6
El mago supremo estaba asustado —sólo un loco hubiera permanecido sereno en semejante situación—, pero también se sentía cegado por la furia. Su corazón latía con fuerza en su pecho, latía como no lo había hecho en setenta años. Cada latido de su corazón le impelía a chamuscar al fantasma con el rayo y la tormenta, a atacarlo una y otra vez hasta reducirlo a un montón de cenizas, a una mancha en la cima del risco.
Vangerdahast nunca había experimentado la furia de la batalla, y no alcanzaba a comprender a qué se debía. El mago supremo había advertido a Azoun en más de una ocasión que las batallas no las ganaba uno por lo rabioso que estuviera, sino por lo frío que se mantuviera, por el cálculo desapasionado, y ahora allí estaba él, luchando tan encarnizadamente por controlar sus propias emociones como por derrotar al enemigo. Era desesperante. Los restos de su último rayo mágico seguían trazando parches transparentes a lo largo de la estructura de cuero del ala del fantasma, y el mago se dispuso a bajar la vara y pronunciar las palabras arcanas que volverían a invocar el mismo hechizo inútil. La situación le parecía descorazonadora.
Vangerdahast bajó la vara y deslizó una mano en el interior de la manga de su túnica. Mientras buscaba en un bolsillo diminuto, lo más rápido posible, la telaraña que siempre llevaba encima, el fantasma lo observó por encima del ala y se arrojó contra él. La montura de Vangerdahast dio un respingo y estuvo a punto de tirarlo de la silla. El fantasma cayó sobre un ala, empujando al aterrorizado caballo hacia el borde del risco. El mago sacó la mano de la manga, y arrojó una bola de telaraña contra aquella cosa oscura mientras recitaba un encantamiento.
Antes de que acabara de pronunciar la primera palabra del hechizo, el fantasma replegó las alas y cayó al suelo. Al caer, una maraña enorme de fibra pegajosa surgió a su alrededor, atrapando a la criatura en una masa amorfa de filamento blanco.
El caballo de Vangerdahast estuvo a punto de caer por el precipicio, pero al frenar en seco el mago salió volando de la silla. Maldijo a su montura por ser tan cobarde, y extendió la mano para agarrarse a las crines del animal mientras volaba hacia una duna situada a cientos de metros de distancia.
Vangerdahast experimentó una irritante molestia cuando la magia de la túnica se activó por sí misma, y las solapas de la capa se extendieron hacia fuera para improvisar una especie de vela. Planeó hacia el suelo y pasó volando junto al guardia al que el monstruo había golpeado con el ala. El pobre diablo había caído de cabeza sobre la arena, donde yacía enterrado hasta los hombros después de partirse el cuello. Un desgarro sanguinolento en la coraza señalaba el lugar donde lo había golpeado el ala del fantasma.
Vangerdahast se volvió mientras sacaba una pluma del interior de la túnica. Seguía invadido por aquella extraña furia asesina, y recitó un hechizo rápido al tiempo que estiraba los brazos; en ese preciso momento se elevó en el aire, diciéndose que tenía una buena razón para volver al combate antes de comprobar si Tanalasta se encontraba bien. Tenía que averiguar de dónde había salido aquel fantasma. Necesitaba saber por qué había ayudado a la tribu de orcos. Tenía que matarlo antes de que burlara la seguridad de su magia y pudiera escapar. De todo ello lo último era sin duda lo más importante.
El mago se elevó con gracia, ascendiendo por el acantilado sin que su enemigo pudiera verlo. Al subir, oyó el entrechocar del acero y los relinchos de los caballos en la lejanía. Por alguna razón que no alcanzó a comprender, Ryban se había enfrentado a los orcos en lugar de huir de ellos como habían planeado. Maldijo al soldado por ser tan valiente y se tocó el broche de garganta de la túnica. Cuando el bronce empezó a producirle un cosquilleo en los dedos, imaginó el rostro de Ryban.
«¡A menos que esté usted defendiendo a la princesa, abandone el combate y vaya a buscarla!».
«No la encuentro, y aunque pudiera retirarme no lo haría —respondió Ryban—. ¡Nos veremos en Everwatch!».
El cierre de la garganta se tornó frío al tacto de Vangerdahast, quien de pronto cobró conciencia del sentimiento de pena y perplejidad que sentía. No era propio del capitán de los Dragones Púrpura negarse a cumplir con su deber, ni pensar que alcanzaría Everwatch después de desobedecer una orden directa. Everwatch era el palacio celestial de Helm, el dios de los guardianes, y sólo los guardianes más fieles aspiraban a servir allí por toda la eternidad.
Vangerdahast voló en círculos para ganar la cima por la parte opuesta al risco por donde había caído, y al llegar puso el pie en tierra. Descubrió que la telaraña mágica empezaba a disolverse, transformándose en una sustancia viscosa y translúcida de color gris seda, bajo la cual vio la forma de una femenina columna vertebral, muy marcada, de la que surgían las bases de dos alas de cuero blanco. Poco más podía verse de la figura. Parecía hecha un ovillo, tenía el cuello y los hombros inclinados hacia adelante, las piernas encogidas ante la barbilla, y las alas plegadas alrededor del cuerpo.
Vangerdahast se acercó caminando a gatas, luchando por recuperar el control de sus emociones antes de atacar. Vio el extremo de su vara de guerra que asomaba por entre la masa viscosa. El fantasma no parecía forcejear, pero la telaraña se disolvía a pasos agigantados, encogiéndose alrededor de la criatura como si fuera una especie de capullo. El mago hizo memoria del hechizo más rápido y mortífero que conocía, lo preparó y se acercó a cinco pasos de la criatura, que hizo ademán de retorcer las alas blancas.
—Bien hecho, mago —dijo con voz rasposa—. No hay muchos que puedan alardear de haber capturado a una ghazneth y vivan para contarlo. ¿Qué es lo que deseas?
—¿Ghazneth?
—¿Eso es lo que deseas? —preguntó el fantasma—. ¿Saber qué soy?
La telaraña seguía encogiéndose alrededor de la ghazneth, o como quiera que se llamara el monstruo.
Vangerdahast apuntó el dedo a la espalda del fantasma.
—Entre otras cosas.
—¿Qué otras cosas? —La voz de la ghazneth empezaba a parecer vagamente humana… femenina, con un acento arcaico de Cormyr—. Sabes que sólo es posible un deseo.
—No soy yo quien corre peligro de ser objeto de un hechizo mortífero —repuso Vangerdahast—. Ni soy del tipo de personas que aceptaría un deseo de alguien como tú. Yo preguntaré y tú responderás. Si eres honesta conmigo, quizá te envíe de vuelta al infierno del que saliste, en lugar de permitir que tu cadáver se pudra y corrompa en estas tierras.
La ghazneth flexionó un poco las alas (lo suficiente como para dar a entender al mago que no estaba tan atrapada como parecía).
—Deseo por deseo —dijo—. Extraño deseo es ése, pero te lo concedo.
—No he pedido nada —replicó Vangerdahast, consciente de que el fantasma intentaba dar la vuelta al sentido de todo lo que decía. Tanto le molestó que estuvo a punto de pronunciar la sílaba que desataría su hechizo mortífero—. No te debo nada.
—No es cierto.
La telaraña se reducía a una simple capa de tela que envolvía el cuerpo de la ghazneth. Vangerdahast avanzó un paso para recuperar la vara, y retrocedió enseguida al observar que el color negro volvía a envolver los extremos de las alas de la criatura.
—Me debes mucho más de lo que crees, Vangerdahast —prosiguió la ghazneth—, y vas a pagar… tú y Cormyr.
—¿Vangerdahast? Qué honrado estoy de que sepas mi nombre, ghazneth. Sólo soy un modesto mago guerrero.
—Cuidado con las mentiras que digas —advirtió la ghazneth—. O acabarás como yo.
—Por muy innecesario que pueda parecerme semejante consejo, te aseguro que lo tendré en cuenta —dijo Vangerdahast, más dispuesto que nunca a negar su nombre. Aquella cosa tenía cada vez más pinta de ser un demonio, y nunca era aconsejable admitir el nombre de uno ante un demonio—. ¿De dónde dices que conoces a ese Vangerdahast? Me gustaría informarle de su deuda.
—No hablaré del asunto si no es con Vangerdahast. —El cuerpo de la ghazneth adquirió un brillo húmedo, surcado por filamentos grisáceos, restos del hechizo utilizado por Vangerdahast para retener a la criatura—. Sin embargo, podéis decirle lo siguiente: si no paga, Cormyr lo hará.
—¿Cómo? —Al ver que la criatura no respondía de inmediato, Vangerdahast espetó—: ¡Responde! Se me agota la paciencia, tanto como se disuelve esta telaraña.
—¡Qué lástima… nada me retiene! —El fantasma rodó hacia Vangerdahast, levantando un ala para escudarse y otra para tirarlo al suelo.
El mago saltó hacia atrás, colocándose fuera del alcance de las alas. Tuvo tiempo de atisbar el rostro grave y de perfil aguileño de una anciana, antes de que los ojos de la ghazneth abandonaran el azul para tornarse blancos y su rostro quedara oculto por un velo de oscuridad. Señaló con el dedo al pecho de la criatura y escupió la sílaba que desataría el hechizo mortífero que había memorizado. La ghazneth plegó el ala superior con la intención de protegerse, pero Vangerdahast apenas había cerrado los labios cuando un círculo blanco se dibujó en el torso de la criatura.
El fantasma profirió un chillido agudo y se encogió por el pecho, mientras las garras largas que tenía arañaban surcos en el pecho desnudo. La carne que había bajo la mano se tornó pálida y blanda, y empezó a rezumar entre sus dedos como cera caliente.
El mago se encogió de hombros.
—Tenías razón: soy Vangerdahast.
Debió saber con quién se las jugaba.
La mano de la ghazneth resbaló por su pecho, para revelar un vacío desigual allá donde el mago había atacado a la criatura. A través del agujero vio una maraña de venas y una masa informe de moho viscoso, cuya forma recordaba a la de un corazón. Vangerdahast trastabilló sorprendido ante la sensación de pánico que lo embargaba. Era incapaz de recordar la última vez que había experimentado aquella sensación, pero muy probablemente se remontara a antes de que el rey Azoun ciñera la corona.
La ghazneth se apoyó despacio en sus patas de avispa, mientras Vangerdahast se esforzaba en pensar.
«De modo que el corazón de esa cosa está cubierto de moho. Eso no significa que sea indestructible. Podía ser de naturaleza no muerta o demoníaca», pensó.
Tenía medios para combatir ambas posibilidades. Lo único que debía hacer era suponer exactamente de qué se trataba, y lanzar un hechizo o dos que burlara el escudo de sus alas, sin permitir que esa cosa le arrancara antes las tripas de cuajo.
La ghazneth dio dos pasos a un lado, para situarse entre Vangerdahast y la batalla interminable entre los orcos y los Dragones Púrpura de Ryban. El mago se preguntó si habría llegado el momento de recurrir a lo que los magos guerreros consideraban el artilugio más útil de la túnica: el bolsillo de huida. Rebuscó en la túnica el bolsillo secreto, pero entonces cayó en la cuenta de que huir no era la solución. Tanalasta no estaba muy lejos, y era muy probable que la criatura la encontrara si volvía a elevarse en el aire.
La ghazneth extendió sus alas, cortándole la vía de escape, salvo que quisiera volar o saltar por el acantilado. El pánico de Vangerdahast se convirtió en decisión, y encontró el bastón pacificador enfundado en el interior de la túnica. Era una herramienta muy común, que estaba al alcance de cualquier capitán de los Dragones Púrpura; un bastoncillo casi tan poderoso como las varitas que seguían enfundadas en los correspondientes bolsillos de su túnica, aunque el bastón tenía la ventaja de ser muy manejable y rápido.
La ghazneth avanzó sin quitar ojo a la mano del mago. Vangerdahast permitió que lo llevara hacia el borde del acantilado, rogando que el monstruo no supiera que podía volar. No había ninguna razón para creer tal cosa. La criatura era presa del hechizo de telaraña cuando él cayó por el precipicio y, por supuesto, estaba de espaldas cuando volvió a subir.
Vangerdahast alcanzó el borde del precipicio y se detuvo. La ghazneth se dispuso a saltar sobre él, y el mago sacó el negro bastón pacificador del interior de su túnica.
—Última oportunidad para rendirte. De otro modo, no quedará ni rastro de ti, ni siquiera para hacerme un par de botas.
Apuntó el extremo del bastón a la ghazneth y, como era de esperar, el fantasma plegó el ala oscura sobre sí para absorber la bola de fuego que esperaba recibir.
Vangerdahast se arrojó hacia atrás y emprendió el vuelo. Giró sobre sí mismo en el aire y ascendió volando en línea recta a lo largo de la pared del acantilado, con intención de regresar al lugar donde había saltado. La ghazneth apareció en aquel preciso instante, saltando al vacío con las alas extendidas.
Vangerdahast golpeó su pecho con el bastón pacificador, y gritó:
—¡Al este!
La ghazneth se vio impulsada repentinamente hacia el cielo, como si la hubieran arrojado desde una catapulta, y después se alejó en dirección este entre chillidos de rabia y confusión.
Vangerdahast rió quedo durante algunos segundos, y regresó a la cima. La criatura tardaría una media hora en recuperarse de la magia de repulsión que había invocado con el bastón. Tiempo más que suficiente para reunirse con Tanalasta y marcharse de allí. Guardó el bastón en su túnica y cogió el anillo de sello.
Agazapada tras la última duna que daba paso a las Tierras de Piedra, Tanalasta observó cómo el fantasma se alejaba volando hacia el este, y guardó el anillo de sello en un bolsillo de la capa. Lo último que quería en aquel momento era hablar con Vangerdahast. La criatura podía oír su conversación gracias al anillo, y fuera lo que fuese lo que el mago hubiera hecho a la criatura, no quería que ésta las pagara con ella.
El fantasma fue alejándose hasta convertirse en una mota, y finalmente desapareció. Sólo entonces volvió Tanalasta hacia su caballo, y empezó a desandar el camino que había recorrido al alejarse de la cima, procurando no perder su propio rastro. Las primeras dos veces que tuvo que coronar una duna, vio que Vangerdahast la buscaba desde la cima de la colina, asomándose por la ladera de la montaña u observando la caravana, que parecía recuperarse del ataque. La tercera vez encontró al caballo del mago escondido en una depresión del terreno, agachado contra el lado de sombra de una roca, temblando de terror. Condujo su caballo hacia la montura del mago, y habló a la asustada bestia en un tono de voz tranquilizador. El caballo la miró con ojos cansados, abiertos y desconfiados.
Tanalasta se detuvo a una docena de pasos del caballo.
—Vamos, Cadimus. —Mantuvo las manos en la perilla de la silla, consciente de que lo asustaría si intentaba acercarse o precipitar las cosas—. ¿No me reconoces? Soy amiga de Vangerdahast.
El caballo inclinó las orejas hacia adelante al oír el nombre de su amo. Tanalasta levantó lentamente la mano y señaló hacia el risco.
—Vangerdahast —dijo—. ¿Le conoces, verdad? Vangerdahast está bien. ¿Por qué no me acompañas a verle? Vangerdahast está ahí mismo.
El caballo se volvió hacia donde señalaba Tanalasta. Al no ver el risco, oculto tras una duna de arena, empezó a andar lentamente, Tanalasta se inclinó para coger las riendas, pero el caballo resopló a modo de advertencia e inclinó la cabeza para apartarla de la princesa.
—De acuerdo, Cadimus. —Tanalasta volvió a enderezarse en la silla—. Sígueme tú solito. Vamos a reunirnos con Vangerdahast.
Volvió su propia montura y se dirigió sin prisas hacia el risco, procurando no poner nervioso al caballo. No sabía qué había ocurrido allí arriba, pero debía de haber sido terrible. Cadimus era un caballo valiente, criado en el espíritu de la lucha. Su hermano, Damask Dragon, era el caballo de batalla favorito de su padre.
Finalmente se acercaron tanto a la cima que el lugar empezó a asomar sobre la cresta de la duna. Cadimus se puso más nervioso que nunca, se detuvo para resoplar y escarbar el terreno con los cascos. Al principio, Tanalasta intentó tranquilizarlo con susurros, pero cuanto más hablaba mayor empeño ponía el caballo en volver sobre sus pasos.
La princesa decidió intentar una estrategia diferente: volvió la mirada y se alejó al galope sin decir una sola palabra. Era una estrategia muy arriesgada, no sólo porque temiera que el pobre animal se quedara vagabundeando por las Tierras de Piedra, sino también porque Vangerdahast era un hombre bastante corpulento. Aunque podían viajar los dos en su propio caballo, a Tanalasta no le apetecía lo más mínimo compartir la silla de montar con el mago en las jornadas de viaje que se avecinaban.
La princesa cabalgó casi cincuenta pasos antes de que Cadimus emprendiera el trote detrás de ella; resoplaba enfadado e intentaba ponerse a la altura del caballo de Tanalasta para desequilibrarlo, como si quisiera convencerlo de que diera la vuelta. Tanalasta se dejó alcanzar y consiguió hacerse con las riendas de la montura de Vangerdahast y tirar de ellas.
—¡Menudo caballo de batalla estás tú hecho!
Cadimus resopló disgustado, pero agachó las orejas y dejó de empujar a la yegua. Tanalasta suspiró aliviada y lo condujo otra docena de pasos colina arriba, momento en que no les quedó más remedio que disponerse a superar la duna.
A la sombra del risco, tenían que ascender trabajosamente por la ladera de la montaña si querían llegar a la cima. Cadimus movió la cabeza para tirar de las riendas a modo de protesta, pero Tanalasta emprendió el ascenso apartándose ligeramente de la línea de visión del risco, para que el caballo no creyera que se dirigían al mismo lugar del que antes había huido al galope.
Al descender por la duna se produjo a su espalda un ruido similar al de una corriente de aire. Cadimus profirió un relincho aterrorizado y salió al galope, estando a punto de tirar a Tanalasta de la silla. Consiguió cogerse a la perilla, y después desmontó y se volvió hacia la cima de la duna, señalando con una mano hacia el sonido, mientras con la otra acariciaba el brazalete mágico.
—¡Ni se os ocurra! —ordenó Vangerdahast, que aterrizó sobre la duna acompañado por una pequeña tormenta de arena—. Ya he sufrido bastantes golpes por hoy.
Tanalasta bajó el brazo, no muy sorprendida de ver volar al mago.
—¿La próxima vez podría usted avisarme? —Bajó la mirada y reparó en Cadimus, que se alejaba al galope—. Mire lo que ha hecho.
—¡No tengo tiempo que malgastar en advertencias! —El mago señaló al dedo de la princesa, donde esperaba encontrar el anillo de sello—. Además, ¿cómo podía avisaros? ¡Hace quince minutos que estoy intentando hablar con vos a través del dichoso anillo!
—Eso me pareció que haría. —Tanalasta volvió a encaramarse en la silla de montar—. Por eso me lo quité.
—¿Qué? —preguntó Vangerdahast, cuyas mejillas se arrebolaron hasta semejar rubíes.
—Temía atraer la atención del fantasma. —A regañadientes, Tanalasta le ofreció la mano para que montara en la silla—. Puede oír todo lo que decimos a través de los anillos.
—No seáis ridícula —replicó Vangerdahast, frunciendo el entrecejo. Enarcó una ceja y con la mirada ausente hizo un gesto con la mano para rechazar la oferta—. Por otro lado…
Sin molestarse en terminar la frase, se llevó dos dedos a la boca y silbó para llamar la atención de su caballo.
—Por otra parte, ¿qué? —preguntó Tanalasta.
—Acompañadme. —Vangey extendió los brazos, saltó en pleno aire y sobrevoló la posición de Tanalasta—. No tenemos mucho tiempo.
Tanalasta no tuvo que preguntar la causa de las prisas del mago. Si había intentado hablar con ella mediante el anillo, el fantasma sabía que se habían separado y podía volver con la esperanza de encontrarla. Galopó siguiendo al mago y Cadimus no tardó en unirse a ellos: el caballo parecía haber recuperado la confianza en sí mismo, simplemente por haber visto a su amo.
Tanalasta alcanzó al mago volador y se puso a su altura para poder hablar.
—Vangey, ¿por qué huye usted de esa cosa? —Tuvo que inclinar el cuello para que pudiera oírla—. ¿Por qué no la mató cuando tuvo ocasión de hacerlo?
Cuando Vangerdahast la miró desde arriba, pudo leer en sus ojos cierta preocupación.
—Me cogió un poco por sorpresa —admitió—. Y para seros sincero, en realidad no tengo la menor idea de a qué puede obedecer una ghazneth.
—¿Ghazneth?
Alcanzaron la base de la colina, y Vangerdahast se alejó volando, por lo que no pudieron seguir hablando. Ascendieron en diagonal por la ladera en dirección oeste, hasta que se volvió lo bastante rocosa como para poder ocultar las huellas de cascos en caso de que los siguieran. Después se dirigieron hacia el este, alejándose de los orcos que aún se movían por todas partes en el campo de batalla del sendero del Rayo de Piedra. Tanalasta observó el lugar y pudo ver que Ryban se había quedado para enfrentarse a los marranos. Vio a una docena de Dragones Púrpura tendidos entre los muertos, mientras cuadrillas de orcos disputaban entre sí por las sillas de, al menos, el doble de caballos. Se le hizo un nudo en la garganta, y rogó que ninguno de esos Dragones hubiera permanecido en la batalla por creer que ella estaba en peligro, aunque le pareció que era el único motivo plausible.
En cuanto hubieron ascendido a suficiente altura para que la llanura quedara oculta por la tormenta de polvo, Vangerdahast se dirigió a la loma de la montaña. Abrió el camino hasta llegar a un refugio que se reducía a un entrante en la roca, y después dejó a Tanalasta que diera de comer a los caballos e hiciera guardia, mientras él daba una vuelta en busca de posibles vías de escape. Al volver, señaló una montaña que se encontraba a un kilómetro de distancia, en cuya cresta había una roca enorme en forma de espiral.
—Si la ghazneth nos encuentra, usad el bolsillo de huida de la capa para dirigiros allí, después descended por la ladera opuesta y cabalgad como alma que lleva el diablo. —La miró entornando un ojo—. No lo habéis utilizado aún, ¿verdad?
Tanalasta hizo un gesto de negación.
—¿Y os acordáis de cómo se hace?
—No soy sorda. —Tanalasta hizo ademán de meter la mano en el bolsillo secreto de su capa—. Estas capas no son tan difíciles de usar. Pero ¿por qué preocuparse tanto? Matemos a esa cosa y acabemos de una vez por todas.
—No creo que sea tan fácil. —Vangerdahast volvió a sonrojarse.
—Creí que podía usted con cualquier cosa —dijo Tanalasta.
—No me gusta adelantar acontecimientos —dijo Vangerdahast, evitando así nuevas preguntas. Sacó un puñado de componentes para hechizos del bolsillo, y empezó a disponerlos todos sobre la superficie de una roca, recurriendo al trabajo como excusa para evitar la mirada de Tanalasta—. Conocía mi nombre.
—Pues claro que sabía su nombre. —No por hablar, Tanalasta dejó de hacer guardia—. Ya le dije que podía escuchar lo que decíamos a través de los anillos.
Vangerdahast replicó, pero Tanalasta no lo oyó bien. De pronto se le había ocurrido algo terrible, e intentó desesperadamente encontrar una razón que invalidara sus peores temores. Al no conseguirlo, la princesa cogió a Vangerdahast por el hombro.
—Vangey, ¿y si ésa es la razón de que Alusair se quitara el anillo?
Vangerdahast la miró confundido, pero no dijo nada, y la princesa se dio cuenta de que no le había prestado más atención de la que ella le había prestado a él. Sacó el anillo de sello del bolsillo y lo observó sobre la palma de su mano.
—Vangerdahast, me lo quité para no llamar la atención de la ghazneth —dijo—. ¿Y si Alusair se vio obligada a hacer lo mismo?
—¿Por qué iba a hacer algo así? —preguntó Vangerdahast molesto—. La ghazneth está aquí. —La mirada del mago se iluminó al comprender a qué se refería—. ¡No!
—No sabemos lo que ha sucedido —intentó tranquilizarlo Tanalasta—. El silencio de Alusair podría deberse a que se limita a ser cautelosa. Después de todo, no sabe dónde está esa cosa.
Más preocupado que nunca, Vangerdahast se volvió hacia Tanalasta.
—Muchísimas gracias: antes no estaba preocupado por Alusair. —El mago palidecía ante la mirada de la princesa—. Ya os lo dije. La ghazneth dijo que le debía algo. Si no pago, Cormyr lo hará.
—¿Habló usted con esa cosa? —Tanalasta clavó la mirada en el arrugado rostro del mago, en lugar de mantenerse ojo avizor.
—Lo decís como si hubiéramos tomado juntos el té —gruñó Vangerdahast—. Tenía atrapada a esa cosa en una telaraña mágica.
—¿Y la soltó?
—No hice nada de nada. No sé cómo, pero logró disolver mi telaraña… quizá la absorbió, o algo así. El caso es que no tengo la menor idea de cómo lo hizo. —El mago se acercó a Cadimus para sacar el libro de sortilegios de las alforjas del caballo—. Cuando volvamos a Arabel, quizás el sabio supremo pueda decirme qué es exactamente una ghazneth. No puedo teletransportarnos de vuelta hasta mañana por la mañana, pero si podemos hacer noche aquí…
—¿Volver? —preguntó Tanalasta—. ¿A Arabel?
Vangerdahast abrió el libro de sortilegios y empezó a pasar páginas, sin prestar atención a la princesa.
—Por supuesto. ¿No pensaréis que permitiré que sigáis aquí?
—¡Y usted no creerá que voy a volver sin haber encontrado a mi hermana Alusair!
—¡Basta, alteza! —Vangerdahast cerró el libro con fuerza—. Vuestra temeridad ya nos ha costado la vida de muchos hombres valientes.
—¿Mi temeridad, Vangerdahast?
—Vuestra temeridad —insistió el mago—. ¿No fuisteis vos quien insistió en que debíamos destruir a la tribu de orcos, «como lo hubiera hecho Alusair»?
—Sí, pero eso no quiere decir…
—Y como consecuencia de ello hemos perdido a toda la compañía de Ryban.
—¿Cómo puede usted decir que ha sido por mi culpa? —Tanalasta se sentía dolida—. ¡Se suponía que debían disparar unas cuantas flechas y emprender la huida!
—Eso no cambia la situación —insistió Vangerdahast—. Habéis jugado con la vida de los hombres, y no voy a permitir que toméis más decisiones que no os competan.
—Vangerdahast, lamento la pérdida de Ryban y sus hombres —dijo Tanalasta, abriendo los ojos como platos—, pero no soy temeraria. Si usted y el rey están jugando conmigo, me gustaría que me lo dijera ahora.
—El rey habló en serio, eso os lo aseguro. No permitirá que una orden de monjes ocupe un puesto de semejante influencia.
—¿Él no lo permitirá, Vangerdahast? —preguntó Tanalasta—. ¿O es usted quién no lo permitirá?
—En este asunto ambos compartimos la misma opinión —insistió Vangerdahast—. Pero eso no tiene nada que ver con vuestro inminente regreso a Arabel. Constituye un acto de traición el hecho de que os empeñéis en arriesgar la corona, al arriesgar de este modo tanto vuestra vida como la de los demás.
—Sería un chantaje si el rey jugara de farol —replicó Tanalasta—. Y si es así, la traición pesará sobre vuestra conciencia, no sobre la mía. No he hecho otra cosa que tomar las palabras de mi padre al pie de la letra.
—El rey no jugaría de farol con su propia hija.
—Entonces sólo hay una forma de interpretar cuál es nuestro deber —afirmó ella—. El rey nos ha enviado a buscar a la princesa de la corona, y esta criatura ghazneth nos ha apremiado a encontrarla.
Vangerdahast soltó un hondo suspiro, claramente frustrado por el dilema en que se encontraba sumido. Tanalasta volvió a vigilar los alrededores, a ver si entre la polvareda atisbaba el borrón de unas alas oscuras en el horizonte.
—Princesa, sed razonable —dijo Vangerdahast—. Aunque todo lo que me decís es cierto, ni siquiera vos podéis admitir que vuestro padre pudiera pensar que sucedería algo así cuando os envió a las…
—No sé qué tendría el rey en la mente —interrumpió Tanalasta—. Lo que sí sé es que estoy aquí, y que el rey me ordenó que buscara a Alusair.
En silencio, la princesa añadió que precisamente debía cumplir la misión porque el rey nunca había supuesto que pudiera entrañar ningún peligro. El hecho de permitir que el fantasma les obligara a volver a Arabel, tan sólo confirmaría la convicción de su padre de que debía protegerla. Pero si encontraba a Alusair y descubría lo que ocurría en las Tierras de Piedra, quizás empezara a confiar en las decisiones que algún día tomaría como soberana.
Un instante después, Vangerdahast suspiró.
—De acuerdo. Si os empeñáis en fingir que no comprendéis cuál es el motivo real de este viaje, os lo explicaré.
—No es necesario, Vangerdahast —dijo Tanalasta, levantando la palma de la mano—. Lo que usted no parece comprender es que en realidad ya sé el porqué de todo esto. Los magos guerreros temen que los clérigos reales ocupen su lugar; usted teme tener en breve un maestre de agricultura real que compita por el oído del monarca, y el rey teme incomodar tanto a unos como a otros.
—Nuestras reservas no son de una naturaleza tan mezquina —replicó Vangerdahast—. A mí me preocupan los celos que puedan generarse entre las diversas religiones, mientras que la cuestión que hace referencia a la lealtad dividida es completamente inadmisible…
—Sí, sí. Conozco de sobra los argumentos en contra, y sé que usted es la única cabeza pensante de todo el reino. Que no piensa en otra cosa, vamos. —Tanalasta hizo una pausa y después añadió con ironía—: Jamás cuestionaría su lealtad, sólo su convicción de que ninguna otra persona pueda saber lo que es bueno para Cormyr.
—¡Señora! —vaciló Vangerdahast—. Eso no es justo.
—No, pero es cierto. Quizás usted sea la única persona que conozca las necesidades de Cormyr. Incluso yo debo admitir que, por lo general, tiene razón en todo. —Tanalasta cogió aire y reunió valor para continuar—: Es a mí a quien todos vosotros no comprendéis. Si no puedo ser reina a mi manera, entonces no reinaré.
Vangerdahast la observó como si acabara de conocerla.
—¡Por la Urdimbre! ¿Renunciaríais al trono por un puñado de clérigos?
—Renunciaría por varios motivos —respondió Tanalasta—. Por esa razón me corresponde a mí decidir que es necesario encontrar a Alusair. Al parecer, soy la única persona que se ha tomado en serio esta misión.
Vangerdahast apartó la mirada y observó la polvareda.
Tanalasta lo dejó a solas con sus pensamientos, satisfecha, pues creía que había ganado por la mano la discusión. Siguieron de ese modo, planeando la siguiente maniobra en su particular guerra de voluntades, hasta que una mancha borrosa en forma de «V» se recortó contra el cielo, hacia el este. Era tan pequeña, que si la princesa no llega a estar mirando en esa dirección, no la habría visto.
La forma distante se volvió más y más grande a una velocidad alarmante, y Tanalasta no tardó en distinguir las alas de cuero que se movían arriba y abajo entre la polvareda. Seguía un rumbo paralelo al lugar donde se ocultaban en las montañas, y pasó de largo sin volverse hacia ellos. La princesa deseó con todas sus fuerzas que los supervivientes de la caravana y los de la compañía de Ryban se hubieran alejado todo lo posible.
En cuanto desapareció tras la montaña, Vangerdahast se volvió hacia la dirección aproximada en donde se encontraba la polvorienta llanura, y apiló tres piedras al borde de una zanja.
—Vendrá por aquí.
—¿Vendrá? —preguntó Tanalasta.
—Siempre y cuando estéis en lo cierto de que pudo oír la conversación que mantuvimos a través de los anillos —explicó el mago mientras hundía la mano en el bolsillo interior de la capa—. Claro que lo que voy a hacer es convertirme en el emisor, aunque dudo que eso suponga alguna diferencia. Si esa cosa puede interceptar una forma de telepatía, sospecho que podrá interceptar la otra.
—¿De qué está hablando? —preguntó Tanalasta, contrariada.
—De encontrar a Alusair, por supuesto —respondió el mago—. Dijisteis que eso era lo que os proponíais hacer.
—Me refería a buscarla físicamente, no a convidar a la ghazneth a que nos siguiera la pista.
—¿Y por dónde os habéis propuesto buscarla? —preguntó Vangerdahast.
—¿No lo sabéis? —preguntó a su vez Tanalasta, incrédula—. ¿Ni siquiera habéis intentado encontrarla?
—¿Y de qué hubiera servido? Cuando no quiere que nadie la encuentre, se quita el anillo de sello y se oculta de todas las miradas. —El mago se refería al anillo mágico de intimidad que Alusair había obtenido después de mucho insistir a Azoun. Al ponérselo, podía impedir que ni siquiera la magia de Vangerdahast la localizara—. Aunque no se haya puesto el anillo de ocultación, Alusair se mueve rápidamente. No tiene sentido intentar localizarla, hasta que estemos en posición de emprender la caza.
—Y hasta que usted haya tenido tiempo suficiente para quitarme de la cabeza todas las ideas inconvenientes que pueda tener —añadió Tanalasta secamente.
—Quizá. —Vangerdahast se encogió de hombros—. Lo cual nos lleva al mismo dilema: ¿dónde buscar?
—Puesto que Alusair iba tras la pista de Emperel, no creo que tarde mucho en pasar por la Caverna de la Espada Durmiente —señaló Tanalasta. La caverna era un refugio secreto de los Señores Que Duermen, una compañía de guerreros hibernados a quienes Emperel tenía el encargo de cuidar—. Creo que podríamos empezar por ahí.
—¿Y llevar allí a la ghazneth? —replicó Vangerdahast—. No me parece que sea muy buena idea. Intentamos mantener el emplazamiento de la compañía en secreto, como bien sabéis.
—¿Y por dónde empezaría usted? —preguntó Tanalasta condescendiente, abriendo los ojos.
—¿Por qué no se lo preguntamos a Alusair? —replicó Vangey.
—Porque Alusair no lleva puesto el anillo de sello —respondió Tanalasta, exasperada—. Y porque tenemos razones para creer que tiene un buen motivo para no ponérselo.
—Cierto, pero ese motivo está por aquí, buscándonos a nosotros. —Vangerdahast señaló hacia el risco donde se había enfrentado a la criatura—. Probablemente sea la única oportunidad que tendremos de establecer contacto con Alusair, sin poner su vida en peligro. Además, podemos poner a prueba vuestra teoría de que la ghazneth puede oír todo lo que digamos a través de los anillos.
El mago no dio a entender que si Tanalasta tenía razón, no tendrían más remedio que huir a toda prisa para no enfrentarse a la ghazneth. No obstante, a juzgar por los preparativos, Vangerdahast estaba dispuesto a aceptar el combate.
—Antes de dar mi conformidad, dígame cuáles son sus planes. —Tanalasta señaló el montoncillo de chucherías dispuestas sobre la piedra. Reconoció un diente de ajo, una rama de romero, un vial de agua bendita, además de otros objetos extraños—. ¿Para qué quiere todo eso?
—Se trata de un experimento sin importancia —respondió Vangerdahast, con una de sus sonrisas inocentes que ponían nerviosa a Tanalasta desde que tuvo edad para articular palabra. Cogió una pluma de paloma y añadió—: No sé exactamente qué es una ghazneth, de modo que me es muy difícil averiguar qué puede rechazarla, pero apostaría algo a que esto servirá. Jamás me he cruzado con un demonio al que le guste la pluma de una paloma.
—¿Planea expulsarla?
—Si estáis en lo cierto de que puede leer nuestras mentes, sí. —Vangerdahast cogió una roca, y después empezó a dibujar un pentagrama sobre su superficie—. Pienso enviarla derechita al infierno del que salió, sea cual fuere.
—¿Y si no lo consigue?
Vangerdahast señaló con un dedo nudoso la estribación montañosa, en cuya cima se erigía la piedra en forma de espiral que había señalado cuando llegaron.
—Para eso están las vías de escape. ¿Pensáis ayudarme o no?
—Espero que todo esto no sea fruto de su orgullo —asintió Tanalasta. Después de haber recordado al mago cuál era su deber, no podía negarle su ayuda—. ¿Qué quiere que haga?
Vangerdahast le explicó su parte del plan, y después se volvió para continuar con los preparativos, mientras ella desataba los caballos. Cuando volvió con las bestias, el mago había terminado de trazar el signo de protección y estaba dispuesto a empezar. Se subió a la piedra y se adentró en el interior de la estrella de cinco puntas, cogiendo con fuerza aquel conjunto extraño de componentes para hechizos.
—Podéis observarlo todo desde la cresta —dijo—. Si esto funciona, veréis un portal abierto que absorberá a la ghazneth de vuelta a su hogar infernal.
—¿Y si la ghazneth no desaparece? —preguntó Tanalasta.
—Entonces me reuniré con vos en la cresta… Y será mejor que no escatiméis esfuerzos a la hora de huir. —Inclinó la cabeza ante ella, y se volvió hacia las tres piedras que había apilado en el borde de la zanja—. Preparado.
Tanalasta se volvió hacia la cresta e imaginó el pelo rubio ceniza y la mirada de ojos negros de su hermana Alusair, después rozó con la mano el broche de la capa. El metal vibró al tacto y vio la cabeza de su hermana inclinada a un lado.
«Estoy con Vangey en el sendero del Rayo de Piedra, al borde de los Picos de las Tormentas. El fantasma nos persigue. Debo encontrarte».
«¿Tanalasta? —El rostro maduro de Alusair traicionó su enfado—. Estanque del Orco, Vangey sabe dónde está. ¡A partir de ahora nada de magia, o no conseguiréis dar ni dos pasos!».
A continuación, el rostro de Alusair se desvaneció. Tanalasta sacudió la cabeza para despejarse y miró a Vangerdahast.
—¿Conoce usted un lugar llamado Estanque del Orco?
—He estado allí en más de una ocasión. —El mago siguió estudiando el cielo situado sobre las piedras apiladas sobre la zanja—. Ahora debéis iros.
—Alusair me dijo que, a partir de ahora, nada de magia. —La princesa Tanalasta no parecía dispuesta a obedecer al mago y meter la mano en el bolsillo mágico.
—¿Qué? —Vangerdahast la miró, asombrado—. ¿Cómo pretende que encontremos Estanque del Orco?
—A mí me preocupa más nuestro plan —replicó Tanalasta, con una sensación de desmayo—. Alusair me dijo que nada de magia, o que no lo conseguiríamos.
Era difícil determinar si la expresión de Vangerdahast correspondía a la de una persona intrigada, o a la de la irritación en persona, pero una cosa sí era clara y es que no parecía tener miedo.
—Demasiado tarde para cambiar de planes. —Volvió la mirada hacia el risco, y después hizo un gesto a Tanalasta para que se apartara—. Idos, que ahí viene.
Tanalasta levantó la mirada de forma involuntaria, y vio la figura oscura que asomaba por encima de la montaña. Volvió grupas mirando hacia la aguja de la siguiente cresta y metió la mano en el bolsillo de huida de la capa. Sintió que se le dormía el brazo, se produjo un restallido agudo y un rectángulo de oscuridad en forma de puerta se materializó ante ella.
Cadimus lanzó un quejido e intentó echarse atrás, amenazando con soltar las riendas que sostenía la princesa.
—¡Ahora no, cobardica! —La princesa Tanalasta tiró con todas sus fuerzas de las riendas del caballo y animó a su propia montura a franquear el portal.
El mundo se hizo todo oscuridad, y la princesa experimentó la sensación atemporal y extraña de precipitarse en el vacío durante una eternidad. Se mareó antes de que un frío intenso se extendiese por sus dedos y su nariz. Sus oídos se llenaron con un rugido susurrante y sobrecogedor, como el del agua que se precipita con fuerza por una cascada, y su estómago reverberó como si acogiera la vibración de un millar de tambores. Entonces, en menos tiempo del que tardaría en pestañear, volvió a la luz: le daba vueltas la cabeza y el viento silbaba en su oído.
Cadimus resopló tras ella; parecía tan confuso como alarmado, y Tanalasta recordó de pronto dónde estaba y qué estaba haciendo. Descargó una patada en los flancos de su montura, y el pobre caballo emprendió la marcha a ciegas, tan aturdido como el jinete que lo montaba. La princesa dejó que continuara hasta que sintió que habían subido una cuesta, momento en que descabalgó y ató a los dos animales a unos arbustos escuálidos que tenía a mano.
Cuando Tanalasta volvió al risco, la cabeza ya no le daba vueltas. Se tumbó bajo la espiral de granito y asomó la cabeza para echar un vistazo a la cresta. Más allá vio a la ghazneth que se arrojaba sobre Vangerdahast.
Cuando el fantasma estaba a punto de echarse encima del mago, se contuvo y volvió a ganar altura. Durante un instante terrible, la princesa pensó que iría a por ella, pero entonces vio que el monstruo caía sobre un ala negra y enorme, al tiempo que extendía sus garras para atacar al mago por la espalda. Vangerdahast se volvió rápido como el rayo, pero la ghazneth ya estaba encima de él. Tanalasta supo que el hechizo del mago no actuaría antes de que la criatura le abriera las tripas con sus garras. Se puso en pie antes de pensar en lo que estaba a punto de hacer, y hundió una mano en el bolsillo de huida de la capa, mientras con la otra cogía el bastón pacificador.
Por suerte tanto para la princesa como para el mago, Tanalasta siguió donde estaba. Como el broche capaz de enviar y recibir mensajes, el bolsillo de huida de la capa sólo podía utilizarse una vez al día. Se hundió en el suelo y observó asombrada cómo la ghazneth rebotó contra la estrella protectora, hasta chocar contra la ladera de la montaña.
Vangerdahast se hundió de hombros aliviado, antes de que su voz empezase a reverberar en las rocas a medida que gritaba el encantamiento y arrojaba al aire los cachivaches que había reunido. La ghazneth trazó círculos alrededor del pico donde se encontraba el mago, arrojándose hacia él de vez en cuando, pese a que siempre salía rebotada y se golpeaba contra la ladera de la montaña una y otra vez. Una espiral de luz brillante apareció en el aire ante la criatura, y empezó a seguir sus movimientos como una segunda sombra de cuya existencia no tenía noticia.
Cuando finalmente la ghazneth se cansó de golpearse contra la ladera de la montaña, se posó en la zanja cercana a Vangerdahast. Le pareció que decía algo, después se tumbó y envolvió el pedazo de tierra con las alas. La piedra empezó a temblar, y Tanalasta comprendió, debido a la postura tensa del mago, que a Vangerdahast jamás se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que el monstruo pudiera arrancar la posición elevada donde había organizado su defensa.
La voz de Vangerdahast reverberó con mayor apremio, y se inclinó para arrojar los objetos contra los hombros de su atacante. El tornado que seguía a espaldas de la ghazneth creció en intensidad, mientras parecía absorber las alas de cuero hacia el fondo de la espiral. La criatura miró inquieta por encima de su hombro, y después un pequeño ojo apareció en medio del tornado. A partir de la descripción de Vangerdahast, Tanalasta esperaba ver una especie de infierno ígneo o desierto cubierto de sangre, pero aquel pequeño círculo se parecía a las Tierras de Piedra como dos gotas de agua.
La ghazneth profirió un rugido y giró sobre sí misma. Se oyó un restallido que reverberó en las montañas y el pedazo de tierra donde Vangerdahast había trazado la estrella se abrió.
La princesa Tanalasta volvió a ponerse en pie, gritando al mago que utilizara el bolsillo mágico, aunque era consciente de que no podría oírla dado el estruendo de la piedra desgajada. Cuando Vangerdahast se acercó al borde, sacó una pluma de paloma y golpeó a la extraña criatura en la cabeza.
Se oyó un chillido agudo en la montaña. La ghazneth desapareció en el torbellino, arrastrando consigo el pedazo de tierra. El mago, por su parte, cayó boca abajo en la zanja, donde yació tembloroso. Finalmente, el hechizo se fundió en un punto de fuerza y desapareció para dejar paso al silencio más absoluto.
Tanalasta lanzó un grito de júbilo, después vio una silueta familiar en el cielo y se tumbó de nuevo. Vangerdahast levantó la cabeza y ella se puso de rodillas para señalar al cielo, tras él. El mago se levantó y se volvió hacia la ladera de la montaña, donde la silueta de la ghazneth se recortaba entre la polvareda.
Vangerdahast permaneció inmóvil durante un tiempo que le pareció una eternidad, aunque muy bien pudo ser menos de un segundo. Tanalasta empezó a levantarse para gritar, pero aún no se había puesto de rodillas cuando el mago se volvió hacia ella y apareció a su lado, teletransportado mágicamente. Allí estaba, un poco aturdido y mareado a causa del hechizo, extendiendo la mano para cogerla de la manga.
—¡Salgamos de aquí!