Prólogo
Un solo hombre no podría haber matado a tanta gente. Imposible. El rastro del asesino conducía al pie de un abeto de tronco nudoso, donde los soldados de una compañía entera de Dragones Púrpura yacían tendidos en el suelo, inmóviles como piedras. Había más de una veintena de soldados desparramados junto a los cadáveres de sus monturas, con sus cuerpos contorsionados. Las piernas y los brazos adoptaban posturas imposibles, los torsos estaban doblados por la columna, las cabezas sobre los hombros clavaban la mirada en un ángulo improcedente. Muchos habían muerto antes de poder descolgar el escudo de la silla de montar. Algunos ni siquiera habían podido desenvainar el acero.
Emperel Ruousk desenvainó la espada y condujo su caballo colina abajo, atento a cualquier ruido mientras seguía la pista del reguero de cadáveres. Sólo descubrió unas huellas que se alejaban de la carnicería: aparecían en el terreno cada dos metros. Al parecer, el asesino seguía huyendo después de recorrer un centenar de kilómetros, lo cual constituía una proeza para cualquiera, sobre todo teniendo en cuenta que estaba borracho como una cuba cuando emprendió la huida.
El reguero de cadáveres de Dragones Púrpura discurría paralelo al del asesino, a una lanza de distancia. Observó que las huellas de cascos se disponían en columna de a dos, y no había señales que le indujeran a pensar que hubieran desplegado exploradores en avanzada. El comandante no había adoptado ninguna precaución para evitar una posible emboscada; sin duda había considerado una labor rutinaria capturar a un asesino borracho. Emperel no estaba dispuesto a cometer el mismo error.
Al acercarse al lugar de la carnicería, los cuervos arracimados sobre los cadáveres remontaron el vuelo y lo miraron con rencor. Observó cómo se alejaban, y después hizo un alto para asegurarse de que el asesino no se había ocultado entre los cadáveres para tenderle una emboscada. El lugar hedía a carne putrefacta. Las moscas cubrían los cadáveres, y al volar emitían un zumbido inquietante y ensordecedor. Las corazas de los soldados estaban resquebrajadas y salpicadas de sangre y entrañas secas. Algunos habían mirado a la muerte a la cara y tenían los bacinetes bajados. Echó de menos algunos yelmos… junto a las cabezas correspondientes. Buena parte de los escudos estaban cubiertos por las entrañas de los caballos, hasta tal punto que la enseña real del dragón púrpura había desaparecido; muchos de los hombres murieron con sus propios globos oculares en la boca. A uno lo habían estrangulado con sus propias entrañas.
Emperel empezó a sentir náuseas. Había visto docenas de matanzas en las Tierras de Piedra, pero ninguna tan feroz y sanguinaria. Se acercó al cadáver decapitado y desmontó. Después se arrodilló junto al cuello del cadáver. El corte era desigual, todo cartílago y nervio, igual que el cuello decapitado del tabernero en Halfhap. Según los testigos, el asesino había mordido al pobre diablo debajo de la mandíbula y le había arrancado la cabeza.
Emperel se incorporó y caminó entre los cadáveres, procurando mantener el caballo a cierta distancia de él y del abeto nudoso que se erguía en medio de la carnicería. Pertenecía a un espécimen de gran tamaño, y tenía un tronco retorcido y lo bastante grande como para ocultar a una docena de asesinos. La corteza era oscura y escamosa, salpicada de surcos de savia roja. La acícula era de color amarillo oscuro y tenía un tono enfermizo. Las ramas entrelazadas se alzaban en lo alto a lo largo de unos sesenta metros, para acabar en corona retorcida, donde se marchitaban formando unas matas que eran como garras.
Al otro lado del árbol, Emperel descubrió la entrada a una madriguera enorme que se adentraba en el tronco. La tierra amontonada alrededor de la entrada era desigual, oscura, y por ella asomaban las raíces. Encima de la entrada del túnel observó una ristra, sinuosa como una serpiente, de signos antiguos grabados en espiral en el tronco. No reconoció a qué lengua pertenecían, pero su forma se le antojó elegante a la par que vagamente amenazadora.
Emperel estudió la madriguera durante algunos minutos. Después se acercó al caballo y ató las riendas al tronco. El agujero tenía forma oval, y apenas era lo suficientemente grande como para que un hombre de altura normal pudiera pasar encogido. Había varias huellas de pisadas en la tierra, aunque le pareció que podían haberlas borrado de las paredes y del suelo del túnel, al arrastrar un cadáver. Emperel se agachó ante la entrada, y echó un vistazo a la boca del túnel, cuyo interior estaba oscuro como boca de lobo. Escuchó un ruido ahogado que podía corresponder al ronquido de un hombre, y el aire húmedo que flotaba en el ambiente le trajo el recuerdo del olor rancio a sudor.
Emperel se acercó de nuevo hacia los Dragones Púrpura. Al no ver nada más que moscas y cadáveres, echó mano a las alforjas y sacó una capa con la que se cubrió la coraza; después cerró el broche de la garganta para activar los hechizos de protección de la prenda. En calidad de agente de confianza del rey Azoun IV, tenía acceso a toda la magia estándar de la armería real, y en ese momento se alegró de ello. Se ciñó unos brazaletes de acero en las muñecas, deslizó un anillo de amatista en el dedo, añadió una daga mágica a la espada de acero y, acto seguido, se acercó de nuevo al agujero húmedo, ante el cual se acuclilló. El ronquido adquirió una cadencia errática, y el tufo a sudor aumentó ligeramente.
Emperel aspiró una última bocanada de aire fresco, y después se adentró de cuclillas en la oscuridad, moviéndose silenciosa y lentamente. El agujero era pequeño y apestaba a humedad; estaba surcado de las raíces quebradas del árbol, gruesas como su muñeca. Aunque había poco espacio para luchar (o para retirarse), Emperel prefirió ignorar la posibilidad de esperar fuera a que saliera la presa. Antes de decapitar al tabernero, el asesino había alardeado sobre el modo en que se las apañaría para acabar con el rey Azoun: tales traidores no recibían cuartel por parte de Emperel Ruousk, tan sólo justicia, una justicia tan rápida y certera como la que cualquier agente al servicio del reino, poseedor de toda la magia y poder inherente al título, podía garantizar.
Después de recorrer unos metros, la oscuridad se volvió tan espesa que Emperel no podía distinguir la daga que empuñaba ante su nariz. Se detuvo y susurró: «La mira del rey».
La amatista del anillo parpadeó levemente, y Emperel empezó a distinguir las paredes del pasadizo, teñidas de una luz azulada y carmesí. El calor de su cuerpo hizo que su piel adquiriese un fulgor rojizo, mientras que la daga emitía una mágica luz argéntea. A unos tres metros, el túnel daba acceso a una estancia oblonga, decorada con líneas ambarinas que colgaban por doquier. Eran las puntas de las raíces profundas. Le pareció extraño no encontrar indicio alguno de la raíz principal, ausencia que justificaba ampliamente la forma nudosa del abeto.
Cuando Emperel se acercó a la entrada de la pequeña estancia, vio al asesino tumbado de espaldas; emitía un fulgor carmesí, recortado contra la palidez violeta del suelo de piedra. De no ser por la capa de sangre seca que lo cubría de pies a cabeza, Emperel hubiera jurado que aquél no era su hombre. Tenía los ojos cerrados y parecía dormir plácidamente; sus labios dibujaban una sonrisa beatífica, y tenía los brazos doblados sobre el pecho. Se le antojó muy demacrado como para haber asesinado a toda una compañía de Dragones Púrpura. Sus brazos eran delgados como lanzas, sus hombros chupados y fibrosos, y tenía las mejillas hundidas, al igual que los ojos.
De pronto, Emperel lo comprendió todo: de dónde había sacado energías para correr tanto, cómo se las había apañado para acabar con toda una compañía de soldados de elite, la razón de que se hubiera ensañado con los cadáveres. El sudor perlaba la frente de Emperel cuando consideró la posibilidad de regresar a Halfhap en busca de ayuda. ¿De qué serviría? El vampiro ya había demostrado que podía enfrentarse a más de un oponente; y al menos en ese momento, Emperel tenía cierta ventaja.
Siguió caminando hasta llegar al final del túnel, y el olor de su propia transpiración se impuso a la insufrible fetidez que inundaba toda la guarida. Aunque tenía encogido el estómago del miedo, hizo un esfuerzo por recordar que tan sólo un gesto lo separaba de la seguridad. Lo único que tenía que hacer era hundir la mano en el bolsillo de la capa, y se encontraría de pie junto al caballo, bajo la brillante luz del sol donde ningún vampiro podría seguirlo. Gateó en silencio para adentrarse en la estancia, sin poder evitar arrastrar los pies.
Cuando Emperel se incorporó, algo blando y pegajoso se enganchó a sus orejas. El corazón le dio un vuelco, y tuvo que morderse la lengua sin saber si había gritado. Miró al asesino, que permanecía tan inmóvil como antes con las manos sobre el pecho y una sonrisa angelical dibujada en sus labios. Intentó no pensar en la clase de sueños que podían hacer feliz a un vampiro, y se llevó la mano a la cara para librarse de la telaraña que la cubría. Era pegajosa y sólida, como la telaraña de una viuda negra.
Emperel tuvo la sensación de que un centenar de patitas descendían por su túnica. Con la esperanza de que fuera fruto de su imaginación, se entretuvo en librarse de la telaraña, y a continuación sacó un guantelete de acero del cinturón, que se enfundó en la mano derecha. Cuando extendía la mano, el guante se convertía en el símbolo sagrado de su dios, Torm El Fiel, y ello bastaría para mantener a raya a cualquier vampiro. Después desenfundó el hacha de mano de la correa que colgaba del cinturón, y con la ayuda de la hoja afilada de la daga empezó a tallar el mango de madera del hacha para dar forma a una estaca.
Aunque tenía la impresión de que su propia respiración resultaba ensordecedora, el vampiro siguió durmiendo. La daga, que emitía un fulgor plateado, talló el mango del hacha librándolo de unas virutas gruesas como monedas. Envainó la daga, se arrodilló junto al vampiro y levantó la estaca. Le temblaban los brazos.
—Torm, guía mi mano —susurró.
Una gota de sudor se precipitó desde una de sus cejas hasta el hombro del vampiro. El monstruo parpadeó y sus ojos brillaron blancos ante la mirada perpleja de Emperel.
El agente empujó la estaca con todas sus fuerzas, y la hundió en la caja torácica del vampiro. Una sangre gélida y negra como la tinta manó de la herida. Un chillido agudo reverberó entre las paredes de la estancia, e inmediatamente algo cogió a Emperel de la coraza y lo empujó dando tumbos por el suelo de piedra.
Atravesó la cortina de filástica y fue a chocar contra la pared; la cabeza le daba vueltas y un dolor intenso atenazaba su pecho. Al mirar hacia abajo abrió los ojos como platos: en medio de la coraza tenía la marca de un puño cerrado, y ni siquiera había visto al asesino mover la mano.
Emperel se puso de rodillas; estaba demasiado atontado como para incorporarse, e hizo un esfuerzo para llenar de aire los pulmones. A unos pasos, el vampiro yacía tumbado de costado, retorciéndose de dolor mientras sacaba lentamente la estaca del pecho. Emperel lo observó con la boca abierta. Había matado a más de una docena de vampiros, y ninguno de ellos había podido hacer nada parecido. ¿Habría errado al intentar hundirla en el corazón?
El vampiro dirigió su mirada vacía hacia la pared.
—¡Rayos del rey! —gritó Emperel, levantando un dedo y señalando las manos espectrales del monstruo.
Los brazaletes de Emperel adquirieron una elevada temperatura y descargaron cuatro rayos dorados que iluminaron la cripta. La magia alcanzó las manos del vampiro con una descarga brillante y dorada, después penetraron en su carne y recorrieron sus brazos, que despidieron a su vez un pálido fulgor azafranado.
El vampiro arrancó la estaca de su corazón, y después se puso en pie trabajosamente para volverse hacia Emperel. Unos goterones de sangre oscura surgían del boquete abierto en el pecho, cosa que al parecer no le importó. Se limitó a sopesar el hacha y acercarse al agente del rey de Cormyr.
Emperel se puso en pie de un salto y cargó sobre el monstruo, desenvainando la daga mágica mientras levantaba en alto la palma de la mano enfundada en el guantelete, directa hacia su rostro.
—¡Atrás! —ordenó—. ¡Atrás en el nombre de Torm!
El vampiro descargó un manotazo contra la mano de Emperel, y lo hizo con tal fuerza que el guantelete de acero salió volando y se perdió en la oscuridad.
—¿Crees que tengo aspecto de estar muerto?
Emperel abrió los ojos desmesuradamente, levantó la daga mágica y hundió la hoja plateada en el estómago de la criatura para después levantarla hacia el corazón. El vampiro (fuera lo que fuese) cerró los ojos y a punto estuvo de ceder, pero entonces cerró sus dedos en torno a la mano de Emperel.
—Cuán… traicionero —susurró.
Emperel intentó retorcer la hoja en las entrañas de la criatura, pero lo tenía cogido con tal fuerza que no pudo hacerlo. Hizo un esfuerzo por sobreponerse a un acceso de pánico, retrocedió un paso y arremetió con el hombro contra la cabeza de su enemigo.
Pero el golpe ni siquiera logró alterarlo.
—¡Furia leal! —maldijo Emperel entre dientes—. ¿Qué suerte de diablo eres?
—El peor de todos… un diablo… enfadado.
El asesino empujó a Emperel contra la pared, desprendiendo con el golpe un puñado de tierra húmeda, que cayó sobre él, y a continuación se libró también de la daga. El fulgor plateado había desaparecido prácticamente de la hoja mágica, y ante los ojos de Emperel, el arma se tornó fría y adquirió una tonalidad negra. El asesino la arrojó a un lado y se acercó pesadamente hacia él, mientras la sangre oscura seguía manando de ambas heridas.
—¡Luz del rey! —gritó Emperel, levantando el dedo del anillo, sin poder dar crédito a sus ojos.
La amatista se encendió y produjo una luz que inundó toda la estancia con su fulgor azulado. Cogido por sorpresa, el asesino cerró los ojos y apartó la mirada, cegado momentáneamente. Emperel, que sabía lo que iba a suceder, saltó al tiempo que desenvainaba el acero y estampaba la planta del pie en la rodilla de su enemigo. El asesino cayó al suelo, rodó sobre sí y puso la zancadilla a Emperel, que perdió pie.
Emperel cayó mal y se golpeó la cabeza contra el suelo de piedra. Su visión se hizo borrosa y los oídos empezaron a silbarle con fuerza, cuando el monstruo se arrojó contra él, directo a su garganta, hincando los dientes en el cuello del yelmo. Levantó el brazo para guardarse de los golpes, y el asesino lo cogió de la muñeca. El anillo despidió un crujido estremecedor, y un dolor insoportable recorrió todo su brazo desde la punta de los dedos. Emperel profirió un grito y levantó la mano del arma para golpear la cabeza del atacante con el pomo de la espada.
El asesino cayó hacia atrás, arrancando la capa de los hombros de Emperel, y llevándose consigo el anillo mágico de su dedo… No, no sólo el anillo.
El asesino tenía en la mano una cosa delgada y ensangrentada, y la fibra blancuzca del nudillo asomaba bajo el muñón empapado en sangre. Aún lucía el anillo de Emperel, que iluminó la cabeza del asesino con una brillante luz azulada. Su rostro era como el de una mantis, tenía una barbilla afilada, era chupado y sus ojos, de forma oval, eran rojos como ascuas. Incluso iluminado por aquella luz, la complexión de la criatura permanecía envuelta en sombras, oscura, pero no tanto como para que Emperel no reparase en el aire familiar de su nariz afilada y el labio vuelto hacia arriba. Sacó la espada para interponer la hoja entre él y aquella cosa con forma humana.
—¿Te… te conozco?
—No por mucho tiempo —respondió el asesino en un hilo de voz, entornando los ojos rojos.
Emperel se incorporó pesadamente hasta ponerse en pie, y avanzó un paso hacia el asesino, adoptando con la espada una guardia alta. El vampiro hizo una mueca y retrocedió para mantener la distancia, cerrando el puño alrededor del anillo. Un suspiro de satisfacción surgió de sus labios cuando la luz que despedía la amatista fluyó en su mano, inundando la estancia con una luz desigual y fantasmagórica.
Emperel sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal: el asesino absorbía la magia del anillo, al igual que había absorbido los rayos mágicos que despidieron sus brazaletes y la magia de la daga. La estancia empezó a difuminarse ante su mirada. Consciente de que no tardaría en encontrarse atrapado en la oscuridad, sin la capa ni otra vía de escape, Emperel echó un vistazo a la salida. El asesino se le adelantó para cortarle el paso.
Perfecto. Emperel se arrojó al ataque, permitiéndose esbozar una sonrisa confiada cuando el último resquicio de luz desapareció de su anillo. Su espada carecía de magia, y cuando la hoja encontró su objetivo, el asesino gruñó y cayó en la oscuridad. Emperel giró sobre sus talones y lanzó varios tajos a uno y otro lado. Saltaron chispas cuando la hoja de la espada dio contra el suelo de piedra. Se dio la vuelta y retrocedió, esgrimiendo a oscuras y trazando en el aire todo tipo de guardias defensivas. Oyó un leve golpe, tan leve que apenas alcanzó a oírlo dado el silbido del arma. Se acercó hacia el ruido sin dejar de trazar arcos con la espada, que finalmente golpeó contra una esquina de acceso al túnel, con el consiguiente desprendimiento de tierra y guijarros.
Un leve gemido reverberó en las paredes del túnel, seguido por el roce del cuero en la tierra. Emperel se adentró en el pasadizo con la punta de la espada por delante, que zarandeaba de un lado a otro. No alcanzó nada aparte de la tierra y las raíces.
Al cabo de un momento, su caballo relinchó y descubrió que el asesino había desaparecido.