4
Este año, La Última Morada no cosecharía nabos.
Una capa de moho ceniciento cubría los campos, y el aire arrastraba un olor a rancio y podrido tan intenso, que Tanalasta tuvo que cubrirse la boca para evitar las arcadas. Pequeños túmulos grises señalaban el lugar donde los tallos habían horadado la tierra, pero no había ni rastro de las plantas. Al otro lado del campo, un granjero libre y su familia se encargaban de cargar el contenido de su choza en un carro tirado por bueyes.
—¡Por lo más sagrado! —maldijo Owden—. ¡Qué horror!
—Triste espectáculo —convino Tanalasta. Animó al comandante de su escolta de Dragones Púrpura a disponer un perímetro alrededor de la zona, y después azuzó con las riendas a su caballo para que siguiera andando—. Resulta extraño no haber encontrado otras señales de la plaga en la zona.
—Sí que lo es —dijo Owden, siguiéndola por el borde del campo—. ¿Por qué se molestarían los orcos en asaltar esta alquería, cuando está mucho más cerca de una población que las que hemos visitado hasta ahora?
—Quizá les gusten los nabos —señaló Vangerdahast, que cabalgaba junto a Tanalasta—. Dudo que los orcos tengan un motivo para escoger una granja concreta.
—No me interesa tanto el porqué, sino el cuándo —dijo Tanalasta. Hacía kilómetro y medio que había descubierto el rastro de los orcos, al pie de una cresta montañosa por la que habían cruzado. Pese a las objeciones carentes de convicción de Vangerdahast, la princesa condujo a la compañía corriente arriba, siguiendo un rastro desigual de piedras removidas y huellas arenosas de pezuñas, hasta que los llevó a escasos pasos del campo arrasado por la plaga. Sin embargo, al comprobar que no habían asaltado la choza del campesino, se preguntó si cabía la posibilidad de que los orcos no fueran responsables de la plaga—. No es propio de los orcos renunciar a un objetivo tan apetitoso como esa choza.
—¿Ahora os preocupa que no asolaran el lugar? —Vangerdahast levantó la mirada al cielo, haciendo acopio de paciencia—. ¿No estáis perdiendo ya bastante tiempo para, además, darle vueltas a la cabeza a semejantes cosas? El rey nos envió al norte en busca de Alusair…
—¿Y cómo sabe usted que esos granjeros no podrán ayudarnos? —Tanalasta observó al anciano mago—. Conozco la razón por la que el rey nos envió al norte, y tiene menos que ver con encontrar a Alusair que con alejarme de Arabel. Dudo que, de estar aquí, se opusiera a que nos tomemos algún tiempo para determinar si son los orcos los que extienden la plaga.
—De acuerdo —suspiró Vangerdahast, negándose a prolongar la discusión—, pero no vamos a seguirlos.
Tanalasta estudió al mago con expresión pensativa. Había pasado los dos últimos días intentando averiguar a qué jugaba, y la verdad es que se sentía algo incómoda. No sabía si su padre había dicho en serio lo de nombrar un nuevo heredero, aunque la verdad era que le importaba muy poco. Mientras se alejaban a caballo de Arabel, la invadió una inesperada sensación de alivio, que interpretó como un indicio de lo poco que le interesaba ceñir la corona de Cormyr.
Más tarde, cuando se hubo acostumbrado a la nueva situación, tuvo cierta sensación de pérdida, y llegó a comprender que lo que sentía no era alivio, sino orgullo. Por primera vez en su vida había apostado todo su futuro por sus propias convicciones. La posibilidad de que como consecuencia pudiera perder el reino no la atemorizaba, sino que la hacía sentirse más fuerte.
En cuanto Tanalasta tomó conciencia de ello, fue mucho más sencillo concentrarse en el peculiar comportamiento de Vangerdahast. Dada la actitud que había adoptado con ella, hubiera esperado que aceptara encantado su sustitución en la sucesión al trono por su hermana. Sin embargo, no parecía muy satisfecho con la perspectiva y la decisión del rey, y desde entonces se había mostrado muy correcto con ella. No le quedaba otra opción que mantenerse ojo avizor. Estaba convencida de que Vangerdahast planeaba alguna cosa, y cuando se mostraba cordial, aún era más peligroso.
—¿Y bien? ¿Hacemos un trato, o tendré que meteros en un saco el resto del viaje? —preguntó Vangerdahast al cabo de un rato, enarcando una de sus pobladas cejas.
—Eso no será necesario —replicó Tanalasta—. Yo no voy por ahí cazando orcos. Sólo quiero descubrir qué han hecho en esta alquería.
Cuando Tanalasta y su séquito bordearon el campo, el granjero hizo entrar a su familia en la choza, y se acercó a los visitantes para saludarlos. Pese a la túnica ajada y la melena de pelo enmarañado, la princesa tuvo la certeza de que había sido soldado; es más, probablemente había servido como Dragón Púrpura hasta que aceptó un pedazo de tierra en la frontera, a cambio de la paga de licencia.
Cuando se acercó al hombre, Tanalasta deslizó el anillo en su bolsillo, y devolvió el saludo con cierta torpeza. Como princesa ignoraba el protocolo militar, pero lo cierto es que su compañía viajaba de incógnito disfrazada de Dragones Púrpura. Al igual que Vangerdahast y Owden, Tanalasta lucía la capa negra de un mago guerrero, mientras que la docena de clérigos que los acompañaban estaban vestidos con las capas y cotas de malla de cualquier Dragón.
El granjero paseó la mirada de tal forma que pareció asimilar toda esta información en un instante y después volvió a mirar a Tanalasta.
—Hag Gordon a vuestros pies, señora mago. No sabía que hubieran asignado una nueva patrulla al desfiladero del Gnoll.
—Así es —replicó Tanalasta. Por el tono de voz de Hag, la princesa dedujo que el hombre pensaba que no se trataba de una patrulla ordinaria—. ¿Sirvió usted con…?
—Los Violentos de Hullack. —Hag posó la mirada en las capas carentes de divisa alguna que lucían los clérigos de Owden, antes de añadir—: Mi señora.
Tanalasta advirtió que estaba faltando a alguna norma del estamento militar, pero no podía revelar la verdadera naturaleza de su compañía. Aunque estuviera completamente segura de la lealtad de Hag, no había necesidad alguna de que supiera que la princesa de la corona (o, en todo caso, la anterior princesa de la corona) cabalgaba por el reino protegida tan sólo por una modesta escolta de Dragones Púrpura. Uno no revela ese tipo de información al primero que pasa.
Tanalasta señaló con la mano los campos del veterano soldado.
—Pasábamos por aquí cuando observamos huellas de orcos junto al riachuelo.
—¿Orcos? —Hag abrió los ojos como platos—. No hay orcos en esta parte del desfiladero.
—Reconozco las huellas de orcos cuando las veo —insistió Tanalasta—. Incluso bajo el agua. Tienen la costumbre de caminar por el agua, para que los perros no puedan seguir su rastro.
Hag enarcó una ceja y la examinó de arriba abajo, momento en que Tanalasta advirtió su error. La princesa se volvió hacia Owden y Vangerdahast.
—Esto no es cosa de los orcos —dijo señalando los campos azotados por la plaga—. Al menos no de los orcos a los que estamos buscando.
Owden frunció el ceño, dirigiendo su mirada a los campos desolados.
—Así es. La coincidencia es…
—Simplemente eso: una coincidencia… o quizás exista alguna relación que no alcanzamos a comprender —dijo—. Pese a la corriente, las huellas que vimos en el arroyo apenas tenían unas horas.
—Y mis nabos empezaron a echarse a perder hará unos diez días —señaló Hag, a quien no costó relacionar las preguntas de Tanalasta con el estado de sus tierras—. ¿Qué está buscando?
—Como sargento veterano de los Violentos de Hullack, sabe usted perfectamente que no debería hacer tales preguntas —dijo Vangerdahast. Aunque sus palabras no consiguieron intimidar a Hag, sí impresionaron a Tanalasta. Le parecía imposible que Vangerdahast, por mucha memoria que tuviera, recordara el rango de todos y cada uno de los hombres que habían servido, o servían, en los Dragones Púrpura. El mago añadió una coletilla para impresionar al granjero—: De creer que podía ser asunto suyo, le hubiéramos explicado por qué nuestra compañía carece de insignia.
—¿Y también el porqué de que sus Dragones ciñan maza en lugar de espada? Sea cual fuere el mal que aqueja a mis tierras, lo cierto es que también aqueja a otras, y el viejo Rayosycentellas debe estar de los nervios.
El rostro de Vangerdahast enrojeció como la grana.
—¿«Rayosycentellas», sargento Gordon?
—El mago supremo de Cormyr —aclaró el granjero.
Tanalasta tuvo que morderse la lengua para no soltar una carcajada, pero lo cierto es que el rostro del mago adquirió toda suerte de tonalidades, a cual más oscura. Si el sargento era consciente de lo peligroso que era despertar la ira del mago que tenía ante sí no dio la menor muestra de ello.
—Todos conocen cómo agarra las riendas del poder el viejo Dedosenjoyados. —Tras pronunciar estas palabras, Hag echó un vistazo a las manos enjoyadas de Vangerdahast, y se acercó un paso—. Nunca reuniría una compañía de clérigos si el asunto fuera una nadería. Si él está asustado, también yo lo estoy. De modo que, dígame, señor, ¿qué le ocurre a mis tierras?
Vangey miró a Tanalasta con los ojos inyectados en sangre, pero no dijo ni una palabra. No tenía por qué. Uno de los muchos recelos de su padre a establecer un templo real había provocado en ella un temor innecesario, y ahora comprendía por qué.
—Yo en su lugar no sacaría conclusiones precipitadas sobre la compañía de las Mazas sin Insignia —dijo Tanalasta. De nuevo el granjero enarcó una ceja al oír el supuesto nombre de la compañía, y la princesa no pudo evitar pensar que estaba cometiendo un error de protocolo, error que alimentaba la desconfianza del granjero—. Pero como antiguo miembro de los Dragones Púrpura, está usted obligado a servir a la corona cuando se requieran sus servicios. ¿Debo recordárselo para conseguir su cooperación?
Hag parecía más intimidado por la amenaza de Tanalasta, que por el azoramiento de Vangerdahast.
—Ese deber es necesario invocarlo mediante un escrito real. Si puede usted mostrármelo, aceptaré gustoso sus órdenes. De otro modo, no tengo por qué dar más respuestas que las que crea oportuno.
—¡Un mandato real! —exclamó Vangerdahast al tiempo que hundía la mano en la túnica—. ¡Menudo mandato voy a darle a usted aho…!
—Faerun ya tiene suficientes sapos, señor mago. —Tanalasta hizo un gesto para impedir que Vangerdahast pudiera atacar al campesino—. Aunque estoy segura de que este veterano miembro de los Dragones Púrpura guardará silencio, me pregunto si puedo esperar que sus hijos hagan lo mismo.
Tanalasta observó la choza, donde la familia del granjero asomaba la cabeza por la puerta entreabierta. Los ojos de Hag brillaron febriles al comprender, y asintió con gravedad, como la princesa había previsto. No había vivido en el palacio de los Dragones Púrpura durante casi cuatro décadas, sin desarrollar cierta habilidad para hacer que la gente se sintiera especial.
Hag hizo un gesto hacia el extremo de la plantación.
—Acompáñenme —dijo—, hay una cosa que deseo enseñarles.
—Cómo no. —Tanalasta sonrió y desmontó del caballo, agradecida de que al menos parte de su experiencia en palacio fuera útil pese a lo lejos que se encontraban de Suzail. Animó a Owden y, a regañadientes, también animó a Vangerdahast para que la siguiera—. Hag, puesto que ya ha deducido usted la verdadera naturaleza de nuestros «Dragones Púrpura», ¿le importaría que se encargaran de hacer lo que puedan para salvar sus tierras? Dudo que podamos hacer nada por la cosecha de este año, pero quizá puedan impedir que la plaga arruine el suelo.
La consternación de Hag afloró a la expresión de su rostro, y Tanalasta supo entonces que ni siquiera se le había pasado por la cabeza que sus tierras pudieran echarse a perder para siempre.
—Agradeceré mucho todo lo que puedan hacer —respondió el granjero—. Ya será duro tener que trabajar en la ciudad todo este año, sin saber si para la primavera podré cultivar de nuevo estas tierras.
Owden hizo un gesto con la cabeza a sus clérigos. Desmontaron y se dispusieron a preparar las pocas herramientas apiladas en el carro del granjero, porque habían dejado sus palas y azadas en Arabel. Pese a haberle ofrecido su ayuda, Hag seguía reacio a facilitarles información. Llevó a Tanalasta y a sus dos acompañantes hasta la esquina del campo, donde se detuvo y los miró expectante.
Tanalasta hundió las manos en los bolsillos de su capa.
—Debe usted jurar por su honor de Dragón Púrpura que no explicará a nadie lo que voy a decirle. —Con diestro ademán, se puso dos de los anillos mágicos que Vangerdahast la había obligado a llevar, antes de partir de Arabel—. No puede usted explicarlo ni a su esposa.
—Lo juro —dijo Hag—. Ni siquiera a mi esposa.
—Muy bien. Está bien claro que usted se ha dado cuenta de que no soy un mago guerrero, y que la mayor parte de los miembros de mi compañía no son Dragones Púrpura normales y corrientes.
Vangerdahast se aclaró la garganta aposta.
—Mi señora, no creo que sea muy aconsejable…
—Es mi decisión, señor mago. —Tanalasta sacó la mano del bolsillo, y mostró a Hag la franja dorada en forma de anillo que lucía un comandante de los Dragones Púrpura—. No me cabe la menor duda de que también reconocerá esto, y asimismo lo que significa para alguien capaz de distinguir entre una tropa de soldados y un campo de tulipanes.
—Sé lo que es, como usted dice —dijo Hag—, pero no se me ocurre una razón para que usted lo tenga.
—Por supuesto que sí. —Tanalasta señaló a la docena de clérigos que se disponían a trabajar en el campo—. Ya se ha dado cuenta, y la verdad es que no ha tenido ninguna ayuda por nuestra parte. Tenemos intención de atajar la plaga antes de que se convierta en un problema serio para Cormyr. Para conseguirlo, necesitamos encontrar a los orcos que la extienden.
Hag entornó un ojo y reflexionó un instante, antes de hablar:
—Supongo que en realidad carece de importancia quién pueda ser usted.
—No si valora su lengua —amenazó Vangerdahast.
El granjero asintió a regañadientes y cogió una vara de madera.
—Seguro que les interesará lo que les voy a enseñar —dijo mientras trabajaba. Hag empezó a escarbar el mantillo que cubría el campo, hasta llegar al suelo de tierra blanda que había debajo—. Imagino que debió de estar cerca de nosotros. Los perros no empezaron a ladrar hasta que estuvo en el campo, y cuando yo lo vi ya estaba a medio camino.
—¿Quién? —preguntó Owden.
—Quienquiera que hiciera esto. —Hag señaló un rastro que había descubierto. Parecía la huella de un pie humano desnudo, pero, era mucho más largo y tenía una marca imperceptible ante cada uno de los dedos, correspondiente a una garra.
—Esa huella no es de orco —dijo Tanalasta.
—A mí me pareció más un mendigo —dijo Hag—. Un mendigo bastante alto, la verdad, con una capa raída y larga y una especie de capucha. Iba a invitarlo a dormir en la cabaña de las cabras, hasta que se volvió para mirarme y tuve oportunidad de verle los ojos.
—¿Sus ojos? —preguntó Tanalasta.
—Estaban inyectados de sangre. —Hag titubeó antes de añadir—: Además de que… bueno, era de noche, y brillaban de un modo extraño.
—¿Cómo? —preguntó Vangerdahast—. Sea un poco más explícito, sargento.
Hag adquirió un porte más orgulloso al erguir la espalda.
—Era de noche, señor mago. Ese tipo sólo era una sombra, pero pude verle los ojos. Brillaban y la verdad es que fue lo único que pude distinguir en la oscuridad.
—¿Le amenazó? —preguntó Tanalasta.
—En realidad, no —respondió Hag sonrojándose—. Pero consiguió atemorizarme. Azucé a los perros para que lo echaran de las tierras. Lo persiguieron hasta el lugar por donde entraron ustedes, y ésa fue la última vez que los vi con vida.
—¿Cómo murieron? —preguntó Vangerdahast.
—No sabría decirle. Por la mañana, mi hijo los encontró durmiendo en la orilla del arroyo. No despertaron jamás.
—¿Envió usted a su hijo a buscarlos? —preguntó Owden.
—Sí, a llamarlos más bien —respondió Hag, molesto ante el tono de reproche del maestre de agricultura—. Mi esposa y yo teníamos que trabajar el campo.
—¿La plaga? —preguntó Tanalasta.
—Descubrimos una franja diagonal justo por donde pasó el visitante nocturno. Arrancamos las raíces contiguas hasta dos pasos a ambos lados, pero a la mañana siguiente toda la cosecha se había echado a perder. —Hag señaló el campo—. Ya conocen el resto.
Owden y Vangerdahast intercambiaron una mirada de preocupación.
—Me equivoqué al pensar que se debía a los orcos. Lo siento —se disculpó Owden.
Vangerdahast apoyó una mano en el hombro del maestre de agricultura.
—No sea usted tan duro consigo mismo. Era una teoría, y una buena teoría si me permite decirlo. ¿Qué más puede usted decirnos del vagabundo? —preguntó a Hag.
—Nada más —respondió encogiéndose de hombros—. Vino de noche y se fue de noche, y de pronto todas las plantas murieron.
—¿De dónde vino? —preguntó Vangerdahast, observando la tierra montañosa que rodeaba la granja—. ¿Adónde fue?
—Ahora no servirá de nada buscar su rastro. Hace dos días sopló un fuerte viento —dijo Hag—. Además, yo mismo eché un vistazo cuando Jarl encontró los perros. El vagabundo, o como quieran llamarlo, no dejó otras huellas.
Tanalasta estudió la zona. La granja estaba situada a un centenar de pasos al norte del riachuelo de La Última Morada, cerca de donde la Vereda de la Montaña se adentraba en las estribaciones de las montañas del Diente de Dragón hasta llegar al desfiladero de Gnoll. La vegetación alternaba el sauce pelado con tocones de haya, además de piedras y otros impedimentos que hablaban claramente de las dificultades que tendría un granjero para despejar el terreno para los pastos. Nadie que se acercara a los campos de Hag, rodeados de arbustos, lo hubiera hecho sin dejar un rastro a su paso.
—No soy explorador, pero sé cómo buscar huellas —dijo Hag, interpretando correctamente la mirada escrutadora de Tanalasta—. No hay ramas rotas, ni piedras vueltas, ni tierra removida, al menos nada que pueda interpretarse como una huella de su paso.
Vangerdahast trazó una línea recta con su mano desde la esquina del campo hasta el lugar donde se encontraban, y después se volvió para continuar la línea. Discurría entre dos picos enormes que quedaban a la izquierda del desfiladero de Gnoll.
—Las Tierras de Piedra —observó Tanalasta.
—Bien —asintió Vangerdahast—, supongo que no debería sorprendernos. Uno no puede esperar nada bueno de las Tierras de Piedra.
—Quizá podamos averiguar algo acerca del vagabundo si examinamos los cadáveres de los perros —dijo Owden a Hag—. ¿Le importa que les eche un vistazo?
—Si está dispuesto a desenterrarlos. —Hag señaló hacia un montículo que quedaba junto al cobertizo de las cabras.
Vangerdahast arrugó el entrecejo y miró a Tanalasta.
—Estoy seguro de que no tengo necesidad de recordarle la naturaleza de nuestra misión. No podemos perder toda la mañana, para que el maestre de agricultura desentierre a esas pobres criaturas.
—Por supuesto que no —dijo Tanalasta, dirigiéndose hacia su caballo haciendo un gesto para que la siguieran—. Usted y yo nos dirigiremos a las montañas del Diente de Dragón sin perder ni un solo segundo. El maestre de agricultura y sus clérigos permanecerán aquí para averiguar lo que puedan de los campos de Hag, y después seguirán la pista del presunto vagabundo.
Ahora sí frunció el entrecejo Vangerdahast.
—No creo que sea necesario que se retrasen. Cualquiera de nosotros podría informar de…
—Ésas son mis órdenes —dijo Tanalasta—. Y si pretende usted discutirlas, sepa que puedo librar a las Mazas sin Insignia del servicio del rey. En tal caso tendré que confiscar sus capas, y no tendrán más remedio que cabalgar por todo el reino haciendo preguntas y persiguiendo a vagabundos sin ningún disfraz.
—¡No haréis tal cosa!
—¿Está seguro? —Tanalasta se acercó a su caballo, cogió las riendas que le tendía un joven clérigo, y se encaramó a la silla—. Póngame a prueba.
Vangerdahast hizo lo posible por cubrir su arrugado rostro con una expresión de furia.
—El rey tendrá noticias de esto.
—No me cabe la menor duda. Sospecho que lo más probable es que no constituya ninguna sorpresa para él. —Hizo lo posible por evitar sonreír y se volvió a Hag—: El reino le da las gracias, y espero que los clérigos sean capaces de salvar sus tierras.
Hag se inclinó cuanto pudo.
—Y usted cuenta con todo mi agradecimiento por intentarlo. Tenga la seguridad de que guardaré sus secretos… todos sus secretos.
—Más le vale —gruñó Vangerdahast al subirse a la silla—. Tenga la seguridad de que estaré escuchando.
Hag volvió a inclinarse, y ante aquella nueva amenaza, el temor lo hizo palidecer. Tanalasta se despidió de Owden, prometiendo reunirse con él en Arabel al cabo de veinte días, antes de hacer un gesto a los verdaderos Dragones Púrpura para que cerraran el perímetro y volvieran a formar en orden de marcha.
Al cabalgar por el riachuelo en dirección al vado donde Tanalasta había descubierto las pisadas de orco, Vangerdahast se acercó a la princesa y le dijo:
—Debéis saber que estoy dispuesto a ponerme en contacto con vuestro padre. No podéis pretender ignorar sus deseos y esperar que os perdone por desobedecerle.
—Me preocupa más el hecho de que pueda haber orcos por ahí sueltos que el perdón de mi padre. —Tanalasta señaló el lecho del riachuelo—. ¿Ha enviado usted algún mensaje al Castillo del Peñasco para informar de su presencia?
—Yo… bueno, sí, por supuesto.
—¿De veras, Vangerdahast?
Las mejillas del mago supremo de Cormyr se arrebolaron por encima del pelo de su barba.
—Estoy convencido de que el comandante lord Tallsword ya ha enviado una patrulla en su busca.
—Seguro que sí. —Tanalasta sonrió para sus adentros antes de preguntar—: Dígame, ¿cuándo oyó usted hablar de ese campo?
—¿Alteza? —preguntó a su vez Vangerdahast, confuso.
—El rango que ostentaba Hag Gordon —aclaró Tanalasta—. ¿Cómo podía saberlo si Bren Tallsword no le había informado sobre el campo azotado por la plaga? Espero que el buen sargento no forme parte del engaño. Odiaría pensar que el maestre de agricultura Foley pueda andar por ahí golpeando al primer vagabundo que encuentre sin tener un motivo de peso.
Vangerdahast suspiró ruidosamente.
—Por desgracia, mucho me temo que el maestre de agricultura tiene sobrados motivos para ello. Bren Tallsword me habló del campo de Gordon hace unos tres días, pero hoy es la primera vez que oigo hablar del vagabundo, y sí, ya me he puesto en contacto con el comandante para decirle que permanezca atento por si aparece. —El anciano mago sonrió—. También le he pedido que haga lo posible por mantener a vuestros amigos los clérigos lejos de quienes puedan informar al rey.
—No son los informadores del rey los que me preocupan —dijo Tanalasta—. Al igual que usted, tiene ojos y oídos en todas partes.
Vangerdahast la miró poco convencido.
—Una princesa no debería permitirse exageraciones.
—¿Y qué le hace pensar que hago tal cosa? —Tanalasta rió. Permaneció en silencio durante un tiempo, saboreando aquel momento tan agradable, que hacía casi veinte años que no experimentaba con Vangerdahast—. ¿Sabe? No resultará.
—¿Alteza? —Vangerdahast enarcó una ceja espesa con cómica inocencia—. Os aseguro que no sé a qué os referís.
—Y yo estoy segura de todo lo contrario, pero no me engañaréis para que cambie de opinión. Soy lo bastante mayor como para saber lo que debo creer y lo que no.
—¿De veras? —La expresión que adoptó el rostro de Vangerdahast era de genuina envidia—. Eso debe de ser estupendo.
Azoun observó la bandeja de galletas untadas de paté que le ofrecía Filfaeril, y su boca se llenó de pronto con un gusto que sólo podía compararse con el julepe de boñiga de buey. La reina y él habían acudido a su quinta recepción en los cinco días que llevaban en Arabel; se celebraba en la mansión de la poderosa familia de mercaderes Misrim, y el rey estaba tan cansado de las delicias que se servían en el lugar, que no podía mirar nada que le recordara a la comida sin sentir náuseas.
Fingió escuchar la animosa sugerencia del conde Bhela de que la corona estableciese un entramado de carreteras empedradas para la circulación de mercancías en todo el reino, miró a su esposa e inclinó la cabeza tan levemente que nadie se dio cuenta de que no quería probar una sola cosa más con aquel aspecto tan enfermizo.
Filfaeril esbozó una sonrisa forzada y se deslizó a su lado sin tropezar, ni trastabillar, ni recurrir a ninguna excusa que permitiera a uno solo de los canapés caer de la bandeja. Se las apañó para interrumpir la diatriba del joven Bhela con una sonrisa de dientes blancos como la nieve, consiguiendo así lo que el rey llevaba media hora intentando, y después empujó hacia adelante la bandeja. El olor a grasa mentolada llegó a las fosas nasales de Azoun, que de pronto se puso tan malo que tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no arrojar el contenido del vaso de vino que sostenía en la mano.
—¿Paté, querido? —preguntó Filfaeril—. Es de codorniz.
—¡Será un placer! —Azoun cogió la bandeja y mordió uno de los canapés, masticó rápidamente tres veces y lo engulló tratando de impedir, sin conseguirlo, que su lengua pudiera saborearlo—. Excelente. ¿No le apetecería uno, conde Bhela?
—¿De vuestra bandeja, majestad? —preguntó Bhela, abriendo unos ojos como platos. Azoun asintió con entusiasmo.
—Conozco lo bastante a su familia como para confiar en que no me hayan envenenado.
Bhela observó los canapés con una gula que no logró disimular, y cuando iba a coger uno se contuvo y negó con la cabeza.
—No estaría bien, sire. Sólo soy un conde.
—Por favor, insisto.
Bhela adoptó una expresión nerviosa, y miró a los nobles reunidos a su alrededor, que no le habían quitado ojo durante el último cuarto de hora.
—Os lo ruego, majestad. Como comprenderéis, los nobles del reino me condenarían por mi arrogancia —dijo—. De hecho, deberíais permitir que me retirara. Creerán que he estado monopolizando vuestro tiempo.
—Sí, sí, por supuesto. Qué distraído soy. —Azoun le dio permiso para que se retirara con una palmadita en la espalda, antes de suspirar cansino—. Envíeme un informe con esa idea suya, conde. ¡Imagínese, empedrar toda una carretera!
—Lo tendréis antes de diez días, majestad.
Con una sonrisa de oreja a oreja, henchido de orgullo, Bhela se inclinó ante ambos soberanos, se volvió y se reunió con el resto de nobles, con los que podría comentar la larga audiencia que le había concedido el rey. Filfaeril cogió otro canapé de la bandeja y se lo ofreció a Azoun. Lo aceptó con una sonrisa, pero lo sostuvo entre dos dedos mientras se echaba al coleto un generoso trago de vino, con la esperanza de anegar en la boca el sabor perdurable del otro.
—Cómelo, cariño —urgió Filfaeril—. No querrás que nuestros anfitriones piensen que temes al veneno.
Azoun dejó la copa en la mesa, y después se concentró para mantener una sonrisa complacida mientras respondía a su esposa:
—Dame cuartel. No logró soportar todo esto sin tu ayuda.
—Y te estoy ayudando. Si queremos reparar el daño hecho por Tanalasta, debemos mostrarnos afables con nuestros nobles. —Filfaeril paseó la mirada por la sala, hasta reparar en un hombre grosero con calzones amarillos y ligas cruzadas—. ¿Ése no es el conde Hiloar? Por lo visto tiene un gran plan para limpiar el Bosque del Dragón. Voy a hablar con él.
—Todavía no —dijo Azoun, introduciendo el canapé de paté en la boca y cogiendo a Filfaeril por el hombro. Había logrado pronunciar dos palabras sin escupir paté en el vestido de damasco. Masticó media docena de veces y engulló el canapé—. Tanalasta no me ha dado otra opción.
—Tú siempre tienes otras opciones: para eso eres el rey.
—Sabes mejor que yo lo que es ser rey —replicó Azoun, frunciendo el ceño por un instante—. ¿Y se puede saber por qué razón estás molesta conmigo? Por el modo en que la provocaste, creí que querías un nuevo heredero.
—Quiero lo que sea mejor para Tanalasta —repuso Filfaeril—. En lugar de ello, te las apañaste para permitir que Vangey la manipulara hasta desafiarte.
—Con tu ayuda.
—Inconsciente. —Sin apartar la mirada de Azoun, la reina estiró la mano que tenía libre. Un lacayo llegó a su lado y puso una copa de vino en su mano, copa de la que sorbió hasta que el lacayo se hubo retirado—. Vangey me utilizó. De haber sabido lo mucho que había cambiado nuestra hija, jamás hubiera… El caso es que no sabía cuánto había cambiado.
—Después del asunto abraxus, me pareció que lo considerarías como algo positivo —dijo Azoun—. Ella sí lo hace, de eso puedes estar segura. Y yo también, al igual que Vangerdahast.
—Será una reina más fuerte, sí —dijo Filfaeril—, pero ¿será feliz?
Azoun sintió una punzada de dolor en el pecho, y tuvo que apartar la mirada. Amaba a Tanalasta como un padre ama a su hija, pero él no podía preocuparse exclusivamente por su felicidad. El bienestar del reino exigía que hiciera de ella una regente capacitada, lo cual constituía un precio muy alto para un padre.
—Tanalasta era mi favorita, ya lo sabes —dijo al cabo de un momento—. Siempre se ha mostrado dispuesta a aprender. Sólo hacía falta decirle las cosas una vez, y al cabo de un año las repetía palabra por palabra. Y es tan dulce. Cómo ilumina con su sonrisa sincera cualquier lugar…
—Lo recuerdo. —El tono de voz de la reina siguió siendo frío como el hielo—. Temo que lo que más amamos de ella pueda haberlo destruido Vangey.
—El mago de la corona hizo lo mejor para el reino —replicó el rey, estoico. Hizo un esfuerzo para mirar a los ojos a su esposa, y añadió—: Nos mostramos fuertes para proteger a la princesa de la corona de la parte más dura de la vida en la corte. Aunque Aunadar Bleth no hubiera puesto un pie en palacio, la inocencia de Tanalasta le hubiera hecho un flaco favor sentada en el trono.
—Y ahora que Vangerdahast le ha robado su inocencia —susurró enfadada Filfaeril—, ¿a quién prefieres? ¿A la Tanalasta de ahora o a la que fue, teniendo en cuenta que le niegas el trono?
—Aún no ha perdido el trono —dijo el rey—. Tanalasta puede llegar a ser una reina estupenda en el futuro, siempre y cuando encuentre a un hombre que acepte como marido, y deje de mostrarse tan cabezota con ese asunto de Chauntea.
La mirada pálida de Filfaeril adquirió la dureza del acero.
—Tú y Vangey sois los responsables de su carácter. Si no os gusta en lo que se ha convertido, la culpa es vuestra y no suya. —La reina terminó el vino de un trago, y extendió la mano para que le sirvieran más—. ¿Cómo estás tan seguro de que está equivocada? La plaga se extiende, ya lo sabes.
—Sí, lo sé —dijo Azoun—, y Tanalasta también me desafía en eso. He recibido informes tanto de los Immerflow como de los Starwater de que unos Dragones Púrpura han recurrido a la magia de Chauntea para salvar los campos azotados por la plaga.
—Bien. —Filfaeril tendió el vaso al lacayo e hizo un gesto para que se retirara, después acercó otro canapé de paté hasta la nariz de Azoun—. No te prives.
Azoun no tuvo más remedio que aceptarlo. Cuando se lo llevó a la boca, la reina sonrió a Raynaar Marliir y le hizo un gesto para que se acercara. El rey gruñó para sus adentros, aunque sabía que no había forma de salvar la situación. Había oído que Marliir había organizado una coalición de nobles, magos guerreros y altos clérigos deseosos de discutir «el destino del reino». Sin embargo, sospechaba que estaban mucho menos interesados en discutir el destino del reino que en dictarlo (sobre todo en lo que respecta a la princesa de la corona); no tenía más remedio que escuchar sus comentarios con paciencia. La lealtad de la familia Marliir era su principal baluarte contra la desagradable tendencia de Arabel por rebelarse en los momentos más inoportunos.
Azoun se pasó la lengua por entre los dientes, para limpiarlos de cualquier resto de paté que pudiera quedar; después, sonrió con tanta franqueza como pudo.
—Duque Marliir, cuánto me alegro de verle. Confío en que lady Marliir se encuentre mejor.
—Lamentablemente, no —se limitó a responder Raynaar—. Sigue guardando cama aquejada de fiebres intermitentes; si no fuera por ello, os aseguro que no hubiera dejado pasar la ocasión de saludaros.
Habían cruzado saludos de índole similar a lo largo de los cuatro últimos días. Después de que Tanalasta rechazase a Dauneth, Merelda Marliir se había puesto enferma y pidió permiso a la real pareja para partir hacia su casa en aras de su salud. Sabedor de que no tardaría mucho en verse obligado a enfrentarse a una nueva revuelta si se marchaba tan pronto después del desaire de Tanalasta, Azoun había aprovechado la excusa del brote de plaga en las tierras del norte para quedarse diez días más, imponiendo a su gobernador, Myrmeen Lhal, que ejerciera de anfitrión de la pareja real en el palacio de la ciudad. Entonces invitó a los nobles más notables del lugar a una extravagante comida de Estado, y ellos respondieron con una cadena de recepciones, en las que se degustaba toda suerte de patés exóticos que, como no podría ser de otra forma, iban a acabar con su estómago. Por supuesto, lady Marliir había estado tan enferma que no pudo asistir a ninguna de las recepciones, y Azoun estaba seguro de que continuaría enferma hasta uno o dos días después de marcharse.
Azoun demoró la respuesta a Marliir lo suficiente para que todos supieran que conocía la verdad, y luego dijo:
—Dígale que espero sinceramente que se recupere pronto.
Marliir enarcó una ceja al percibir que faltaba el «por favor», y después se volvió hacia quienes lo seguían.
—Estoy seguro de que vuestra majestad conoce a estas buenas gentes: lady Kraliqh, Merula el Portentoso y Daramos el Alto, de la Casa de la Señora en Arabel.
—Por supuesto.
Azoun sonrió a todos y cada uno de ellos: a lady Kraliqh de mirada grave, al rotundo Merula y a Daramos, en cuyos ojos brillaba el fanatismo. De todos ellos conocía sobre todo a Daramos Lauthyr. Era un fanático, un hombre tan devoto de la gloria de la diosa Tymora como de establecer una iglesia central en Arabel, donde tenía intención de erigirse en el patriarca absoluto, establecido por orden divina.
—¿Les apetece un poco de paté? —dijo Azoun cogiendo la bandeja de manos de su esposa, y ofreciéndosela al grupo de Marliir—. Es de hígado de codorniz.
La oferta pareció desarmar a los cuatro. Intercambiaron una mirada, y el duque Marliir aceptó uno de los canapés de la bandeja, seguido por los otros tres. Pero aún quedaba otro, y Azoun se lo ofreció a Filfaeril.
—¿Un canapé, querida?
Ella le obsequió con una mirada adorable, aceptó la bandeja y le tendió el canapé.
—No, tómalo tú, querido: iré a buscar más.
Azoun aceptó el canapé e intentó no torcer el gesto mientras le hincaba el diente.
—Son buenísimos, ¿verdad?
—Pues sí —dijo el duque Marliir—. Majestad, hay algo muy importante que deberíamos discutir.
—¿De veras? —Azoun engulló el canapé—. ¿Y de qué se trata? Si les preocupa la plaga, les aseguro que los magos guerreros están trabajando en ello.
—La plaga forma parte de nuestras preocupaciones —afirmó lady Kraliqh. Según los espías de Azoun, sus tratos con el duque Marliir se limitaban a asuntos de negocios—. Pero nos preocupa mucho más el futuro de la corona.
—¿El futuro de la corona? —Azoun fingió sorprenderse, pero tomó nota de la seriedad con que la noble había abordado el asunto. No se contentaría con respuestas o promesas vagas, de modo que optó por seguir otro camino—. Entonces se refieren a Tanalasta.
—Nos preocupa que se oponga a contraer matrimonio —dijo Marliir—. Su relación con Dauneth Marliir parecía ir viento en popa. Tiene que haber alguna razón para que decidiera rechazarlo de aquella manera. Lo cierto es que la situación fue bastante embarazosa para todos.
—Soy yo el responsable del malentendido, lord Marliir —aseguró Azoun—. Aprecio tanto a Dauneth que ha habido quienes han malinterpretado mi afecto cuando le pedí que acompañara a Tanalasta a la fiesta. Me disculpo por el daño que haya podido causar, y quiero que todo el mundo en Arabel sepa del cariño que siento por él. De hecho, estaba pensando en la posibilidad de nombrarlo lord guardián del norte. —Azoun se volvió hacia el duque Marliir—. ¿Cree que tendrá tiempo para todo el trabajo que se le avecina?
—Por… por supuesto —respondió Marliir, boquiabierto.
—Excelente. —Por la expresión asombrada del duque, Azoun comprendió que acababa de recuperar la lealtad de toda la familia Marliir—. Pídale que se acerque mañana al palacio de Arabel, para que podamos discutir los pormenores.
—Eso será una magnífica noticia para Dauneth —intervino lady Kraliqh—, pero sigue pendiente nuestra preocupación por el futuro de la corona. Después de todo, sé que cuando una mujer cumple cierta edad, tiene ciertas dificultades para engendrar un hijo.
—¿Sí? En tal caso tiene usted un aspecto de lo más juvenil para su edad, y Tanalasta parece aún más joven que usted. Dudo que haya necesidad alguna de preocuparse por su capacidad para engendrar un heredero, cuando ni siquiera lo ha intentado aún… ¡A no ser que lo haya hecho ya, y no haya considerado oportuno contárselo a su padre!
Azoun guiñó un ojo al pronunciar esta última frase, arrancando unas risas estridentes entre la concurrencia, excepto en la propia lady Kraliqh. Consciente de ello, apartó la mirada con la esperanza de ver si sus palabras habían producido el efecto esperado, y de paso evitar que aquella mujer lo sacara de quicio.
—Si eso es lo único que les preocupa —continuó el rey—, creo que…
—Hay otro asunto, majestad —interrumpió Merula. El mago no esperó a que le diera permiso para continuar—: Ese asunto tan desafortunado del templo real. Quizá la princesa no haya tenido tiempo de reflexionar sobre la opinión que merecería a los clérigos de la realeza. Un sirviente con dos amos no puede evitar ver su lealtad dividida.
—Pese a lo cual, el reino podría resultar muy beneficiado al buscar las bendiciones de los dioses —señaló Daramos—. Tymora siempre ha cuidado de las gentes de Cormyr. De no haberse refugiado aquí en los tiempos difíciles, lo más probable es que el reino hubiera sufrido más de lo que sufrió.
—Nadie discute que su presencia resultó muy favorecedora —admitió Azoun—, pero me cuesta creer que eso sea óbice para erigir un templo real.
Las venas de los ojos de Daramos se hincharon como la cuerda de un instrumento, y antes de que Azoun pudiera terminar lo que pretendía decir, el clérigo supremo hizo gala de lo que consideró una indignación justificada.
—Después de la gentileza que Tymora ha mostrado a vuestro reino, ¿la insultaríais estableciendo un templo real a la diosa Chauntea? —Daramos el fanático retrocedió con el rostro tembloroso y enrojecido por la indignación—. ¡No desafiéis a la Señora, reyezuelo! La fortuna tiene dos caras, y sólo una os sonreirá.
Aquella amenaza sumió en un profundo silencio a toda la concurrencia, y el trío de guardaespaldas dio un paso al frente rodeando al clérigo supremo.
—De eso precisamente quería yo hablaros, majestad —dijo Merula, devolviendo una diminuta varita de cristal a uno de los bolsillos de su capa. Al parecer temió por un momento que Daramos pudiera atacar al rey—. Uno no puede confiar en los clérigos. Tienen que rogar por sus hechizos a los dioses, por lo que siempre están supeditados a su capricho.
—Agradecemos su opinión, Merula. —En silencio, Azoun maldijo la rabieta de Daramos, y se preguntó hasta qué punto estaría obsesionado aquel hombre. Por la estancia de la diosa Tymora en los tiempos difíciles, la fe en la diosa tenía casi tanto poder en Arabel como lo tenía el propio gobernador, por lo que no era aconsejable desairar a Daramos Lauthyr. A menos que Azoun quisiera verse obligado a aplastar otra revuelta en la zona. Hizo un gesto a los guardias para que se apartaran, y dijo—: Tendremos en cuenta la opinión del sacerdote supremo. Aunque la princesa y yo hemos tenido poco tiempo para discutir el asunto, no habrá un templo real en Cormyr, ni de Chauntea ni de ningún otro dios.
El rostro de Daramos empezó a recuperar la tonalidad normal, pero no parecía haberse calmado lo más mínimo.
—Por supuesto, tenéis razón en lo que respecta a los demás dioses, majestad, pero Tymora ha bendecido a los Obarskyr durante más de un millar de años.
—Por eso precisamente no la deshonraría estableciendo un templo real —dijo Azoun.
—¿Que la deshonraría? —preguntó Daramos, confundido.
—Tymora se refugió aquí, en Arabel, cuando los problemas asolaron la zona, pero la capital de Cormyr es Suzail —dijo Azoun—. No puedo evitar pensar que la ofendería al establecer un templo más grande en el sur. Siempre tuve la impresión de que ella deseaba que su culto se centrara en vuestro propio templo.
—Os comprendo muy bien, majestad —respondió Daramos, con un brillo de alarma en la mirada.
Azoun se encogió de hombros, y después se volvió a Merula.
—Me temo que tiene usted razón, Merula. Cormyr tendrá que conformarse sin ningún templo real.
—Entonces supongo que sólo tendréis a vuestros magos guerreros en quienes confiar para todos aquellos asuntos que requieran de la magia —respondió el mago, esbozando una sonrisa irónica.
—Eso parece —replicó Azoun—. El reino puede descansar tranquilo, teniendo en cuenta las veces que han probado su valía a lo largo de todos estos años. No me gustaría pensar qué podría ocurrirle a Cormyr si ellos faltaran.
—Sería un peligro, sin duda —admitió lady Kraliqh—. Lo que nos conduce de nuevo al tema de Tanalasta. No habrá templo real mientras vos gobernéis, majestad, pero ¿qué sucederá cuando muráis, cosa que quieran los dioses que no suceda hasta dentro de un centenar de años?
—Lady Kraliqh —dijo Azoun, esbozando una forzada sonrisa—, tiene usted tan poca mano para calcular la edad de la gente que empiezo a creer que está perdiendo vista —bromeó, intentando averiguar qué necesitaría para aplacar el ánimo de la dama—. Incluso con las innumerables bendiciones de la diosa de Daramos, dudo que llegue a cumplir veinte años más.
—Razón de más para dar respuesta a mi pregunta —replicó lady Kraliqh, haciéndose a un lado para dejar sitio a Filfaeril, que regresaba con una bandeja llena de canapés de paté—. De un tiempo a esta parte, Tanalasta ha demostrado ser una princesa inteligente y dotada de una gran fuerza de voluntad. Dudo mucho que ni siquiera seáis capaz de doblegar su voluntad desde la tumba. ¿Qué pretendéis hacer al respecto?
—Sí, Azoun —dijo Filfaeril, ofreciendo la bandeja de canapés a Marliir y sus acompañantes—. ¿Qué haréis entonces?
Azoun observó uno tras otro a los contertulios y comprendió que, pese a las concesiones que ya había hecho, ninguno estaba dispuesto a echarle una mano. Tanalasta había regresado de Huthduth fortalecida y rebosante de ideas, lo cual les atemorizaba mucho más que la posibilidad de que alguien como Aunadar Bleth pudiera haber regido el reino desde las sombras de su falda. A él también le daba miedo.
—Mientras yo sea rey, gobernaré del modo que juzgue más conveniente, lo cual incluye la elección del heredero más adecuado —dijo, rechazando los canapés—. En cuanto me haya decidido, será Cormyr quien tendrá que estar a la altura de su reina.
Filfaeril esbozó una sonrisa, y después entregó la bandeja a lady Kraliqh, que parecía perpleja por la respuesta del soberano.
—¿Se encargará usted de darle esto a alguien para que se lo lleve? —preguntó—. El rey odia los canapés de paté.