14
La real compañía expedicionaria emergió de una densa oscuridad con un sonoro estampido, tras lo cual todos sus miembros permanecieron mareados en las sillas de montar, con el estómago revuelto (al igual que la cabeza) a causa de la teletransportación. Lentamente, la oscuridad dio paso a una luz marrón, y pudieron ver un sicomoro en la pelada ladera de la colina. Un viento cálido empujó la tierra sucia de los páramos, y cuando empezaron a distinguir unas siluetas jorobadas ante su mirada, el silencio abrió paso al golpeteo metálico y a un sinfín de resoplidos.
Algo afilado golpeó las costillas de Vangerdahast y rebotó en su escudo mágico sin causarle ningún daño. Fue entonces cuando los caballos empezaron a relinchar.
—¡Marranos! —gritó Vangerdahast tras conseguir recuperarse—. ¡Emboscada!
Una oscuridad ondulante surgió a su derecha, lo cogió del brazo y tiró de él emprendiendo el vuelo y levantándolo de la silla de montar. Tenía a los miembros de la compañía expedicionaria a sus pies: cincuenta poderosos magos guerreros, respaldados por doscientos Dragones Púrpura, confundidos entre una horda de marranos chillones y sorprendidos. Vangerdahast profirió una maldición. Por mucho que hubieran previsto la posibilidad de encontrarse con un comité de bienvenida como aquél, nadie pensó que se teletransportarían en medio de una tribu de orcos.
Vangerdahast sacó una bolita de plomo del bolsillo que tenía en la manga y la cogió entre los dedos pulgar e índice recitando un conjuro rápido. Su cuerpo adquirió un tono argénteo y se tornó pesado. La ghazneth gritó sorprendida y cayó al suelo aleteando en un esfuerzo inútil por mantener la ventaja de la altura. Vangerdahast se volvió para liberar su brazo, pero no porque temiera caer y estamparse en el suelo. Como a todos los miembros de la compañía, también él se había protegido mágicamente contra cualquier clase de golpe o corte antes de abandonar Arabel. Se agarraba al fantasma impulsado por la sed de sangre que se había despertado en él en cuanto percibió su presencia, la misma sed de sangre que había experimentado la primera vez que lo vio. Quería arrastrarlo al suelo y desenvainar la daga de hierro para descuartizar a la infame criatura, destruyéndola definitivamente.
Como Vangerdahast había previsto, al levantar la mirada se topó con el rostro de la primera ghazneth que había encontrado. La criatura le devolvía una mirada burlona con sus ojos inyectados en sangre, y también le mostraba los colmillos amarillentos; toda ella traslucía odio y tensión. Vangerdahast vio por el rabillo del ojo que se había entablado una sangrienta batalla a menos de seis metros bajo sus pies, descolgó del cinturón su daga negra forjada en hierro, y el fantasma pareció finalmente caer en la cuenta de que no tenía sentido seguir luchando. Profirió un silbido de rabia y abrió las garras dejando caer al mago.
Dominado por la furia del combate, Vangerdahast fue incapaz de pensar en otra cosa que no fuera terminar de una vez por todas con el fantasma. Siguió cogido al extremo de un ala, y profirió un grito de dolor cuando su propio peso mágico colgó del brazo y se lo dislocó. Abrió la mano instintivamente y fue a dar de espaldas contra el suelo, rodando un largo trecho.
Mientras rodaba, Vangerdahast oyó el zumbido de una docena de cuerdas de arco, y atisbó una nube de penachos negros que pasaba sobre su cabeza. La ghazneth profirió un grito, y el mago supo que al menos una de las flechas con punta de hierro había alcanzado su objetivo. Al dar la siguiente vuelta, afirmó los pies en el suelo y dejó de rodar; después intentó incorporarse y descubrió que su cuerpo era demasiado pesado para conseguirlo.
Vangerdahast canceló el hechizo de pesadez con un solo pensamiento, después trastabilló y se puso en pie sin soltar la daga de hierro. La ghazneth se encontraba a unos treinta metros de distancia, remontaba el vuelo y se dirigía hacia el norte con media docena de flechas clavadas en el pecho.
Un par de lanzas lo alcanzaron por la espalda y lo arrojaron al suelo. Aunque las lanzas no traspasaron la armadura mágica, la caída le hizo proferir un grito de dolor al caer sobre el hombro que se acababa de dislocar. Maldijo en voz alta, se deshizo de la daga y metió la mano sana en la capa, en busca de la varita de guerra.
Al ver que el primer ataque no había penetrado la capa de lana del mago, los orcos volvieron a atacarlo con sus lanzas, provocando una nueva oleada de dolor en el hombro de Vangerdahast.
—¡Estúpidos marranos! —Se volvió hacia sus atacantes y dio una patada a la rodilla del orco que tenía más cerca, que perdió pie—. ¡Incluso un kobold se daría cuenta de que vuestras lanzas no sirven de nada!
Vangerdahast levantó la varita y un haz de luz dorada atravesó el pecho del orco. La criatura soltó la lanza, se llevó las manos al pecho y explotó salpicándolo todo con su sangre. El mago se protegió con las manos para evitar que lo alcanzaran los restos sanguinolentos de su víctima, y entonces sintió que un par de botas descargaban sendas patadas en sus rodillas. Al mirar hacia ellas vio que otro marrano se había agarrado a su pierna, dispuesto a morderle con los ojos inyectados en sangre.
Vangerdahast enarcó una ceja haciendo gala de un coraje sin par, y después apuntó con la varita a la frente del orco. La rabiosa criatura ni siquiera tuvo ocasión de gritar cuando el haz dorado penetró en su cabeza y la partió en mil pedazos. El mago se desembarazó del cadáver decapitado y se puso en pie. Un marrano pasó corriendo para situarse a su flanco, dispuesto a atravesarlo con su lanza. Vangerdahast levantó la varita, cuya magia destrozó por completo al guerrero.
A su espalda se produjo un estruendo. Se volvió hacia el ruido y se encontró observando el centro de la batalla, donde una red confusa de mortíferos rayos y bolas de fuego alfombraban el suelo de cadáveres orcos. No era mucho lo que los orcos podían hacer contra el poder de la magia. Sus puntas de lanza de piedra se quebraban contra la armadura impenetrable de los Dragones Púrpura, y sus débiles espadas se doblaban contra la lana encantada de las capas que llevaban los magos guerreros, mientras que sus garras se partían al intentar arañar los flancos, también protegidos mágicamente, de los caballos. La real compañía expedicionaria respondía con buen acero cormyta y hechizos escogidos, y los orcos caían a docenas. Uno de los dragones decapitó de un solo golpe a tres orcos, y fue superado al cabo de un instante cuando una bola de fuego redujo a una docena de marranos a un montón confuso de carne y huesos calcinados.
Al ver que la batalla estaba encarrilada, Vangerdahast se volvió hacia el lugar donde había visto por última vez a la ghazneth. Después de mucho buscar, la encontró sobrevolando la zona; apenas era una mota recortada contra el cielo, y mantenía la distancia para evitar que pudieran alcanzarla las flechas. El clamor de la batalla cesó con la misma rapidez que se había desatado, y el fantasma siguió trazando círculos en lo alto. A regañadientes, Vangerdahast apartó la mirada del punto negro y se dispuso a dar órdenes.
—¡Alto la magia! —Intentó encontrar con la mirada a cualquiera de los clérigos que formaban parte de la compañía, para que le curara el hombro dislocado—. ¡Tropa impar, hierro! ¡Tropa par, acero!
La real compañía expedicionaria se dispuso a obedecer, los magos guerreros cancelaron sus hechizos de protección, los dragones limpiaron las espadas antes de intercambiarlas por las armas del metal al que estaban acostumbrados. Vangerdahast aguardó el cambio con una impaciencia mal disimulada. El mago los había entrenado para llevar a cabo esta maniobra peculiar durante los últimos dos días (el tiempo necesario para que los herreros de Arabel forjaran un surtido completo de armas de hierro para todos y cada uno de los miembros de la compañía), pero no estaba muy satisfecho con los resultados. Las ghazneth eran muy violentas y rápidas, y aprovecharían el menor descuido para matar con rapidez. Además, el mago no tenía ni idea de cuántas eran o de cómo reaccionarían ante la presencia de la real compañía expedicionaria.
El día anterior, cuando él y sus magos guerreros exploraban el cañón donde Vangerdahast había visto por última vez a Tanalasta, no vieron ni rastro de los fantasmas, pero le pareció que al menos una ghazneth los había visto seleccionar el sicomoro como punto de reunión de la real compañía expedicionaria. Vangerdahast dudaba de que la criatura hubiera considerado la posibilidad de que se teletransportaran encima de los orcos, ya que ningún comandante en su sano juicio se hubiera arriesgado a aparecer rodeado por el enemigo, pero al menos no se había arredrado a la hora de atacarlos. Encontrar a las princesas no sería tarea fácil, ni siquiera con la ayuda de doscientos cincuenta miembros de la fuerza de elite cormyta.
Vangerdahast se acercó al frente de la compañía, donde una cuadrilla de hombres ataviados con la armadura de camuflaje había desmontado para dispersarse entre los orcos. Algunos arrastraban a los enemigos heridos por los colmillos, gruñendo y mascullando en un orco pasable toda suerte de amenazas de tortura, a menos que alguien les dijera dónde encontrar «dos humanos que cabalgan un festín». Los orcos, aterrorizados, señalaban en todas direcciones lo cual significaba que no tenían ni idea de dónde se encontraban Rowen y Tanalasta.
—¡Exploradores! Estáis perdiendo el tiempo. —Vangerdahast extendió el brazo sano alrededor del perímetro donde se había celebrado el combate—. ¡Quiero un rastro… y rápido!
Los exploradores del rey obedecieron rápidamente, entreteniéndose sólo lo justo para rematar a los orcos antes de dispersarse en todas direcciones. Apareció Owden Foley, que llevaba de las riendas el caballo de Vangerdahast y observaba con preocupación los esfuerzos de los exploradores.
—Mal asunto —dijo al desmontar—. Esta matanza innecesaria sólo nos causará problemas.
—Éstas no son las tierras de Chauntea —gruñó el mago. Había accedido a llevar con él al clérigo ante la insistencia de Azoun, pero no estaba dispuesto a que le dijera cómo debían tratar sus hombres a los orcos—. Estas tierras pertenecen a Gruumsch y Maglibuyet, dos orcos conocidos por su sed de sangre. Además, matarlos es lo mejor que podíamos hacer por ellos. Un orco herido sólo puede esperar dos cosas: morirse lentamente de hambre o, si tiene suerte, convertirse en esclavo de su propia tribu. A estos marranos los heridos les importan un comino.
—En tal caso, tiene usted suerte de que no seamos como los orcos. —Owden tendió las riendas del caballo a un ayudante y cogió suavemente el brazo dislocado de Vangerdahast—. Pero no estaba pensando en los orcos. ¿Se ha dado cuenta de la sed de sangre que domina a la tropa?
—¿Usted también? —preguntó a su vez, mirando al clérigo a los ojos.
—Por supuesto… Y aún la siento. —Owden levantó un pie y posó la planta en la caja torácica del mago, antes de tirar de su brazo—. Fue cosa de la ghazneth, algo parecido a la locura transitoria que provocó en usted la criatura a la que se enfrentó.
Vangerdahast gritó hasta que su brazo volvió a colocarse en la articulación, después cayó de rodillas e intentó aguantar el dolor.
—La fiereza de una batalla puede enloquecer a cualquiera —dijo Owden—. ¿Qué cree que pasará cuando las ghazneth se sientan preparadas para enfrentarse a nosotros?
—Supongo que ya conoce la respuesta —gruñó Vangerdahast. Se puso en pie con dificultad e intentó levantar el brazo. Sólo consiguió levantarlo unos centímetros, y el esfuerzo le hizo lanzar un silbido de dolor—. ¿Se le ocurre alguna solución?
—Eso depende de Chauntea. —Owden apoyó la palma de su mano en el hombro del mago—. Aquí, la diosa le ayudará a usted a superar el dolor.
—No necesito su ayuda —rechazó Vangerdahast, apartando su brazo. A continuación sacó una poción curativa del interior de su túnica y se la bebió—. Y la real compañía expedicionaria tampoco necesita su protección.
Owden señaló el vial vacío que Vangerdahast tenía en la mano.
—Ese elixir fue bendecido por un dios. No existe ninguna diferencia entre beberlo y aceptar la ayuda de la Madre.
—La diferencia es que el tesoro real pagó sus buenas monedas de oro para comprarlo. —Vangerdahast sentía en su interior la fuerza mágica de la poción, mientras actuaba en su organismo atenuando el dolor de su hombro. A continuación, con el brazo herido arrojó el vial vacío contra una roca—. Eso es lo único que Tempus espera que le demos a cambio.
—No soy su adversario, Vangerdahast —dijo Owden, sacudiendo la cabeza.
—Entonces, ¿por qué convenció al rey de que debía acompañarme?
—Porque se me ocurrió que quizá necesitaría mi ayuda. —En la mirada de Owden se reflejó su rabia contenida—. No intento arrebatarle su lugar. Tanalasta es lo único que me preocupa.
—No es Tanalasta lo único que le preocupa. —Vangerdahast arrancó las riendas de Cadimus de manos del ayudante de Owden, y subió a la silla—. Si estuviera preocupado por Tanalasta, a estas alturas ya habría regresado usted a Huthduth.
El mago tiró de las riendas de Cadimus para que volviera grupas en dirección al sicomoro, consciente de que el clérigo no le perdería de vista. Pese a la dureza de sus palabras, Vangerdahast sabía que el maestre de agricultura era un hombre bueno y capacitado, y ése era precisamente el quid de la cuestión. Después de haber curado al rey y al mago supremo del mal de la locura, Owden había ganado muchos enteros entre la gente influyente, incluido el sabio de la corte Alaphondar Emmarask, muchos de los nobles que al principio se habían opuesto a la fundación de un templo real y, lo que aún era más importante, el propio Azoun. No sólo había insistido el rey en enviar a Owden para que encontrara a Tanalasta, sino que había recurrido a los clérigos de Chauntea para que lo ayudaran a él y a Merula a rescatar a la reina.
Dada la decencia característica del carácter de Azoun, el rey se sentiría agradecido y obligado a expresar su gratitud a los monjes, estableciendo quizás el templo real de Tanalasta, cosa que Vangerdahast no estaba dispuesto a permitir. Por muy capaz y de fiar que fuese Owden, no existía ninguna garantía de que su sucesor fuera tan útil para el reino, o de que Chauntea no lo utilizara para imponer su voluntad en el reino. Habían transcurrido más de mil trescientos años desde que los antiguos elfos encargaron a Baerauble Etharr que sirviera al primer rey cormyta como consejero y mago supremo. Desde entonces, el deber del mago supremo había consistido en proteger tanto al rey como a su reino, conduciéndolos por el camino más seguro. Vangerdahast no estaba dispuesto a permitir que la tradición muriera con él, no cuando el mago supremo había constituido la garantía más efectiva de la seguridad del reino durante mil trescientos cincuenta años.
Cuando Vangerdahast llegó al nudoso sicomoro, encontró al viejo Alaphondar exactamente donde había supuesto: dando vueltas con aire distraído alrededor del tronco, entrecerrando la mirada ante los signos que copiaba después en su diario. El sabio real estaba tan absorto que ni siquiera reparó en la presencia del mago, hasta que Cadimus le dio un lametón en el cuello. Del susto, arrojó al aire el diario y el lápiz y profirió tal grito, que la mitad de los miembros de la compañía subieron por la colina para asegurarse de que no corriera peligro.
—¿Y bien, viejo amigo? —preguntó Vangerdahast, levantando la mano para que los jinetes comprendieran que todo estaba en orden—. ¿Ha merecido la pena el viaje?
—Es curioso, Vangerdahast —respondió Alaphondar, ajustándose las lentes y levantando la cara para mirar al mago—. Es muy extraño, créame.
Si el sabio se había enfadado por haberlo asustado, su voz no lo delató. Se limitó a recuperar el lápiz y el diario del suelo, y se volvió hacia el árbol para continuar con su trabajo.
—Estos signos corresponden al Primer Reinado —dijo—. De hecho, lo más probable es que puedan pertenecer al período posterior a Thauglor.
—¿Al Primer Reinado? —preguntó Vangerdahast, que no tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo—. ¿De tiempos de Faerlthann?
—En ese caso sería faerlthanniano, ¿o no? —Alaphondar le miró por encima de las lentes, como si el mago real fuera el hijo tonto de una familia noble segundona—. Me refiero al Primer Reinado, al que había en tiempos de Iliphar de los elfos.
—¿El señor de los Cetros? —preguntó Vangerdahast, sorprendido—. ¿Al primer rey de los elfos?
—Eso sería el Primer Reinado —asintió Alaphondar, con gesto de resignación—. De eso hace aproximadamente mil cuatrocientos cincuenta años, cien años antes de que Faerlthann fuera coronado. De hecho, más de cincuenta años antes de que los Obarskyr se asentaran en los bosques.
Vangerdahast observó los páramos pelados que los rodeaban, intentando imaginar la vegetación salvaje que los había cubierto cuando sirvieron de hogar a los elfos.
—Pero los signos no son lo más interesante —dijo Alaphondar.
—¿De veras?
—Este árbol no es tan antiguo —dijo el sabio, haciendo un gesto de negación—. Es trescientos años demasiado joven.
—Y usted lo sabe por… —empezó a decir el mago, pese a ser consciente de que no debía dudar del sabio.
—Por esto.
Alaphondar se volvió para recorrer los signos con la yema de los dedos. Inmediatamente, la voz rasposa y angustiada de una doncella elfa resonó como si estuviera presente, y se alzó a espaldas de Vangerdahast un murmullo de caballos nerviosos y jinetes sorprendidos.
Alaphondar tradujo la canción.
Este hijo del hombre, que su cadáver alimente este árbol.
El árbol de este cadáver, que crezca mientras nutra.
El espíritu de este árbol, para que ellos le permitan regresar
cuando crezca.
Así duermen quienes traen la destrucción: un sueño sin descanso.
Así siembran quienes traen la pena: semillas de su ruina.
Así mueran quienes siembran la muerte, y los hijos de sus hijos.
Venid aquí, Loco rey Boldovar, y yaced entre estas raíces.
Al terminar la canción, Vangerdahast ahogó un grito.
—¿Boldovar?
—¿Lo comprende ahora? —dijo Alaphondar, excitado, haciendo un gesto de asentimiento. El sabio recorrió con el dedo un conjunto de bucles que parecían idénticos a cualesquiera otros—. Murió trescientos años antes de que estos bucles pasaran de moda.
—Tengo que confiar en su buen juicio, viejo amigo —dijo Vangerdahast. Sabía cómo hacer cantar algunos signos, pero no podía leerlos y menos aún determinar a qué época correspondían—. ¿Qué significa?
—¿Que qué significa? —Alaphondar parecía confundido—. Bueno, pues no sabría decirle.
—Sin embargo, lo más acertado sería pensar que un elfo grabó estos signos hará trescientos años. —Vangerdahast vio por el rabillo del ojo que los exploradores que habían salido en busca del rastro de Tanalasta estaban regresando. El capitán ascendía al galope por la colina para informarle del resultado de sus investigaciones.
—Oh, sí —respondió Alaphondar; haciendo un gesto de asentimiento—, y lo que aún es más importante: había vivido solo y separado de su gente al menos durante todo ese tiempo. ¿Tiene usted la menor idea del efecto que tamaña soledad causaría en un elfo?
—Sí, me temo que sí —respondió Vangerdahast observando los signos, al recordar las palabras amargas y aquel angustioso tono de voz.
—Quizás averigüe algo más en el interior de la tumba —dijo Alaphondar mientras se agachaba para apartar las raíces.
—No tenemos tiempo para eso. —Vangerdahast se volvió hacia el capitán de los exploradores, que en aquel preciso instante detenía su montura junto al mago—. Nos vamos.
—¿Que nos vamos? —Alaphondar se paró en seco—. Todavía no podemos irnos. Al menos tardaremos un día en acotar este lugar, y un día más para empezar las excavaciones preliminares.
—No disponemos de un día. —Vangerdahast levantó la mirada al cielo, pero no encontró ni rastro de la ghazneth—. Quizá no tengamos ni una hora.
—Pero…
—Ésta es una expedición militar, Alaphondar —interrumpió Vangerdahast, llamando la atención del capitán de exploradores—. Nuestro objetivo consiste en encontrar a las princesas y traerlas de vuelta a Arabel… y rápido.
—Por supuesto… ¿Cómo habré podido olvidarlo? —La excitación desapareció de la mirada de Alaphondar. Se dirigió hacia su caballo, pero entonces se le ocurrió algo y se volvió hacia Vangerdahast para sugerir—: Quizá quieran ustedes adelantarse…
—A estas alturas ya ha visto a dos ghazneth —recordó Vangerdahast—. ¿De veras está dispuesto a enfrentarse cara a cara con una sola de ellas, aun contando con una docena de Dragones Púrpura como escolta?
Alaphondar torció el gesto, y volvió a dirigirse hacia su caballo.
—Olvídelo.
—¿Han encontrado el rastro? —preguntó el mago supremo al explorador. Éste hizo un gesto de asentimiento y señaló hacia un valle situado entre los picos de las Orejas de Mula.
—Hemos encontrado algunas huellas antiguas de cascos, que se dirigen al sur, al interior de las montañas.
—Eso sí son buenas noticias —dijo Vangerdahast, soltando un suspiro de alivio—. Quizá Tanalasta haya recuperado la razón y decidido que ha llegado el momento de volver a Cormyr.