LA PREHISTORIA DIVINA

La teoría de Schelling del «mal originario» inscrito en el carácter eterno del sujeto y, como tal, independiente de las circunstancias contingentes, no es sin embargo solamente la radicalización de Kant; la originalidad de Schelling consiste en dar un paso impensable para Kant, para quien la noción de lo Absoluto, de Dios, siempre fue simplemente la del Bien Supremo, de la Perfección sin ninguna falta. En efecto, Schelling funda la posibilidad de ese «mal originario» humano, elegido por un acto atemporal, en una falta del Otro (lo Absoluto) mismo, en una fisura en el corazón de Dios: la fisura entre el Dios efectivo, existente, realizado en el logos y el «fundamento [Grund]» opaco, sombrío, impenetrable, lo real [das Reale] de Dios, entendido como «eso que, en Dios mismo, no es todavía Dios», como su pulsión [das Trieb] ciega.

En el comienzo —no en el comienzo de los tiempos, en el comienzo temporal que coincide con el nacimiento del Hijo, de la Palabra divina, sino en el comienzo absoluto, en el punto cero de su prehistoria—, Dios es la indiferencia absoluta, un querer que no quiere nada, el reino de la calma y de la beatitud, el goce femenino puro, un Todo ilimitado, no totalizado, el último estadio del éxtasis místico, la expansión pura en el vacío sin consistencia, sin fundamento, por consiguiente, en el sentido propio, el abismo [Un-Grund]. La prehistoria divina comienza con una primera contracción [Zusammenziehung], con su estrechamiento; de esta manera, Dios se da un fundamento sólido, denso, la consistencia de lo Uno; se constituye como algo que está, como un sujeto. Esta contracción es el acto supremo del egoísmo divino, es lo contrario mismo del amor, de la calma pacificadora: un repliegue sobre sí mismo, un furor destructivo que aniquila todo lo que va en contra de lo Uno divino:

Este es el destino de toda vida, que aspire primero a limitarse, a pasar de lo ancho a lo estrecho para hacerse asible; luego, una vez que se ha estrechado y se ha probado, que aspire de nuevo a la amplitud, que quiera retornar a la nada apacible donde estaba antes (Schelling, 1946: 34).

Toda la vida divina anterior al nacimiento del Hijo, antes de la entrada de la Palabra, se resume en esta pulsación entre la nada de la expansión sin límites y la fuerza contraria, contractiva, de reducirse, de replegarse sobre sí mismo. En su curso de 1986-1987, Jacques-Alain Miller desarrolló la tesis de que la división primera de lo Uno del goce puro en los neoplatónicos es —en matemas lacanianos— la de F y a; la división primera de lo Un-Grund divino en contracción y en expansión de Schelling ¿no es también la división en F del goce fálico y en a de la expansión, de la dispersión ilimitada?

Es ya este término de contracción mismo el que, por su ambigüedad, recuerda la enfermedad: el querer puro divino contrae la gravedad, el fundamento, su consistencia sólida y densa; las contrae como se contrae una locura, una enfermedad divina. Y el nacimiento del Hijo es el hallazgo de la Palabra por la cual se resuelve este antagonismo insoportable. «El tiempo comienza» por el advenimiento de la Palabra: el logos opera la separación entre el presente y el pasado, empuja hacia el pasado la prehistoria sombría de la furia, de la locura divina, ese «torbellino» primitivo, horrible, de las pulsiones divinas. El logos, la Palabra del Hijo, se identifica aquí con la Luz divina que, por su efusión, deja que las cosas sean, les otorga su ser. La eclosión de la Palabra debería entenderse, pues, en el sentido de la afirmación primaria (la Bejahung freudiana como opuesta a la Verwerfung) «que no es otra cosa que la condición primordial para que algo se ofrezca a la revelación del ser o, para emplear el lenguaje de Heidegger, se lo deje ser» (Lacan, 1966a: 388). Por lo tanto, podríamos decir que esta Bejahung «forcluye» el antagonismo insoportable de la locura divina, rechazándolo hacia el pasado de lo real imposible, excluido por la simbolización. Lacan mismo destaca que el movimiento de la simbolización, de la realización en lo simbólico, siempre implica cierto rechazo del mundo de las sombras, de lo no realizado (Lacan, 1975a: 216) o, para decirlo con Schelling: el advenimiento de la Palabra, el nacimiento del Hijo, implica siempre como su reverso el rechazo, la expulsión en el pasado del «torbellino primitivo», de las pulsiones divinas.

Aquí debemos insistir en el aspecto pacificador, liberador, del advenimiento de la Palabra: la entrada en juego de lo Simbólico, de la Diferencia, es un alivio, la liberación de un dolor infinito, de un antagonismo insoportable. La vida divina antes del nacimiento del Hijo es una tensión que llega hasta la locura; este es —para expresarlo en términos analíticos— un mundo sin la apertura, sin la eclosión simbólica: un mundo cerrado sin la distancia, un mundo en el que el Dios real, en su «terrible soledad» siempre está siendo nuevamente sofocado por su propia cólera; dicho de otro modo, un mundo propiamente psicótico. En ese nivel, ya no hay diferencia propiamente dicha —lo cual implicaría ya una oposición, una articulación simbólica—, sino solamente el latir, la palpitación pulsional entre la Nada y lo Uno, entre la expansión y la contracción. Schelling da aquí un giro particular a la fórmula panteísta del Dios entendido como lo Uno-Todo: desplaza el acento a su lado «nocturno», generalmente desconocido, tanto por sus partidarios como por sus adversarios: «la mayoría de quienes parlotean sobre lo Uno-Todo solo ven en esa figura el Todo; que exista allí lo Uno, un sujeto, es algo que aún ni siquiera han notado». Lo Uno es precisamente la «terrible soledad», el «autismo» del goce divino antes de la creación del mundo.

Podría arriesgarse la tesis de que antes de la creación del mundo, es decir, antes del nacimiento del Hijo, Dios es un «maníaco depresivo» atrapado en la pulsación sin salida, sin ninguna apertura, en esta oscilación entre la nada de un impulso vital vacío que se dispersa y la ira destructora, correlativa del sentimiento bien conocido del «fin del mundo», del derrumbe del universo. Y el nacimiento del Hijo, la eclosión de la palabra, la creación del mundo poseen aquí justamente un valor «terapéutico»: Dios domina su antagonismo interior, su tensión, su bloqueo, mediante la exteriorización del conflicto, volviéndose hacia fuera, canalizando su energía pulsional, hacia lo que se llama un «objetivo creativo». En ese caso, la respuesta schellingiana a la pregunta de por qué Dios creó el mundo, sería: para salvarse de su propia locura por medio de una «terapia creativa».

Hay que admitir, pues, en la vida divina, «un momento de ceguera y de locura» (Marquet, 1973: 500), un momento que es absolutamente necesario para que Dios adquiera la consistencia de lo Uno, de un sujeto, para que no se pierda en la nada de la expansión ilimitada. ¿En qué sentido la locura es inherente a la vida divina? En el sentido de que ese proceso de la historia divina es un «proceso en el que Dios mismo se había embarcado, a su propio riesgo, si se nos permite decirlo así» (Marquet, 1973: 542); por consiguiente, para decirlo de una manera más contemporánea, en el sentido de que Dios no ocupa una posición de metalenguaje.

Y todo el desarrollo ulterior de Schelling hacia la «filosofía de la revelación» no es más que un intento desesperado de salirse de esta dificultad, de evitar ese riesgo de la locura divina, postulando que Dios posee de antemano su propio ser: Dios se presenta como Ser Supremo cuya existencia es necesaria, condición sine qua non de su libertad de Creador. De este modo, queda abolido el cortocircuito de la locura divina: uno tiene, de un lado, la persona divina, el Dios necesariamente existente y poseedor de su fuerza creadora, un Dios que se mantiene protegido de los riesgos de la creación y, por el otro lado, la materia amorfa que espera la intervención de la fuerza formativa divina. Dios está así, en sentido estricto, fuera de la historia, se mantiene apartado, en un lugar seguro desde donde puede intervenir en forma de revelación…

¿Qué interés tiene hoy esta narración mítica de la «prehistoria divina»? A primera vista, ese vínculo entre el Mal y la locura corresponde a una problemática precientífica, la que considera la locura como indicador de una corrupción moral. No obstante, si leemos estos textos de Schelling retroactivamente, a partir del «retorno a Freud» lacaniano, no podemos dejar de reconocer la formulación precursora de la tesis fundamental lacaniana según la cual la locura se sustenta en una libertad, en una elección originaria:

Lejos de ser «un insulto» para la libertad, [la locura] es su compañera más fiel; sigue su movimiento como una sombra […] y el ser del hombre no solo no puede ser comprendido sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura como límite de su libertad (Lacan, 1966a: 176).

En otras palabras, ¿no anuncia Schelling —más allá de toda lectura oscurantista jungiana— el «no hay clínica sin ética» lacaniano?