en los votos, no en las balas. Por eso el Movimiento 26 de Julio de Castro intentó asesinarlo en más de una ocasión. Sin mostrar nunca una sola evidencia, la historiografía oficial cubana ha insistido desde 1959 en mancillar a un hombre que murió, humilde y honrado, en el exilio.
El estudio sobre el empresario Amadeo Barletta muestra el modo en que el gobierno cubano también se valió del asesinato de reputaciones, para justificar la confiscación de los bienes de empresarios que no se enriquecieron con el batistato y luego para contrarrestar desde 1989 el escándalo causado por operaciones de narcotráfico en que se vieron envueltas las estructuras militares cubanas.
El escrutinio riguroso de numerosas fuentes documentales originales, demuestra la falsedad de los argumentos empleados por las campañas contra este exitoso inmigrante italiano, cuya visión y laboriosidad le permitieron reconstruir sus negocios después de haberlos visto gravemente afectados en cinco ocasiones por un desastre natural, tres dictadores y una guerra civil.
Otros dos autores, Ana Julia Faya y Carlos Alberto Montaner, exponen el modo en que, —aun partiendo desde tradiciones intelectuales opuestas, marxista y liberal—, ambos han sido acosados por esta modalidad de terrorismo de estado que es el asesinato de reputaciones.
Faya, como simple miembro del Departamento de Filosofía de la Universidad de la Habana, fue acusada junto al resto de aquel colectivo por Raúl Castro de ser agente consciente o inconsciente de la CIA, de diversionismo ideológico y otras lindezas que podían costar cárcel y fuertes sanciones en la Cuba de 1971. La misma historia se repitió en el Centro de Estudios de América, al que también perteneció Faya, donde sus integrantes fueron acusados en 1996, de nuevo por Raúl Castro, de crímenes ideológicos similares a los imputados en 1971 a los profesores universitarios de Filosofía.
Ana Julia Faya exigió en una carta a Fidel y Raúl Castro que les ofrecieran excusas públicas a los académicos del CEA por las acusaciones que lanzaron contra ellos y nunca pudieron probar. Hasta hoy no las han recibido. En su lugar, el Ministerio de Cultura ha intentado borrar aspectos simbólicos de campañas pasadas, lo cual no deja de ser positivo; pero mientras no se reconozca ante la sociedad el modo en que realmente se urdieron y ejecutaron esos atropellos, y no se erradiquen las circunstancias que los hicieron posibles, se mantiene latente la misma amenaza sobre nuevas víctimas.
El caso de Faya demuestra que si bien muchos, como Montaner, han sido perseguidos por sus ideas liberales y militancia anticomunista, a otros se les ha acosado —y se ha intentado también asesinar su reputación— por su interpretación heterodoxa del socialismo y el marxismo.
El caso de Carlos Alberto Montaner es emblemático en el tema que nos ocupa. Contra él han diseminado, con curiosa obsesión y constancia, un cúmulo extraordinario de las más diversas acusaciones.
El destacado intelectual, escritor y político oposicionista cubano ha devenido para la mitología castrista en algo semejante al monolito negro que representa a Satán en la Meca y al que todo buen seguidor del Islam debe peregrinar al menos una vez en su vida para lanzarle piedras. Al «buen revolucionario» no se le exige que discrepe racionalmente de Montaner —lo cual es siempre un derecho y contribuye a enriquecer las perspectivas de los lectores— sino que lo odie, acuse, insulte e increpe.
Un día lo acusan de asesinar curas de izquierda, otro de la persistencia del embargo estadounidense, otro más de ser el responsable del otorgamiento de reconocimientos internacionales a la blogger cubana Yoani Sánchez, y muy pronto será también de la última sequía que afecta a la isla. El propósito de esa campaña contra Montaner —que recuerda las seguidas por la KGB contra los más eminentes disidentes soviéticos— no es otro que el de desacreditarlo y aislarlo en un esfuerzo por contrarrestar su influencia internacional.
Lamentablemente existe todavía un sector de la izquierda cuya ingenuidad e intolerancia ideológica lo convierte en colaborador natural de los asesinos profesionales de reputaciones. Son el tipo de personas que de llegar al poder perseguirían con igual saña a Montaner que a quienes —como le ocurrió a Ana Julia Faya en Cuba— se atrevan a disentir en sus propias filas. Para ellos la defensa del mercado y la democracia liberal que hace Montaner es delito suficiente como para aceptar prima facie cualquier acusación en su contra, y la insumisión ideológica de Faya equivale a apostasía. El asesinato del poeta Roque Dalton, también acusado de agente de la CIA por aquellos a quienes estorbaba, es un ejemplo de a donde se llega por esos caminos.
A académicos y poetas marxistas los acusan de ser agentes conscientes o inconscientes de la CIA y a Montaner de pertenecer a esa agencia. Lo cierto es que nunca se han preocupado demasiado por probar una cosa o la otra, pero eso poco les importa. En los países totalitarios no es la fiscalía la que ha de probar la culpabilidad del acusado, sino este el que tendrá —por lo general, inútilmente— que intentar demostrar su inocencia. En cualquier caso, tras medio siglo de lanzar esa acusación contra numerosas personas de reconocida reputación —como hicieron desde la década de los sesenta contra figuras como K.S. Karol y Oscar Lewis— el argumento ha venido perdiendo eficacia persuasiva.
La buena noticia es que el tiempo de los asesinos de reputaciones viene llegando a su fin a pesar de los múltiples prejuicios sembrados en la sociedad cubana. Lo realmente nuevo y esperanzador en Cuba no es el gobierno y sus ocasionales giros políticos, sino el cambio que se viene operando en las actitudes de las personas en la Isla. Los jóvenes ya no aceptan a pie juntillas las versiones de la historiografía oficial sobre personas y hechos. Quieren indagar la verdad de lo ocurrido en todas estas décadas. La gente —incluidos militantes y funcionarios— va perdiendo el miedo a hablar.
Y habrá mucho de qué hablar y comprender.
Se hace necesario saber exactamente lo que ocurrió y por qué ocurrió. Es precisa la contextualización de los hechos para poder alcanzar una mejor comprensión de por qué cada cual se alineó del modo en que lo hizo durante este prolongado conflicto.
Los que pensando que construíamos una mejor sociedad contribuimos a levantar un régimen sin libertades básicas que terminó destruyendo las fuentes de la riqueza nacional y repartiendo pobreza debemos explicar la razón de nuestra actitud. Y aquellos que oponiéndose a la represión del gobierno cubano incurrieron en violaciones de los derechos humanos de quienes simpatizaban con la revolución o de otras personas que hicieron sus víctimas sin haber sido parte siquiera de este conflicto, también deben hacer otro tanto.
La futura reconciliación entre cubanos reclama ese entendimiento contextualizado de percepciones y actuaciones pasadas. Es necesario aprender de nuestra historia republicana y posrepublicana para identificar los «nunca más» en que no ha de incurrirse en el futuro. Ni la voladura de un avión civil de pasajeros ni el hundimiento de una embarcación repleta con familias de migrantes indocumentados son acciones justificables.
Los economistas cubanos discuten hoy las mejores opciones para reconstruir la viabilidad material del país. Los historiadores tendrán que reconstruir los hechos tal cual sucedieron, aunque luego se dividan acerca de cómo interpretarlos. Ésa es su contribución a la construcción del porvenir. Además de ser una responsabilidad profesional hay otra razón irreprochable para hacerlo: es un deber ético hacia muchas víctimas cuya dignidad agredida espera ser reafirmada.
Es difícil saber hacia dónde ir cuando se desconoce todavía de dónde venimos.
Juan Antonio Blanco
Abril de 2011