19
Desde la cima de la colina donde Alaphondar observaba el curso de la batalla, la torre parecía una cajita del tamaño de un pulgar, envuelta en una espiral lenta formada por la bruma de los pantanos. Los miembros de la real compañía expedicionaria (lo que quedaba de ello) eran diminutas figuras que de vez en cuando asomaban por entre el humo y las llamas que surgían del suelo. Los orcos formaban una masa compacta que esperaba en el agua, mientras que las ghazneth parecían cuatro sombras y una solitaria lengua de fuego recortadas contra la pared invisible del muro mágico. De vez en cuando, la colina de Alaphondar temblaba a causa de una explosión, o el aire llevaba impregnado el olor acre del sulfuro e incluso a carne quemada. Por otra parte, la batalla se había tornado tan confusa que ya no podía distinguir lo que sucedía, y temía por el bienestar de los suyos.
Pero lo único que distinguía claramente (la bruma del pantano que se elevaba en espiral hacia la torre) le preocupaba más que cualquier otra cosa. Aparte de que se le antojaba contranatural, sugería una ominosa concentración de esfuerzos, como si la torre absorbiera a la real compañía expedicionaria, a las ghazneth y a los orcos, e incluso a las propias energías corruptas que emanaban del pantano. Alaphondar no estaba seguro de que Vangerdahast cayera en la cuenta del asunto, aunque tampoco estaba seguro de que, si lo advertía, le diera la importancia que merecía. El mago supremo era un hombre esforzado y tenía muchas virtudes, pero el discernimiento filosófico no era una de ellas, sobre todo en plena batalla.
Alaphondar echó mano del broche de la capa, pero finalmente desistió y se incorporó. Aunque se pusiera en contacto con Vangerdahast, ¿qué podía decirle? ¿«He descubierto un fenómeno extraño»? El anciano mago le abroncaría por atraer sobre él la atención de las ghazneth, y no le faltaría razón. Para poder servir de alguna ayuda a los suyos, necesitaba más información.
Alaphondar descendió por la colina lo más deprisa que sus cansadas y viejas piernas le permitieron; después sacó un catalejo de las alforjas y volvió a subir hasta la cima. Cuando enseñó por primera vez su invento a Vangerdahast (de eso hacía décadas), el viejo carcamal se había burlado de su «monóculo de dos palmos», y después le preguntó por qué alguien podía preferir la imagen deformada que proporcionaba, a la sencillez de un hechizo de clarividencia, capaz de ofrecer una imagen real, clara como el agua. Alaphondar había encajado la crítica con resignación, y mascullado algo relacionado con las mejoras que debía realizar en el invento.
Cuando Alaphondar alcanzó la cima de la colina y se llevó el catalejo al ojo, la imagen no era nada confusa: tampoco daba los molestos saltitos del primer modelo, siempre y cuando mantuviera el extremo del catalejo apoyado en una piedra. La torre se veía tan alta como su brazo, y pese a que no penetraba del todo el humo amarillento, distinguió la figura de Owden Foley atravesando en pleno vuelo, tras la estela de Vangerdahast, una brecha de la anchura de una ventana. Qué extraño le pareció ver que la puerta de la torre tenía un aspecto mucho más sólido que antes, como si estuviera fundida en metal, mientras que el piso inferior del edificio había adquirido el aspecto del mármol negro.
Una serie de destellos plateados destacaron la figura de Vangerdahast al recortarse contra el portal oscuro, cuando agitó una de sus varitas en el interior. Afuera, otros veinte centímetros de pared de barro se transformaron en mármol, y el sabio tuvo la sensación de que había supuesto adecuadamente por qué habían erigido la torre en aquel lugar. No le cabía la menor duda de que la habían edificado allí para proteger algo que podía surgir del pantano, y la magia de Vangerdahast contribuía a acelerar el proceso.
Un mago guerrero que apareció en su campo de visión, empezó a hacer gestos señalando el portal. Le pareció que estaba formulando un hechizo. Para sorpresa de Alaphondar, una docena de Dragones Púrpura cayeron de pronto sobre el mago. Apareció un muro de hierro sobre sus cabezas y, al cabo de un instante, se les vino encima. Varios guerreros situados en los bordes lograron salvarse por los pelos, después se incorporaron como pudieron y levantaron las espadas. Un par se volvieron hacia la torre y no tardaron en verse separados del portal por un rayo mágico. Los demás emprendieron la retirada en dirección opuesta.
Alaphondar hizo un gesto de impotencia ante semejante muestra de locura, y después descubrió a los caballos de la compañía galopando por el pantano. Los siguió con el catalejo y descubrió para su sorpresa que las bestias aterrorizadas cabalgaban en plena estampida hacia la horda de orcos que aguardaban en formación. Arremetieron contra los orcos que formaban en vanguardia y obligaron a los demás a retirarse o caer bajo la furia de sus cascos. La valiente montura del mago supremo, Cadimus, lideraba el asalto, y se movía de un lado a otro para estampar sus cascos contra cualquier orco que osara acercarse. Tan fiero fue el asalto del caballo, que Alaphondar se preguntó si Vangerdahast había recurrido a un hechizo para imbuir en el animal una especie de furia de combate.
Su curiosidad desapareció poco después, cuando una ghazneth surgió del agua por la grupa de Cadimus. El fantasma extendió las alas y levantó un brazo señalando al semental, después resbaló y estuvo a punto de caer cuando otro caballo le pisó las alas. La ghazneth se volvió rápidamente, y de la yema de sus dedos surgió una lengua de fuego con la que trazó un arco contra la estampida que se le echaba encima. Abrió una brecha negra, una brecha que se tragó a media docena de animales en un abrir y cerrar de ojos. Los huesos humeantes de los caballos reaparecieron poco después sobre una cortina cegadora de fuego rojizo.
Otra ghazneth surgió del agua, y remontó el vuelo batiendo sus alas, envueltas en una oscuridad que a Alaphondar le pareció borrosa. Empezó a trazar círculos de un lado a otro de la estampida, y tras ella vio un rastro negro que se paseó sobre las cabezas de los caballos. Los animales enloquecieron, se volvieron para morderse unos a otros o se detuvieron para empujar y cocear a los que los empujaban.
La carga perdió bríos. Una tercera ghazneth surgió del agua y se arrojó sobre los orcos, que no cejaban de chillar y señalar la estampida. Como un solo hombre, los marranos se volvieron contra los caballos, atacándolos con saña armados con espadas toscas, como si no les importara su propia vida. Los caballos respondieron de igual modo, y se detuvieron en medio de la horda para morder y cocear a los orcos; cuando no tenían a nadie a quien atacar, hacían lo posible por adentrarse aún más en la refriega. Sólo Cadimus y un puñado de robustos animales, situados al frente de la carga, se libraron de la influencia de la ghazneth y siguieron adelante.
La dos últimas ghazneth remontaron el vuelo desde un pedazo de suelo cubierto de hierba que había en el páramo. Una salió en pos de los caballos, que seguían huyendo, sobrevolando su posición desde la retaguardia y mojándolos como si lloviera porque el fantasma estaba empapado. Los animales se detuvieron casi en seco: tenían el hocico cubierto de espumarajos. Sólo Cadimus logró huir al galope hasta el pantano, en cuyas aguas se hundió.
Alaphondar no esperó a ver si el caballo salía a la superficie, sino que dirigió el catalejo hasta la última de las ghazneth que había visto. La criatura se había subido a lomos de una yegua fuerte que intentaba retroceder en pleno combate, con las mandíbulas cerradas en torno al cuello de un enemigo, mientras con los cascos anteriores mantenía a raya a otros dos. El feroz animal partió el cráneo a un orco, empujó al agua a otro, y de un mordisco quebró la espina dorsal de otro. Entonces decidió quitarse de encima al inesperado jinete, se volvió, forcejeó y coceó violentamente en un esfuerzo increíble por librarse de la ghazneth que la montaba.
El caballo se cansó al cabo de un momento. De pronto, la gualdrapa se tornó fea y perdió color, su rostro se volvió chupado y fue como si sus músculos se fundieran para desaparecer de su fisonomía. El animal cayó de lado y rodó por el suelo, intentando así librarse de la ghazneth, que se limitó a saltar encima de otra montura, dejando a la yegua a merced del agua, donde sin duda se ahogaría.
Alaphondar bajó el catalejo y se cubrió detrás de las piedras, con la sangre congelada en las venas por lo que acababa de ver: ira y fuego, oscuridad, enfermedad y muerte, cinco fuerzas primordiales esgrimidas por cinco fantasmas oscuros perseguidos por Emperel hasta el momento de su desaparición. Las implicaciones eran obvias. Emperel protegía a los Señores que Duermen, una compañía secreta de caballeros cormytas que se encontraban sumidos en estado de hibernación hasta el día en que se cumpliera la profecía anunciada por el gran sabio de Candlekeep, Alaundo el Profeta:
Siete azotes (cinco desaparecidos tiempo ha, uno de nuestros tiempos y otro que está por venir) abrirán una puerta que el hombre no podrá cerrar. De ella saldrán las huestes de los muertos y las legiones del diablo hecho a sí mismo, para arrasar toda Cormyr y sumirla en ruinas, a menos que quienes murieron hace tiempo se levanten para defender la tierra del peligro que la acecha.
Boldovar era un azote que había desaparecido hacía tiempo, y que había regresado trayendo de la mano la oscuridad y la locura. Alaphondar no conocía los nombres de las otras ghazneth, pero parecía razonable pensar que podían corresponder a azotes del pasado de Cormyr. Podía enumerar de memoria doce posibles nombres, sólo limitándose a los reyes.
Por tanto, sólo quedaban dos azotes. Uno coetáneo y otro, el «que estaba por venir», para abrir la puerta que «ningún hombre podría cerrar». Su siguiente pensamiento provocó un escalofrío en el sabio. Tanalasta podía ser uno de esos azotes. Vangerdahast había predicho consecuencias terribles para el reino si la princesa no renunciaba a su plan de establecer un templo real, y Alaphondar conocía lo suficiente la historia del reino como para saber que, en estos asuntos, rara vez se equivocaban los magos supremos.
Alaphondar hizo un esfuerzo por plantarse. Cadimus se dirigía pesadamente hacia la orilla, después de eludir a los orcos y las ghazneth que sobrevolaban en círculos el pantano. El caballo andaba con la cabeza gacha por detrás de la hierba que crecía salvaje. Los demás caballos se encontraban cerca de la península, pero todos flotaban junto a la orilla, salvo los que habían caído muertos en la playa, obstaculizando el avance de los orcos. Las ghazneth parecían dispuestas a animar el avance de la horda, sin preocuparse de que Vangerdahast pudiera haber entrado en la torre. Claro que tenían pocos motivos de preocupación, puesto que mientras el mago siguiera lanzando hechizos, la piedra de la torre seguiría endureciéndose.
Alaphondar miró de nuevo a través del catalejo. La torre se había oscurecido hasta tal punto que sólo quedaba una cuarta parte de barro, envuelta por la bruma pardusca que surgía en espiral del pantano. A la altura del suelo, la nube era tan densa que ni siquiera distinguía la pared de la torre, tan sólo el crepitar argénteo producido por los hechizos de combate de Vangerdahast, que surgían de la brecha que habían practicado con tanto esfuerzo. Alaphondar lamentó comprobar que su amigo hubiera avanzado tan poco. Cuando consiguiera llegar junto a Tanalasta, la torre sería de mármol sólido y estaría completamente envuelta en la bruma pardusca.
Los supervivientes de la real compañía expedicionaria se habían agrupado a unos veinte pasos de la entrada de la torre. Le pareció increíble que tan modesta fuerza se dispusiera en aquel momento a emprender una carga contra el enemigo. Los Dragones empuñaban sus espadas de hierro y se empujaban unos a otros para formar algo parecido a una columna. Los dos magos guerreros supervivientes permanecían juntos entre los guerreros, más bien en retaguardia, hablando entre sí y gesticulando con prisas. Alaphondar no pudo imaginar qué se proponían hacer los Dragones, pero sus esfuerzos cómicos por organizarse le hicieron pensar que habían caído presa de la oscura locura de Boldovar.
El sabio estaba a punto de abandonar el catalejo y descender por la colina cuando un enjambre de insectos atacó la retaguardia de la compañía. Los hombres, enloquecidos, salieron corriendo en todas direcciones, rompiendo la formación para sacudirse los insectos de encima, aunque en ocasiones ayudaban al compañero golpeando con la hoja de la espada plana. Los dos magos sacaron algunos componentes mágicos de sus bolsillos y giraron sobre sus talones, gesticulando hacia la parte alta de la torre. Ninguno de los dos logró terminar el hechizo. De pronto, uno cayó al suelo de rodillas con las manos en la cara, mientras que el otro fue alcanzado por un golpe de espada perdido en la nuca.
Alaphondar enfocó el catalejo a la torre, siguiendo la nube negra hasta una de las troneras del segundo piso. Aunque su interior permanecía sumido en una oscuridad impenetrable, tenía pocas dudas de lo que guardaba dentro: la sexta ghazneth, señora de los enjambres y el azote del presente.
Dejó el catalejo donde estaba y miró por encima de las rocas para descender por la colina. Entonces Alaphondar reflexionó con calma. Era preferible trazar un plan alternativo antes de enfrentarse al peligro. Sacó el diario del bolsillo de la capa, arrancó una hoja y garabateó un mensaje.
A quienquiera que lo lea, le ruego que se muestre leal al Dragón Púrpura y lleve a cabo un servicio de vital importancia para la corona. Si es usted uno de los pocos que conocen a la Espada Durmiente, vaya a despertarla de inmediato: han llegado los azotes y la puerta se abre. Si todo esto no significa nada para usted, le ruego que lleve esta nota al rey sin pérdida de tiempo, y se la entregue. Que el sabio Oghma cuide de este mensaje y vele por que caiga en las manos adecuadas.
Alaphondar Emmarask
Sabio supremo de la corte real de Cormyr
Alaphondar se las apañó para estampar su sello junto a la firma, y abrió de nuevo el catalejo y lo guardó en su interior. Si todo iba bien, recuperaría la nota él mismo. De lo contrario, la persona que enviara el rey a investigar su desaparición descubriría el mensaje cuando encontrara el artilugio. El sabio apoyó el catalejo entre dos piedras. Antes de penetrar en el pantano, lo dejó en un lugar visible, lo suficiente para que llamara la atención de cualquier persona que pudiera rastrear la zona en busca de pruebas del final de la real compañía expedicionaria.
A juzgar por la situación del muro de Vangerdahast, tenía que alcanzar la falda de la colina antes de utilizar el bolsillo de huida, lo cual le proporcionaría tiempo suficiente para hacer un envío rápido. Abrochó el cierre de la capa y dibujó en su mente el rostro de Tanalasta.
Cuando Tanalasta descubrió el rastro, la compañía de Alusair se encontraba en uno de esos cañones pronunciados que serpenteaban interminablemente a través de los Picos de las Tormentas, convirtiendo cualquier viaje a través de las montañas en un ejercicio enloquecedor donde se combinaban a partes iguales la escalada y el sentido de la orientación. Como la mitad de la compañía, la princesa sufría continuos escalofríos y estaba empapada en sudor fruto de la fiebre, por lo que cuando miró más allá de los pinos y vio un surco de tierra removida en medio de un valle pantanoso pensó que se trataba de una alucinación causada por la fiebre. Habían pasado seis días desde la última vez que le habían practicado una cura, y sabía por experiencia que esas alucinaciones eran más frecuentes a medida que el enfermo empeoraba. Cinco días después de su boda (le pareció que habían pasado años enteros desde que se casó con Rowen, aunque creía recordar que no habían podido transcurrir más de diez días) se atrevieron a formular una ronda general de hechizos de curación, y como consecuencia de ello perdieron tres hombres durante el ataque de una ghazneth. Desde entonces sólo recurrían a la magia cuando estaban tan enfermos que eran incapaces de continuar, por lo que las ghazneth nunca perdían ocasión de cobrarse un alto precio por su salud.
Finalmente, Tanalasta surgió de los árboles trastabillando, y se adentró en una franja del valle cubierta de hierba, donde oyó a lo lejos el sonido del agua. A una docena de pasos había unos cuantos sauces que ocultaban un riachuelo. A treinta pasos del riachuelo se alzaba la pared sur del cañón, poblada de pinos, tan escarpada que le pareció imposible escalarla. Atraídos por la promesa de encontrar agua fresca con la que atemperar su fiebre, todos los miembros de la compañía caminaron entre los sauces a buen paso y se arrojaron despreocupadamente en la orilla del riachuelo, antes de empezar a beber agua formando un cuenco con las manos.
Tanalasta echaba su tercer trago cuando captó un olor familiar, dulzón, correspondiente al estiércol de caballo. Echó un trago más, se levantó y vadeó el riachuelo gracias a unas piedras que asomaban de sus aguas. Atravesó los sauces que había en la otra orilla y encontró el mismo suelo que había visto antes.
El rastro medía unos tres metros de ancho y estaba cubierto por una capa generosa de estiércol seco. Pudo distinguir tres grupos de rastros marcados en el suelo. Los cascos de los caballos tenían la marca característica de las herraduras utilizadas por el ejército de Cormyr, mientras que un par de huellas destacaban por encima de las demás, superpuestas, huellas de botas de suela lista. Rowen.
Tanalasta se volvió para llamar a los demás, y descubrió a su hermana que se acercaba a ella entre los sauces. Alusair se agachó y cogió un poco de estiércol con sus manos.
—No hace mucho —dijo—. Diez días, como máximo.
—Pero era Vangerdahast. —Tanalasta señaló los tres grupos de huellas—: Según La guía de campo de la princesa de acero para las tácticas de los Dragones Púrpura, ésa es la formación de rigor para una compañía que incluya un importante contingente de magos guerreros, encargados de proteger a los magos.
—¿Lo has leído? —replicó Alusair, enarcando una ceja—. Dudo que la mitad de los capitanes de Dragones hayan acariciado la tapa.
—Quizá sea porque tu estilo es un poco descuidado —repuso Tanalasta—. Me gustaría mucho ayudarte a darle un poco de vida, si piensas revisarlo para la segunda edición.
—No habrá una segunda edición —comentó Alusair en un tono de voz tan lacónico como su sintaxis—. Lo que sí habrá es una orden. —Señaló las huellas correspondientes a las botas de explorador—. Supongo que también habrás leído mi librito sobre el arte de rastrear.
—Por supuesto: me di cuenta de que no habías leído el de Lanathar Manyon. —Ignoró la mueca de desagrado que hizo su hermana, y se agachó a su lado—. Creo que esta huella corresponde a Rowen. Como está superpuesta a las de los cascos de los caballos, sabemos que los estaba siguiendo. Al parecer goza de buena salud.
Tanalasta señaló la parte más amplia de la huella, donde una leve depresión sugería una zancada firme.
—Muy bien. —Alusair inclinó la cabeza—. Estarás contenta.
—Estaré contenta cuando vuelva a verlo. —Tanalasta se incorporó y observó la franja de suelo removido. No podía ver a Rowen, por supuesto, pero le reconfortó saber que pisaba el mismo terreno que él había pisado—. En su libro, Lanathar aseguraba que un observador avezado podía averiguar el tiempo que tenía una huella simplemente por lo deteriorada que estuviera.
—Más o menos —gruñó Alusair—. Y si decía lo contrario, era un vil mentiroso.
Tanalasta guardó silencio y permitió a su hermana estudiar las huellas. Entretanto, los demás miembros de la compañía vadearon el riachuelo y se reunieron con ellas. Dos de los hombres caminaron por entre el rastro que habían encontrado para hacer una valoración propia, pero cuando Alusair se levantó ellos aún seguían con el estiércol en las manos.
—Yo diría que hace de ocho a quince días que la compañía pasó por aquí. Las huellas de Rowen son más difíciles de precisar, pero no creo que tengan más de ocho días.
—Entonces es probable que a estas alturas ya los haya alcanzado —pensó Tanalasta.
—¡Ni se te ocurra! —exclamó Alusair, ceñuda, después de observarla fijamente—. Nos dirigimos a la montaña del Trasgo, y no pienso cambiar de opinión. —Se volvió hacia sus hombres—. Bebed cuanto queráis y llenad las cantimploras. Tenemos que escalar esa colina antes de que oscurezca.
—¿Por qué? —preguntó Tanalasta, sorprendida—. Vangerdahast está muy cerca.
—A estas alturas, Vangerdahast puede estar en cualquier parte. Igual que Rowen.
—No, Rowen volverá con ellos a buscarnos. Eso es lo que pretende decirnos —dijo Tanalasta. Al ver que su hermana fruncía aún más el entrecejo, se dio cuenta de que estaba a punto de convencerla y señaló las huellas—: Rowen no es tan poco cuidadoso. Si ha dejado un rastro, es porque quería que lo viéramos.
—No podía saber que pasaríamos por aquí —respondió Alusair, haciendo un gesto de negación.
—Sabía que atravesaríamos el paso de Marshview, y sólo estamos a dos días al sur de allí —dijo Tanalasta—. Nos dirigimos al sur, mientras que este rastro se dirige hacia el oeste. En algún momento teníamos que cruzarnos con él.
Varios hombres empezaron a manifestar su conformidad.
—Muchas conclusiones sacas tú, a partir de un par de huellas de botas. Si te equivocas… —advirtió Alusair después de dedicarles una mirada contrariada de advertencia.
—No me equivoco —insistió Tanalasta—. Conozco a Rowen.
Fue lo peor que podía haber dicho. Las facciones de Alusair se endurecieron, después descorchó la cantimplora y se volvió para llenarla en el riachuelo.
—Ya he tomado una decisión. No pienso pasear a mis hombres por todos los Picos de las Tormentas, sólo porque tú tengas ganas de compartir la cama con un explorador.
Tanalasta abrió desmesuradamente los ojos, y no sólo porque no estuviera acostumbrada al hecho de airear públicamente sus asuntos amorosos.
—Por lo visto hemos llegado al quid de la cuestión. —Siguió a su hermana hasta la orilla del riachuelo—. ¿De veras te preocupa tanto que pueda encontrar a un hombre, como para estar dispuesta a someter a tus soldados a otros diez días de fiebre sólo por mantenerme separada de él?
—¡Si te refieres a Rowen Cormaeril, no tengo por qué preocuparme! —exclamó Alusair. Sus hombres empezaron a llenar las cantimploras y después se alejaron un poco, dispuestos a esperar mientras se miraban la punta de los pies u observaban el interior del bosque. La princesa los ignoró y añadió dirigiéndose a Tanalasta—: Vangerdahast no permitirá que esa frivolidad tuya vaya más allá de lo que ya ha llegado.
—¡No es ninguna frivolidad! —escupió Tanalasta. De pronto sintió tal furia, que decidió demostrar a Alusair que había dos princesas tozudas en la familia Obarskyr—. Vangerdahast no podrá hacer nada.
—¿Acaso la fiebre ha consumido tu mente? Si insistes, Vangerdahast se encargará personalmente de que Rowen pase más tiempo en Anauroch que un cuidador de camellos de Bedine.
—Vangerdahast ya no tiene autoridad para hacer eso —dijo Tanalasta—. Al menos no sobre Rowen.
—¿De qué estás hablando? Ya sea legal o no, Vangerdahast tiene esa autoridad sobre cualquier persona en Cormyr… salvo, quizá, de los miembros de la familia real.
—Tú lo has dicho. —Tanalasta respiró profundamente, y añadió—: Supongo que ha llegado el momento de que lo sepas.
—¿De que sepa qué? —Alusair abrió unos ojos como platos—. ¿Qué has hecho?
—Vamos, Alusair. ¿No eras tú la princesa mundana? —Incapaz de borrar la sonrisa de su rostro, Tanalasta se volvió a los hombres de Alusair—. Quiero que se sepa que la princesa se ha casado. Rowen Cormaeril es príncipe consorte.
—Les ruego que disculpen a mi hermana —dijo Alusair, dando un paso ante Tanalasta—, estoy segura de que imaginarán cuáles serían las consecuencias de que repitieran lo que aquí se ha dicho.
Los hombres cerraron la boca, porque se habían quedado boquiabiertos, y parecieron más incómodos que nunca. Alusair los observó durante un instante, y después se volvió hacia su hermana.
—¡Y tú! —dijo—. ¿Prometida en secreto? ¿Nada menos que con un Cormaeril? Tu presunta boda durará treinta segundos cuando nuestro padre se entere… y entonces ya será tarde para el pobre Rowen. No se merece que lo exilien.
—Nunca ocurrirá tal cosa —dijo Tanalasta—. No, a menos que el rey esté dispuesto a infligirme el mismo castigo. No renunciaré a Rowen. Estoy enamorada de él.
—¿Enamorada? —Alusair enrojeció de ira—. ¡Eres la princesa de la corona, zorra egoísta! ¡Piensa en el reino por una vez en tu vida!
—¿Egoísta? —De pronto, una gran serenidad se adueñó de Tanalasta, que respondió a su hermana en un tono de voz normal, incluso sereno—: Alusair, no creo que seas quién para tacharme de egoísta. El miedo que veo en tu rostro habla por ti. ¿De veras estás dispuesta a sacrificar mi felicidad para poder seguir vagabundeando por las Tierras de Piedra, acostándote con el primer joven noble que cruce una mirada contigo?
El miedo desapareció del rostro de Alusair.
—Por supuesto que no —respondió Alusair, forzando una sonrisa—. Eso es lo que los demás esperan que haga. Tendría que olvidarme de ello. —Golpeó una piedra con la punta de la bota y la mandó directa al arroyo—. Lo que me preocupa es que no podré hacerlo tan bien como tú, que serías mejor reina.
—Si eso es verdad, ¿por qué intentas mantenerme lejos de Rowen? ¿No confías en mí lo suficiente como para creer que lo que hago es lo mejor para mí… y para Cormyr?
—No es por Rowen —dijo Alusair, mirando a su hermana a los ojos—. Yo también estuve una vez con él…
—¡Alusair!
—Lo sé —dijo Alusair, levantando la mano para silenciar a su hermana—. Lo único que digo, es que es un tipo estupendo… pero, Tanalasta, piensa en el cariz político del asunto. Su primo intentó derrocar al rey, ¡por todos los dioses!
—¿De veras crees que no he pensado en ello?
—Seguro que sí, siempre y cuando hayas leído algo al respecto en uno de tus libros, pero… —Alusair se encogió de hombros y no concluyó la frase—. Mira, lo único que te digo es que yo no voy a ser reina. Si solucionas el asunto con Vangerdahast y el rey, me harás feliz.
—Pero no piensas ayudarme.
Alusair extendió las manos en un gesto de indefensión, después cogió la cantimplora de Tanalasta y se agachó para llenarla en el riachuelo.
—Estupendo.
Tanalasta estaba a punto de señalar que Alusair tendría que apechugar con las consecuencias, cuando una imagen de Alaphondar Emmarask se materializó en su mente. El anciano sabio se miraba la punta de los pies y respiraba profundamente, y Tanalasta tuvo la impresión de que estaba asustado por algo. Las palabras de su mensaje empezaron a fluir por su mente.
«¡Tanalasta, no abras ninguna puerta! Las ghazneth son azotes, hacedoras del mal. Vangerdahast y Owden están dentro, los demás han muerto. ¡Espera o salta al pantano! Responde, por favor, por favor…».
—¿Tanalasta?
Era Alusair, y Tanalasta sintió que su hermana la cogía del brazo. Hizo un débil gesto a su hermana para que esperara, y después se concentró en la voz de Alaphondar y envió la respuesta.
«Alaphondar, estoy a salvo con Alusair en las montañas, a dos días del pantano. Comprendido que las ghazneth sean azotes. Conozco cuatro de sus nombres: Suzara, Boldovar, Merendil y Melineth. Xanthon Cormaeril las liberó».
—¡Tanalasta! —Alusair tiraba del brazo de su hermana—. ¿Qué ocurre?
—Creo que debemos arriesgarnos a practicar algunas curaciones —dijo Tanalasta—. Acabo de recibir un mensaje de Alaphondar.
—¿Qué?
—Al parecer está en el pantano del Mar Lejano con Vangerdahast y Owden Foley. —A continuación, Tanalasta repitió rápidamente el mensaje, y después añadió—: Cree que la profecía de Alaundo está a punto de cumplirse. Ya sabes, la de los siete azotes…
—«Cinco desaparecidos tiempo ha, uno de nuestros tiempos y otro que está por venir», sí, la conozco. La leí en cuanto supe que debíamos buscar a Emperel.
—Deberíamos informar al rey —dijo Tanalasta, cerrando el broche de la capa—. Será mejor que prepares a los hombres. Me ha parecido entender que las ghazneth estaban muy ocupadas con Vangerdahast, pero será mejor no correr riesgos.
Alusair hizo un gesto de asentimiento y se acercó a sus hombres dando órdenes a voz en cuello; entonces se detuvo en seco y se volvió hacia su hermana.
—Mira a ver qué dice de mí. Mi compañía podría seguir el rastro de Vangerdahast y alcanzar el pantano en un par de días. Quizá seamos los primeros en llegar.
—Se lo preguntaré.
Tanalasta se tomó algunos segundos para redactar un mensaje sucinto y completo, después cerró los ojos e imaginó la cara de su padre. De pronto, la imagen se quitó la corona y miró a un lado. Entonces envió el mensaje.
«Padre, Alaphondar informa de la presencia de los siete azotes. La compañía de Vangerdahast ha sido aniquilada en el pantano del Mar Lejano; Vangey y Owden están vivos. Alusair y yo nos encontramos a dos días de distancia, y nos acercaremos para ayudarlos».
Al principio el rostro del rey rebosaba alivio al saber que sus hijas seguían con vida, pero después hizo una mueca ante tan imprevistas noticias. El rey hizo un gesto de negación.
«No, no podemos arriesgar a las princesas. Los magos guerreros y los Dragones no tardarán en llegar al campo de batalla. Regresad inmediatamente a Arabel. Tu madre está bien, quizás un poco conmocionada».
—¿Y bien? —preguntó Alusair cuando la imagen desapareció.
Tanalasta ignoró su pregunta, fingiendo que seguía en contacto con el rey, y aprovechó la pausa para planear lo que iba a hacer. Alusair se acercó hacia ella y se quedó de pie, esperando a su lado.
—Dice que madre está bien, algo asustada —dijo Tanalasta al levantar la mirada.
—¿Y eso qué significa?
—Al parecer daba por sentado que lo sabíamos.
—En fin, supongo que son buenas noticias —dijo Alusair después de reflexionar un momento—. ¿Y qué órdenes te ha dado para mí?
—«El reino no puede permitirse prescindir de Vangerdahast y Alaphondar en este momento» —citó Tanalasta, sin darse tiempo a reconsiderar su decisión. Quizá fuera más una interpretación propia, una opinión, que una mentira—. «Debéis hacer cuanto esté en vuestras manos por salvarlos».
Alusair cerró los ojos, hizo un gesto de asentimiento y miró a su hermana.
—Y ahora, ¿qué voy a hacer contigo?
—Pues dejar que te acompañe, por supuesto. No ha tenido tiempo de ser más explícito —respondió Tanalasta, que extendió las manos en un gesto de indefensión.