5

Un viento lacerante, lleno de tierra y ceniza, silbó al sur de las Tierras de Piedra, ascendiendo por la cara norte de los Picos de las Tormentas y arrastrando unos nubarrones capaces de dejar ronco a cualquiera, densos como la niebla. A través de la niebla podía escucharse el lejano entrechocar del acero, y un rumor de voces que maldecían en el gutural idioma orco, y también en la lengua común de las gentes civilizadas. En ocasiones, Tanalasta alcanzaba a ver figuras grises y pequeñas que tiraban de espada para matarse. Reconoció la postura inmóvil de los orcos que redoblaban el ataque, y también las formas más erguidas de los hombres que defendían un montículo en forma de huevo que podía fácilmente corresponder a unos carros con lona.

Los orcos habían alcanzado a la caravana en el borde de la llanura, donde el sendero del Rayo de Piedra abandonaba las montañas para seguir por la tierra estéril que conducía al Valle de las Sombras. Aquel lugar era el favorito para tales asaltos, puesto que allí iba a parar el viento cálido que soplaba desde el sur, procedente del lejano desierto de Anauroch, para topar con los Picos de las Tormentas (también llamadas montañas del Diente de Dragón) y descargar la arena que arrastraba consigo. El resultado eran casi dos kilómetros de tierra arenosa y desigual, que impedía avanzar a los carros con la rapidez que hubiera sido aconsejable.

—¡Menuda pandilla de marranos! —observó Vangerdahast.

—Sí —admitió Ryban Winter. Ryban tenía la piel cuarteada, y era de la misma edad que Tanalasta. Era el capitán del destacamento de Dragones Púrpura que la acompañaban. Escupió la arena que se había introducido en su garganta por las fosas nasales, y añadió—: Aunque con esta tormenta, es difícil decirlo.

—Al menos habrá unos doscientos —informó Vangerdahast. Señaló el lugar donde los carromatos formaban en círculo, cuya presencia fue la única señal visible de la existencia del sendero del Rayo de Piedra—. No es precisamente una caravana modesta. Los orcos no se habrían molestado, a menos que superaran en número a los guardias.

—En tal caso, la caravana necesita nuestra ayuda. —Tanalasta se volvió al mago y añadió—: ¿Vamos a hacer algo? ¿O se trata de otra de sus tretas, Vangerdahast?

—¿Qué podría ganar yo con algo así? —Vangerdahast la dirigió una mirada amenazadora y ordenó a Ryban—: Acompañe usted a la princesa para dar un rodeo. Yo me encargaré de distraerlos y me reuniré con ustedes dentro de una hora.

—¿Distraerlos? —preguntó Tanalasta—. ¿Y que ataquen después la próxima caravana? No, creo que no. Destruiremos a esa banda de orcos ahora, antes de que se convierta en un ejército.

—Por lo visto a la princesa Tanalasta le parece fácil lo que a un servidor le parece imposible —replicó Vangerdahast, ceñudo—. Ni siquiera yo puedo con tantos orcos, sin llevarme por delante algunos seres humanos.

—No tiene por qué hacerlo —dijo Tanalasta—. Disponemos de veinticinco Dragones Púrpura. El capitán Ryban permanecerá aquí en la montaña junto a veinte de sus hombres, mientras nosotros rodeamos a los orcos y los expulsamos de la colina, lejos de la caravana.

—¿Veinte contra doscientos? —preguntó Ryban, mirándola con incredulidad—. ¿En esta oscuridad?

—La oscuridad nos favorecerá. Los orcos no sabrán cuántos somos —dijo Tanalasta—. Ustedes tan sólo deben frenarlos lo suficiente para que Vangey se acerque por la retaguardia. Entonces tendrán que cabalgar al galope para alejarse todo lo posible. En realidad, no creo que sea necesario que disparen ustedes más que una o dos andanadas de flechas.

—No —dijo el mago después de que Ryban se volviese para mirarlo—. Hay demasiadas cosas que pueden ir mal. No podemos arriesgarnos, no estando con nosotros la princesa.

Oyeron un grito procedente del campo de batalla, Tanalasta alcanzó a distinguir una docena de siluetas de orcos empujando de lado una caravana. Tres personas se refugiaron tras el carro y siguieron combatiendo al enemigo a sangre y fuego, con el acero y con la magia, antes de que la escena se desvaneciera ocultada por la tormenta de arena.

—¿Acaso Alusair se contentaría con atemorizarlos? —preguntó Tanalasta.

—Vos no sois Alusair.

—Y al parecer tampoco soy la princesa de la corona —repuso Tanalasta, ante lo cual Ryban la miró sorprendido—. Podríamos seguir aquí hablando todo el día de lo que soy o lo que dejo de ser, pero eso no detendrá a esos orcos. —Se volvió hacia el capitán de los Dragones y extendió el brazo—. Déme su espada.

—El rey —dijo Vangerdahast, cogiéndola de la muñeca— no dijo que su decisión fuera definitiva. Estoy convencido de que está ansioso por reconsiderar su postura, siempre y cuando os avengáis a aceptar alguna de sus exigencias.

—¿Incluirían tales exigencias que renunciara al templo real?

—Por supuesto —asintió Vangerdahast—, aunque el rey ha dejado bien claro que debéis elegir a un marido que sea de vuestro agrado.

—Qué amable por parte de su majestad, pero creo que debemos considerar su decisión como algo definitivo. A menos que el rey esté dispuesto a aceptar mis puntos de vista, no voy a ceñir la corona. —Tanalasta se volvió hacia Ryban, preguntándose si no estaría precipitándose en sus conclusiones. La visión que había tenido sólo le había advertido de las consecuencias que se derivarían de un matrimonio desafortunado, pero ahora le pareció que afectaba también a su habilidad para respaldar todas sus decisiones—. Puede darme esa espada, capitán Ryban. A partir de ahora es a Alusair a quien hay que proteger.

Ryban miró a Vangerdahast.

—¿Por qué se dirige a él, Ryban? —preguntó Tanalasta—. Soy yo el miembro de la realeza. Usted responde ante mí, al igual que Vangerdahast, tal y como él no pierde la ocasión de recordar cuando le interesa, claro.

—A vuestras órdenes. —Ryban apretó la mandíbula ante semejante bronca, mientras desenvainaba el acero.

Tendió la espada a Tanalasta por la empuñadura. La princesa se inclinó para cubrir el espacio que mediaba entre sus monturas, cogió el arma que le ofrecía y trazó una floritura en el aire con la hoja. La espada no estaba tan equilibrada como los espadines que esgrimía en la sala de armas de palacio, pero sin duda era un arma sólida que prestaría buen servicio.

—No ponga esa cara de pasmarote, capitán —dijo la princesa, riendo desenfadada—. Quizá yo no sea Alusair, pero soy una Obarskyr. He manejado la espada desde que aprendí a caminar.

—Esto será algo distinto, mi señora —advirtió Ryban, cuya mirada pasó del asombro a la preocupación—. ¿Habéis tenido ocasión de enfrentaros alguna vez a un orco?

—No, a menos que Aunadar Bleth sea considerado como tal. —Tanalasta rió al ver la expresión incómoda del oficial—. Quizá desee usted hacerme alguna sugerencia.

—No haría más que perder el tiempo, créame —gruñó Vangerdahast. Condujo su caballo junto a Tanalasta, después le quitó la espada de la mano y se la devolvió a Ryban—. Me parece que la princesa no la necesitará.

Tanalasta clavó en él la mirada más altiva que pudo.

—¿Quizás el rey ha cambiado de opinión respecto al templo real?

—Lo dudo mucho, pero si insistís en seguir adelante, no puedo permitir que arriesguéis las vidas de buenos soldados con esa bobada de acompañarlos al combate. —El mago señaló con un dedo nudoso colina abajo, donde había un promontorio de granito situado al oeste del campo de batalla—. Esperaréis allí, acompañada por cinco de los mejores hombres de Ryban. Si se acerca un solo orco a menos de cien pasos de vos, los soldados se os llevarán a todo galope (por la fuerza, si es necesario) hacia el oeste. ¿Comprendido?

A Tanalasta le ofendió el tono de Vangerdahast, pero también percibió cierto alivio en la mirada de Ryban, lo cual le confirmó que el capitán compartía la preocupación del mago. Agradeció en silencio a la diosa que acabara de ahorrarle más aventuras de las que quería correr. Aunque Tanalasta estaba decidida a representar el papel de princesa aventurera y poner a Vangerdahast a prueba, también era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que una proporción de diez contra uno podía ser empresa excesivamente ambiciosa para su primera batalla, aunque el hecho de contar con el mago supremo de Cormyr fuera un factor a tener muy en cuenta.

—¿Compartís la opinión de Vangerdahast, capitán? —preguntó con tono desafiante.

—Así es —respondió el soldado—. No pretendo negar vuestra destreza con el acero, mi señora, pero esos cerdos no respetan las reglas. Vuestra presencia sería una carga para nosotros.

—Excelente. —Tanalasta se hundió de hombros. Su decepción no era del todo fingida, ya que había envidiado desde siempre las maravillosas historias de combates que su hermana pequeña contaba en casa, al volver de las Tierras de Piedra—. Destaque a dos hombres para mi protección. Si no voy a tomar parte en el combate, usted necesitará disponer de todos los hombres posibles.

Vangerdahast frunció el ceño ante la perspectiva de reducir los guardias que protegerían a la princesa, pero se mordió la lengua a regañadientes e inclinó la cabeza en dirección a las alforjas de la princesa.

—¿Tenéis el bastón y los brazaletes que os di? —preguntó—. Ah, ¿y el anillo?

Tanalasta hurgó en el bolsillo de la capa y encontró los anillos guardados en bolsillos especiales. A continuación se los puso.

—No os preocupéis. Adoptaré todas las precauciones posibles. —Agitó la mano para mostrarles los anillos—. No quiero que nadie se preocupe por mí. De hecho, creo que incluso podría recordar aquel hechizo que me enseñó para mantener alejados a los osos.

—¿Estáis preparada para realizarlo? —preguntó Vangerdahast sorprendido.

—No me queda más remedio. —Tanalasta llevó a cabo una serie de gestos con las manos—. ¿Lo ve? El tiempo que pasamos juntos no fue una pérdida de tiempo.

—La vida puede ser tan sorprendente… incluso para alguien de mi edad. —Vangerdahast sacudió la cabeza—. Quizás aún podamos convertiros en un buen mago guerrero, siempre y cuando sigáis decidida a no ser reina.

A continuación, el mago de la corte tiró de las riendas y se dirigió al galope hacia la retaguardia de la batalla. Ryban ordenó a tres Dragones Púrpura que lo escoltaran por si necesitaba ayuda, y asignó un par de jinetes a Tanalasta.

La princesa y sus compañeros desmontaron y llevaron a los caballos de las riendas por la pendiente. Las colinas eran tan arenosas como el terreno que se encontraba al pie de las mismas, aunque era tan desigual y rocoso como las Tierras de Piedra, por lo que cualquier orco que echara un vistazo si despejaba la tormenta vería a los tres jinetes que cruzaban la ladera de la colina. Al avanzar a pie no podían tener la seguridad de que no los descubrieran, pero sería más difícil verlos porque procuraban pasar inadvertidos. Sin embargo, la princesa no hizo nada por reducir el ruido que hacían los cascos de los caballos al avanzar por terreno rocoso, porque con el estruendo del combate ni siquiera ella conseguía oírlo.

Cuando Tanalasta se acercó al lugar que el mago le había asignado, el terreno se volvió más arenoso, y se dio cuenta de que Vangerdahast no lo había elegido sólo para mantenerla alejada del combate. La tierra estéril se precipitaba por la pronunciada pendiente, y aquel lugar disfrutaba de una posición privilegiada para observar el desarrollo de la batalla. Calculó que había cerca de doscientas cincuenta figuras jorobadas que intentaban superar la barrera de caravanas, muchas de las cuales ardían envueltas en llamas. En el interior de esta barrera había unos cincuenta guardias que protegían la caravana, que se defendían con espadas, hachas, y, de vez en cuando, un rayo mágico o una llamarada de fuego, y que se esforzaban por defender al grupo situado en mitad del reducto, donde se apiñaban las mujeres, los niños y algunos mercaderes que maldecían a destajo.

Varias mujeres y la mayoría de los mercaderes empuñaban lanzas de madera, dispuestos a cargar contra los marranos que pudieran romper el perímetro defensivo establecido por los guardias. A juzgar por el número de cuerpos, tanto los humanos como los orcos, que yacían diseminados a lo largo del diminuto círculo, ya habían tenido que emplearse a fondo en más de una ocasión. La princesa no vio ni rastro de los animales que tiraban de los carros. Probablemente los hombres los habían liberado de las riendas, o los orcos se los habían llevado a rastras.

Los tres aseguraron las riendas de sus monturas al otro lado de la cima de la colina, de manera que nadie pudiera verlas. Tanalasta abrió las alforjas, se ciñó los brazaletes y cogió un bastoncillo de color negro antes de volver a gatas a la cima. Aunque no había tenido ocasión de usar ni los brazaletes ni el bastón, había practicado algunas veces con ellos y sabía cómo recurrir a su magia. Consideraba un ejemplo del peligro que acechaba en las Tierras de Piedra, el hecho de que, antes de partir de Arabel, Vangerdahast se hubiera ocupado de requisar tanta magia de la armería de los Dragones Púrpura para confiársela a ella. En cambio, cuando la dejó en Huthduth no le dejó más que una daga mágica, sin duda porque esperaba que volviera a su lado en unos diez días para exigirle que la teletransportara de inmediato de vuelta a casa. Sólo su empeño por demostrarle lo equivocado que estaba le dio fuerzas para aguantar el primer mes de tedio, antes de descubrir las satisfacciones que proporcionan el duro trabajo en el campo.

La princesa llegó a la cima de la colina y vio que una columna de orcos arremetía por el hueco que había entre dos carros, cargando en estampida contra los cuerpos caídos de cuatro fornidos guardias de la caravana. Un tembloroso grito de batalla surgió de las gargantas de las mujeres y los mercaderes apiñados en el centro del perímetro defensivo, cuando se arrojaron dispuestos a enfrentarse al enemigo.

Tanalasta extendió el dedo donde llevaba puesto el anillo de sello, e imaginó el rostro del mago supremo.

«¿Vangerdahast?».

Éste apareció en forma de silueta borrosa a doscientos metros por detrás de la caravana, cuando surgía de una cresta arenosa agitando una vara por encima de la cabeza de la que se materializó una bola de fuego. La esfera ígnea superó los carromatos y alcanzó la columna de orcos, que quedaron reducidos a un montón de cenizas, cuando no se consumieron retorcidos en el suelo y con la piel chamuscada. Los marranos se desintegraron en una columna de humo negruzco que dio paso a una polvareda de ceniza, y el viento arrastró los gemidos angustiosos de los moribundos.

Tres de aquellos cerdos, ennegrecidos, salieron indemnes del ataque, y al trastabillar cegados fueron objeto de las atenciones de las mujeres y mercaderes, que no perdieron ocasión de atacarlos con las lanzas hasta que quedaron inmóviles en el suelo.

«Sí». La voz de Vangerdahast surgió en la mente de Tanalasta. «Estoy ocupado en este momento, si no se trata de algo importante».

El mago bajó la vara y media docena de rayos en forma de tridente alcanzaron a una cuadrilla de orcos que intentaban volcar un carromato pesado. Al otro lado del perímetro, Tanalasta observó que otros tantos estaban a punto de acabar con tres guardias que luchaban fatigados.

«Problemas a la derecha… no, a su izquierda —dijo Tanalasta mentalmente—. No están muy lejos. Puedo verlo todo desde mi posición».

«Por supuesto. ¿De veras creíais que os iba a privar así como así de la diversión?».

Vangerdahast guardó la vara entre las cinchas de las alforjas, y después de sacar una cosa del bolsillo que tenía en la manga de la túnica señaló hacia donde le había indicado Tanalasta. Una niebla amarillenta se cernió sobre el tropel de orcos a medida que descendía a ras de suelo. Cualquier guerrero al que acariciara la niebla perdería el arma y se vería reducido a un cuerpo tembloroso. Por el bien de los guardias de la caravana, Tanalasta deseó que el efecto de la niebla se redujera a sumir en un sueño profundo y que no contuviera un hechizo mortífero.

Los jinetes que debían acudir a la carga aparecieron a retaguardia de Vangerdahast, con los brazos alrededor del cuello del caballo mientras las bestias se esforzaban en vano por mantenerse a la altura de la montura del mago. Empuñaban aceros y en el otro brazo llevaban asegurados escudos redondos, pero a Tanalasta le pareció ver que para cuando alcanzaran al mago los pobres caballos estarían muy cansados para entrar en combate.

Cuando Vangerdahast se acercó a doscientos pasos de la batalla, volvió a empuñar la vara. Hundió el extremo inferior bajo la axila y empezó a zarandear la punta de un lado a otro, invocando crepitantes rayos luminosos que se dirigieron hacia un lado del círculo formado por los carromatos, mientras surgían de la vara unos meteoritos fulminantes que se dirigieron al otro extremo. Los orcos cayeron a docenas, y los que se encontraban en esa zona del perímetro no tardaron en emprender una retirada confusa. Los cansados guardias de la caravana hicieron una pausa que les permitió mirar en su dirección y levantar la hoja de la espada, en señal de agradecimiento. Después se apresuraron a ayudar a los compañeros que sufrían la peor parte del combate, y que eran los que estaban situados más cerca de Tanalasta.

Los orcos no tardaron en descubrir la causa de sus problemas. Cuando Vangerdahast se acercó a unos setenta pasos de los carromatos, un marrano de los grandes, situado a la derecha, empezó a gritar órdenes y a señalar en dirección al mago. Ignorando el constante flujo mortífero que surgía de su vara mágica, más de cincuenta orcos se arrojaron contra él para formar una línea defensiva y mantener alejado al mago del perímetro donde se defendían los caravaneros.

Vangerdahast emprendió el galope para atacar desde otro ángulo.

«¡Por ahí no! —advirtió Tanalasta—. El líder está en el flanco opuesto. Si puede…».

«¡Sé muy bien lo que debo… hacer! —protestó Vangerdahast trabajosamente—. ¡Yo ganaba batallas… para Cormyr… antes de que vuestro padre fuera coronado rey!».

El mago supremo tiró de las riendas para cambiar de dirección y dirigirse al lado opuesto de la caravana. Los orcos que habían formado para detenerlo lanzaron gritos triunfales, pero Vangerdahast no tardó en demostrarles su error cuando les arrojó una bola de fuego que fue a caer en medio de la formación. Los jinetes que acudían a apoyar al mago formaron en su retaguardia y a ambos flancos.

El líder orco miró en dirección a Vangerdahast, y después animó a sus orcos a que se lanzaran contra él formando en diagonal. Cuando el mago no corrigió la posición, Tanalasta se dio cuenta de que o bien el mago no tenía línea de visión, o se estaba tomando la molestia de separar al líder de los orcos que lo acompañaban.

«Un pedazo de pastel a la derecha», advirtió Tanalasta.

«¿Un pedazo de pastel?». Pese a su tono jocoso, el mago tiró con fuerza de las riendas a la derecha.

«¡Dije un pedazo, no una cuarta parte! —corrigió Tanalasta. El volumen de la barriga de Vangerdahast debió haberle proporcionado un concepto más claro de lo que el mago consideraba un pedazo—. El orco que busca es mayor que los demás, tiene una cabeza prominente y el morro pintado».

«¡Lo veo!».

Un relámpago cegador surgió del extremo de la vara de Vangerdahast, y partió por la mitad a un simple guerrero al que el líder había empujado en el último momento. El comandante se arrojó al suelo y desapareció bajo una nube de polvo. El mago invocó un nuevo hechizo de la vara, gracias al cual consiguió sumir toda el área bajo una enorme bola de fuego.

Vangerdahast y sus compañeros alcanzaron el muro de espadas y colmillos que el líder había animado al combate con tal de detenerlos. El mago no prestó la menor atención a los marranos, y se limitó a picar espuelas en su montura para superar la barrera de acero orco, que arremetió sin resultado contra los flancos del caballo. Sus compañeros, que no disfrutaban del escudo mágico, tuvieron que depender de defensas más convencionales, y cargaron contra la línea orca acero en mano, ayudados por los cascos de los caballos.

En cuanto hubieron pasado, Vangerdahast tiró de las riendas lo suficiente como para dedicar a los orcos que habían quedado atrás una llamarada impresionante, para acercarse a continuación a los carromatos al galope mientras chamuscaba a los orcos que iba encontrando a diestro y siniestro. A menudo tan sólo necesitaba hacer un simple gesto con la vara. Los escoltas del mago no tuvieron mucho trabajo, la verdad. El enemigo no se atrevía a acercarse lo suficiente como para enfrentarse a ellos.

Los guardias de la caravana procedieron a tirar de uno de los carromatos para permitir acceder a Vangerdahast al perímetro, cuando Tanalasta vio que el líder orco, que se había agazapado bajo una pequeña duna, mojaba la punta de varias lanzas en un cubo. Un puñado de guerreros orcos asomaba por encima de la duna, para observar nerviosos a Vangerdahast, mientras empuñaban las lanzas que el líder les iba pasando.

«Vangey, el líder sigue vivo —advirtió Tanalasta—. A su espalda, a unos veinte pasos y un poco a la izquierda».

El mago frenó el caballo e hizo un gesto a los mercaderes para que cerraran el perímetro.

«¿A un pedacito de pastel, o a un pedazo grande?».

«A una octava parte del pastel —respondió Tanalasta—. Tras esa duna donde se agazapan. Tenga cuidado. Tienen lanzas, y están untando las puntas en algo».

Vangerdahast se limitó a reír a modo de respuesta. Volvió a deshacerse de la vara, y después tomó prestado un escudo de uno de los jinetes, sobre cuya superficie pasó la mano. Tanalasta no pudo ver qué se proponía, pero sí que movía los labios mientras murmuraba un hechizo.

Los orcos habían empezado a recobrarse, y formaron un amplio semicírculo alrededor de Vangerdahast y los tres jinetes que tenía más cerca. Vangerdahast no les prestó atención, y siguió pasando la mano por encima del escudo mientras murmuraba palabras arcanas. Esto pareció inquietar al enemigo más que el hecho de verlo con la vara en alto, y Tanalasta pensó en la posibilidad de que el mago lo estuviera haciendo aposta. Indudablemente, conocía toda suerte de hechizos que no se invocaban en cuestión de segundos, pero era lo bastante inteligente como para no recurrir a ellos en pleno combate. Empezó a oírse un chillido nervioso, procedente de las filas de orcos. En dos ocasiones un puñado de guerreros valientes intentaron iniciar una carga, pero se frenaron en cuanto el mago supremo miró en su dirección.

Finalmente, Vangerdahast apretó la mano contra la parte frontal del escudo y guardó silencio.

«Doy por sentado que Ryban y los suyos están preparados».

Tanalasta miró hacia la colina, donde apenas alcanzaba a distinguir las siluetas borrosas de Ryban y sus Dragones Púrpura. Estaban diseminados a lo largo de la cresta de la colina, con los arcos preparados y el carcaj colgando de la perilla de la silla de montar. Hasta el último de ellos parecía auscultar la polvareda en dirección a la llanura, dispuestos a distinguir cuanto pudieran del curso de la batalla.

«Dispuestos —dijo Tanalasta—. Es más, yo diría que están ansiosos por entrar en combate».

Vangerdahast asintió y empezó a zarandear el escudo de un lado a otro, como si buscara un pozo de agua donde cavar un pozo. Cada vez que el escudo pasaba ante ellos, los orcos que formaban en semicírculo se arredraban alarmados, dispuestos a echarse al suelo. A continuación, en cuanto el mago apartaba el escudo, los orcos se ponían en pie de un salto y gritaban y agitaban las espadas en el aire sin perder de vista al mago.

Por desgracia, al resto de la tribu le asaltaban las mismas dudas. Los guerreros armados con hachas volvían lentamente a las secciones del perímetro que Vangerdahast acababa de despejar, mientras los orcos situados en el extremo de la caravana más cercano a Tanalasta parecían arrojarse sobre los carromatos con más vigor que nunca. Tanalasta vio que los guardias de la caravana estaban exhaustos, que se agarraban a las ruedas o permanecían subidos en el pescante, y que esgrimían el acero a dos manos, cuando incluso alguien como Tanalasta podría hacerlo con una.

La princesa estaba a punto de animar a Vangerdahast para que emprendiera el ataque, cuando vio un gran pájaro que apareció en el cielo por el oeste. La criatura era un punto borroso en la polvareda, por lo que la princesa no supo a qué podía obedecer, excepto que parecía mucho mayor que cualquier águila y que volaba más raudo que un halcón en plena caza. El ave emprendió un descenso en picado, y después de sobrevolar en círculos sobre el escenario de la batalla, se alejó para desaparecer tras una loma.

—¿Qué era eso? —preguntó Tanalasta.

—¿El qué? —preguntó a su vez uno de sus guardias.

—¿No lo han visto? —Señaló en dirección al lugar donde el pájaro había desaparecido—. Era un ave enorme, dos veces mayor que un águila… y rápida, muy rápida.

—Tal vez fuera un buitre, alteza —dijo el segundo guardia—. Les atrae el olor de la sangre.

—Era mucho mayor que un buitre —insistió Tanalasta—. Y los buitres no son tan rápidos.

—La polvareda de estas tierras tiene la particularidad de dar pie a espejismos, alteza —dijo el primero de los guardias, tras intercambiar una mirada con su compañero—. Vos no os preocupéis por ello.

Por mucho que le costara obedecer (sobre todo teniendo en cuenta que ninguno de los guardias había visto aquella ave), la princesa no insistió más. Fuera lo que fuese aquella extraña criatura, no se interponía en el desarrollo de los acontecimientos. Tanalasta se guardó el enfado y volvió a prestar atención a Vangerdahast, que finalmente parecía haberse cansado de las triquiñuelas. Cuando el mago zarandeó el escudo hechizado hacia el lugar donde se ocultaba el comandante orco, pareció titubear y después lo volvió a zarandear hacia el montículo, antes de pararse en seco.

Los orcos que se reunían alrededor de su líder empezaron a gorgotear nerviosos. El líder se incorporó para asomar la cabeza por encima del montículo. Vangerdahast hincó los talones en los flancos del caballo y su montura salió a galope con tanta decisión que el mago ya había recorrido la mitad del trecho que lo separaba del montículo cuando su escolta salió tras él.

El comandante orco se levantó y empezó a gesticular en dirección a Vangerdahast. Unos lanceros abandonaron la protección del montículo y se dispusieron en fila ante el líder, clavando el extremo de la lanza en el suelo, e inclinando la punta de manera amenazadora contra el caballo del mago.

«¡En nombre del rey! —Vangerdahast tiró con fuerza de las riendas, pero inmediatamente cambió de opinión, se deshizo del escudo y se inclinó sobre el cuello del caballo—. ¡Dijisteis lanzas, no picas!».

Antes de que Tanalasta pudiera replicar, uno de los guardias que la escoltaban exclamó:

—¡Por el guantelete de hierro!

—¿Acaso pretende que lo atraviesen de parte a parte? —preguntó el otro.

La princesa Tanalasta se encogió del miedo y quiso apartar la mirada cuando recordó cómo habían rebotado las espadas orcas contra el lomo del caballo.

—No le pasará nada —dijo, esperando que el mago atravesara la línea de defensa orca, formada por la ristra de lanzas.

En lugar de ello, aquel magnífico caballo saltó y se mantuvo en el aire, galopando como si apoyara los cascos en el suelo. Cuando el caballo pasó por encima de los atónitos orcos, Vangerdahast sacó algo del bolsillo y lo arrojó contra el enemigo. Los marranos, aterrorizados, soltaron las picas y se pusieron en pie dándose palmadas en la espalda mientras chillaban aterrorizados.

No murieron hasta que los jinetes que seguían a Vangerdahast los remataron en un torbellino de acero y cascos. Tan furioso fue su ataque, que Tanalasta no se dio cuenta de que sólo eran dos los jinetes atacantes. El tercero yacía en el suelo, cerca del círculo de caravanas, con el pecho abierto por una herida visible incluso desde la posición elevada que ocupaba Tanalasta. Su caballo se encontraba a unos metros de distancia del cuerpo: andaba perdido, temeroso, y sacudía la cabeza.

La princesa no tuvo tiempo de preguntar a sus compañeros si habían visto lo que había sucedido. La montura de Vangerdahast cayó a retaguardia del líder orco, obligando al muy cerdo a volverse y emprender la huida por el terreno cubierto de arena, tan deprisa que incluso el caballo de Vangerdahast tardó un par de segundos en alcanzarlo. Para entonces, Vangerdahast había recuperado la vara y la empuñó como si fuera una lanza.

Tanalasta esperaba que un hechizo redujera el cráneo del orco a una pulpa sanguinolenta, pero Vangerdahast se limitó a apuntar su lanza improvisada a la nuca del enemigo, mientras el ímpetu del caballo hacía el resto. El líder orco salió volando una docena de pasos, antes de caer finalmente al suelo. El mago supremo tiró de las riendas para detener el galope del caballo y volvió grupas hacia la caravana.

Los orcos empezaron a dispersarse, gritando y chillando como si su demoníaco señor acabara de aparecer subido del más negro pozo del Abismo. Un par de bolas de fuego estratégicamente lanzadas avivaron el pánico, y los marranos que estaban más cerca de Vangerdahast emprendieron la huida en masa. El mago encendió un par de cortinas ígneas para obligarlos a correr hacia donde se ocultaba Ryban, y después se dirigió a la caravana para arremeter contra los guerreros orcos que luchaban al otro lado.

Un relámpago negro surgió detrás de uno de los carromatos que habían ardido, y a continuación explotó produciendo una oscuridad creciente. Antes de que Tanalasta comprendiera que se trataba de la misma ave enorme que había visto apenas hacía un momento, la sombra se elevó en el aire y golpeó de lleno en el flanco a uno de los jinetes que escoltaban a Vangerdahast. El jinete perdió limpiamente el torso, y el caballo siguió galopando con medio cuerpo del jinete agarrado a la silla, como si no hubiera pasado nada.

El fantasma cayó sobre el segundo jinete cuando éste se volvió para ver qué le había pasado a su compañero. El Dragón Púrpura desapareció bajo las enormes alas negras de la criatura, mientras hacía ademán de tirar de la espada. Su caballo apareció al cabo de un instante: había perdido la silla y tenía tres tajos en el flanco, por los que sangraba profusamente.

—¡Que Helm nos proteja! —gritó uno de los guardias de Tanalasta—. ¿Qué es esa cosa?

—Según usted, un buitre —repuso Tanalasta con amargura.

Al ver que Vangerdahast seguía al galope, sin saber lo que ocurría a su espalda, la princesa imaginó el rostro del mago en su mente.

«¡Vangerdahast, a su espalda! Es una especie de demonio, o…».

Tanalasta no pudo terminar la frase, puesto que al comenzarla el fantasma se volvió hacia donde ella estaba. La extraña cosa parecía una fusión grotesca de mujer y avispa, tenía un torso enorme, una cintura muy delgada, y unas extremidades como bastones articuladas de forma inhumana. Su pelo era tan oscuro como relampagueantes y claros eran sus ojos, y la princesa creyó entrever una sonrisa jalonada de colmillos amarillentos.

«Quieta, Tanalasta».

La princesa se volvió hacia Vangerdahast y vio que el mago tiraba de las riendas para dirigir su montura en dirección opuesta. Apuntó con la vara al fantasma y lanzó un rayo brillante de luz esmeralda, pero la criatura ya se había elevado en el aire. El rayo cayó en el lugar que había ocupado la cosa hacía un instante, y los restos del cadáver del segundo jinete que acompañaba a Vangerdahast salieron desperdigados en todas direcciones.

El fantasma batió sus alas en pleno vuelo, y se lanzó sobre la caravana en dirección al lugar donde se ocultaba Tanalasta. La princesa alcanzó a ver un par de pechos desnudos y diez garras de ébano que surgían de los dedos delgados de aquella cosa. Una esferita flamígera partió de Vangerdahast: su intención era alcanzar de lleno el flanco de la criatura. El demonio perdió ímpetu, cayó hacia un lado, pero después bajó las alas oscuras y se alejó volando, haciendo que la esfera del mago explotara en una bola de fuego. Cuando la cosa se acercó, la princesa distinguió el puente estrecho de la nariz y una barbilla larga, como de bruja, empapada en restos sanguinolentos.

Una furia incontenible ardió en el interior de Tanalasta, y de pronto no pudo pensar en otra cosa que no fuera matar al enemigo. Se puso en pie y hundió la mano en el bolsillo de la capa, mientras buscaba nerviosa la varita pacificadora que le había dado Vangerdahast. Comprobó sorprendida que no sentía ningún temor, sólo un ansia de sangre insaciable que le infundía una euforia peculiar y que nublaba sus pensamientos. ¿Se trataría del éxtasis de la batalla del que tanto le había hablado Alusair?

Uno de los guardias de Tanalasta la cogió del hombro y la empujó hacia el caballo.

—¡Corred!

El hecho de que el Dragón Púrpura la empujara la hizo volver en sí, y el terror se apoderó de ella en el momento en que recordó con qué facilidad el fantasma había matado a los jinetes que escoltaban a Vangerdahast. Trastabilló dos pasos, después se detuvo cuando los guardias desenvainaron sus aceros y se situaron ante ella al borde del risco, para protegerla.

—¡No sean temerarios! ¡Guardias, retírense! —gritó la princesa Tanalasta. Soltó la varita metálica y sacó la mano del bolsillo para juguetear con uno de los anillos que Vangerdahast le había dado en Arabel—. ¡Ahora!

Los guardias no obedecieron. En lugar de ello, empuñaron con fuerza el acero por encima de sus cabezas y lanzaron el grito de batalla, pero era demasiado tarde.

El fantasma sobrevoló el terreno arenoso, alcanzó el risco y atravesó de parte a parte con la garra a uno de los guardias, mientras con el ala precipitaba al otro al vacío, sin detener el vuelo trepidante que lo acercaba a Tanalasta.

—¡Muro de Dragón! —gritó ella, apuntando el anillo al suelo.

Tanalasta sintió un intenso dolor en el dedo, y acto seguido un muro de fuerza se levantó entre ella y el fantasma. Un sonido ahogado reverberó a través del terreno, y la criatura quedó colgando en el aire ante ella, con las alas extendidas contra el horizonte, a ambos lados de la barrera mágica.

El fantasma profirió un chillido capaz de helar la sangre en las venas, y sus ojos blancos se volvieron humanos, propios de una mujer. De repente, la oscuridad desapareció de su rostro, para revelar la faz de una noble atractiva de la misma edad, más o menos, que su madre, la reina Filfaeril. Tanalasta trastabilló de nuevo ante tal aparición, tan conmocionada y aterrorizada estaba que le parecía que hubiera olvidado correr.

«¿Tanalasta?», preguntó la voz de Vangerdahast en su cabeza.

El fantasma liberó su rostro del muro mágico y se volvió hacia el mago. A Tanalasta se le encogió el corazón al comprender lo que eso significaba. La criatura era capaz de oír lo que decían mentalmente.

«¡Responded!».

El fantasma liberó un ala de la barrera, y Tanalasta recuperó el sentido del peligro.

«¡Silencio, viejo estúpido!». La princesa se volvió hacia los caballos.

De pronto Vangerdahast apareció allí mismo, ante ella, sentado en la silla de montar de su caballo, entre la princesa y su montura, oscilando con intermitencia arrastrado por los caprichos de la teletransportación. Tanalasta volvió la mirada y vio que el fantasma pretendía superar el muro mágico por encima y que su rostro volvía a ser una máscara de oscuridad. La princesa lo señaló con el brazo y recordó el brazalete que lucía en la otra mano.

—¡Rayos del rey!

Un dolor lacerante sacudió la mano de la princesa Tanalasta y cuatro relámpagos de magia dorada salieron directos hacia el pecho del fantasma.

El ala de la criatura comenzó a fundirse en un borrón oscuro, y los relámpagos alcanzaron el ala provocando una sucesión de descargas luminosas. El apéndice se volvió levemente translúcido, y en él Tanalasta pudo ver la compleja estructura ósea de la criatura, parecida a la de un murciélago pero mucho más resistente. Luego recuperó su oscuridad.

—Ya habéis demostrado que teníais razón, princesa —dijo el mago después de acercarse y darle un golpecito en la espalda con el extremo de la vara—. Y ahora, ¿por qué no dejáis que este viejo estúpido vuestro se las vea con esa desagradable fulana?

Demasiado cansada como para discutir, Tanalasta se limitó a inclinar la cabeza y a correr hacia su caballo, subiéndose a la silla cuando el primer hechizo del mago relampagueaba en el cielo a su espalda. Se inclinó hacia abajo para liberar las riendas de la montura del guardia, y después vio que el fantasma se arrojaba contra Vangerdahast fundido en una bola de pálida furia. El mago puso horizontalmente la vara que esgrimía, y a continuación la levantó por encima de su cabeza. Un seto compuesto por arbustos de espinas argénteas se elevó en lo alto, surgido de la nada, para detener al atacante.

Tanalasta dirigió su montura hacia donde se encontraba su compañía, pero vio que una horda de orcos ascendía por la montaña, y comprendió que le sería imposible reunirse con los Dragones Púrpura. Rogando a la diosa que Ryban pudiera ver lo que sucedía allí arriba, dio media vuelta y clavó los talones en los flancos del caballo.

La bestia, aterrorizada, subió por la ladera escarpada como si fuera una cabra montesa, y lo último que Tanalasta oyó a su espalda fue la maldición que profirió Vangerdahast, atónito:

—¿Qué engendro de súcubo te ha incubado?