EL FRACASO AUSTENIANO
Jane Austen es el único verdadero equivalente de Hegel en la literatura: Orgullo y prejuicio es la Fenomenología del espíritu literaria, Mansfield Park, la Lógica y Emma, la Enciclopedia… En Orgullo y prejuicio, Elizabeth y Darcy sienten una mutua simpatía, aunque pertenecen a clases sociales diferentes: la de él es una familia rica y noble, la de ella corresponde a la pequeña burguesía empobrecida. Muy altanero, Darcy siente que el amor que ha despertado Elizabeth en él es algo indigno; cuando le propone matrimonio, le confiesa abiertamente que desprecia el mundo al que ella pertenece y espera que ella reciba la proposición como un honor inusitado. Sintiendo el golpe de semejante prejuicio y víctima de su propio prejuicio, Elizabeth siente el ofrecimiento de Darcy como una humillación y lo rechaza. Ese doble fracaso, ese doble desprecio posee la estructura de un doble movimiento de comunicación en el que cada uno recibe del otro su propio mensaje en forma invertida: Elizabeth quiere presentarse ante Darcy como una joven cultivada, llena de gracia y recibe de él el mensaje «no eres más que un espíritu vano»; Darcy quiere presentarse ante ella como un orgulloso gentilhombre y recibe de ella el mensaje «tu orgullo no es más que despreciable soberbia». Después de romper relaciones, cada uno descubre a través de una serie de incidentes, la verdadera naturaleza del otro: ella, el temperamento dulce y sensible de Darcy, y él, el espíritu cultivado y refinado de Elizabeth; y la historia termina, como corresponde, en matrimonio.
¿Dónde está aquí la estratagema hegeliana, la «astucia de la razón»? Es que el fracaso del primer encuentro de los jóvenes, el doble malentendido referente a la naturaleza del otro hace las veces de una condición positiva del desenlace final: uno no puede pasar directamente a la verdad, no puede decir: «si, desde el comienzo, ella hubiera conocido la verdadera naturaleza de Darcy y él la de Elizabeth, la historia habría podido terminar muy pronto en el matrimonio». Tomemos como hipótesis cómica que ya el primer encuentro hubiera sido un éxito, que Elizabeth aceptara el primer pedido de mano de Darcy: ¿qué pasaría en ese caso? En lugar de la pareja unida por un amor verdadero, habrían formado una pareja matrimonial banal de un rico orgulloso y una jovencita vana. Si la autora hubiera querido ahorrar el rodeo por el error, se habría perdido la verdad misma; solo el «trabajo de preelaboración» [Durcharbeitung] del desprecio permite que cada uno de ellos sitúe al otro en la perspectiva justa: le permite a Darcy liberarse de su orgullo y a Elizabeth, vencer sus prejuicios. Elizabeth encuentra en el orgullo de Darcy la imagen invertida de sus prejuicios y él encuentra en la vanidad de Elizabeth la imagen invertida de su orgullo. En otras palabras, la altanería de Darcy no es un dato positivo independiente de su relación con Elizabeth; está instaurado por la perspectiva de los prejuicios de la joven y viceversa, Elizabeth no es una muchacha vana más que a los ojos del orgulloso Darcy.
Uno cae en la ilusión teleológica desde el momento en que reduce esta relación entre el doble desconocimiento y el triunfo final a la relación entre el medio y su objetivo: como si el objetivo final —el triunfo del verdadero amor— guiara de antemano el proceso, como si el doble desconocimiento desempeñara anticipadamente el papel de un medio que permitiría valorizar el amor. «La verdad surge del desprecio»: pero esto no implica en modo alguno que el desprecio, la caída en la ilusión, se reduzca a una astucia maquiavélica de la verdad, de la que esta se serviría para alcanzar sus fines y triunfos; es literalmente el desprecio mismo que crea, que abre el lugar (todavía) vacío de la verdad; allí, ciertamente, estaría obrando la «astucia de la razón», pero todo el problema consiste justamente en la determinación precisa de qué quiere decir la «astucia de la razón».
Habitualmente, reducimos la «astucia de la razón» a una relación de manipulación técnica: en lugar de obrar directamente sobre el objeto, uno explota otro objeto como instrumento, le da «libre curso» y, mediante esta interacción de los objetos mismos, por su desgaste y su fricción recíproca, uno realiza el objetivo buscado, manteniéndose al mismo tiempo a buen recaudo de los acontecimientos… La idea es que, en la historia, lo Absoluto mantiene la misma relación con los sujetos actuantes. Lo Absoluto es como la «mano invisible» del mercado de Adam Smith: cada sujeto persigue sus propios fines egoístas y, gracias a su actividad y sin que él lo advierta, se realiza el bien común. En la historia, los sujetos actúan, incitados por los diversos fines (utilitarios, religiosos, morales…) pero, en Verdad, sin saberlo, son solo instrumentos de la realización del plan divino.
Lo primero que hay que destacar y que generalmente se olvida es que, cuando Hegel habla de la posición de la «astucia de la razón», lo hace para emprender una crítica general de ella: más exactamente, Hegel demuestra que la posición del sujeto de la «astucia de la razón» es, en el fondo, imposible. La «astucia de la razón» es siempre doble, está desdoblada en sí misma: el trabajador, por ejemplo, explota las fuerzas naturales, las deja actuar con propósitos exteriores a esas fuerzas (con la finalidad del placer procurado por el consumo del producto obtenido); para él, el objetivo de la producción es la satisfacción de sus necesidades. Pero el objetivo verdadero del proceso de producción social es, no la satisfacción de las necesidades de los individuos, sino la transformación de la naturaleza en máquinas y herramientas, es decir, el desarrollo de las fuerzas productivas como «objetivación del espíritu». La tesis de Hegel es, pues, que el manipulador ya está siempre manipulado: el trabajador que piensa explotar la naturaleza por la «astucia de la razón» realiza sin darse cuenta el interés del «espíritu objetivo».
Pero no hizo falta esperar a Hegel para que surgiera la idea de la «astucia de la razón»: ya Kant, decepcionado por el desenlace de la Revolución francesa (el terror, etcétera), recurrió a la idea de un «plan secreto de la naturaleza», de un proyecto divino que supuestamente orientaría el desarrollo de la historia. Para salvar la noción de carácter racional del proceso histórico, la creencia en que ese proceso está guiado por la «idea reguladora» de un estado ideal que se va alcanzando gradualmente, Kant tuvo que postular —después de los «excesos» de la Revolución francesa, afirmación de la pura subjetividad— lo Absoluto transubjetivo que garantizara la teleología del proceso histórico. Con la siguiente paradoja evidente: lo Absoluto así descrito se sirve de sujetos morales, los utiliza como medios inconscientes para la realización de sus fines ocultos; a los sujetos solo les queda confiar en la sabiduría de lo Absoluto y soportar su destino, con la conciencia de estar siendo sacrificados en aras del Objetivo supremo, de contribuir al establecimiento del Estado en el que el hombre ya no será juguete de las fuerzas trascendentes, sino verdaderamente libre… Encontramos esta misma tesis en las conferencias sobre el destino del sabio de Fichte (Fichte, 1971): la historia está regida por lo Absoluto que adquiere la forma de la Razón divina; al sabio le ha sido dado conocer, al menos parcialmente, el proyecto divino y guiar, de acuerdo con ese proyecto, la acción de otros individuos no esclarecidos. Estas reflexiones de Fichte contienen en germen la concepción leninista estalinista del partido: el Partido, en cuanto comunidad de sabios (lo «intelectual colectivo»), capaz, gracias a su conocimiento del Proyecto divino (de la «necesidad histórica del desarrollo»), de guiar la actividad de las masas. A primera vista, al presentar el concepto de la «astucia de la razón», Hegel parece decir lo mismo:
Uno puede llamar astucia de la Razón al hecho de que la idea deja actuar en su lugar a las pasiones, de modo tal que [la razón] es solo el medio por el cual las pasiones alcanzan la existencia que experimenta pérdidas y sufre daños […] y así los individuos son sacrificados y abandonados. La Idea paga el tributo de la existencia y de la caducidad no por sí misma sino por medio de las pasiones individuales (Hegel, 1965: 129).
De todas maneras, hay una diferencia fundamental entre esta visión hegeliana de la «astucia de la razón» y la concepción fichteana del rol del sabio: para Hegel lo impensable y lo excluido a priori es la idea fichteana realizada en el partido leninista estalinista, la idea de que una fuerza, un actor político histórico podría legitimar su actividad en virtud de la «astucia de la razón», la idea de un sujeto político histórico capaz de situar su propia actividad en el marco del «proyecto divino», de tomar en consideración en qué medida su propia actividad es utilizada como medio por la «astucia de la razón» y, por consiguiente, de proponerse inmediatamente y de antemano como Razón histórica encarnada. Dicho de otra manera, lo impensable para Hegel es la unión de una posición subjetiva que aspire al conocimiento de lo Absoluto y de la dimensión práctica histórica: Hegel sabe muy bien que semejante combinación, es decir, una posición actuante que se legitime como encarnación de la Razón en la historia, no puede engendrar sino el terror totalitario. La «astucia de la razón» llega siempre retrospectivamente, solo se la puede comprender retroactivamente, cuando el sujeto cobra conciencia de que el alcance verdadero de su acto difiere del objetivo al que apuntó. A priori es imposible tener en el acto mismo el conocimiento de su alcance, de su significación; el acto siempre es, en el fondo, fallido, implica un error grosero fundamental, uno sólo puede actuar como cegado. ¿Por qué? Si uno quiere seguir siendo hegeliano y «entender la sustancia como sujeto», es decir, si uno quiere evitar recaer en la metafísica tradicional (lo Absoluto como sustancia trascendente, inaccesible a los sujetos, etcétera) hay una sola respuesta posible: el alcance mismo, la «significación verdadera» de un acto por cuanto difiere del objetivo buscado, solo se constituye retrospectivamente, por la falla de ese acto. Que esta significación verdadera está dada de antemano en la Razón divina, no es sino una ilusión teleológica propia de la «conciencia ingenua»; la teleología hegeliana, en cambio, es siempre retroactiva: es verdad que los individuos son, en la historia, los medios inconscientes de la realización de la Razón, de sus Objetivos infinitos; ahora bien, aquello de lo que son «medios» solo se constituye por intermedio, a través, de su actividad misma.