20
La estancia estaba más oscura que una tumba, y la atmósfera era tan densa y olía de tal forma a orín de orco que a Vangerdahast se le revolvía el estómago sólo de respirar. El suelo estaba alfombrado de serpientes que siseaban al arrastrarse, mientras nubes de insectos zumbones flotaban allí donde no daba la luz, reprimidas por una magia que había activado Owden. Los cadáveres de los marranos calcinados yacían extendidos junto a las paredes, cubiertos por escarabajos y moscardones. Ribetes de humo amarillo se elevaban en espiral aquí y allá con un olor acre, cálido, como si del pantano se tratara.
Cuando no se presentaron más orcos dispuestos a ser ejecutados, Vangerdahast cruzó los brazos y se abrió camino lentamente. La oscuridad que reinaba en el lugar parecía engullir la luz que brillaba en la punta de su varita, reduciendo lo que por regla general hubiera supuesto una esfera de seis metros de luz a un huevo deforme que tenía una cuarta parte de intensidad. Un gruñido constante y ronco resonaba en las paredes de la torre, como si aquella luz sobrenatural constituyera una ofensa para el edificio. El intenso calor hizo que Vangerdahast sudara copiosamente, y un flujo de sudor constante caía de sus cejas al suelo. Las serpientes siseaban y se esparcían sobre el sudor.
Al acercarse a la puerta, Vangerdahast vio que el dintel y las bisagras de madera estaban podridos, y las paredes cubiertas de un residuo ceniciento producido por una especie de hongo maloliente. La puerta que daba a la habitación contigua estaba abierta, y colgaba de la única bisagra que parecía cumplir con su función. Vangerdahast hizo una seña a Owden para que estuviera preparado, y después entró flotando en la habitación.
Estaba en la esquina de un corredor angosto que se abría en dos direcciones: una, que giraba a la izquierda, conducía a una escalera de mármol y la otra, que discurría recta, terminaba ante una puerta cerrada. Las paredes estaban impregnadas del mismo moho blancuzco que había visto en los campos azotados por la plaga al norte de Cormyr. Un flujo constante de humo amarillento surgía de las escaleras y giraba en espiral al doblar la esquina, para desaparecer en el recibidor oscuro, y la atmósfera era aún más cálida y fétida que en la habitación que acababan de dejar atrás.
Vangerdahast flotó por el pasadizo e intentó abrir la puerta. Se quedó con el tirador en la mano, dejando un boquete de la madera podrida. Unos escorpiones pardos salieron de la cavidad y cayeron al suelo.
—Quizá deberíamos probar antes por las escaleras —sugirió Vangerdahast, deshaciéndose del tirador.
—Sí, es lo mejor.
Ninguno de los dos mencionó el obvio final que esperaba a quien se quedase encerrado en una habitación llena de escorpiones. El mago supremo se deslizó por el corredor y se encontró ante el hueco de las escaleras. Había poco espacio, era asfixiante y estaba cubierto de cieno y moho, como el resto de la primera planta de la torre, por no mencionar la densidad del humo, cuyo hedor hizo toser a Owden. El mago se tapó la boca y flotó escaleras arriba aguantando la respiración. Incluso así el hedor le hizo sentirse febril y aturdido.
Cuando Vangerdahast se acercaba a la parte alta, un par de flechas surgieron de la oscuridad y rebotaron contra su escudo mágico para ir a clavarse en las sucias paredes. Una voz gutural gritó una orden, y las lanzas de punta de hueso pasaron silbando a su alrededor, procedentes de una docena de agujeros cubiertos de hongos, ocultos en la pared interior. Aunque algunas lanzas también chocaron contra su capa, la fuerza del ataque estuvo a punto de empujarlo contra las paredes de la escalera, que sin duda absorberían su magia.
Vangerdahast tocó con la varita la lanza que tenía más a mano, y desató un conjunto de rayos que atravesaron los agujeros por los que los habían atacado. El trueno reverberó en las paredes de la torre, y el hueco de la escalera se llenó de destellos azulados y gritos ahogados al atravesar uno tras otro a los orcos. La atmósfera se hizo más densa con el hedor a cerdo quemado, y las lanzas con que habían sido atacados cayeron al piso inferior. Si alguno de los marranos había conseguido sobrevivir a la réplica del mago, guardó silencio y se mantuvo oculto.
—¡Arriba! —gritó Owden.
Vangerdahast levantó la mirada y vio a los dos últimos orcos que saltaban por las escaleras tras la luz de su varita. Se acercó un poco más al techo y dejó que pasaran de largo, lo cual le permitió despachar a uno de ellos con un golpe seco de varita. El otro cayó víctima de un mazazo, cortesía de Owden.
—Esto ya me parece más prometedor —dijo Vangerdahast—. Al menos intentan detener nuestro avance.
Siguió flotando delante de Owden, escaleras arriba, y al subirlas se encontró en una estancia espaciosa, encima de una mesa cuadrada llena de cangrejos de río, anguilas y toda clase de peces pescados por los orcos en el pantano. Allí también zumbaban innumerables insectos, que producían un estruendo ensordecedor capaz de levantar un terrible dolor de cabeza a Vangerdahast. El radio de alcance de su hechizo de luz era escaso, impidiéndole iluminar todas las paredes, pero junto al hueco de la escalera encontró abierta la puerta de hierro de una celda minúscula. Hizo un gesto a Owden para que se pusiera a su espalda, y el mago supremo entró flotando para inspeccionar su interior.
A un lado había un jergón y una docena de anillos de diversos tipos, cálices y armas. Aunque eran de una factura exquisita, su condición actual era lamentable y todos ellos habían perdido su lustre y estaban oxidados. Al otro lado del jergón, de una trampilla que daba al pasadizo donde habían intentado tenderles una emboscada, surgía un hedor a carne chamuscada. En la pared opuesta de aquella habitación había una tronera, desde la cual Vangerdahast pudo ver a los caballos cuando emprendieron enloquecidos la carga contra la horda de orcos en el pantano, pero no vio a las ghazneth por ninguna parte.
Vangerdahast se retiró de la tronera e inspeccionó la habitación. En las paredes laterales encontraron otras cuatro celdas, cada una de ellas con un jergón y diversos objetos de plomo que en otros tiempos fueron mágicos. En el extremo opuesto, sólo una de las puertas de hierro estaba abierta. La otra estaba cerrada. El mago supremo formuló un hechizo de telaraña e hizo un gesto a Owden para que abriera la puerta cerrada.
El maestre de agricultura agarró el tirador y tiró con fuerza, pero no cedió. Se disponía a empujar la puerta, cuando un ruido metálico resonó en su interior.
—¿Tanalasta? —Vangerdahast apenas oyó su propia voz, debido a la fuerza con que latía su corazón—. Soy Vangerdahast.
—Y Owden —añadió el clérigo, con los ojos desmesuradamente abiertos.
No recibieron respuesta, e intercambiaron una mirada llena de inquietud.
—Tanalasta, tenemos que abrir esta puerta —advirtió Vangerdahast—. Si no puedes responder, da el golpe real. De lo contrario, Owden se pondrá muy nervioso.
—Puedo responder. —La voz parecía más grave y ronca que la de Tanalasta.
—No me parece su voz —susurró Vangerdahast, entrecerrando los ojos.
—Y dudo que Owden sea de los que se ponen nerviosos —dijo Tanalasta antes de que Owden pudiera responder.
—¡Es ella! —exclamó el clérigo con una sonrisa.
—Mejor será asegurarse —dijo Vangerdahast, precavido, haciendo un gesto a Owden para que se pusiera sobre la puerta, con la maza preparada.
—¿Así el que quedará mal seré yo? —Owden hizo un gesto de negación—. ¿Cuánto tiempo lleva encerrada ahí dentro? Claro que tiene la voz ronca.
—La cautela no es ningún insulto —insistió Vangerdahast.
Owden levantó la mirada y flotó hacia el techo a regañadientes, para ponerse sobre la puerta. Vangerdahast señaló el tirador y murmuró una palabra mágica. La puerta se abrió, pero Tanalasta no salió de la celda.
—¡Tanalasta! —llamó Owden, dando al traste con la sorpresa que hubiera deparado su posición—. Vamos… no tenemos mucho tiempo.
—No.
—¿Qué? —Owden bajó del techo e intentó abrir más la puerta.
Vangerdahast lo cogió del brazo y tiró de él para apartarlo del tirador.
—¿Princesa? ¿Hay algún problema?
—No quiero que me vean así —respondió la voz—. No me podéis ayudar, así que dejadme a solas. Os lo ordeno.
—Sabéis que no podemos obedeceros.
Vangerdahast empujó la puerta para abrirla, y vio una figura sombría agazapada en la oscuridad, que lo miraba con ojos inyectados en sangre y cuyo rostro estaba rodeado por un cabello negro como el azabache. Tan duras eran sus facciones, las mejillas marcadas, la nariz afilada como una daga, la boca… que el mago tardó unos segundos en reconocerla como la de Tanalasta. Incluso entonces no pudo evitar interponer la varita entre ambos.
La princesa se apartó rápidamente, descubriendo un par de alas pequeñas como de vampiro, que surgían de la espina dorsal.
—¡Os lo advertí! Ahora, dejadme en manos del único destino que merezco.
Owden se recuperó mucho antes que Vangerdahast. Empujó la varita para apartarla y entró flotando en el interior de la celda.
—No os merecéis nada de esto. —El clérigo extendió los brazos para abrazar a la princesa—. ¿Qué os hace pensar así?
—¡No me toques!
Tanalasta se apartó de Owden de un salto, rápida como una serpiente, y se encaramó a la tronera. De pronto la vieron gracias a la luz que se filtraba del exterior. Estaba desnuda, temblorosa, y los observaba con ojos rojos. Su figura flacucha era una burla comparada con la que Vangerdahast había entrevisto en Estanque del Orco, y ante la comparación no pudo evitar sentir náuseas. Ella se cruzó de brazos para tapar su desnudez y bajó la mirada.
—Si me tocáis, absorberé todos vuestros hechizos. —Señaló con la barbilla puntiaguda el piso—. Y ya sabéis qué sucederá a continuación.
—Sí, lo sabemos. —Vangerdahast hizo ademán de desabrocharse la capa, pero recordó lo que ocurriría con la magia que guardaba en los bolsillos y desistió de su propósito—. No podemos dejaros aquí. Vendréis con nosotros de una u otra forma.
Arrancó la capa de los hombros de Owden y se la tendió a la princesa, pero ésta no se molestó en cogerla.
—¡Tanalasta Obarskyr! No he perdido a toda una compañía de soldados del rey para permitir que os convirtáis en una ghazneth. —Vangerdahast le arrojó la capa—. Ahora poneos eso y acompañadnos. Sea lo que fuere en lo que os convirtáis, lo haréis en Cormyr aunque tenga que teletransportaros de vuelta a Arabel envuelta en una telaraña.
—Dudo que seas tan rápido, viejo —replicó Tanalasta, cuyos ojos rojos brillaron desafiantes. Pese a lo que había dicho, se puso la capa para ocultar su desnudez, cerró el broche, que perdió el lustre inmediatamente. Entonces bajó de la tronera hasta el suelo. Los insectos y las serpientes no le prestaron atención, limitándose a hacerse a un lado o deslizarse por encima de sus pies—. Tú delante, fisgón.
Tan aliviado se sentía el mago supremo de haber recuperado a Tanalasta (aunque fuera en ese estado), que hubiera querido cogerla y teletransportarla de regreso a Arabel en aquel mismo instante. Sin embargo, intentar semejante cosa en el interior de la torre no le pareció muy adecuado. Dada la naturaleza de la torre: su facilidad para absorber la magia, podían acabar encerrados de por vida entre aquellas cuatro paredes. Vangerdahast regresó a la estancia principal y flotó en dirección al techo polvoriento.
—¿Sabéis si hay aquí alguna trampilla? —preguntó—. Habrá algún modo de llegar al techo, digo yo.
—¡No! —exclamó Tanalasta como si se tratara de una orden—. Es decir, no podemos utilizarla. Es su puerta.
Señaló el extremo opuesto de la habitación, y Vangerdahast comprendió cuál era el problema. La puerta estaba centrada sobre las escaleras, por lo que la única forma de usarla era volando. Si intentaba sostener a Tanalasta lo suficiente como para pasarla por la trampilla, ella absorbería la magia del hechizo que le permitía volar, y los dos quedarían atrapados en la torre.
—Podemos recurrir a la puerta del pantano. —Tanalasta pasó debajo de Vangerdahast y empezó a bajar las escaleras—. No creo que cuenten con eso.
Al bajar por las escaleras, la capa de Tanalasta empezó a desintegrarse: se volvió polvorienta y seca, y se rasgaron los bordes. Vangerdahast se dio cuenta y pensó que lo más prudente era llegar a un ala poco transitada de palacio; después se olvidó del asunto. La alegría de haberla encontrado empezaba a desvanecerse, y su dolor de cabeza hizo acto de presencia con energías renovadas. Le temblaban las sienes y cada vez veía más borroso. Le dolían las articulaciones y tenía el estómago revuelto. Cuando llegaron al pie de las escaleras, se sentía tan débil como una anciana.
—¿Alguno de vosotros se siente débil? —preguntó.
—Es la torre —respondió Tanalasta—. Este lugar está impregnado del mal de las ghazneth… los enjambres, la oscuridad, la plaga, todo.
—Si no rechaza usted una ayudita de la diosa, yo podría ayudarle —se ofreció Owden, poniendo la mano en el hombro del mago.
—Después. —Vangerdahast se dispuso a doblar la esquina—. Salga…
Oyeron a alguien gritar asustado en la habitación contigua.
—¡Vangerdahast, ayuda! ¿Está usted ahí?
—Parece la voz de… —dijo Owden, apartando la mano del hombro del mago.
—¡Alaphondar! —exclamó Vangerdahast.
Olvidando el dolor de cabeza, Vangerdahast dobló la esquina volando y echó un vistazo al interior de la habitación por una brecha que había en la pared de la torre. Allí estaba la figura delgada de Alaphondar, recortada contra la intensa luz procedente del exterior. El sabio se sacudía las avispas a manotazo limpio y corría a ciegas en círculos, mientras intentaba recuperarse de los efectos derivados de la utilización del bolsillo de huida de su capa. A una docena de pasos, los últimos supervivientes de la real compañía expedicionaria se retorcían de dolor, víctimas de los enjambres de avispas que los atacaban. Eran una presa fácil para los orcos y las ghazneth, que los perseguían por la península.
—¡Tráigalo aquí dentro! —exclamó Vangerdahast, empujando a Owden hacia la brecha.
Cuando el clérigo se apresuró a obedecer, Vangerdahast guardó la varita brillante en un bolsillo y sacó un pequeño cuadrado de hierro de otro. Frotó la hoja entre sus palmas y empezó a entonar un largo conjuro.
Owden atravesó la brecha para acercarse a Alaphondar, y las avispas se dispersaron al instante. El clérigo bajó la mano y la puso en el hombro del sabio.
—Ya estoy aquí, amigo mío.
Alaphondar se volvió hacia su salvador. El rostro venerable del sabio estaba lleno de picaduras de avispa que empezaban a hincharse y enrojecer de tal modo que, pese a no tener los ojos cerrados, de la hinchazón lo parecía.
—¿Owden? —preguntó Alaphondar. Afuera, las ghazneth advirtieron lo que sucedía y remontaron el vuelo—. ¡Dígame que Vangerdahast está con usted!
—Así es, y no es el único —respondió Owden.
Esta respuesta empujó al sabio a adoptar una expresión intrigada, expresión que no tardó en mudar cuando Owden lo levantó del suelo y se lo llevó hacia la torre. Cuando Vangerdahast ocupó su lugar en la brecha, las ghazneth sobrevolaban por encima de los supervivientes de la real compañía expedicionaria, y viraban sobre un ala en dirección a la torre. Vangerdahast volvió la punta de la hoja de hierro hacia abajo y, tras soltarla, pronunció la última palabra del hechizo.
La península desapareció detrás de un muro de hierro, y acto seguido se oyeron una serie de golpes ensordecedores que reverberaron en el interior de la torre.
Vangerdahast se retiró al interior de la estancia con un zumbido en los oídos y un ojo puesto en el muro de hierro que había creado. La barrera estaba iluminada en su interior por algunos rayos de luz que se filtraban a través de su superficie oscura y la pared de la torre, pero el espacio era demasiado pequeño para una ghazneth. Al menos, eso esperaba él. Cuando no volvieron a oír ruidos procedentes del otro lado, volvió a empuñar la varita de luz del bolsillo y se dirigió hacia los demás.
—Quizá se hayan roto el cuello —sugirió Owden—. El muro era de hierro.
—¿De veras crees que tendremos tanta suerte? —preguntó Tanalasta—. Ese muro también está hecho de magia. Ahora mismo estarán… absorbiéndola.
—¿Tanalasta? —preguntó Alaphondar, sin tenerlas todas consigo—. ¿Qué haces aquí?
—Vaya pregunta. Creo que vuestra intención era rescatarme —replicó Tanalasta en tono ácido—. ¿Me oyes? ¿O te has quedado sordo como una tapia?
Vangerdahast enarcó una ceja. La princesa lo había tratado a él de esa forma en más de una ocasión, pero siempre había sido respetuosa con Alaphondar. El sabio era como un padre para ella.
Alaphondar se sentía tan dolido que no pudo disimularlo ni aun con el rostro tan hinchado. Apretó las pestañas con fuerza y quiso explicarse… pero titubeó.
—Es culpa mía. —Miró a su alrededor sin ver nada—. Por alguna razón pensaba que estabais con Alusair. Acaba de decirme que ha descubierto los nombres de las ghazneth, gracias a los signos que había en las demás criptas.
—¿De veras? —preguntó Vangerdahast. Evitando mirar directamente a Tanalasta, deslizó la mano en su bolsillo para coger una madejita de seda—. No sabía que le hubiera enseñado usted a leer los signos élficos.
—Oh, sí, por supuesto que sí —respondió Alaphondar—. Los signos correspondientes al período posterior a Thauglor debe conocerlos cualquier princesa que se precie de poseer una buena educación.
Los ojos de Tanalasta pestañearon rápidamente cuando estudió la expresión de todos y cada uno de sus acompañantes. Vangerdahast se cuidó mucho de mantener una expresión neutra. Alusair no distinguiría un signo antiguo de una runa, de modo que tenía muy claro lo que había querido decirle Alaphondar.
Pero Owden no fue tan perspicaz.
—¿Signos correspondientes al período posterior a Thauglor? —preguntó, incrédulo—. ¿Por el dragón Thauglor?
—Un campesino como usted no lo entendería —gruñó Vangerdahast. Siguió mirando a Alaphondar, mientras sacaba la madeja del bolsillo—. ¿Le dijo alguna otra cosa?
—Me preguntó por la profecía de Alaundo. —El sabio miró en dirección a Tanalasta. Titubeó un momento, proporcionando a Vangerdahast más tiempo del necesario, y añadió—: ¿La conoces, verdad, Xanthon? «Siete plagas, cinco que fueron, una del presente…».
—¡Xanthon! —Vangerdahast se volvió rápido como el rayo, arrojando la madeja de hilo de seda contra la ghazneth impostora.
De no haber estado limitado por el terrible dolor de cabeza que tenía y lo mucho que le dolían las articulaciones, quizás hubiera podido ser lo bastante rápido para atrapar al fantasma. Pero la realidad era que Xanthon había desaparecido. La telaraña mágica de Vangerdahast se extendió por el suelo y el muro, atrapando a docenas de serpientes e innumerables insectos.
Alaphondar profirió un grito de dolor, y al volver Vangerdahast la varita luminosa, vio al impostor agarrando al sabio por detrás, con las garras hundidas en los costados de Alaphondar. El peso extra hacía descender a Alaphondar y a Owden hacia el suelo repleto de bichos, pero Xanthon no parecía dispuesto a esperar a que sucediera lo inevitable, que sus insectos terminaran el trabajo, sino que echó hacia atrás la cabeza y después se impulsó para hundir los colmillos en el cuello de Alaphondar.
Vangerdahast apuntó la varita a la sien de Xanthon y pronunció la palabra mágica. Se produjo un crujido ensordecedor seguido de un destello cegador, y a continuación se escuchó el ruido de un cuerpo al golpear contra la pared. Pestañeando para librarse de las chiribitas, el mago extendió la mano y cogió a Owden de la parte posterior de la capa.
—¿Sigue volando? —preguntó.
—Por ahora —respondió el clérigo.
Cuando a Vangerdahast se le aclaró la vista, vio que su rayo había empujado a Xanthon contra el lecho pegajoso formado por la telaraña que antes había arrojado al fondo de la habitación. El impostor colgaba boca abajo de la pared, y forcejeaba para librarse de la telaraña profiriendo maldiciones contra Azoun. Aún tenía un leve parecido con Tanalasta, pero la ilusión ya no era tan fuerte. La ghazneth no había sufrido daños, por supuesto, y el filamento de la telaraña empezaba a perder color, pero al menos pasarían unos segundos más antes de que consiguiera desembarazarse.
Vangerdahast se volvió para comprobar el estado de Alaphondar. El anciano sabio colgaba inerte de los brazos de Owden, y las heridas que tenía a los costados empezaban a cubrirse de pus. El mago colocó suavemente la mano en el hombro de su amigo.
—¿Está bien Tanalasta?
—Por ahora —respondió el sabio—. Está con Alusair.
—¿Seguro?
Cuando el sabio hizo un gesto de asentimiento, Vangerdahast desenvainó la daga de hierro y se volvió de nuevo a Xanthon. Los ojos del fantasma adquirieron una tonalidad anaranjada a causa del miedo, y empezó a forcejear con más fuerza. Consiguió librar uno de sus brazos, y empezó a golpear la telaraña con sus garras afiladas.
—Esta vez no, traidor —siseó Vangerdahast—. Ahora vas a pagar tu insensatez.
El mago supremo lanzó un rápido conjuro y arrojó la daga contra la ghazneth. El arma atravesó la habitación y se clavó en mitad de su pecho, penetrando su esternón y hundiéndose hasta la empuñadura. La ghazneth forcejeó de un lado a otro como una loca, profiriendo angustiosos aullidos e intentando librarse de la telaraña. Al pasar algunos segundos sin que el monstruo perdiera ni un ápice de sus fuerzas, Vangerdahast comprendió que tenía que poner algo más de su parte para rematar la faena. Xanthon había conseguido librar una de sus piernas.
—Necesito algo duro. Permítame su maza —dijo el mago a Owden, dándole a cambio la varita luminosa.
Eso fue suficiente para Xanthon. Arrancó la daga de hierro de su pecho y con ella lanzó tajos a diestro y siniestro, a menudo hiriéndose él mismo en su intento de liberarse de la telaraña. Vangerdahast estuvo algo torpe a la hora de sacar la maza de la tira en que Owden la llevaba colgada del cinto, sobre todo teniendo en cuenta que no quería herir a Alaphondar, que aún colgaba del clérigo. Cuando liberó la cabeza de la maza, Xanthon se había puesto en pie; de su pecho manaba un reguero de sangre negra.
El fantasma arrojó la daga de hierro contra Vangerdahast, después se dio la vuelta y salió corriendo por la puerta. Sólo el escudo mágico del mago impidió que el cuchillo le abriera el cráneo.
Vangerdahast profirió una maldición, después intercambió una mirada con Owden y fijó sus ojos en Alaphondar.
—¿Podrá usted salvarle la vida?
—Por supuesto —respondió Owden, molesto, pues se sintió insultado por la pregunta—, pero necesito un lugar más seguro para trabajar… y para que pueda descansar.
—Entonces le proporcionaré uno. —Vangerdahast volvió a colgar la maza de Owden de su cinturón, y alargó la mano para introducirla en el forro de la capa de Alaphondar—. Perdóname, amigo mío.
Cogió el bolsillo y lo arrancó, después sostuvo el retal en el aire. Vigiló la puerta por si a Xanthon se le ocurría volver y extendió el retal mientras entonaba un elaborado conjuro. Cuando terminó, el bolsillo que había arrancado había adoptado la forma y el tamaño de una trampilla. Vangerdahast soltó la trampilla, que siguió flotando en el aire.
—Pueden refugiarse en ella. Tire usted de la puerta en cuanto haya entrado, nadie podrá tocarle: ni siquiera sabrán que está usted ahí. —Vangerdahast soltó la maza del cinto de Owden—. Y no se le ocurra salir hasta que yo le llame por su nombre, aunque le parezca que han pasado diez días. Ahí dentro el tiempo fluye de forma extraña, por lo que lo que aquí sean tan sólo unos segundos, ahí pueda parecerle días.
—¿Y qué piensa usted hacer? —preguntó Owden, mirando la maza y enarcando una ceja.
—Voy a vengar una traición —respondió Vangerdahast—. Y erradicar una plaga.
—¡No! —La voz de Alaphondar apenas parecía un susurro—. Es la puerta que ningún hombre puede cerrar… ¡la abrirás!
—Parece ser que Xanthon ya ha abierto esa dichosa puerta. —Vangerdahast apartó la mirada, para observar el interior oscuro del pasadizo por el que había desaparecido la ghazneth—. Y me he propuesto cerrarla en sus propias narices.