8
La col había empezado a marchitarse, y los bordes de sus hojas se teñían de color marrón mientras las cabezas verdes se abrían. Un pordiosero alto, envuelto en una capa hecha jirones, cruzaba el campo en diagonal, sin prestar atención al granjero, empeñado en dedicarle insultos y en animar a los patanes que lo rodeaban a perseguir al intruso. Bajo la luz del atardecer, el intruso no era sino una silueta alargada, de andares peculiares y una mirada vidriosa capaz de asomar por debajo de la capucha que ensombrecía el resto de sus facciones.
—Ésa es la señal —susurró Azoun—. Ya los tiene.
—Bien hecho, sire —dijo Dauneth Marliir—. Mejor será librarse de esa gentuza.
—Yo no los tacharía de gentuza, señor guardián. —Azoun ató el caballo alrededor de un fresno—. Sólo pretenden ayudar.
—Sí, pero ¿a quién? —Dauneth lo siguió hacia la sombra—. Estoy convencido de que su majestad ya ha considerado la posibilidad de que hayan divulgado la noticia aposta, con tal de ganar adeptos para el templo real. Debo admitir que por el momento se han salido con la suya. Tal y como están las cosas, la plaga echará a perder la mitad de los campos cultivables del reino, y los campesinos tendrán por héroes a estos plantadores de semillas.
Una docena de jinetes abandonaron a galope tendido los bosques que se extendían al otro lado del campo, gritando promesas de restitución al pasar. El pordiosero, a unos pasos del lugar de la emboscada, no prestó atención a los jinetes y siguió avanzando impertérrito.
—Si la plaga se cobra la mitad de los campos del reino, quizá sean héroes —reflexionó Azoun—. Sólo significará decir una cosa, guardián: que habremos descuidado nuestras obligaciones. Además, Owden y sus clérigos no son los únicos que han visto al que disemina la plaga.
—Por supuesto… Los campesinos ven a ese tipo por doquier —dijo Dauneth—. En Bospir han quemado a otro esta mañana, uno que ni siquiera era alto como lo describen. Simplemente llevaba puesta una capa negra cuando un granjero lo vio haciendo sus necesidades en el margen de la carretera.
Azoun torció el gesto. Era el séptimo linchamiento del que tenía noticia en los últimos tres días, y al parecer la cosa iba en aumento. Quizá debió haber hecho caso a Dauneth hacía dos días, cuando le pidió que enviara una cuadrilla de magos guerreros para que buscaran a las «Mazas sin Insignia»; sin embargo, no quería incomodar a Tanalasta llevando a sus amigos a Arabel cargados de cadenas. Además, había considerado los motivos de Dauneth algo sospechosos, porque temía que el joven noble hubiera planteado aquella sugerencia por despecho a Tanalasta.
Azoun debió haberlo considerado con más cuidado. El alto guardián era demasiado leal como para permitir que sus sentimientos personales interfirieran en su deber. Los clérigos habían dado pie al pánico que Dauneth tanto había temido, y como resultado eran asesinadas personas inocentes. El rey casi se sintió aliviado al descubrir que el alto guardián había analizado el asunto mejor que él, y eso significaba que Dauneth no estaba dolido, y el trono necesitaba de un guardián leal en Arabel. En cuanto tuvieran a Owden Foley y sus «Mazas sin Insignia» bajo control, quizás Azoun pudiera reparar el daño que había causado Tanalasta.
El pordiosero de ojos rojos pasó junto al escondrijo de Azoun y desapareció tras adentrarse en los árboles que había detrás del claro, seguido de cerca por los Mazas sin Insignia. Una línea de Dragones Púrpura surgió de la espesura para enfrentarse a la compañía de clérigos. Los Dragones no lucían los visores bajados y empuñaban las lanzas sujetas al estribo, pero la fiera expresión de sus rostros no dejaba lugar a dudas de que estaban dispuestos a emprender el combate. Los Mazas sin Insignia tiraron de las riendas y lograron detener las monturas ante los Dragones.
Confusos como estaban, los clérigos seguían decididos a capturar a la presa. Un puñado de ellos intentó pasar junto a los Dragones Púrpura, que empuñaron las lanzas en ristre para detenerlos. Otros volvieron grupas para rodear la línea de jinetes, pero fueron detenidos por otra columna de Dragones Púrpura que surgieron de entre los árboles para impedirles el paso. Incluso entonces, los clérigos no parecieron caer en la cuenta de que su encuentro con los jinetes del rey no era casual.
—¿Qué estáis haciendo? —Owden hizo un gesto para señalar hacia el bosque, donde había desaparecido el pedigüeño alto—. ¡Sigamos a ese hombre! ¡Es un peligro para estas tierras!
—No lo creo —dijo Merula el Portentoso, al salir del bosque con los ojos aún rojos y la capucha de la capa negra echada hacia atrás—. No soy yo quien se dedica a cabalgar por el norte, atemorizando a campesinos idiotas con todos esos cuentos de fantasmas oscuros y las plagas que se avecinan.
Owden se hundió de hombros, bajó la maza y clavó la mirada en el elegante mago.
—¿Merula el Gordo? ¡Explíquese! Está interfiriendo en una misión real, cuyo objetivo es resolver un asunto de la mayor importancia.
—¿De veras? —Azoun azuzó el caballo para que asomara del escondrijo a espaldas de los clérigos, acompañado por Dauneth Marliir y otra tropa de Dragones Púrpura—. Qué extraño, no recuerdo haber incluido a la compañía de «Mazas sin Insignia» entre las filas de los Dragones Púrpura.
Toda la banda de clérigos volvió grupas, pálidos al ver la corona que ceñía Azoun en la cabeza.
—¡Majestad!
Owden saltó de la silla, se arrodilló en el suelo e inclinó la cabeza. Sus clérigos, que lo seguían a un paso, lo imitaron, moviéndose tan rápido que algunos de los Dragones más celosos de su deber estuvieron a punto de atravesarlos con las lanzas.
Azoun hizo un gesto para que retiraran las lanzas, y siguió mirando a Owden y a sus clérigos.
—De hecho, no recuerdo haber auspiciado la creación de ninguna compañía de clérigos, ni de haberles encargado… —Miró a Dauneth—. ¿Cuál es la frase, señor guardián?
—Creo que «una misión real, cuyo objetivo es resolver un asunto de la mayor importancia», sire.
—Ah, sí. —Azoun repitió la frase como si intentara refrescar su memoria, y después sacudió la cabeza—. No, estoy convencido de no haber dicho tal cosa.
Owden se atrevió a levantar la cabeza.
—Perdonad mi presunción, majestad, pero nosotros, esto… asumimos tal título.
—¿«Asumimos», maestre de agricultura Owden? —inquirió Merula. Se acercó hasta situarse junto a Owden, y después miró a Dauneth—. Sabrá que eso le convierte en un impostor. Les convierte a todos en impostores.
El rey se mordió la lengua, intentando desesperadamente reprimir la ira. Merula hacía lo posible por acorralar a Owden de manera que no le quedara más remedio que confesar que se había hecho pasar por un agente de la corona, o admitir que Tanalasta había desafiado las órdenes del rey. Al parecer, el mago seguía preocupado por el futuro de los magos guerreros después de que Tanalasta asumiera el trono… a pesar de contar con la garantía personal de Azoun de que su posición estaba garantizada, independientemente de quién pudiera sucederlo.
—¿Quizá fue la princesa Tanalasta quien le dio tales órdenes, maestre de agricultura Owden? —Merula siguió mirando a Dauneth.
Azoun hizo un esfuerzo por mantenerse impávido y guardar silencio. Aquel asunto estaba sometido a la jurisdicción del alto guardián, y la menor interferencia del rey sería interpretada como una muestra de favoritismo a los clérigos, o como una falta de confianza en la obediencia al deber de la princesa de la corona.
—Lamento decir que la princesa Tanalasta no nos ordenó nada. —Owden se dirigió directamente a Azoun—. Veréis, sire, se trataba de una emergencia. Tropezamos con un granjero que había visto al responsable de extender la plaga…
—Ese pordiosero alto por el que han estado preguntando —dijo Azoun, satisfecho de tener un pretexto para asumir el control de la conversación—. Sabrán, por supuesto, que sus preguntas han extendido el pánico.
—Mis disculpas, majestad —dijo Owden, señalando la capa púrpura—, pero ésa es la razón de nuestros disfraces. Esperábamos que las preguntas de una compañía de Dragones Púrpura parecieran menos sospechosas.
—Y quizá hubiese sido así, si en verdad hubieran actuado ustedes como una compañía de soldados —dijo Azoun—. Pero al detenerse a reparar todos los campos azotados por la plaga que han encontrado a su paso, han persuadido a todo el mundo de que yo estaba tan preocupado por la situación que he nombrado a compañías enteras de clérigos para que la resolvieran.
—Quizá no falte mucho para que tengáis que hacerlo, majestad —dijo Owden.
—Estoy seguro de que eso es precisamente lo que más les gustaría a ustedes que sucediera —replicó Dauneth—, pero no pienso permitir que extiendan el pánico simplemente para convertirse en héroes a ojos del pueblo. Los campesinos ya empiezan a quemar los campos del vecino cuando aparece el primer indicio de la plaga, y siete hombres han sido asesinados por el simple crimen de obedecer a la descripción del pordiosero al que buscan.
Owden, cariacontecido ante semejantes nuevas, mantuvo la mirada clavada en Azoun.
—Lamento haber causado tantos problemas, majestad, pero aun así la situación en nada cambia. Es necesario encontrar al causante de extender la plaga e impedir que siga vagabundeando por nuestros campos. Mientras no lo consigamos, no podemos dejar de atender los campos que infecta e impedir que la plaga se extienda.
—No tardará en caer —dijo Azoun—. Todas las compañías de Dragones Púrpura al norte de Carretera Alta han sido puestas sobre aviso. No creo que haya muchas posibilidades de que la plaga se extienda por sí misma, al menos teniendo en cuenta que los campesinos queman las tierras ante el menor indicio de su aparición.
—No dudo que eso será de gran ayuda, pero nosotros tenemos mucha práctica en estos asuntos —dijo Owden—. Permitidnos proseguir nuestra búsqueda, si no como Dragones Púrpura, como humildes clérigos.
—Temo que eso no sea posible —dijo Dauneth.
Finalmente Owden prestó atención al alto guardián de las marcas.
—¿Va a arrestarnos?
—El señor guardián de las marcas no tiene elección —dijo Merula con media sonrisa dibujada en los labios—. Hacerse pasar por un agente de la corona es un grave delito, castigado con la pena de muerte.
—¿De muerte? —preguntó uno de los clérigos de Owden, una joven pelirroja de apenas veinte años—. ¡Sólo pretendíamos ayudar!
—Lo siento, pero a menos que la princesa Tanalasta les encargara esta misión… —sugirió Merula, dedicando a la joven una sonrisa de cocodrilo.
—No lo hizo —replicó Owden, volviéndose a la joven pelirroja con el ceño fruncido a modo de advertencia, para después incorporarse y acercarse a Dauneth—. Haga con nosotros lo que deba hacer, señor guardián, pero se lo ruego, no permita que ese oscuro pordiosero campe a sus anchas por estas tierras. Quizá la plaga le parezca a usted una cosa sin importancia, pero si nosotros no la hubiéramos contenido…
Se acercó lentamente a las alforjas del caballo para no poner nerviosos a los guardias, sacó la maza de las cinchas y se la tendió a Dauneth por la empuñadura.
Azoun dirigió a Merula una mirada que no le dejó duda alguna acerca de cómo había encajado su desconfianza. Merula desvió la mirada y fingió no reparar en ella, plenamente convencido de que Vangerdahast lo protegería de la ira real. Su suficiencia era mejor argumento que cualquier cosa que pudiera haber hecho la princesa Tanalasta para desprestigiar a los magos guerreros.
Dauneth mantuvo las manos en la perilla de la silla de montar, sin hacer ademán de coger la maza del clérigo.
—De hecho, es posible que Merula haya llevado demasiado lejos todo este asunto. —El guardián dirigió una mirada inquisitiva al rey, que sonrió para sus adentros con expresión inflexible al tiempo que asentía cortésmente—. Creo recordar que estos ropajes os fueron dados por el mago de la corte con el propósito de escoltar a la princesa Tanalasta a las Tierras de Piedra.
—Y aunque quizás eso pueda darles a ustedes una excusa en ausencia de una orden real, eso no disculpa el hecho de que aún las lleven puestas —apuntó Azoun. Aunque aprobaba la capacidad de recursos de Dauneth, no estaba dispuesto a permitir que las Mazas sin Insignia camparan a sus anchas. Después de todo, había trabajado duro para controlar los alborotos de aquellos últimos días—. Deben responder por desobedecer mis deseos y reemprender la tarea de perseguir al pordiosero, en lugar de acompañarla a las Tierras de Piedra.
Owden volvió a introducir la maza en la tira de cuero que colgaba de la silla de montar, con una expresión de alivio dibujada en su rostro.
—Por supuesto, majestad. Hay una explicación muy sencilla para eso. De hecho, he llegado a pensar que era lo que Vangerdahast pretendía desde el primer momento.
—¿De veras? Eso justificaría muchas cosas. —Azoun levantó la mano para ordenar al maestre de agricultura que guardara silencio hasta que terminara de hablar—. Estoy seguro de que la reina querrá saber exactamente qué se dijo o se hizo. Le invito a usted y a los clérigos que le acompañan a regresar conmigo a Arabel, donde serán mis invitados hasta que hayan redactado un informe que satisfaga a la reina.
Los ojos de Owden se apagaron al comprender lo que el rey quería decir.
—Como ordenéis, majestad —dijo el maestre de agricultura, inclinándose envarado.
—Bien. Durante el camino de vuelta quizá sea usted tan amable de explicarnos a Merula y a mí todo lo que hayan descubierto sobre ese pordiosero y la plaga. —Azoun dirigió una sombría mirada a Merula, y añadió—: Estoy convencido de que los magos guerreros tomarán cartas en el asunto… al menos en cuanto tengan una vaga idea de lo que está ocurriendo.
La coletilla satisfizo tanto a Owden como irritó a Merula.
—Será un placer, sire. A Merula y a mí nos gusta mucho conversar mientras viajamos.
—Oh, muchísimo —gruñó el mago.
—Excelente —dijo Azoun sonriendo al ver la mirada de Merula. Tuvo la sensación de que finalmente había logrado hacerse con las riendas de la situación—. Dauneth, ¿dónde le parece que deberíamos hacer noche? Es demasiado tarde para emprender el camino de vuelta, y no queremos echar a este pobre campesino de su casa.
—Buena idea, sire —respondió el guardián, y después hizo algunos gestos a sus hombres para empezar los preparativos.
Azoun levantó la mirada al cielo vespertino y vio la luz que despedía la primera estrella que apareció por el este.
—Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que lo hice. —Empezó a ponerse el anillo de sello en el dedo, y después dibujó mentalmente el rostro barbudo de Vangerdahast—. Tanto tiempo.
Cuando oyó en su mente la voz de Azoun, Vangerdahast estaba de pie sobre la hierba que cubría la orilla de la desembocadura del Estanque del Orco mientras los caballos pacían unos minutos.
«Esta noche dormiré bajo un manto de estrellas, amigo mío».
Vangerdahast bajó la mirada y lanzó un hondo suspiro de cansancio. Aunque el anillo de sello del mago estaba en el interior de las alforjas que colgaban a lomos de Cadimus (como el resto de objetos mágicos), Azoun no tuvo mayores problemas para ponerse en contacto con él. Consciente de que debía estar disponible para la familia real incluso cuando se librara del anillo para trabajar en el laboratorio o tomar un baño, el mago supremo había adoptado la precaución de hacer aquellos anillos familiares de manera que ellos siempre pudieran ponerse en contacto con él, aunque no llevara puesto el suyo. Aquélla no era la primera vez que se arrepentía de haber tomado tantas precauciones (recordó de inmediato una noche en particular, acompañado por una ninfa marina muy juguetona), pero sí era la primera vez que podía causarle serios problemas, tan serios que incluso se asustó.
«Pues yo no creo que duerma un ápice, gracias a vos —replicó Vangerdahast, hablando en voz alta—. ¿Qué se os ofrece?».
«Aquí las cosas están bajo control. Ya puede traer a Tanalasta de vuelta en cuanto le parezca».
«Me temo que eso no va a ser posible. —Vangerdahast empezó a rebuscar en las alforjas de Tanalasta los brazaletes, anillos y la capa—. Tanalasta ganó una apuesta. Nos encontramos en el Estanque del Orco».
«¿Una apuesta?».
«No preguntéis más —dijo el mago—. La cosa ha empeorado».
«¿No está dispuesta a abandonar la idea del templo?».
«Peor aún».
«¿Qué podría ser peor que eso?».
«Un Cormaeril —explicó Vangerdahast—. Un explorador Cormaeril que adora a Chauntea, llamado Rowen. Yo diría que la ha impresionado más de lo deseable».
«¡Creí que tenía usted un plan! —protestó Azoun—. ¿Qué clase de plan es ése?».
«No os pongáis nervioso. Quizás el explorador tenga un carácter desagradable, que odie a la realeza o algo parecido. —Vangerdahast cerró las alforjas de Tanalasta y se dirigió a lo largo del estanque hasta el campamento—. Pero en este momento tenemos problemas aún más acuciantes. Pedid a Alaphondar que busque toda la información posible acerca de una criatura llamada ghazneth. Es un fantasma, un demonio o algo peor, cuyas alas lo protegen de los efectos de la magia. No soy capaz de acabar con él».
«¿Que usted qué?».
«Nos ha estado hostigando, y al parecer también ha importunado a Alusair. —Cuando Vangerdahast se acercó al campamento, oyó un chapoteo en el agua—. Quizá tenga algo que ver con la desaparición de Emperel, pero no lo sé. Aún no hemos podido encontrar a Alusair».
«Esto no debería llevar tanto tiempo. ¿Qué diantre sucede?».
«Parece que la ghazneth siente cierta atracción por la magia —dijo Vangerdahast—, razón por la que Alusair tuvo que quitarse el anillo cuando intenté ponerme en contacto con ella desde la mansión de los Marliir. Me temo que no podremos hablar así mucho más rato, viejo amigo».
«Espere —dijo Azoun, preocupado—. Enviaré a Merula, acompañado de algunos Dragones Púrpura… también tengo a Owden aquí, conmigo».
«Eso no haría sino empeorar las cosas en lo referente a Tanalasta —repuso Vangerdahast—. Si las cosas vuelven a ponerse feas…».
«¿Vuelven?».
«No temáis, sire, la chica se manejó muy bien. —Vangerdahast se detuvo cerca de las piedras y bajó el tono de su voz—. Como estaba diciendo, siempre podremos teletransportarnos a Arabel».
«Vangerdahast, espero que sepa lo que hace».
«¡Pues claro que sí! —Vangerdahast parecía muy dolido—. Ahora no podemos abandonar… a menos que estéis dispuesto a permitir que vuestro desfile real se convierta en un cuadro de hortalizas».
Azoun se limitó a proferir un gruñido como respuesta. El mago sonrió para sí, y se adentró en el campamento, donde vio a Rowen sentado junto a la orilla, contemplando por entre el vapor un borrón blancuzco que tan sólo podía corresponder a la persona de la princesa Tanalasta, que flotaba en la superficie del oscuro estanque. Vangerdahast se acercó a ellos, boquiabierto y a grandes zancadas, atravesando el campamento para dar una suave patada con la suela en la espalda del explorador, y tirarlo de cabeza al agua caliente.
Rowen desapareció bajo la superficie durante unos segundos, y después asomó la cabeza a tres pasos a la izquierda con la espada desenvainada.
Cuando vio a Vangerdahast de pie bajo la luz de la luna, apartó el arma.
—¿Ha sido usted?
—Así es —gruñó Vangerdahast—. Y ya puede usted considerarse afortunado por haber recibido sólo un chapuzón. Espiar a la princesa de la corona cuando se baña podría considerarse un crimen contra la corona.
—¡Yo no espiaba a nadie! —exclamó Rowen, abriendo unos ojos como platos.
—¿Ah, no? Mirón.
—¡Vangerdahast! —Tanalasta nadó hasta la orilla y salió del agua, cruzada de brazos para ocultar como pudo su desnudez—. Es necesario que se disculpe ante Rowen. Yo le pedí que hiciera guardia mientras me bañaba.
—Dudo que le pidiera que os vigilara —gruñó el mago, pese a sospechar que quizá se le pudiera haber ocurrido tal cosa a la princesa. Vangerdahast miró fijamente a Rowen—. De haber cuidado de la seguridad de la princesa, en lugar de mirarla con esos ojos de bobo, quizá me habría oído acercarme.
—Vigilaba el horizonte —protestó Rowen. Aunque Tanalasta seguía cubriéndose con los brazos, el explorador se cuidó mucho de mirarla mientras hablaba—. Mi señora, debéis creerme. El motivo de que no le oyera…
—No le haga usted caso, Rowen —interrumpió Tanalasta—. Este viejo fisgón tiene fama de caminar de puntillas por todos los salones de palacio. Nadie puede mantener una conversación privada, sin haberse asegurado antes que está a solas, mirando tras las cortinas, vestidores y alcobas en veinte pasos a la redonda.
Aunque veinte pasos era una cifra poco aproximada, Vangerdahast optó por fingirse dolido.
—Aunque eso fuera cierto, princesa, ahora no estaba fisgoneando. —Se acercó a la orilla y tendió la capa a Tanalasta—. He estado hablando con vuestro padre.
Rowen se puso tan pálido como la luz de la luna, y después miró hacia el círculo de piedras.
—¿Está aquí el rey?
—No. —Vangerdahast hizo un gesto para que el explorador saliera del agua, y después apartó la mirada para que Tanalasta pudiera ponerse tranquilamente la capa—. Daos prisa, que no tenemos mucho tiempo.
—¿Tiempo? —Rowen salió del agua sin mirar a la princesa—. ¿Por qué?
—El rey está en Arabel —dijo Tanalasta mientras se ponía la capa. Hablaban a distancia.
—¿Magia? —preguntó Rowen, volviéndose hacia Vangerdahast—. ¡Alusair ya le advirtió que…!
—Pero no advirtió al rey, joven —repuso Vangerdahast—. Ahora, sea buen chico y prepare los caballos.
—Por supuesto. —La expresión de Rowen pasó de la rabia a la desazón—. Tiene usted razón, no disponemos de mucho tiempo.
El explorador envainó la espada, cogió su silla de montar y se dirigió donde estaban los caballos. Tanalasta hizo ademán de seguirlo, pero Vangerdahast la cogió del brazo.
—¿No olvidáis algo, princesa? —Señaló el lugar donde había dejado perfectamente dobladas la falda de montar y la túnica—. No deberíais tentar al pobre Rowen. No es justo que lo alentéis a obtener un premio que no tiene oportunidad de ganar.
—¿Y quién dice que no tiene oportunidad de hacerlo? —La princesa cogió su ropa y se dirigió hacia unas rocas para cambiarse.
Vangerdahast gruñó para sí. Sacó una moneda de oro del bolsillo, la arrojó al aire y recitó un encantamiento cuando empezó a caer. La moneda se detuvo a la altura de sus ojos.
—Vangerdahast, ¿ha perdido el juicio? —Tanalasta se asomaba detrás de la roca—. ¡Conseguirá atraerla!
—Eso me han dicho.
Vangerdahast cogió la moneda suspendida del aire y empezó a frotarla entre las palmas de sus manos. Un aura verdosa rodeó a la moneda, menos brillante que la luz de la luna que iluminaba la mano del mago.
—Ahora, observad y aprended, querida, observad y aprended. —Vangerdahast esperó a que Rowen volviera de preparar los caballos, y le preguntó—: ¿Adónde debemos dirigirnos, joven?
Cuando Rowen señaló hacia las colinas, Vangerdahast se volvió y arrojó la moneda en la dirección contraria. La moneda se alejó con un silbido en dirección al barranco, sobrevolando las tierras llanas y desapareciendo de su vista como una estrella fugaz.
—¿Una pista falsa? —preguntó Rowen.
—Bastará para que tomemos una o dos horas de ventaja —asintió Vangerdahast.
—Quizás infravalore usted la velocidad de la ghazneth.
Rowen se agazapó tras una roca, donde la luz de la luna iluminaba la lejana silueta de la ghazneth cuando ésta apareció sobrevolando la llanura.
—¿Cuánto tiempo permanecerá la moneda suspendida en el aire? —preguntó Tanalasta.
—El tiempo que tarde la ghazneth en cogerla. —Vangerdahast siguió mirando la solitaria llanura, asombrado de la velocidad a la que había perdido de vista a la oscura criatura—. ¿Quién sabe?
—Antes de lo que nos gustaría —concluyó Tanalasta.
La princesa salió completamente vestida de detrás de las rocas; lucía dos brazaletes en un brazo, y se había echado la capa por encima de los hombros, sin cerrar el broche. Los brazaletes no irradiarían magia a menos que se pusiera cualquiera de ellos en el otro brazo, pero si cerraba el broche de la capa activaría automáticamente diversas medidas mágicas que a buen seguro llamarían la atención de la ghazneth. Vangerdahast se puso su capa por encima de los hombros sin abrocharla, y después de montar se alejaron en silencio del Estanque del Orco.