7
Estaban perdidos en el arenoso mar. El sol se ocultaba tras un banco de nubes color perla oscuro, y un viento racheado del norte había cubierto el horizonte con una cortina de polvo pardusco. La llanura estaba pavimentada con bloques desiguales de basalto marrón rojizo, dispuestos sin orden ni concierto sobre un lecho de arena amarillenta, mientras que las escasas matas de arbustos capaces de resistir la aridez parecían la versión enfermiza de un avellano. Incluso los calzones de montar de Tanalasta y la gloriosa barba de Vangerdahast habían adoptado un tono marrón caqui bajo la gruesa capa de polvo de las Tierras de Piedra.
Por muy incómodo que pudiera resultar viajar bajo la polvareda, la princesa agradecía el hecho de que nadie pudiera verlos con facilidad. Después del fútil intento de Vangerdahast por librarse de la ghazneth, cualquier cosa que pudiera ayudarles a ocultarse era un gran alivio para ella. Habían visto a la cosa en dos ocasiones desde que se adentraron en las Tierras de Piedra. La primera vez, hacía dos noches, cuando su forma oscura se recortó contra el horizonte, entre ellos y las montañas. La segunda vez hacía tan sólo unas horas, cuando apareció lejos, al norte, volando en círculos como un halcón en busca de su presa.
El fracaso de Vangerdahast en su intento por exorcizarla había minado su confianza. Pasaba horas enteras sumido en un profundo silencio, y de pronto ofrecía a Tanalasta interminables análisis sobre lo que podía haber fallado para que la ghazneth no se encontrara desterrada en su plano originario. Después de haber leído (y de haber memorizado, según decían algunos) todos y cada uno de los libros de palacio, la princesa pudo discutir algunas de sus teorías sin necesidad de hablar demasiado. Hasta el momento, según ella, el hecho era que el exorcismo no había sido un fracaso, y que la ghazneth había vuelto a su plano originario. Por desgracia, su plano era Toril.
Vangerdahast rechazó aquella posibilidad por considerarla una contradicción en sí misma, y se limitó a señalar que un demonio no podía pertenecer a Toril, y que nada en Toril podía ser un demonio. Tanalasta consideró la discusión como una cuestión de pura semántica. A su entender, cualquier cosa que tuviera aspecto, que actuara y matara como un demonio, era un demonio. Es más, cuando señaló que a aquella cosa le habían afectado no uno, sino dos hechizos que, supuestamente, sólo podían afectar a un demonio (tanto la estrella de protección, como el exorcismo en sí), Vangerdahast fue incapaz de refutar sus argumentos. Quizá la criatura no se ajustara a la definición de demonio aceptada por un mago guerrero, pero para la princesa si no lo era, le faltaba muy poco.
Tanalasta deseó que Vangerdahast no la hubiera engañado para separarse de Owden Foley. Había leído en El libro Immaskari de la guerra (en traducción de Alaphondar, por supuesto) que los clérigos están mejor preparados que los magos para enfrentarse a los demonios. Al menos los clérigos no se dejan matar por una cuestión de orgullo con la misma facilidad que los magos.
Por segunda vez en el último cuarto de hora, Tanalasta descubrió que tenía una película de polvo en el rostro: primero pasó la mano para limpiarse los ojos, y después recurrió a la cantimplora para enjugarse los dientes. O bien se habían desviado del rumbo que seguían hacia el oeste, o bien el viento había rolado, y si recordaba algo del modesto Estudio sobre la flora de las tierras áridas, de Gaspaeril Gofar, era que el viento no acostumbra a rolar en las Tierras de Piedra.
Tanalasta observó la piedra imán que colgaba de la muñeca correspondiente a la mano con que Vangerdahast sujetaba las riendas. Seguían viajando en la dirección adecuada según la aguja, lo cual significaba que se dirigían hacia el oeste. Entonces, ¿por qué azotaba el viento del norte sus rostros? Y si no era el viento del norte, ¿por qué arrastraba la arena de Anauroch? Cuando el viento rolaba, desaparecía la polvareda. Al menos esto es lo que afirmaba el estudio de Gaspaeril.
—Algo va mal —dijo Tanalasta, tirando de las riendas para frenar el paso.
Vangerdahast siguió adelante, concentrado en sus pensamientos, sin reparar en la ausencia de Tanalasta. Ella esperó a que Cadimus diera algunos pasos más, y entonces sacudió la cabeza ante la poca atención que le prestaba su «protector».
—¡Vangerdahast!
El mago se irguió en la silla y miró a ambos lados. Cuando no vio a la princesa en el lugar donde solía estar, profirió un juramento y levantó la mirada al cielo mientras cogía una de sus varitas.
—¡Nada de magia, Vangerdahast! —gritó Tanalasta.
Desde que habían dejado atrás a la ghazneth, habían seguido el consejo de Alusair y evitaban la magia como si fuera una enfermedad contagiosa. Habían guardado los anillos, los brazaletes y las capas en las alforjas, y enterrado las varitas pacificadoras, las dagas mágicas y todo cuanto irradiara un aura de magia. Hasta el momento tenían sobrados motivos para felicitarse por el resultado.
El mago seguía sin verla, y Tanalasta agitó la mano en el aire.
—Estoy aquí.
Vangerdahast tiró de las riendas y volvió grupas, mientras en sus ojos cansados se reflejaba un profundo alivio.
—¿Qué sucede? —preguntó oteando el horizonte—. ¿Habéis visto algo?
—Es lo que no he visto lo que me preocupa. ¿A estas alturas no tendríamos que haber llegado a Ensenada Carmesí?
—Según parece, no, puesto que aún no hemos llegado. —Vangerdahast apartó la mano de la capa que llevaba colgada a lomos del caballo—. Tened paciencia. Las Tierras de Piedra son muy extensas.
—Si usted considera grande una extensión de seis mil kilómetros cuadrados, entonces sí lo son —replicó Tanalasta—, pero no se trata de eso. Usted dijo que alcanzaríamos Ensenada Carmesí en un día, y ya llevamos dos.
—¿Y cómo voy a saber cuánto podemos tardar? —repuso Vangerdahast encogiéndose de hombros—. Jamás en la vida he cabalgado hasta allí, como bien sabéis.
—Imagino que no —suspiró Tanalasta. Con lo ocupado que solía estar, era difícil para el mago disponer del tiempo necesario para cubrir distancias a caballo, sobre todo teniendo en cuenta que se podía teletransportar—. ¿A qué distancia está del sendero del Rayo de Piedra?
—Poco importa, ¿no os parece? —El mago sacudió la cabeza. Señaló con la mano la llanura rocosa que los rodeaba, y añadió—: No creo que nos perdamos.
—Es posible que sí, si nunca la cruzamos. —Tanalasta señaló la piedra imán que colgaba de la muñeca de Vangerdahast—. ¿Está usted seguro de que esa cosa señala el norte?
Vangerdahast extendió el brazo para ponerlo en la misma dirección que señalaba la aguja. La piedra imán colgó por un momento hacia el lado, y luego giró para recuperar su posición original, perpendicular al viento.
—¿Lo veis? Siempre señala el norte.
—Entonces, ¿por qué nos da de cara el viento del norte? —preguntó Tanalasta.
—No es el viento del norte, sino el del oeste. —Vangerdahast respondió con tanta rapidez que dio la impresión de estar muy seguro de sí.
—¿Con arena de Anauroch? —preguntó Tanalasta.
El mago frunció el ceño y guardó silencio unos segundos, antes de señalar el suelo.
—La arena viene de las Tierras de Piedra.
—No si hacemos caso a Gaspaeril Gofar. —Tanalasta alargó la mano—. Déjeme ver el mapa. A menos que Ensenada Carmesí esté a más de sesenta kilómetros del sendero, yo diría que nos hemos adentrado demasiado.
—Yo diría que la ensenada está a unos sesenta kilómetros del sendero del Rayo de Piedra —replicó Vangerdahast, sin tenderle el mapa.
—¿Tiene usted el mapa, verdad? —insistió la princesa, que seguía con la mano extendida.
—Por supuesto —aseguró el mago, dando una palmadita a las alforjas—. Un mapa mágico.
—Estupendo —dijo Tanalasta—. Supongo que deberíamos dar las gracias. Vamos a aprender una lección valiosísima.
—¿Vamos? —preguntó Vangerdahast, ceñudo—. ¿A qué os referís al utilizar el plural?
—Sin magia ni siquiera podemos consultar un mapa. ¿No cree que todo esto es un poco ridículo? —preguntó Tanalasta—. ¿Y si necesitáramos ese mapa para ganar una batalla?
—Si esto fuera una batalla, nosotros no estaríamos aquí —replicó Vangerdahast, envarado—. Y si intentáis sugerir que vuestros clérigos pedigüeños lo harían mejor, recordad que también ellos recitan sus hechizos a la manera tradicional: una sílaba detrás de otra.
—Vangey, no me refería a eso. —Tanalasta se inclinó sobre la silla para tocarle el brazo—. Sólo intento decir que la magia también tiene su punto flaco, como cualquier otra cosa.
—Mi magia es lo bastante poderosa como para llevarnos a ambos de vuelta, sanos y salvos, a Arabel. —Vangerdahast apartó el brazo—. Precisamente eso es lo que deberíamos hacer, sobre todo ahora que sabemos que Alusair está a salvo.
—Hemos descubierto que sigue con vida, pero no que esté a salvo —dijo Tanalasta en un tono irritado—. Ignoramos si ha averiguado algo sobre la desaparición de Emperel o de la ghazneth, hechos ambos que sospecho que están relacionados. Y lo que aún es más importante: no hemos informado a Alusair que ella es la nueva princesa de la corona. Ya puede usted dejar de lado el tema del hechizo de teletransportación, y seguir cabalgando.
Tanalasta hincó los talones en los ijares del caballo hasta pasar de largo junto a Vangerdahast, tiró de las riendas para situarse perpendicular al viento y emprendió el trote hacia lo que esperaba que fuera el oeste. El mago no tardó en seguirla.
—Si insistís en continuar con esta locura, ¿os importaría mucho dejar de cabalgar en dirección contraria?
—No voy en dirección contraria. —Tanalasta recordó el texto de un panfleto sobre navegación, escrito hacía un centenar de años por un Dauntinghorn—. Si puedo probárselo, ¿me promete dejar de repetir cada dos por tres eso de que tenemos que teletransportarnos a Arabel?
Vangerdahast frunció el entrecejo. La observó pensativo, sin responder, y Tanalasta empezó a temer que se le hubiera ocurrido lo mismo que a ella.
Cuando finalmente habló el mago, tuvo la completa seguridad de que ni siquiera se le había ocurrido pensar en la posibilidad de que tuviera razón.
—¿Y cuando no podáis probarlo, dejaréis que os devuelva a Arabel sana y salva, y me permitiréis que me encargue yo solito de este asunto?
—De acuerdo.
—Muy bien. Entonces, adelante —animó el mago, dibujando una involuntaria sonrisa.
Tanalasta también sonrió al pellizcar la mejilla del mago.
—Tengo la sensación de que vamos a llevarnos muy bien después de esto.
Desmontó y trasladó sus pertenencias a una de las alforjas. En cuanto las hubo vaciado, se dedicó a llenarlas con piedras como puños de grandes, y se dispuso a caminar ante su caballo.
—Usted delante, Vangerdahast. Caminaremos durante algunos minutos, guiados por su piedra imán.
Vangerdahast observó la alforja llena de piedras como si la princesa pretendiera lapidarlo después, pero asintió y tiró de las riendas para que la aguja de la piedra imán señalara en dirección norte. Se dirigieron poco a poco en la dirección adecuada según la aguja, procurando no desviarse del rumbo. Tanalasta le siguió a pie, conduciendo su caballo y haciendo una pausa cada diez pasos para colocar una de las piedras que llevaba en la alforja sobre cualquiera de las piedras mayores que Vangerdahast encontraba a su paso.
El mago supremo no dejó de mirar atrás todo el rato, primero la observó burlón, luego intrigado, asombrado, y… finalmente, desazonado. Cuando la alforja quedó vacía, estaba sonrojado hasta las cachas. Sacudió la cabeza disgustado, y se deshizo de la piedra imán que llevaba en la muñeca.
—¡Hemos estado cabalgando en círculo! —El mago levantó el brazo para arrojar la piedra a lo lejos.
—¡Espere! ¡No es culpa de la piedra! —Tanalasta se volvió para mirar el trecho que habían recorrido y vio que las piedras dibujaban una curva suave pero visible—. Cecil Dauntinghorn descubrió un fenómeno similar hará un centenar de años, cuando estuvo navegando alrededor de una diminuta isla en el Mar de las Estrellas Fugaces. Resultó que la piedra imán señalaba un extraño acantilado de piedra negra, y que en cuanto se hubo alejado empezó a señalar de nuevo el norte.
Vangerdahast observó las piedras que la princesa había distribuido en la llanura.
—Seré idiota. Confío en que estéis orgullosa después de burlaros de mí.
—En realidad, no. —Tanalasta volvió a redistribuir el peso en sus alforjas—. Es decir, quizás un poco, pero no era mi intención hacerle quedar como un idiota. Sólo quería que confiara en mi buen juicio.
—Confiaría mucho más en él si me permitierais tele… —empezó a decir el mago, enarcando una ceja.
—Vangey…
—No, a Arabel no —dijo el mago al tiempo que levantaba una mano—, sino al Estanque del Orco. No me cabe la menor duda de que Alusair estará maldiciendo nuestra tardanza, y ahora tardaremos el doble en encontrarlo… si es que lo conseguimos.
—Alusair tendrá que esperar unas horas más. Sospecho que se molestaría mucho más con nosotros si atrajéramos a la ghazneth a su campamento. —Tanalasta aseguró las alforjas, y después volvió a limpiarse el polvo de los ojos—. Además, dudo que hayamos perdido mucho tiempo. Si hubiéramos avanzado de cara al viento antes, estoy segura de que me habría dado cuenta.
La princesa montó y tomó una dirección perpendicular al viento, segura de dirigirse hacia el oeste. Cabalgaron durante tres horas, y en dos ocasiones se percataron de la presencia de pequeñas bandas de siluetas jorobadas, que asomaban por entre la polvareda. En ambas ocasiones se alejaron de ellas, cabalgando en dirección contraria, antes de retomar el rumbo oeste. Al final, el cielo amarillento empezó a tornarse marrón y turbio, y Tanalasta estaba a punto de sugerir que acamparan para pasar la noche, cuando el viento arrastró el aroma de la muerte.
La princesa tiró de las riendas y el hedor desapareció con la misma rapidez con que había llegado.
—¿Ha olido usted eso, Vangerdahast? —preguntó segura de haber palidecido.
—¿Un olor a sangre rancia? —Señaló el viento—. ¿Procedente de esa dirección?
Tanalasta asintió.
—No, no lo he olido.
El mago volvió grupas hacia el viento y azuzó a Cadimus dejando a Tanalasta preguntándose el porqué de aquel comportamiento tan rudo. Lo siguió a unos pasos de distancia, deseando disponer de algún otro medio de defenderse aparte de la magia. El hedor se intensificó y empezó a aparecer y desaparecer a intervalos cada vez más frecuentes. Vangerdahast siguió alterando el rumbo hasta que se hizo más y más constante. La princesa observó el musgo que crecía entre las rocas. Finalmente, una cortina de vapor blanco apareció ante su mirada, destacando una columna de árboles descarnados, dispuestos a lo largo de una cadena de montes rocosos.
Vangerdahast detuvo el caballo bajo una rama delgada y observó la base de los montes. Tanalasta llegó a su altura, a punto de romper a toser ante el olor a azufre y hierro que impregnaba la zona, e inmediatamente se dispuso a observar el terreno empinado de tierra rojiza. Abajo, en el barranco, vio un arroyo de agua teñida de rojo, que discurría hacia el norte por encima de un lecho de cantos corroídos y desiguales.
—¿Ensenada Carmesí? —preguntó.
—Precisamente donde vos dijisteis que lo encontraríamos —asintió Vangerdahast, que se dirigió aguas arriba y emprendió el galope a lo largo del borde del barranco—. Vamos, adelante. Acamparemos en el Estanque del Orco.
—¿Sabe dónde está?
—Nunca he estado aquí —respondió el mago.
—Creo que sería mejor que acampáramos aquí. —Tanalasta observó el cielo tenue, antes de añadir—: No tardará en hacerse de noche, demasiada oscuridad para seguir cabalgando.
—Tenemos tiempo. —Vangerdahast siguió cabalgando. Cuando vio que Tanalasta no le seguía, tiró de las riendas y se volvió hacia ella—. ¿Quizá queráis hacer una apuesta? ¿Qué tal doble o nada?
—¿Doble o nada? —Tanalasta observó el arroyo y sacudió la cabeza. Para que el agua estuviera tan caliente la fuente no debía de andar muy lejos—. No hay trato, viejo fisgón. Ya veo lo que pretende.
—¿De veras? —Vangerdahast sonrió, después volvió a azuzar al caballo—. Supongo que sois demasiado lista para mí, Tanalasta, que no es decir poco.
La fuente estaba más cerca de lo que había supuesto la princesa. Siguió a Vangerdahast a lo largo del barranco unos cuatrocientos metros, momento en que la cortina de vapor empezó a aclarar, y el riachuelo se volvió tan incoloro como el cielo. Pasaron varios minutos contemplando el barranco intrigados, y finalmente desmontaron y se dispusieron a llevar los caballos hacia el terraplén. A medida que descendían, una cinta escarlata tiñó el vapor ante su mirada, rizada entre las protuberancias nebulosas de dos montecillos rocosos situados en la costa lejana.
—Doy por sentado que el Estanque del Orco tendrá un aspecto sangriento —dijo Tanalasta, al tiempo que señalaba hacia la cinta escarlata.
—Así debería ser. ¿Estáis segura de que vuestros clérigos de tres al cuarto de Huthduth no os convirtieron en pitonisa?
Tanalasta frunció el ceño mientras intentaba decidir si el mago se burlaba de ella o intentaba echarle un piropo.
—Sentido común.
—Según tengo entendido, de eso andan sobradas las pitonisas —replicó el mago—. Veamos, la magia de verdad…
—No nos prestaría ningún servicio en las actuales circunstancias —interrumpió Tanalasta—. Y desearía que dejara usted de referirse a mis amigos de ese modo tan despectivo.
—Como deseéis, alteza —repuso Vangerdahast, llevándose la mano a la cabeza.
Alcanzaron el fondo del barranco y cruzaron un trecho cubierto de hierba hasta la orilla, donde comprobaron la temperatura del agua con el dedo antes de montar y disponerse a cruzar el riachuelo. Al otro lado, siguieron el arroyo de aguas rojizas hasta llegar a un valle que dibujaba una suave pendiente. Aunque no había vegetación a dos pasos del río, la hierba virgen cubría las paredes del valle, y el hedor pasó de un olor a azufre y hierro a sólo hierro. En cuanto Tanalasta se acostumbró al olor y dejó de asociarlo a la sangre, ya no le pareció tan apestoso.
Finalmente alcanzaron el extremo del valle, donde el arroyo se desbordaba por un precipicio rocoso desde una cuenca cubierta de vapor. Cuando no apareció ningún centinela para saludar o desafiarlos, ataron los caballos a una morera y cubrieron el resto del trayecto a pie, conscientes de la posibilidad de que una tribu de orcos, o algo peor, hubiera obligado a Alusair a abandonar el punto de reunión. No encontraron nada excepto un pequeño estanque de aguas teñidas de rojo, rodeado por un montículo cubierto de hierba, en cuyo pie encontraron formaciones de basalto rojo.
—¿Esto es el Estanque del Orco? —preguntó Tanalasta.
—Por supuesto. ¿Cuántos estanques rojos diríais que hay en las Tierras de Piedra?
—Ahora que lo menciona —respondió Tanalasta, molesta—, el ensayo de Gaspaeril Gofar mencionaba cerca de sesenta conjuntos de agua teñida de hierro.
—Aquí lo tenéis —dijo Vangerdahast—. Lo reconozco.
El mago subió gateando por la caída y caminó hacia el conjunto de cantos que había en la orilla sur del estanque. Mientras cruzaban la vega, Tanalasta descubrió un metro cuadrado de suelo recién levantado. Dejó a Vangerdahast solo y se detuvo para examinar el terreno. Las piedras habían sido cuidadosamente extraídas del suelo y apiladas en los bordes, y había un pequeño hoyo en el centro, donde habían mojado el suelo con una taza de agua.
—Están aquí —dijo Vangerdahast desde arriba—. Bueno, como mínimo aquí hay alguien.
Tanalasta se reunió con el mago ante el círculo de piedras. Al acercarse, olió el aroma familiar del heno y vio el extremo de una cola de caballo que asomaba por detrás de una roca.
—¿Alusair? —llamó.
—No lo creo —respondió Vangerdahast.
Tanalasta se acercó a la roca y descubrió un campamento oculto, lo bastante grande como para acomodar a una compañía de veinte personas. En aquel momento sólo había un caballo atado y Vangerdahast, sentado en la silla de su propia montura. A sus pies había un par de botas polvorientas, y el mago registraba los bolsillos y calzones de una túnica que alguien había doblado cuidadosamente para dejarlos junto a una capa.
—Vangerdahast, pero ¿qué diantre está haciendo? —preguntó Tanalasta.
—Intento averiguar a quién pertenece esto —replicó el mago—, y si es o no uno de los hombres de Alusair.
—Así es.
Alguien había respondido a espaldas de Tanalasta, tan cerca que la princesa se llevó un susto, gritó y dio un respingo. Se volvió hacia la persona que había hablado, apretando en la mano una piedra que llevaba en lugar de la daga mágica. El hombre estaba desnudo y mojado, tenía el pelo a la altura de los hombros y la piel brillante del calor del estanque; no tenía mal aspecto. De hecho, tenía muy buen aspecto, el pelo tan oscuro como la mirada, un rostro atractivo y una barbilla en la que destacaba un hoyuelo. Era de hombros anchos como una puerta, los brazos del tamaño de los muslos de Tanalasta, el abdomen plano como una tabla y… Tanalasta se sonrojó, pues una princesa no tenía ocasión todos los días de ver según qué cosas.
—¡Alteza, perdonadme! —exclamó el hombre, mortificado. Empuñaba la espada y la vaina, y bajó las manos para cubrir su desnudez—. No esperaba que llegarais hoy con la polvareda que ha habido, y estaba en el agua cuando oí que se acercaba alguien.
Al ver que Tanalasta no respondía, el hombre insistió.
—Ruego me perdonéis, alteza, pero hemos perdido algunos hombres en este viaje, y tenía que moverme con cautela.
Finalmente Tanalasta se percató de que lo miraba boquiabierta.
—¡Por mi honor! —La princesa Tanalasta soltó la piedra y se dio la vuelta, con el rostro rojo como el tomate, como si acabara de sacar la cabeza de las humeantes aguas del estanque—. Por… por favor, no le deis más vueltas.
Tanalasta vio la sonrisa de Vangerdahast por el rabillo del ojo.
—Vaya, quizás este viaje haya merecido la pena, después de todo —dijo el mago, tendiendo la ropa al hombre—. ¿Se puede saber quién es usted, hijo?
—Me llamo Rowen —respondió. Tanalasta oyó que el recién llegado sacudía los pantalones para ponérselos—. Rowen Cormaeril.
Al oír su nombre, a Tanalasta se le encogió el corazón. Se volvió lentamente y comprobó que ya se había puesto los calzones y la túnica.
—¿Familiar de Gaspar Cormaeril? —preguntó.
—Gaspar era mi primo, y tan traidor al honor de nuestra familia como del reino —asintió Rowen.
A Tanalasta se le cayó el alma a los pies. Junto a Aunadar Bleth, Gaspar Cormaeril había sido uno de los cabecillas del asunto abraxus. Como castigo por lo sucedido, su padre incautó todas las tierras de la familia Cormaeril.
Tanalasta no pudo encontrar palabras para expresar su sorpresa.
—Ruego que disculpéis cómo me he comportado en vuestra presencia, alteza —dijo Rowen, inclinándose profundamente—. De haber sido posible, estoy convencido de que la princesa Alusair habría enviado a otra persona a esperaros.
—Lo dudo —gruñó Vangerdahast. El mago miró a Tanalasta y sacudió la cabeza—. No creo que le hiciera mucha gracia saber que estabais cerca, y os lo ha demostrado de este modo.
—¿Por qué siempre piensa lo peor de la gente, señor mago? —Tanalasta se acercó a Rowen—. Estoy convencida de que envió a sir Rowen porque sabía que era el hombre más capacitado para la misión que le encargó.
La princesa tendió su mano a Rowen, quien se sorprendió tanto que levantó la mirada sin cogerla. Ella sonrió e inclinó la cabeza, sin retirar la mano. No sin ciertos reparos, Rowen cogió su mano por los dedos y rozó con los labios el dorso.
—Simplemente Rowen, alteza —dijo—. Me privaron del título junto con las tierras de mi familia.
—En tal caso, simplemente Rowen. —Tanalasta observó que Vangerdahast levantaba la mirada antes de mirarlo ceñudo. Hizo un gesto para que Rowen Cormaeril se incorporara—. Dígame, Rowen, o mucho me equivoco o eso que he visto en el borde del estanque obedecía a una obra de fe.
—Así es, alteza —respondió Rowen, con los ojos abiertos como platos—, pero me sorprende que sepáis tal cosa. No creí que nadie pudiera reconocerlo, a excepción de los Hijos de Chauntea.
—Y no se equivoca —sonrió Tanalasta—, y, por favor, no me trate de alteza. Basta con que me llame Tanalasta.
—¡Por el dragón azul! —exclamó Vangerdahast, poniéndose en pie—. ¡Alusair nos ha enviado a un granjero!