11
Los signos surcaban el sicomoro formando una elegante espiral, tan sinuosa como una serpiente, definidos con tal claridad como el día en que los grabaron. Aunque Tanalasta no pudo identificar la era en que fueron grabados, había estudiado la suficiente literatura élfica como para reconocer el estilo como arcaico. Los caracteres fluían con elegancia uno tras otro, con extremos alargados y serifas que se ondulaban con tal gracia que parecían guardar una perfecta unidad. Mientras que aquel lenguaje le parecía de forma inequívoca alto wealdaneano, la inscripción en sí le pareció arcaica y artificiosa, incluso para el estándar de la Antigua Era de Orthorion.
Este hijo del hombre, que su cadáver alimente este árbol.
El árbol de este cadáver, que crezca mientras nutra.
El espíritu de este árbol, para que ellos le permitan regresar
mientras crezca.
Tanalasta retrocedió un paso y dejó de leer cuando terminó la primera estrofa. Aparte de la pronunciación peculiar y la referencia al hombre, la inscripción era el epitafio normal para el Árbol del Cuerpo, especie de memorial creado por los antiguos elfos del Reino de los Bosques. A la muerte de un elfo apreciado por la comunidad, sus compañeros escribían el epitafio en el tronco de un arbolito y enterraban el cadáver bajo las raíces del árbol. La princesa no conocía todos los detalles del ritual, pero había leído un ensayo en el que se sugería que sólo eran enterrados así aquellos elfos que habían prestado un gran servicio a la comunidad. En cualquier caso, había visitado varias tumbas durante sus viajes con Vangerdahast, y siempre le había impresionado el porte majestuoso de los árboles que lucían en su tronco estas inscripciones.
El sicomoro que tenía delante ofrecía un claro contraste con estos monumentos antiguos. El árbol era nudoso y raquítico, tenía el tronco abierto y una corona formada por ramas torcidas, que después se alzaban hacia el cielo, formando ángulos impensables en la naturaleza. Sus hojas amarillentas parecían pequeñas manos marchitas dispuestas a coger al primer desdichado que pasara por debajo, y la corteza pasaba del blanco liso de las ramas a un abigarrado conjunto de grises. La mayor diferencia residía en la base del tronco, donde un agujero excavado recientemente penetraba en las profundidades mohosas que se extendían bajo el tronco.
Tanalasta volvió a concentrarse en la inscripción y leyó la siguiente estrofa:
Así duermen quienes traen la destrucción: un sueño sin descanso.
Así siembran quienes traen la pena: semillas de su ruina.
Así mueran quienes siembran la muerte, y los hijos de sus hijos.
A Tanalasta empezó a encogérsele el estómago. Las maldiciones prácticamente brillaban por su ausencia en la literatura élfica, incluso en la era relativamente agitada del temprano reinado del rey Orthorion. Por supuesto, la Biblioteca Real no contenía obras anteriores a Orthorion (al parecer, los primeros cormytas no tenían tiempo ni interés para aprender alto wealdaneano), pero la princesa no podía creer que tales maldiciones fueran habituales en la poesía anterior a Orthorion. Aparte de aquella única y famosa masacre, y de algunos incidentes aislados, los elfos de la Era de Iliphar se habían mostrado muy reservados (endiosados, quizá fuera la palabra) con los humanos, pero pacíficos.
Tanalasta siguió la inscripción alrededor del árbol y leyó la última estrofa, que constaba de un único verso a modo de requerimiento:
Venid aquí, Loco rey Boldovar, y yaced entre estas raíces.
Tanalasta pensó de inmediato en la ghazneth coronada que había desaparecido con Vangerdahast, y se apartó del árbol llevándose la mano a la boca, mientras su corazón latía con fuerza en su pecho. Boldovar El Loco era uno de sus antepasados, un rey de Cormyr cuyo reinado se remontaba once siglos atrás en el tiempo. Se rumoreaba que había matado a un montón de cortesanos de palacio, antes de que una de sus víctimas cayera con él por las almenas de la fortaleza de Faerlthann. La desdichada mujer había muerto en el acto no tanto por el daño producido por la caída como por las terribles heridas que le había infligido el desequilibrado Boldovar.
Aún menos conocido era el hecho de que el rey había seguido con vida durante algunos días hasta que fueron a buscar a Baerauble Etharr, el primer mago supremo de Cormyr, que se encontraba ausente de la corte. Sin embargo, por suerte para los habitantes del reino, Boldovar se alejó sin rumbo, solo, antes de que el mago pudiera regresar. Cuando al cabo de diez días se encontró flotando en el Immerflow un cadáver hinchado, vestido con el color púrpura real, Baerauble aprovechó la ocasión para anunciar la muerte de su señor y ordenó que se incinerara inmediatamente el cadáver. Hasta ahora, nunca habían tenido una razón para pensar que las prisas del mago pudieran obedecer a otro motivo que no fuera la sensibilidad de su olfato, pero Tanalasta no pudo evitar pensar que Baerauble había aprovechado la ocasión para resolver el terrible dilema al que se enfrentaba. Puesto que el mago supremo había jurado proteger la corona de Cormyr a cualquier precio, a duras penas pudo haber condonado el derrocamiento de un rey, por muy loco que estuviera, pero tampoco podía pensar que el reinado de Boldovar beneficiara al reino. Quizá sustituyó otro cadáver por el de Boldovar, y envió al rey loco a algún lugar donde pudiera disfrutar lo que le quedara de vida, un lugar donde no pudiera causar más daño.
Rowen apareció junto a ella al dar la vuelta al árbol.
—¿Algún problema, mi señora? Parecéis… intranquila.
—Más bien estoy asustada… Asustada e intrigada. —Tanalasta no apartó la mirada del árbol—. ¿Los signos grabados en los demás árboles eran como éstos?
—Se parecían mucho —respondió Rowen sin apenas dirigir la mirada a los caracteres.
—Sí, pero ¿eran exactamente los mismos? —Tanalasta señaló los tres caracteres correspondientes al nombre de «Loco rey Boldovar»—. Sobre todo, éstos.
—Yo diría que sí, alteza —respondió Rowen, que a juzgar por su tono de voz parecía algo incómodo—. Para ser honesto con vos, debo confesaros que ni siquiera distingo la diferencia entre los signos que señaláis y los que están a su lado. Lo siento.
—No se disculpe. —Tanalasta se volvió hacia él—. Debería comprender lo difícil que es entender el alto wealdaneano sin tener a mano la Biblioteca Real.
—Ni siquiera con la Biblioteca Real —comentó Rowen—. Nunca se me han dado bien las lenguas antiguas.
—En realidad el alto wealdaneano no es una lengua. —Tanalasta sonrió ante el candor del explorador—. Se parece mucho a la música. Escuche.
La princesa dio la vuelta alrededor del árbol y acarició con la yema del dedo el primer signo. Un raspar melódico reverberó en el lugar, cuando una voz femenina, tan angustiosa como amenazadora, entonó el primer verso del epitafio. Por supuesto, al igual que Rowen, Tanalasta no comprendía aquellas palabras, porque el oído humano no podía captar toda la tesitura característica de la lengua élfica.
—¡Jamás había oído nada parecido! —exclamó Rowen.
—Ni yo. —Tanalasta tembló, desazonada por aquella música—. Era la voz de un espíritu élfico.
Llevó al explorador alrededor del árbol, y tradujo cada uno de los signos en voz alta, tanto para que Rowen conociera su significado como para asegurarse de que los había interpretado correctamente. Cuando terminó, el rostro de Rowen estaba tan blanco como el alabastro.
—¿Los hizo un elfo? —preguntó el explorador, refiriéndose a las ghazneth—. ¿Por qué?
—No lo sabremos hasta que descubramos qué elfo fue —respondió Tanalasta—. Primero debemos asegurarnos de que las ghazneth están relacionadas con estos árboles. Por eso quiero comprobar si son estos mismos signos los que aparecen en los demás árboles.
—No tengo ni idea. —Rowen se encogió de hombros—. De haber sabido que debía fijarme en ello…
—¿Y cómo podía haberlo sabido? —preguntó Tanalasta—. Estoy segura de que podré averiguarlo si consulto las notas de Alusair.
—¿Qué notas?
—Supongo que mi hermana no es de esa clase de personas que van tomando notas por ahí —suspiró Tanalasta.
—Su misión era encontrar a Emperel.
—Tendría mucha prisa por hacerlo. —Tanalasta empezó a rodear el árbol, en dirección al agujero—. Alusair siempre tiene prisa. ¿Se molestó en investigar el interior de las tumbas?
—Ahí es donde encontramos esto. —Rowen sacó del cinturón la daga herrumbrosa, que tendió a Tanalasta—. Estaba en la segunda tumba.
Tanalasta prefirió examinar la daga antes de entrar en la madriguera. El filo estaba afilado con piedra de esmeril y tenía unas marcas en la superficie.
—Hierro forjado en frío —dijo—. Me sorprende que haya sobrevivido al paso del tiempo. Se forjó en Suzail hará unos mil trescientos años.
—¿Y cómo lo podéis determinar con tanta precisión? —preguntó Rowen, mirando el arma con desconfianza—. Yo no he descubierto ninguna marca.
—Precisamente por eso lo sé. Suzail construyó su primera forja de acero en el año setenta y cinco, el Año de la Muerte Fiel. Con anterioridad, la gente fundía su propio hierro en hornos en el suelo y daban forma a sus armas en una forja comunitaria. —Tanalasta devolvió la daga al explorador—. Pese a que sin duda se trata de una obra de calidad, ningún mercader que visitara Cormyr se hubiera molestado en cargar con el hierro cuando sabía de sobra que todo el mundo pedía acero.
—Comprendo. —Rowen sacudió la cabeza, sorprendido, antes de preguntar—: ¿Hay algo que no sepáis?
—Por supuesto —respondió Tanalasta sin pensar—. Escuchar a Vangerdahast, que podría escribir una tonelada de libros con todo lo que yo ignoro.
Rowen rió despreocupadamente, y se volvió hacia el lugar donde el mago había desaparecido. Tanalasta siguió su mirada. De vez en cuando veían a la ghazneth, que sobrevolaba en círculos el laberíntico cañón, con la cabeza envuelta en el globo de luz. Aunque apenas había transcurrido media hora desde que Vangerdahast lanzara el hechizo, el fulgor de su magia empezaba a decrecer. Decidida a terminar su investigación cuanto antes, la princesa cogió el anillo de comandante de los Dragones Púrpura que llevaba en el bolsillo y lo deslizó en uno de sus dedos.
—No baje la guardia —ordenó, entrando en el agujero.
—¿Adónde vais? —preguntó Rowen, cogiéndola del brazo.
Aunque aquel gesto hubiera parecido una muestra de condescendencia en cualquier otra persona, en Rowen tan sólo delataba preocupación. Tanalasta le dio una palmada en la mano.
—Debo echar un vistazo al interior —respondió—. Ambos sabemos que podría descubrir algo que los demás pudieron haber pasado por alto.
—Pues mejor será que os deis prisa, alteza. —Rowen apretó los dientes.
—No se preocupe, que no me entretendré —aseguró ella, mirando en dirección a la ghazneth. La princesa activó la luz mágica del anillo y entró en el agujero; entonces se volvió y sonrió—. ¿No os pedí que me llamarais simplemente Tanalasta?
—Como deseéis, alteza —respondió Rowen con tozudez, agachándose para ofrecerle una cálida sonrisa.
Tanalasta dio una patada en el suelo para echarle un poco de tierra encima, se volvió y siguió caminando. El olor a rancio aumentaba a medida que avanzaba, y su piel empezó a erizarse ante la presencia maligna que percibía en el ambiente. Cuando después de dar diez pasos llegó al final del pasadizo tenía la piel de gallina y le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes para reprimir las náuseas. Delante de ella vio un foso de tamaño humano, rodeado por todas partes de raíces entrelazadas, rotas y negras. No había raíces que partieran del árbol, al menos que ella pudiera apreciar. Aquella diminuta estancia estaba vacía, salvo el suelo sencillo de losa, donde vio restos de tela podrida y algunos botones, broches y hebillas esparcidos.
Tanalasta se adentró en la sala, donde olía a rayos, y estuvo a punto de gritar cuando algo blando y diáfano se pegó a su mejilla. Se lo quitó como pudo y descubrió que tenía las manos llenas de una pegajosa telaraña. Tardó un instante en reconocer que era seda pura, y entonces advirtió que todo el lugar estaba impregnado de seda, entrelazada alrededor de las raíces, colgando por todas partes para dar forma a las paredes de la tumba y cubriendo también los restos diseminados que había en el suelo.
El primer impulso de la princesa consistió en marcharse, porque aquel filamento le recordaba la telaraña de la viuda negra, pero apretó la mandíbula con fuerza e hizo un esfuerzo por apartar de las paredes la telaraña que las cubría. Descubrió con sorpresa que al quitar la seda se abría ante ella otro túnel, que empezó a excavar de ese modo hasta que recorrió otros diez pasos, más o menos la distancia a la que se encontraba la humedad condensada del sicomoro.
Tanalasta reprimió un temblor, al descubrir que el árbol, o el cadáver que había bajo él, había podrido el suelo de tal forma que el proceso de regeneración natural se había interrumpido por completo. Regresó al centro del árbol y examinó un puñado de botones. El enchapado dorado estaba tan deslustrado que apenas discernía la forma de un dragón rampante, con las alas extendidas y la cola rizada tras la espalda. De pronto desapareció cualquier duda que pudiera haber albergado sobre la identidad de la ghazneth. Era el emblema del rey Boldovar. Temerosa de infectarse del mal que emanaba de aquel lugar, la princesa arrojó los botones a un lado y gateó en dirección a la salida de la tumba.
Rowen la esperaba ante el agujero, sosteniendo las riendas de la yegua y vigilando el cañón.
—¿Cuánto falta para que regrese Vangerdahast? —preguntó el explorador antes de que saliera de la madriguera.
—Creo que hasta mañana tendremos que apañárnoslas como podamos —respondió la princesa, que al levantar la mirada descubrió cierta inquietud en Rowen—. Dudo que Vangerdahast disponga de más hechizos de teletransportación, y aunque ése fuera el caso, necesita algún tiempo para prepararlos.
—En tal caso, será mejor que nos apresuremos —dijo Rowen, cuya inquietud se había convertido en preocupación.
Tendió su mano para ayudar a Tanalasta a incorporarse y la princesa la cogió. Pero en lugar de ayudarla a salir del agujero, le quitó del dedo el anillo de comandante de los Dragones Púrpura.
—Vamos a desatar las alforjas. —Se volvió hacia la yegua—. Nos servirá de señuelo.
—¿No cree que este truco está muy manido? —preguntó Tanalasta mientras salía del agujero—. La última vez no nos sirvió de mucho.
—Sí, pero esta ghazneth no es la de antes.
Rowen tenía ocupadas las dos manos en atar el anillo a la melena de la yegua, por lo que tuvo que señalar hacia el norte con un gesto de la cabeza. La primera ghazneth seguía sobrevolando en círculos el laberinto de cañones, y el halo dorado y luminoso prácticamente había desaparecido, hasta el punto de que la princesa pudo distinguir la forma de su cabeza; sin embargo, aquello no era lo que más preocupaba al explorador. Una segunda silueta oscura se acercaba desde el norte, y se hacía cada vez más diáfana a medida que la observaba. La princesa se dirigió a la grupa de la yegua y empezó a desatar las alforjas.
—No apriete mucho el nudo —dijo—. Soy consciente de que utilizar un señuelo es la única oportunidad que tenemos de ganar tiempo, pero este caballo me ha servido fielmente. Me gustaría darle una oportunidad.
—Ya está. —Rowen retrocedió un paso, después de atar el anillo dorado a la melena de la yegua con un nudo sencillo e intrincado—. Puesto que no tiene que cargar con nada, lo más probable es que tenga más posibilidades que nosotros de volver a casa.
—Me parece justo —dijo Tanalasta.
La princesa retiró las alforjas, levantó la mano y descargó una fuerte palmada en la grupa del caballo. El animal se dirigió al trote hacia el sur, en dirección al profundo cañón situado entre los picos de las Orejas de Mula. Rápidamente, Tanalasta se quitó los brazaletes y los guardó en las alforjas, después se desabrochó el cierre de la capa y se aseguró de que no llevaba ningún objeto mágico que pudiera delatar su posición.
—¿Hacia dónde nos dirigimos? —preguntó en cuanto hubo resuelto el problema de la magia.
—Id vos delante. —Rowen señaló hacia el sudoeste, más allá de las Orejas de Mula—. Encontraréis el rastro de los cascos de los caballos a unos veinte pasos de aquí; yo me encargaré de borrar nuestras huellas.
Pese a no gustarle la idea de separarse del explorador, teniendo en cuenta la cercanía de la ghazneth, la princesa comprendió la necesidad de su plan y echó a correr a buen paso. Como Rowen había previsto, no tardó en encontrar un surco producido por las huellas de cascos que había dejado la compañía de Alusair. Se quitó la capa de encima de los hombros y la arrastró por el suelo polvoriento que pisaba, maldiciendo la temeridad de Alusair mientras hacía lo posible por ayudar al explorador a borrar sus huellas.
Las marcas de los cascos de los caballos desaparecieron casi por completo veinte pasos más adelante, y Tanalasta comprendió que su hermana había dejado aquel rastro intencionadamente, para que Rowen tuviera una pista de la dirección que había tomado. Sin embargo, al llegar a ese punto empezó a adoptar precauciones. La princesa continuó borrando todas las huellas que encontró a su paso, aunque fueron pocas y estaban muy separadas unas de otras. Además, empezó a adoptar sus propias tácticas, intentando moverse de roca en roca o sobre suelo duro siempre que fuera posible y evitando cualquier arbusto que pudiera doblar y mostrar indicios de su paso.
La silueta lejana se hizo cada vez mayor, primero adoptando la forma de una V y después la de una cruz diminuta. Tanalasta encontró cuatro huellas de cascos que giraban hacia el sur. Las borró y ajustó su propio rumbo hasta que se vio trepando por una pequeña sierra. La princesa miró hacia atrás: Rowen la seguía a unos cincuenta pasos, y decidió arriesgarse a cruzar la sierra y emprender la ascensión a toda velocidad.
Cuando Tanalasta se acercó a la cima, la ghazneth que se acercaba se perfilaba tan grande como su pulgar. Se echó al suelo y siguió la ascensión gateando, procurando pisar o apoyarse sólo en piedras, y mantenerse alejada de los arbustos que le entorpecían la vista de la ghazneth. Cruzó hasta la cima arrastrándose por el suelo, y después se ocultó tras unos arbustos y observó al fantasma.
A Rowen aún lo separaban diez pasos de la cima cuando la silueta de la criatura fue lo bastante grande como para que la princesa pudiera distinguir el contorno de sus alas. Susurró una advertencia al explorador, y le ordenó con un gesto que permaneciera inmóvil. Éste se arrojó cuerpo a tierra y rodó sobre sí mismo para ocultarse tras unos arbustos, cubriéndose de paso con su capa de camuflaje y tornándose prácticamente invisible, incluso a ojos de Tanalasta.
Esperaron, exhaustos y malhumorados, mientras la ghazneth pasaba volando a menos de setecientos metros de la cresta. Pareció dirigirse hacia el sicomoro, pero finalmente viró sobre un ala para acercarse hacia su compañera.
Tanalasta se incorporó y animó al explorador a apresurarse.
—¡Ahora, Rowen, deprisa!
Rowen abandonó los arbustos y arrastró la capa por el suelo para borrar sus huellas, antes de echar a correr por la pendiente para llegar junto a Tanalasta.
—Hay que ver qué manera de correr —dijo sin aliento—. No… estaba seguro de poder alcanzaros.
—El miedo es capaz de eso y de más. —Tanalasta se volvió para descender la pendiente en diagonal, siguiendo el rastro de Alusair—. No tendría usted problemas en mantenerse a mi altura si tuviera tanto miedo como yo.
—Si no tengo miedo —dijo el explorador al llegarse a su altura—, es porque no tengo nada que perder. Sin embargo… vos seréis reina algún día. ¿Por qué os separasteis de Vangerdahast?
—El rey me ordenó encontrar a Alusair —respondió—. Me dio un mensaje para ella.
—No —replicó Rowen—. Eso es una excusa, no una razón. Aunque vos y Vangerdahast intentarais disimularlo, vuestra relación es tirante.
Alcanzaron la falda de la sierra y se dejaron caer en una amplia depresión del terreno. La cara escarpada de los Picos de las Tormentas se alzaba hacia el sur, y la sierra discurría con mayor suavidad hacia el norte. Rowen recurrió a la capa para borrar cuatro huellas de cascos que llevaban directamente hacia el pliegue del terreno. Tanalasta miró por encima de su hombro y vio que en el cielo no había ninguna ghazneth… al menos, por el momento.
—Intentáis convencerle… de algo —masculló Rowen—. ¿De qué?
—Aunque tuviera usted razón —dijo Tanalasta, mirándolo con expresión severa antes de tropezar con una roca y estar a punto de caer—, no es quién para interrogar a una princesa de la corona.
—Es precisamente ahora, alteza —dijo Rowen, pronunciando el título con cierto énfasis—, después de ver que no queríais acompañar a Vangerdahast, cuando es mi deber preguntaros por qué.
—De acuerdo. —La princesa cada vez encontraba más dificultades para mantener el paso, mientras que Rowen parecía ganar en fuerzas—. Supongo que sabrá en qué situación me dejó Aunadar Bleth. Si pretendo… gobernar adecuadamente, antes debo recuperar el respeto de mis súbditos. No lo conseguiré si me teletransporto cada dos por tres ante el menor peligro.
—No. —Rowen se detuvo.
—¿Qué hace, Rowen? —Tanalasta se había parado dos pasos después.
—Uno no se granjea el respeto del pueblo mintiéndole —dijo el explorador—. De hecho, ésa es la mejor forma de perderlo.
Tanalasta levantó la mirada al cielo tras la espalda del explorador y vio dos puntos negros que volaban de un lado a otro.
—No hay tiempo para discutir este tema.
—No necesitáis ganaros mi respeto, princesa —dijo Rowen—. Ya os lo habéis ganado con vuestra valentía e inteligencia. Ahora, por favor, demostradme que vos me respetáis.
—¿Y podremos continuar? —preguntó Tanalasta, cuya mirada trazó una circunferencia completa.
Rowen respondió con un gesto de asentimiento.
—De acuerdo. —Bajó la mirada y descubrió que no podía volver a levantarla—. Si de veras quiere saber por qué… Me quedé por usted.
—¿Por mí?
—Doy por supuesto que es consciente de la preocupación del mago supremo sobre que me hago mayor para dar un heredero al reino —comentó Tanalasta.
—Preocupación compartida por muchos —dijo Rowen—. Pero no comprendo por…
—¿Quiere usted oírlo, sí o no? —lo interrumpió Tanalasta, señalando a las dos ghazneth—. Porque no tenemos precisamente todo el tiempo del mundo.
—Por favor. —Rowen tragó saliva.
—Las celebraciones por el cumpleaños de mi padre eran la excusa para empujarme a contraer matrimonio con Dauneth Marliir. Todo el mundo lo sabe. —Tanalasta hizo una pausa para rechinar los dientes, antes de continuar—. Lo que no saben es que cuando llegó la invitación a Huthduth, dije al maestre de agricultura supremo que volvía a Cormyr para casarme con Dauneth.
—¿Y qué os dijo el alto maestre de agricultura para haceros cambiar de opinión?
—Que me deseaba toda la felicidad del mundo y que sabía que Dauneth era una buena persona —repuso Tanalasta—. Mis dudas surgieron más tarde, cuando me quedé sola y estaba a punto de abandonar mi retiro en las montañas.
Rowen asintió y guardó silencio, como si no le pareciera peligroso que la princesa anduviera sola por aquellas montañas que estaban infestadas de orcos.
—Cuando llegué a la cabecera del río Orcen, el lugar se llenó con el trino de los pájaros y la luz adquirió tonalidades doradas. Un magnífico caballo gris surgió del bosque llevando a una anciana con ojos color perla y una armadura de encaje plateado, y cuando llamé su atención, la mujer condujo su montura aguas abajo hasta llegar a mi altura. No habló, pero mientras el caballo bebía, una oscuridad impenetrable pasaba de su hocico al agua. La hierba se marchitó ante mi mirada. En la ladera de la colina, los pinos se secaron y perdieron la hoja.
—¿No era un sueño? —preguntó Rowen.
—Estaba tan despierta como ahora —respondió Tanalasta—. Una lágrima solitaria resbaló por la mejilla de la anciana, que sacudió la cabeza en mi dirección.
—Y vos creéis…
—Yo no creo nada —interrumpió Tanalasta—. Estaba tan asustada que eché a correr sin importarme hacia dónde me dirigía. Antes de pararme a pensar en ello, me había perdido y estaba a punto de anochecer. Al cabo de un rato, llegué ante un bosquecillo de sauces tan espeso que apenas podía pasar. Debí retroceder, pero oí la risilla de una mujer y pensé que quizá podría indicarme cómo volver al monasterio.
—¿Y? —preguntó Rowen, con expresión recelosa.
—Me abrí paso como pude por entre el follaje, hasta la orilla de un arroyuelo, donde la joven a la que había oído reír permitía que su caballo bebiera del agua del estanque. La bestia era tan blanca y luminosa como una piedra de diamante, pero no supe de qué se trataba hasta que alcé la voz para preguntar por el monasterio, y la criatura levantó la cabeza.
»Era un unicornio —dijo la princesa.
»Un cuerno dorado, la pezuña hendida, todo —prosiguió Tanalasta—. En lugar de responderme, la mujer saltó sin dejar de reír a lomos de su caballo y se adentró en el bosque. Las flores y los arbustos florecían instantáneamente por donde pasaba el unicornio.
—¿Y cuando desapareció, descubristeis que no os habíais movido del monasterio? —preguntó Rowen, después de haber guardado silencio durante largos segundos.
—Casi —respondió Tanalasta, sorprendida—. Estaba en mi lago favorito. ¿Cómo lo sabía?
—De haberos perdido, no se habría tratado de una visión. —La expresión de Rowen pasó de recelosa a aturdida—. ¿Y vos pensáis que yo soy ese unicornio?
—Hasta el momento, eres el mejor candidato… —Era la primera vez que lo tuteaba. Después, se encogió de hombros—. Dudo que fuera una coincidencia que encontrara tu obra de fe en el Estanque del Orco.
—Pero mi familia… —repuso Rowen, haciendo un gesto de negación.
—¿Y ahora quién está siendo deshonesto? —preguntó Tanalasta. En el cielo, tras Rowen, una de las ghazneth se apartó para volar hacia el sur en dirección a la yegua—. Sabes tan bien como yo que la visión no versaba sobre política, sino sobre amor.
Rowen palideció visiblemente, demasiado aturdido para decir una sola palabra. Tanalasta lo cogió de la mano y antes de echar a correr para reemprender la huida, preguntó:
—Y ahora ¿podemos seguir?
Filfaeril estaba sola, sentada en el ábside de una silenciosa sala del trono, contemplando una extensa galería con abundantes arcos dobles y altas columnas de mármol acanalado. Aunque la estancia olía a moho y podredumbre, la habían adornado de forma impecable con anchas bandas verticales marrón y oro, colores que la nobleza cormyta había lucido hacía más de mil años, cuando las fronteras del reino apenas se extendían más allá del río Aguas de la Estrella, y Arabel era poco más que un conjunto de fondas de carretera. A la reina no se le ocurría qué familia de la nobleza de Arabel podía haber construido un recibidor tan arcaico, y mucho menos que, después de haberlo hecho, descuidaran el lugar y lo abandonaran de ese modo. No tenía ningún sentido.
Aunque nada tenía sentido desde el regreso de Vangerdahast. No comprendía por qué había llevado consigo al fantasma, o por qué aquella criatura la había secuestrado sólo para abandonarla allí y largarse con viento fresco. ¿Tanto confiaba la criatura en aquella prisión, o se había olvidado de ella? Es más, ¿qué diantre era?
Por muy importantes que pudieran ser las respuestas a estas preguntas, no eran las más recurrentes en la mente de Filfaeril. Antes que nada, quería saber qué les había ocurrido a Azoun y Tanalasta… Y también a Vangerdahast. Y lo cierto es que la respuesta a estas preguntas no iba a encontrarlas en la sala del trono.
La reina hizo un esfuerzo por permanecer sentada un poco más, mientras aprovechaba el tiempo para estudiar el entorno y buscar alguna pista de la presencia de su captor. En caso de secuestro, las instrucciones de Vangerdahast eran muy claras. Primero, hacer lo posible por evitar llamar la atención y esperar a que se presenten los magos guerreros. Segundo, evitar que el captor disponga de la menor excusa para causar daño a su víctima. Tercero, luchar o huir tan sólo si la muerte es inminente. Vangerdahast le había dicho innumerables veces que en cuanto se alertaba a los magos guerreros de que un miembro de la familia real corría peligro, una compañía acudiría al rescate en unos pocos minutos. Pero Filfaeril llevaba horas sentada en el trono, y si apenas le había visto el pelo al captor, de la compañía no había ni rastro. Seguro que había fallado algo en el plan de rescate diseñado por el mago supremo.
Filfaeril se incorporó y descendió por la escalinata. Hizo una pausa para ver si el fantasma estaba cerca. Cuando comprobó que no estaba, recorrió la galería hasta las puertas de barrotes de bronce que había al final. Su captor ni siquiera se había molestado en cerrarlas, de modo que las franqueó y… volvió a encontrarse en el extremo opuesto de la galería, junto a la tribuna, como si se hubiera limitado a regresar al punto de partida.
Filfaeril giró sobre sus talones y vio las puertas abiertas entre los mismos dos pilares, observó las mismas columnas y las puertas de roble de la galería anterior. Empujó la puerta y la atravesó. Volvió a encontrarse en un extremo de la galería, ante los dos tronos de madera del estrado. Contrariada, la reina cerró la puerta, volvió a abrirla y la franqueó… con idéntico resultado.
La reina cerró de un portazo la puerta de bronce y recorrió la galería. Sospechaba desde el principio que el fantasma no se había limitado a irse volando después de abandonarla ahí a su suerte, y el hecho de que hubiera dejado la puerta abierta era una prueba palpable de la crueldad de la criatura. Como sabe cualquier torturador que se precie, el secreto de quebrar la voluntad de la víctima reside en controlar su mente. Dejar la puerta entreabierta tenía la intención deliberada de que Filfaeril perdiera la esperanza. Lo cierto es que había funcionado mucho mejor de lo que estaba dispuesta a admitir.
Mientras se dirigía al estrado, se tomó su tiempo para examinar cada uno de los arcos dispuestos a lo largo de la galería, pero el resultado era siempre el mismo. Se encontraba de pie en el lado opuesto de la sala, frente al mismo arco que acababa de atravesar.
Finalmente, la reina se resignó al comprender que aquella prisión era tan segura como la celda de una mazmorra, y regresó al trono. Se sentó manteniendo tanta calma como le fue posible. Después de dedicar unos minutos a recuperarse, Filfaeril imaginó el rostro de barba poblada del mago supremo y acarició el anillo de sello.
Su mente permaneció tan silenciosa como la sala del trono, y al momento se le ocurrieron un sinfín de razones por las cuales Vangerdahast guardaba silencio, pero enseguida se arrepintió de ello. De haber podido responder, Vangerdahast lo hubiera hecho, y el que no fuera así se debía a dos posibles causas: o estaba incapacitado o aquella extraña prisión le impedía oírla.
La fanfarria de unas trompetas reverberó por toda la sala del trono, y el fantasma entró por la puerta. Su aspecto era tan terrible como de costumbre, llevaba las alas plegadas, la corona deslustrada, y aquella mirada de ojos inyectados en sangre clavados en Filfaeril. En sus manos llevaba un bulto cubierto de harapos grises que podía ser un cadáver o un montón de ropa, y de sus talones goteaba sangre.
—Mi señora —dijo al tiempo que se inclinaba, para después recorrer la galería en dirección a Filfaeril—. Debéis perdonarme que os haya abandonado de esta manera. Los traidores me han tenido ocupado.
Cuando el fantasma se acercó al estrado, Filfaeril vio que el montoncito de ropa que llevaba estaba compuesto de capas negras con broches de bronce. Al parecer, los magos guerreros la habían encontrado. Empezó a sentir un dolor en las puntas de los dedos, de la fuerza con que apretaba los brazos del trono.
—No hay ninguna necesidad de que llaméis a nadie más. —El fantasma arrojó las ropas a una pila de desperdicios y subió hasta el estrado. A medida que se acercaba, el hedor a sangre y restos humanos se hacía más insoportable—. Yo nunca me alejo demasiado de vos, nunca.
Se detuvo al llegar junto al trono donde permanecía sentada la reina, y después se agachó para coger su mano. Ella no pudo evitar dar un respingo y retirar la mano.
—Vamos. —La ghazneth dio una palmadita en el dedo donde la reina tenía el anillo de sello, hasta que se lo quitó con suavidad, dejando toda su mano manchada de una sangre que aún seguía caliente—. ¿De veras creéis que voy a haceros daño?
Filfaeril se limitó a mirarlo, al tiempo que se preguntaba si había perdido el juicio.
El fantasma apretó el anillo en la palma de su mano, después sus ojos quedaron en blanco y extendió un poco las alas. Soltó un murmullo quedo. Al ver que tenía enfrente la entrepierna desnuda de la criatura, Filfaeril volvió la cabeza, molesta… pero enseguida se lo pensó mejor y acercó su mano a los cabellos. Con un movimiento rápido y seguro deslizó los dedos entre los mechones plateados y alcanzó la empuñadura diminuta de una navaja afilada, que desenvainó con sumo cuidado. La reina rebulló en el trono, y tiró a fondo hacia el abdomen del secuestrador, mientras activaba la palabra mágica que desataba la mortífera magia del arma.
El fantasma se encogió de dolor, abrió su mano y soltó el anillo, que cayó al suelo produciendo un sonido metálico. Pero la criatura permaneció en pie.
Filfaeril volvió a gritar la palabra mágica, hundiendo la navaja con todas sus fuerzas. De pronto, el trono en el que se sentaba crujió y se partió en dos. Al mirar a su alrededor comprobó que se encontraba encima de los restos mohosos de la madera podrida que había constituido el trono. En una piedra, ante ella, vio los restos deslustrados de su anillo de sello, que en aquel momento apenas era una fruslería de hojalata que lucía la estampa del dragón real de Cormyr. La reina estaba demasiado confundida como para saber qué le había sucedido al trono, pero supo a ciencia cierta que su anillo estaba privado de toda su magia.
El fantasma arrancó el alfiler de Filfaeril de su abdomen y se quedó mirándolo confuso. A su espalda, la majestuosa sala del trono se había vuelto un lugar oscuro y húmedo, como una bodega, y la reina alcanzó a distinguir la silueta de diversas barricas, recortadas contra un lejano rectángulo de luz diáfana.
—¡Mirad lo que habéis hecho a nuestros tronos! —El fantasma señaló los restos astillados del banco, antes de clavar su mirada rojiza en Filfaeril—. ¿Cuándo engordasteis tanto? ¡Os habéis puesto como una cerda!
De pronto Filfaeril se sintió enorme como un caballo de guerra. Su respiración se volvió entrecortada, lenta, y sintió que su cuerpo había crecido hasta tal punto que le costaba moverse. Su estómago empezó a gruñir. Una terrible sensación de desesperación y letargo se apoderó de todo su ser, y al mirar hacia abajo descubrió que su esbelto cuerpo se había convertido en una montaña de carne fofa. Gritó horrorizada, y al intentar alejarse del fantasma descubrió que no podía moverse.
—¿Quién eres? —La reina se sorprendió al oír que la pregunta que había surgido de sus propios labios parecía formulada por otra persona—. ¿Qué estás haciéndome?
La criatura se arrodilló a su lado y acarició las largas trenzas de Filfaeril con sus dedos cubiertos de sangre. La reina hubiera deseado apartar su mano, pero le pesaba tanto el brazo que apenas podía levantarlo. Detrás del fantasma la estancia volvió a adquirir el aspecto de una sala del trono en todo su esplendor.
—¿Por qué me obligáis a hacerlo? —preguntó a su vez el fantasma. La cogió con fuerza del cabello y tiró hacia atrás para que lo mirara a la cara—. ¿Creéis que ésta es forma de tratar a mi reina?
—¿Tu reina? —Filfaeril respiró profundamente e hizo un esfuerzo por mirar a los ojos enloquecidos del fantasma—. No soy nada tuyo, excepto tu prisionera… una prisionera que te convendría tratar bien. Cuando el rey nos encuentre…
Algo duro y enorme se estrelló contra la mejilla de Filfaeril con tanta fuerza que la reina cayó hacia atrás y rodó por el estrado. No dejó de rodar sobre sí misma hasta que dio contra el plinto de una columna de mármol.
—¡Yo soy el rey! —El fantasma se situó a su lado, la cogió de la barbilla y tiró hacia atrás de su rostro—. Y vos mi reina.
—Soy la esposa del rey Azoun —respondió Filfaeril, haciendo un gesto de negación.
Mientras así hablaba, la sala del trono volvió a tornarse húmeda. Las siluetas espectrales de las barricas se perfilaron contra la galería, y empezó a comprender que su única esperanza de salvación consistía en aferrarse a su verdadera identidad.
—Soy Filfaeril, esposa del rey Azoun IV.
Las barricas cobraron solidez.
—¡No sois la reina de nadie, sino la mía! —El fantasma volvió a abofetearla, y su visión se tornó momentáneamente borrosa—. Sois la esposa del rey Boldovar. Mi esposa.
Filfaeril empezó a temblar, momento en que la humedad desapareció por completo de la sala del trono. Siendo adolescentes, tanto ella como sus hermanas se entretenían de noche contándose historias de terror, en las que a menudo aparecía el rey Boldovar y el modo en que había matado a todas sus amantes.
—¿Bo… Boldovar El Loco?
—¡Boldovar el rey, marido de la reina Filfaeril! —El fantasma presionó la punta de la navaja en el pecho carnoso de la reina—. Decidlo —ordenó.
—Rey… rey Boldovar, ma… rido… —Filfaeril calló, al ser consciente de que obedecer a las exigencias del fantasma supondría abandonarse a la locura, quizá por siempre. Sacudió la cabeza y levantó la barbilla—. Antes la muerte.
Casi al instante, su cuerpo volvió a adquirir la esbeltez y belleza que lo caracterizaban, y se encontró tendida en el suelo de una bodega húmeda donde se almacenaba el vino. Boldovar frunció el ceño y, confundido, miró a su alrededor, después se encogió de hombros y volvió a concentrar su atención en Filfaeril.
—Como queráis, mi señora.
El fantasma atacó a la reina con la navaja y le provocó cuatro cortes profundos en la curva superior del pecho. Filfaeril cerró los ojos, sorprendida de que no se hubiera levantado la bruma oscura de la muerte para llevarla consigo. En cuanto se activaba el hechizo que Vangerdahast había aplicado a la hoja de la navaja, el menor roce de ésta era capaz de provocar una muerte instantánea. Encomendó su alma a Lady Sune, y abrió los ojos para descubrir la mirada fantasmagórica de Boldovar clavada en la suya.
—¿Qué ha pasado? ¿Habré absorbido toda su magia? —Boldovar se deshizo de la navaja, arrojándola a un lado, y después le dedicó una sonrisa dejando al descubierto sus colmillos afilados—. ¿Quizá queráis retractaros?