15

El aire estaba impregnado de un olor a carne fétida y tierra mohosa, y en la estrecha tumba Tanalasta se sintió febril y mareada. Tenía el estómago revuelto, la visión borrosa, y una corriente continua de escalofríos recorría su espina dorsal. En el suelo, ante ella, había algo que no tenía ningún interés por ver. Estaba cubierto con una armadura deslustrada y sobre las piedras vio también una espada herrumbrosa y un escudo maltrecho, colocado boca arriba. La maleza y un moho blancuzco se habían extendido como garras por la coraza, y la corona del yelmo estaba quebrada a fuerza de golpes. El rostro y las extremidades quedaban ocultos por una gruesa capa del mismo moho que corroía las junturas de la armadura, y tan sólo el blasón arrugado de un águila pintado sobre el corazón identificaba el cadáver como el de Emperel Ruousk, guardián de la Espada Durmiente.

Sostuvo la antorcha ante sí y se adentró en la tumba por el pasaje de entrada. Como la que había inspeccionado anteriormente, ésta estaba rodeada de una redecilla entrelazada de raíces negras, muchas de las cuales habían sido cortadas durante el combate que acabó con la vida de Emperel. Confundida entre las raíces observó la misma telaraña de filástica que había visto en la otra tumba. El suelo estaba cubierto de jirones de cuero podrido, botones, hebillas y las suelas mineralizadas de un par de botas grandes.

Tanalasta recogió un puñado de restos para examinarlo más tarde, y después se quitó la cuerda que llevaba atada a la cintura mientras se acercaba de nuevo al cadáver de Emperel. El olor que despedía le revolvió el estómago, y apenas tuvo tiempo de apartarse un poco antes de vomitar todo lo que llevaba dentro. Cuando dejó de sentir arcadas, le temblaban las piernas y las sienes. La princesa se reprochó a sí misma ser tan impresionable; la podredumbre formaba parte del ciclo vital, tanto como el crecimiento, y tratar el fenómeno con aversión constituía una afrenta a la Madre.

Tanalasta respiró profundamente y volvió junto al cadáver. Pese a su determinación, se sintió débil, algo mareada y temió desmayarse si tocaba el cuerpo mohoso. Durante un instante consideró la posibilidad de retirarse y dejar a Emperel donde estaba, pero enterrarlo en aquel lugar que rezumaba maldad hubiera constituido una grave afrenta a la memoria de un caballero tan valiente como él. La princesa sujetó la antorcha entre dos losas y cogió la espada del guerrero. Deslizó la hoja tras la espalda y, resoplando por el esfuerzo, lo volvió de lado. Después lo mantuvo en esa posición con el brazo mientras pasaba la cuerda por su espalda.

Cuando hubo terminado le dolían las articulaciones y apenas tenía aliento. Rodeó el cadáver y deslizó la espada al otro lado, y entonces advirtió que algo la bloqueaba. Descubrió una oscura tira cubierta por una capa de moho. Tanalasta aprovechó la espada para retirar el moho, cogió la tira pegajosa y tiró de la bolsa que el cadáver de Emperel había mantenido oculto.

Era una bolsita como la que utilizaban los mensajeros; tenía un acabado impermeable y una solapa que, al cerrarse, podía hacer frente a toda clase de condiciones atmosféricas. Sin embargo, la bolsa no estaba cerrada y la solapa parecía doblada sobre sí, por lo que Tanalasta dedujo que sólo podía haber una razón para que Emperel la llevara abierta en el momento de su muerte.

—Que la Madre te bendiga, Emperel Ruousk.

La princesa retiró la bolsa cubierta de moho, y después se ayudó con la espada para apoyar de lado el cadáver de Emperel y asegurar su cuerpo con la cuerda. La cogió con ambas manos, hizo un fuerte nudo y tiró tres veces de ella para asegurarse de que estaba bien firme. La cuerda se tensó, zarandeó el cadáver de Emperel y lo arrastró hacia la salida. Cuando llegó al umbral que daba al pasadizo, la cabeza de Emperel golpeó contra el dintel y se produjo un crujido ahogado a la altura de su cuello, obligándola a pararse en seco.

Sin pensarlo dos veces, Tanalasta acercó la mano a la nuca de Emperel para apartarla del obstáculo y tocó algo pegajoso, una masa fibrosa de tejido putrefacto y pelo enganchado y húmedo. Consiguió dominar las arcadas que la sacudían y arrastró el cadáver por el pasadizo, después de coger un puñado de tierra con la mano y limpiársela como pudo. Por muy contrariada que pudiera sentirse su diosa, la princesa no podía sentir la mano embadurnada de sangre y moho.

En cuanto se hubo limpiado la mano, Tanalasta concentró su atención en la bolsa y levantó la solapa. En su interior encontró un pedazo de carbón, un lápiz, un diario encuadernado en cuero, algunos anillos similares a los suyos (salvo el que lucía el sello de un águila rampante, que formaba parte del equipo habitual de un oficial de los Dragones Púrpura) y varios pliegues envueltos en seda que aún estaban en buenas condiciones. Bajo la caprichosa luz de la antorcha, Tanalasta desplegó el primer rollo de seda. Medía unos treinta centímetros de ancho, y tenía unos cortes pronunciados en las esquinas, lo cual demostraba que lo habían cortado de un pedazo más grande. La princesa volvió a enrollarlo, y después desenrolló otro.

Emperel había pasado el carbón sobre aquella tela para tomar un calco, y a juzgar por la errática disposición de las manchas de carbón parecía la corteza de un aliso: pero en la imagen en negativo distinguió los caracteres serpentiformes de la antigua escritura élfica. Era difícil de leer; sin embargo, Tanalasta distinguió los caracteres y podía asegurar que eran prácticamente idénticos a los que habían encontrado hacía unos días en los páramos. Había un epitafio peculiar, el que se refería al cadáver enterrado en el árbol, el cadáver que alimentaría las raíces para después ser alimentado por ellas: «Para que ellos le permitan regresar cuando crezca». Después, la maldición en la que se condenaba a quienes sembraban la destrucción, a matar a los hijos de sus hijos. La última línea, el requerimiento, era diferente:

Venid aquí, Leal Suzara, y yaced entre estas raíces.

Tanalasta profirió un grito al leer aquellas palabras y soltó el pedazo de seda. Al igual que el rey Boldovar, Suzara era un antepasado suyo; de hecho, era uno de los antepasados más antiguos. Se había casado con Ondeth Obarskyr antes de asentarse en los bosques y construir la cabaña en lo que, al cabo de un tiempo, acabaría por convertirse en Cormyr. De hecho, la ciudad de Suzail debía a ella su nombre. Claro que cabía la posibilidad de que se tratara de otra Suzara, pero Tanalasta no lo creía. Suzara nunca había sido un nombre muy popular en Cormyr, pues se le atribuían fragilidad y egoísmo. Se le reprochaba que, al no haber convencido a su esposo para regresar a la confortable Impultur, lo había abandonado llevándose con ella al menor de sus hijos.

Sin molestarse en volver a enrollar el pedazo de seda, Tanalasta sacó otro rollo de la bolsa y lo desplegó. Aquél era un duplicado de la invocación que acababa de leer hacía unos minutos, antes de entrar en la tumba, en la corteza del árbol bajo el cual se encontraba. Hacía referencia a un traidor famoso, Melineth Turcasson, que había traicionado al rey Duar, su yerno, al vender la ciudad de Suzail a una banda de piratas a cambio de quinientas sacas de oro.

La princesa abrió los demás rollos de seda tan deprisa como pudo, pero sólo encontró el nombre de lady Merendil, una infeliz a quien se le ocurrió utilizar a un aprendiz de mago supremo para que matara al primer príncipe Azoun. Tanalasta sintió cierto alivio al leer su nombre, pues los demás traidores habían sido antepasados suyos.

Tanalasta sacó de la bolsa el diario de Emperel. Estaba escrito de derecha a izquierda en alto halfling, con intención de despistar a cualquier persona que pretendiera leerlo, pero la princesa tan sólo necesitó de un minuto para reparar en la triquiñuela, y otro más para recordar las normas básicas del lenguaje. La primera parte del diario incluía un montón de relatos sin importancia sobre un viaje de dos días de duración al mar de la Luna, como prolegómeno a la investigación de una serie de informes que aseguraban que los orcos se concentraban en las Tierras de Piedra. El texto empezaba a cobrar interés a partir del momento en que Emperel relataba su llegada a la población amurallada de Halfhap, donde una décima parte de la guarnición había desaparecido tras salir en persecución de un asesino.

Al parecer, el extraño había llegado una noche a Halfhap, borracho, desafiando a quien quisiera escucharle sobre cómo pretendía vengar el trato injusto y vejatorio que había sufrido su familia a manos del rey. Cuando el tabernero le sugirió que se fuera con su odio a otra parte, el extranjero le arrancó la cabeza con las manos, salió de la taberna y desapareció.

El comandante del lugar envió una compañía de Dragones Púrpura en persecución del asesino, pero nunca regresó, y fue poco después cuando Emperel pasó por la guarnición y se enteró de lo sucedido. Después de hacer algunas preguntas, el guardián salió en persecución del asesino y siguió su rastro hasta el interior de un árbol, donde había una tumba. Allí se enfrentó a él. Durante el combate, reconoció al hombre como Gaspar Cormaeril, uno de los colaboradores de Aunadar Bleth que había muerto durante el asunto abraxus, pero que, de algún modo, había vuelto a la vida. Había una anotación al margen en la que señalaba que, después de hacer algunas averiguaciones cuando volvió a Halfhap para conseguir otro caballo, había llegado a la conclusión de que lo más probable era que aquel tipo fuera Xanthon, un primo de Gaspar que se le parecía mucho.

Tanalasta interrumpió la lectura. Conocía a Xanthon por tener fama de ser uno de los primos más «aventureros» de Rowen; Xanthon, junto con Thaerilon, Boront, Cheldrin, Flaram y Horontar, viajaba por las Heartlands en busca de riqueza y emociones. Por lo que recordaba, obtuvieron más emociones que riqueza, ya que con frecuencia tuvieron que recurrir al rey Azoun para que convenciera a algún alcalde o monarca extranjero de que no merecía la pena ejecutarlos por los problemas que surgirían entre ambos pueblos. Azoun nunca tuvo mayores problemas para apoyarlos, al menos hasta que Gaspar tomó parte en el asunto abraxus, puesto que los Cormaeril nunca se olvidaban de devolver, multiplicados por cuatro, los gastos que tales molestias ocasionaban al rey. Desde que la familia había caído en desgracia, Tanalasta había sabido que Boront y Cheldrin habían perecido, y que Horontar se ganaba la vida limpiando las alcantarillas de Darkhold.

Volvió a concentrarse en el diario. Para sorpresa de Emperel, seguir a Xanthon había resultado más difícil de lo previsto. El asesino demostró que era rápido y fuerte, y al parecer absorbía la magia de cualquier arma encantada que usaran contra él. Cuando terminó el combate, Emperel había perdido la mayor parte de sus objetos mágicos, incluidas la daga, la capa y el anillo de sello que utilizaba para ponerse en contacto con Vangerdahast. Tanalasta no pudo evitar preguntarse qué otras personas llevarían consigo uno de aquellos anillos.

Finalmente, Emperel había malherido tanto a Xanthon, que el asesino mató al caballo de su perseguidor y huyó. Emperel volvió de nuevo al pueblo en busca de otro caballo y otro rollo de seda; después se dirigió de nuevo al abeto e hizo un calco de la corteza, antes de reanudar la persecución. Tanalasta examinó los rollos de seda, el de Suzara correspondía sin duda a la corteza de un abeto.

Emperel tardó unos días en encontrar el rastro de Xanthon, pero al final se había cruzado con una tribu de orcos que, al parecer, habían visto una figura sombría corriendo en dirección a un «árbol demoníaco» que estaba cerca de Batalla de los Huesos. Emperel no tardó en encontrar el lugar, donde descubrió un olmo con los mismos signos grabados que en la corteza del abeto gigante.

Tanalasta estudió las anotaciones y no tardó en comprobar que se trataba de la inscripción correspondiente a la tumba de lady Merendil. Leyó los relatos referentes a las dos tumbas que conocía y que Emperel también había visitado: el sicomoro de Boldovar en los páramos, y el castaño de Melineth en la fortaleza de los trasgos.

La última anotación del diario era una críptica y prácticamente ilegible referencia a que estaba a punto de capturar a Xanthon, seguida de dos exclamaciones inexplicables: «¡Que Helm nos libre! ¡Su orgullo supone nuestra perdición!».

Cuando la princesa cerró el libro, descubrió que su esfuerzo en concentrarse le había provocado dolor de cabeza. Le temblaban las manos y sentía los surcos que trazaba el sudor al resbalar por su piel. Devolvió el diario a la bolsa de Emperel y empezó a enrollar los trozos de seda. No se le ocurrió pensar en el tiempo que había pasado sentada en aquella tumba, hasta que oyó la voz de Alusair llamándola desde el pasadizo de entrada.

—¡Que me afeiten los huesos! —Era una maldición favorita entre algunos jugadores a quienes la suerte había dejado de sonreír—. ¿Qué diantre estás haciendo? ¡Me parece que tienes fiebre!

—Estoy bien. —Tanalasta levantó la mirada y observó, por primera vez, que prácticamente se había agotado la antorcha. No se le ocurrió pensar que su dolor de cabeza y las náuseas pudieran deberse a otra cosa que no fuera haber leído bajo aquella luz escasa o el hedor que impregnaba el lugar—. He estado leyendo el diario de Emperel, en el que hablaba de su muerte.

—¿La ha descrito con pelos y señales para la posteridad? —Alusair se sentó en el pasadizo. No tenía mejor aspecto que el de Tanalasta—. No me parece muy propio de Emperel.

—Yo no lo conocía, así que no sabría qué decirte. —Tanalasta señaló la bolsa de Emperel, y añadió—: Pero te aseguro que era muy concienzudo. Este diario nos ahorrará diez días de investigación.

—¿Investigación? —preguntó, burlona, Alusair—. No habrá ninguna investigación. Con todas esas ghazneth volando a sus anchas, no pienso arriesgar tu vida en vano. Volvemos a casa.

—No es por mí por quien deberíamos preocuparnos —replicó Tanalasta, guardando uno de los rollos de seda.

—¡Por vida de! —Alusair sacudió la cabeza con fuerza. Tanalasta había transmitido el mensaje de su padre a su hermana, pero sólo había conseguido que se riera de ella—. Ya te he dicho que a mí no me metas en esto. Eso es algo que debéis resolver el rey y tú.

—Yo diría más bien que es entre el rey y quien él elija como sucesor.

—¿Qué piensa hacer? ¿Ordenarme que sea reina? —Alusair avanzó como pudo hasta sentarse junto a su hermana—. Lo siguiente que hará será ordenarme que me case con algún bufón que tenga un título largo y una… espada corta.

Tras gatear por el pasadizo Alusair había quedado hecha unos zorros y, ahora, además, estaba manchada con el moho y el lodo que cubrían el cadáver de Emperel, pero al parecer no había reparado en ello. Cogió la antorcha y miró a su hermana a los ojos, antes de colocar la palma de la mano en su frente.

—¡Pero si estás ardiendo! —Cogió a Tanalasta y la animó a que se pusiera en pie, dejando más de una docena de rollos de seda esparcidos en el suelo—. No debí permitir que entraras.

—Alguien tenía que hacerlo, princesa. —Rowen apareció en el interior de la tumba, que en aquel momento parecía el lugar más transitado de todo Cormyr—. Y Tanalasta sabe mejor que nadie a qué obedece todo esto.

—Pero también es la princesa de la corona. —Alusair empujó a Tanalasta ante Rowen, en dirección a la salida—. Ayúdeme a sacarla de aquí para que Gaborl pueda verla.

—¡Espera! —gritó Tanalasta, extendiendo su mano hacia los rollos de seda—. Necesito los calcos.

—No tanto como necesitas salir de aquí. Vamos.

Alusair agachó la cabeza de su hermana e intentó empujarla hacia la salida, pero Tanalasta se agarró a las paredes del pasadizo.

—No lo comprendes, son nuestros antepasados.

—Está delirando —dijo Rowen. Cogió uno de los rollos de seda y lo inspeccionó—. No hay nada escrito en ellos.

—No estoy delirando —dijo Tanalasta, que seguía empeñada en no irse sin ellos—. Algunos de estos calcos muestran los signos grabados en la corteza de los árboles; en ellos figuran los nombres de las ghazneth: Suzara Obarskyr, el rey Boldovar, Mirabelle Merendil y Melineth Turcasson.

—Mirabelle Merendil no es antepasado nuestro. —Alusair cogió el brazo de Tanalasta y lo dobló a su espalda—. No tengo tiempo para esto. Las ghazneth no tardarán en volver.

Cogió el brazo libre de su hermana y la empujó hacia la salida.

—¡Y Xanthon Cormaeril es el que los está liberando! —gritó Tanalasta, volviendo la cabeza.

—Un minuto —dijo Rowen, cogiendo a Alusair por el hombro.

—No hay tiempo. —Pero Alusair se detuvo, aunque unos segundos después la empujó hacia la salida, donde la miró con expresión preocupada—: ¿Estás segura?

Tanalasta asintió, cayó de rodillas y rebuscó entre los rollos de seda que llevaba en la bolsa y que tenían un calco. Después se lo mostró a Rowen.

—¿Reconoces los signos?

—Pero ¿qué relación tiene Xanthon con ellos? —preguntó, haciendo un gesto de asentimiento.

—A menos que me equivoque, él está excavando las tumbas donde descansan las ghazneth —respondió Tanalasta.

A continuación explicó la historia de la aparición de Xanthon en Halfhap y los esfuerzos de Emperel por seguir su rastro. Finalmente, completó la historia leyendo la última y críptica anotación del diario.

—¿Su orgullo es nuestra perdición? —repitió Alusair—. ¿Qué significa?

—Es más, ¿quién grabó esos signos? —añadió Rowen—. Seguro que no fue Xanthon.

—No lo sabremos hasta que lo hayamos capturado —respondió Tanalasta, haciendo un gesto de impotencia—. O hasta que encontremos los demás árboles.

—O hasta que Vangerdahast lo descubra —dijo Alusair—. Que es, precisamente, lo que vamos a hacer. Nos dirigiremos hacia el paso de Marshview, en el enclave de la montaña del Trasgo. Después, en cuanto dispongamos de unos cuantos Dragones Púrpura para contener los ataques de las ghazneth, le enviaremos un mensaje para pedirle que se reúna con nosotros.

Tanalasta y Rowen intercambiaron una mirada de preocupación, gesto que no pasó desapercibido a Alusair.

—¿Qué?

Fue Rowen quien respondió.

—Durante vuestra… discusión acerca de quién es realmente la princesa de la corona, hubo un detalle que no tuvimos ocasión de mencionar.

—¿Y no piensa usted decírmelo? —preguntó Alusair, molesta.

—Probablemente no podamos contar con Vangerdahast —dijo Tanalasta—. Sería peligroso ponernos en contacto con él.

—Dijiste que había regresado a Arabel.

—Y así es. —Tanalasta reunió las pocas fuerzas que le quedaban para levantar la barbilla—. Pero nosotros nos negamos a acompañarle.

—Nos apartamos de él en el último momento —dijo Rowen—. Más bien fue un accidente…

—¿Que hicisteis qué? —Alusair se volvió hacia Rowen como un capitán de los Dragones Púrpura dispuesto a hacer pasar un mal rato a uno de sus hombres—. ¿Decidió usted arriesgar la vida de la princesa de la corona y desafiar al mago supremo?

—Fue cosa mía. —Tanalasta se interpuso entre Alusair y el explorador—. Yo fui quien…

Alusair apartó a Tanalasta de un empujón y siguió abroncando a Rowen.

—¿Es usted un estúpido, o está conchabado con su primo Xanthon?

A juzgar por la expresión de su rostro, a Rowen no le hizo ninguna gracia esa acusación, pero se limitó a apretar con fuerza la mandíbula.

—¡No tienes ningún derecho a tratar así a Rowen! —Tanalasta empujó a Alusair, y dio un paso hacia ella para mirarla a los ojos—. Fue Vangerdahast quien se extralimitó. No tenía ningún derecho a teletransportarme a ninguna parte sin mi permiso.

—No me digas que vosotros dos… —dijo Alusair después de estudiar la expresión de su hermana, enarcar una ceja y mirar a Rowen.

—¡Oh, no! —exclamó Rowen—. Nada de eso.

—Es un asunto que no te atañe —dijo Tanalasta—. Como tampoco atañe a Vangerdahast pasearme por todo el reino como si fuera un perro lazarillo.

—¿Y cuándo abandonasteis al pobre Vangerdahast? —preguntó Alusair, después de observar a Rowen durante otro par de segundos.

—Hace siete días —respondió Tanalasta—. En los cañones que hay bajo la tumba de Boldovar.

—El sicomoro —puntualizó Rowen.

—Habéis hecho el camino a pie —frunció el ceño Alusair—. A estas alturas ya tendría que haber vuelto.

—A menos… —Tanalasta no pudo terminar la frase.

—¿A menos qué? —preguntó Alusair.

—A menos que haya seguido a nuestro caballo —dijo Rowen—. Nos seguían dos ghazneth, y tuvimos que utilizar un señuelo, y quizá Vangerdahast lo haya seguido a él en lugar de a nosotros.

—¿Por dónde? —preguntó Alusair al cerrar los ojos.

—Al sur de las Orejas de Mula —respondió Rowen—. Creo que eso lo llevaría más o menos al oeste de Redspring.

—¿Qué pretendíais hacer? ¿Fugaros? —preguntó la princesa, haciendo un gesto de incredulidad. Entonces miró a su hermana, y añadió—: Que conste que no es una sugerencia.

—No necesito de ninguna de tus sugerencias —replicó Tanalasta.

—Ya me lo temía —dijo Alusair. Lo consideró durante un momento, y se volvió a Rowen—. Las Orejas de Mula deben de encontrarse a dos días del camino que seguimos.

—Comprendo —asintió Rowen.

—¿Qué? —preguntó Tanalasta, al darse cuenta de que algo se le había escapado—. ¿Qué es lo que comprendes?

—No pasa nada —respondió el explorador, cogiéndola de los brazos—. Me iré mañana por la mañana, y dentro de diez días, más o menos, nos reuniremos en la montaña del Trasgo. —Miró a Alusair, y añadió—: Del modo que malgasta vuestra hermana el tiempo, estoy seguro de que cuando lleguéis allí ya os estaremos esperando… Eso si Vangerdahast no me abandona colgado de los pulgares en cualquier parte.

—No. No permitiré que vayas —dijo Tanalasta haciendo un gesto de negación.

—No te corresponde tomar esa decisión —replicó Alusair.

—Sí que me corresponde. Antes has dicho que sigo siendo la princesa de la corona.

—Pero ésta es mi compañía —replicó Alusair con una suavidad sorprendente—. Y aquí soy yo quien da las órdenes.