LO PERFORMATIVO IMPOSIBLE
¿Cuál es entonces la vertiente que escapa a la teoría de los actos de lenguaje? Ya en Austin, en su Cómo hacer cosas con palabras, el paso de la oposición performativo/constativo a la tríada locución/ilocución/perlocución y a la clasificación de los diversos actos ilocutorios marca un callejón sin salida teórico fundamental. Lejos de ser una simple elaboración de cierta intuición originaria de que «decir es hacer», la reformulación de lo performativo en acto ilocutorio conlleva una pérdida: hasta en el nivel de una lectura por completo «ingenua», uno no puede evitar el sentimiento de que en ese paso, el acento esencial de lo performativo se evapora. Por otra parte, está claro que Austin se sintió impulsado a hacer esta reformulación a causa de la insuficiencia del concepto de lo performativo, del par original performativo/constatativo. La taxonomía de los actos ilocutorios de John Searle (1983) puede ayudarnos a localizar esa falta; Searle produce el punto de intersección entre Austin I y Austin II: una de las especies de la fuerza ilocutoria (las «declaraciones») se revela como lo performativo «puro», «propiamente dicho».
Searle desarrolla su taxonomía a partir de la dirección de ajuste [direction of fit] entre las palabras y el mundo, implicada por las diferentes especies de los actos de lenguaje: en el caso de los asertivos, la dirección de ajuste va de las palabras al mundo (si digo «En el cuarto de al lado hay una mesa», la condición de satisfacción de esta proposición es que haya verdaderamente una mesa en esa habitación); en el caso de los actos directivos, la dirección va desde el mundo a las palabras (si digo: «¡Cierre la puerta!», la condición de satisfacción es que el «acto en el mundo» realice las «palabras». El oyente debe efectivamente cerrar la puerta y debe hacerlo porque se lo he pedido y no por otras razones). The trickiest case son las declaraciones: su dirección de ajuste es doble; va desde el mundo a las palabras y, a la vez, de las palabras al mundo. Supongamos que el enunciado sea «Se ha levantado la sesión». ¿Qué hace el hablante al pronunciar esta frase? Efectúa un nuevo estado de cosas en el mundo (el hecho de que la sesión se ha levantado), de modo que la dirección va, pues, del mundo a las palabras. ¿Cómo lo efectúa? Presentando, mediante su enunciado, ese estado de cosas como ya realizado: constata que la sesión se ha levantado. Cumple el acto al describirlo como ya cumplido. En las declaraciones, el hablante intenta, pues, «provocar que algo ocurra representando la realización de ese algo… si lo consigue, habrá cambiado el mundo al representar el estado del mundo así cambiado» (Searle, 1985: 208).
Por supuesto, cada enunciado realiza un acto definido por la fuerza ilocutoria que le es propia. No obstante, hay una diferencia decisiva entre las declaraciones y las órdenes, por ejemplo: al decir «¡Cierra la puerta!», cumplo con éxito el acto de dar la orden, pero aún falta que el otro cierre efectivamente la puerta; mientras que al decir «Se ha levantado la sesión», no solo he proclamado que la sesión ha concluido, sino que efectivamente he levantado la sesión. El «poder mágico» de hacer efectivo su contenido proposicional corresponde únicamente a las declaraciones: la dirección de ajuste desde el mundo a las palabras no se limita a que un nuevo estado de cosas en el mundo debe seguir (en el futuro) a las palabras; la causalidad es, por decirlo así, inmediata: lo que produce el nuevo estado de cosas es la enunciación misma. Como ya hemos visto, el precio de esta «magia del verbo» es su represión: uno hace como si describiera un estado de cosas ya dado; uno levanta la sesión constatando que se ha levantado. Para que lo performativo sea «puro» (el acto de lenguaje que produce su contenido proposicional por sí mismo), debe sufrir una escisión, debe tomar la forma de su contrario, debe hacerse constatativo.
Deberíamos vincular esta escisión con la teoría searliana de los «actos de lenguaje indirectos», de las frases del tipo «¿Puede usted pasarme la sal?», en las que el acto ilocutorio primario (la directiva, el pedido al otro de que me pase la sal) se cumple a través de un acto ilocutorio secundario (la interrogación sobre las capacidades de hacerlo). Searle trata de «parasitarios» los casos de este tipo: su naturaleza es secundaria, son frases que suponen un acto ilocutorio lógicamente previo (por ejemplo, en nuestro caso, el pedido: «¡Páseme la sal!»). Pero, las declaraciones ¿no son precisamente el caso en el que el «parasitismo» parece ser originario? Su dimensión ilocutoria primaria (el «poder mágico» de producir su contenido proposicional) únicamente puede manifestarse en la forma del asertivo, de la constatación de un «es así». Lo cual nos permite proponer un nuevo enfoque de la tesis lacaniana según la cual la ontología depende del discurso del Amo: el discurso del ser
es sencillamente el estar a disposición, estar a las órdenes, lo que iba a ser si tú hubieras oído lo que te ordeno […] Toda dimensión del ser se produce en la corriente del discurso del amo, de aquel que, al proferir el significante, espera de él lo que es uno de sus efectos de vínculo que no debe desdeñarse, que depende del hecho de que el significante manda. El significante es ante todo imperativo (Lacan, 1975b: 33).
¿Por qué la ontología —el discurso sobre el mundo en cuanto una totalidad dada— dependería del Amo? La clave nos la ofrece precisamente la estructura de la declaración, de ese performativo «puro» que adquiere la forma de lo constatativo. La ontología se apoya en un «acto de lenguaje indirecto»: su asertivo, su forma de constatación «es así», disimula la dimensión performativa, (se) ciega a la manera en que su enunciación produce su contenido proposicional. Es imposible explicar ese «poder mágico» de las declaraciones sin recurrir a la hipótesis lacaniana del «gran Otro»; Searle mismo se da cuenta de ello cuando subraya que, para realizar una declaración, «es necesario que estén dadas instituciones tales como la Iglesia, la Ley, la Propiedad privada, el Estado y que esté dada la posición del hablante y del oyente en la Institución» (Searle, 1982: 58).
En «El traje nuevo del emperador», todo el mundo sabe que el emperador está desnudo y todos saben que todos los demás lo saben. ¿Por qué, entonces, la simple constatación pública «El emperador está desnudo» tiene el poder performativo de hacer estallar la red establecida de las relaciones intersubjetivas? Es decir, si todo el mundo lo sabía, ¿quién era el que no lo sabía? Hay una única respuesta posible: el gran Otro (en el sentido del campo de saber socialmente reconocido). Los enunciados de este tipo poseen un valor de «prueba ontológica de la existencia del gran Otro». Las declaraciones contienen la misma lógica: la sesión se ha levantado cuando, por medio de la constatación «Se ha levantado la sesión», se da a conocer ese hecho al gran Otro.
Y la «represión originaria» freudiana, especificada por Lacan como caída del «significante binario» (Lacan, 1973: 199), ¿no consiste justamente en esta escisión interior de lo performativo «puro» (de la declaración), en el hecho de que no puede enunciarse sino bajo la forma del constatativo? Lo que fue «reprimido originariamente», lo que, por una necesidad de estructura, debe faltar desde el establecimiento de la red significante, es el significante del performativo «puro» que no tuviera la forma del constatativo. En esta imposibilidad, en esta escisión surge el sujeto en cuanto sujeto del significante: su lugar es el vacío abierto por la caída del significante binario «imposible», de ese significante que, si fuera posible, sería el significante «propio» del sujeto, el significante que, en lugar de representarlo solamente, aseguraría su presencia en la cadena significante.
El S1 lacaniano, el significante amo que representa al sujeto para los demás significantes es pues, justamente, en cuanto performativo «puro», el punto de intersección entre lo performativo y lo constatativo, el punto en el cual lo performativo «puro» coincide con lo constatativo. Vemos ahora lo que le falta tanto al Austin I (el del «performativo») como al Austin II (el de la «fuerza ilocutoria»): un modelo topológico paradójico en el que la interioridad extremada (lo performativo «puro») tocaría la exterioridad (lo constatativo). Es por ello que la filosofía de los actos de lenguaje solo puede capturar la subjetividad en el nivel del yo imaginario, de un locutor que supuestamente «se expresa» en sus enunciados, pasando al mismo tiempo por alto al sujeto del significante, el lugar vacío abierto por la intersección de lo performativo y lo constatativo.