EL «ALMA BELLA»

Para situar la figura del «alma bella» debemos tomar como punto de partida la crítica hegeliana de la moral kantiana. Según Hegel, el rasgo fundamental de la Razón práctica, de Kant, es el dualismo entre la libertad y la naturaleza, entre la ley moral (el deber) y las inclinaciones patológicas del ser humano: el hombre es, por un lado, un ser fenomenal, atrapado en la cadena de la causalidad natural y, por el otro, un ser noúmeno que se autodetermina y obra libremente. Esta escisión, planteada como irreducible, precisamente le impide al sujeto actuar, pasar al acto: un acto puramente moral es imposible, pues siempre intervienen las inclinaciones patológicas; uno nunca obra solo por el deber.

El «sujeto seguro de sí», la «figura de la conciencia» que sigue la «visión moral del mundo» kantiana, rompe ese círculo vicioso mediante el acto mismo, sencillamente pasa al acto. En lugar del sujeto kantiano que siente la ley moral como un mandato trascendente, que le llega de fuera, superyoico, que pesa sobre su naturaleza inerte, el de Hegel es un sujeto en el cual el deber moral expresa inmediatamente las disposiciones naturales, en el cual coinciden el mandato moral y las inclinaciones naturales, la libertad y la naturaleza. Esto es lo que significa el término alemán Gewissen, la (buena) conciencia que articula esta unidad: el sujeto experimenta su deber como componente orgánico, armonioso, de su naturaleza libre; al cumplir con su deber, no obedece a una instancia ajena a él sino solamente a la ley de su corazón. Aquí se da una unidad inmediata entre el saber y el deber: uno sabe lo que debe hacer, en el acto, uno no hace sino realizar su convicción íntima (aquí podemos advertir una crítica de Kant, como también la encontramos en Schiller, en esta noción de un hombre estético en el cual el deber moral está de acuerdo con la actividad espontánea que expresa la naturaleza libre del sujeto).

Ahora bien, aquí es donde surge de nuevo la escisión entre el lado formal y el contenido del acto. Según la forma, el sujeto apunta a la universalidad: presenta su convicción como universal y espera el reconocimiento por parte del mundo social. Sabe que el acto no tiene, en sí mismo, efectividad y que esta solo le llega gracias al reconocimiento de los demás, gracias a la opinión; dicho de otra manera, por su inscripción en la red simbólica. El acto está, pues, descentrado en relación consigo mismo, solo deviene acto cuando se toma nota de él [on prende acte de lui]. En alemán, la palabra «acto» [Akt] posee, además de sus dos significaciones principales («paso al acto, actualización, efectuación» y «acto» en el sentido de inscripción en un acta notarial), el sentido de «cuadro de la mujer desnuda» [en el sentido de Aktbild], con lo cual tenemos la tríada completa imaginario-real-simbólico: uno observa la imagen de la mujer desnuda, se excita, pasa al acto; luego viene el momento donjuanesco del verdadero goce, uno inscribe la conquista en la lista…

El sujeto actuante apunta al reconocimiento universal de su acto, pero la comunidad percibe su contenido particular y arbitrario como crimen. Lo que caracteriza la conciencia actuante es justamente esa confusión entre lo universal y lo particular, esa manera de presentar su voluntad particular como universal. Como dice Hegel, la piedra sola es inocente: desde el momento en que uno actúa, está en el pecado, uno impone el contenido particular del acto como universal. El «alma bella» surge como reacción a esta experiencia del carácter necesariamente pecador del acto: en lugar de actuar, el alma bella habla, expresa sus profundas convicciones deplorando el triste estado del mundo, las injusticias… no quiere ensuciarse las manos, quiere mantenerse a distancia del mundo prosaico a cualquier precio. El «alma bella» es un alma tierna, estetizante, demasiado refinada para la banalidad del mundo social; encontramos su modelo en las Confesiones de un alma bella, de Goethe, con su idea de una «república de los espíritus», que viviría en su pequeño universo cerrado, protegida de las tempestades del mundo, conservando su pureza y su inocencia.

Sin embargo, la crítica hegeliana del «alma bella» no consiste meramente en reprocharle que hable en lugar de actuar, que se contente con deplorar el estado del mundo sin hacer nada por cambiarlo; el «alma bella» es responsable del estado que deplora de una manera mucho más radical: al quejarse de su «inadaptación» al mundo cruel, «está perfectamente adaptada a ese mundo puesto que participa de su creación» (Lacan, 1966a: 596). La red de relaciones intersubjetivas en el marco de la cual el alma bella desempeña el papel de víctima pasiva, de alguien que no puede adaptarse a las exigencias de la realidad banal, la totalidad de esa red es ya su obra: la red misma no puede reproducirse sin que el «alma bella» consienta en desempeñar ese papel. La apariencia de una constatación de los hechos («estos hechos están ahí, corresponden a la realidad…») disimula la complicidad, el consentimiento, hasta la voluntad activa de cumplir con aquel rol y de permitir de ese modo que se reproduzca la situación de la que se queja. Aquí estamos en el nivel estrictamente estructural: la inactividad, el papel de la víctima pasiva, puede funcionar como una forma de actividad por excelencia siempre que uno asuma activamente ese rol. En este sentido debemos interpretar la siguiente frase, un poco enigmática, de Hegel:

«El actuar», en cuanto actualización, es pues la forma pura del querer; la simple conversión de la efectividad como un caso en el elemento del ser, en una efectividad ejecutada, la conversión del único modo del saber objetivo en el modo del saber de la efectividad como algo producido por la conciencia (Hegel, 1975, II: 171).

He aquí pues la enseñanza fundamental de Hegel: el acto en el sentido propio no es el acto como tal en su carácter particular; el acto propio es el modo previo de la estructuración simbólica de la realidad, la manera en que uno articula de antemano la realidad, de manera tal que nuestro acto (o nuestra ausencia de acto, nuestra pasividad) encuentre en ella su lugar. El «alma bella» pretende describir el estado deplorable del mundo como si ella estuviera excluida de ese mundo, como si lo observara desde una distancia objetiva, podríamos decir, desde una distancia de metalenguaje. Pero olvida incluir su propia posición subjetiva, el hecho de que ella quiere que el mundo sea tal cual es para poder continuar ocupando su cómoda posición de víctima explotada: todo su goce narcisista depende de ese papel; su identidad de víctima explotada da consistencia a su yo imaginario.

La madre sufriente, por ejemplo, ese «pilar de la familia» que soporta calmamente su tormento, que se sacrifica en silencio por la felicidad de sus seres queridos: ser explotada, ser la víctima de la familia, ¿no es ese el síntoma que ella «ama más que a sí misma»? Lo que teme no es que se la explote demasiado, sino más bien que nadie quiera aceptarla ya en su sufrimiento: el fluir de sus quejas no es sino la forma invertida de la demanda, dirigida a sus allegados, de que acepten su sacrificio. En una familia de este tipo, la comunicación es, pues, perfecta: explotando sin piedad a la madre, los miembros de la familia le devuelven el mensaje de sus quejas en su forma invertida, es decir, en su alcance verdadero. Ese es el punto en el que ella no quiere de ningún modo ceder, el punto en el que ceder equivaldría a perder la consistencia de su yo, el punto del grito desesperado: «¡Estoy dispuesta a sacrificarlo todo menos eso!». Lo que debe efectuar el sujeto para desembarazarse de su rol de «alma bella» es precisamente ese sacrificio del sacrificio: no basta con «sacrificarlo todo», es necesario además renunciar a la economía subjetiva en la que el sacrificio aporta el gozar narcisista.

Este movimiento doble retoma la lógica de la «negación de la negación»: si el primer sacrificio, el que permite al «alma bella» encontrar su consistencia imaginaria en la renuncia misma, funciona como una simple «negación», el segundo, el sacrificio del sacrificio mismo, la purificación del sacrificio, efectúa una suerte de «negación de la negación». El sacrificio del sacrificio, la pérdida de la pérdida, dista mucho de ser un simple retorno a la identidad plena sin pérdida: solo en este punto la pérdida llega a ser absoluta: se pierde el soporte mismo, el fundamento que daba consistencia a la pérdida, el marco en el cual la pérdida adquiría una significación positiva.

Recordemos el viejo reproche que le hacían los comunistas a Sartre en el gran debate referente al «existencialismo»: con su teoría del sujeto como el Ser para sí puro, la negatividad, el vacío liberado del contenido positivo, Sartre ha repudiado todo el contenido burgués, todos los prejuicios y todas las limitaciones positivas de la ideología burguesa; lo que le ha quedado después de ese sacrificio de todo contenido es justamente la forma pura, vaciada, del sujeto burgués; por lo tanto, debe dar el siguiente paso, decisivo, repudiar esta forma de la subjetividad burguesa misma y unirse a la clase obrera… He aquí el gesto fundamental del intelectual «radical», «crítico»: está dispuesto a renunciar a todo el contenido «burgués» para poder conservar la forma misma del sujeto «libre», «autónomo»; más precisamente, reproduce la forma del sujeto burgués por medio de ese sacrificio del contenido mismo tanto como hace de ese sacrificio un gesto narcisista del sujeto «autónomo». En su condición de tal, el «intelectual crítico» se ciega al hecho de que la «verdadera fuente del Mal» es, no el contenido sacrificado, sino esta forma misma.

La falsedad del «alma bella» surge más claramente que nunca cuando termina siendo conciencia juzgadora que condena la conciencia actuante, reduciendo la acción a su móvil particular. Hegel piensa aquí, sobre todo, en los grandes hombres de acción y en las explicaciones mezquinas que la opinión común da de sus actos: dicen que César quiso destruir la República a causa de su avidez de poder, que Napoleón conquistó Europa a causa de su ambición desmedida, etcétera. Probablemente sea verdad que César, en su carácter de personaje privado, haya estado impulsado por tales móviles patológicos, pero su acto realizó de todas maneras una necesidad histórica, la del paso de la República al Imperio. La conciencia juzgadora se ciega a esta significación verdadera del acto: frente al acto, lo aísla de su contexto histórico y lo reduce a su particularidad psicológica y arbitraria. Y la crítica hegeliana hace hincapié en lo siguiente: ese aislamiento del acto de su contexto, esa ceguera a su significación universal, ahí está el verdadero mal. La conciencia juzgadora se presenta de este modo aún más mala que la conciencia pecadora y actuante: el mal absoluto es la mirada inocente que percibe el mal en todas partes, como en Otra vuelta de tuerca, de Henry James, donde el verdadero mal es la mirada misma de la institutriz que percibe la presencia de espíritus malignos por todos lados. El mal no está en el acto que siempre posee una dimensión universal, aun cuando el sujeto actuante la ignore, sino en la mirada que reduce el acto a su contenido particular. Hegel completa aquí la célebre frase de Napoleón «Nadie es un héroe a los ojos de su valet» agregando «no porque el héroe no lo sea, sino porque el otro es un valet».

Esta es la razón por la cual el camino de la reconciliación pasa por la conciencia actuante: como en las figuras precedentes de la Fenomenología, la oposición del esclavo y del amo, de la conciencia base y la conciencia noble, etcétera, la verdad está del lado de la conciencia activa que introduce el crimen, la escisión, el pecado. Aquí Hegel se aproxima a su interpretación del cristianismo: la dialéctica del «alma bella» se resuelve en el paso al Espíritu absoluto, a la religión; la anulación del pecado no está en el juicio que lo condena en una perspectiva neutra e inocente, la del «metalenguaje» —«¡No juzguéis y no seréis juzgados!»— sino en el perdón, en la remisión de los pecados. El acto pecador queda liberado retroactivamente, a partir de la verdad a que ha dado lugar gracias a su propio fracaso. Esto es lo que Hegel llama das Ungeschhenmachen: no se anula meramente el acto; se trata solamente de anularlo en su aspecto de fracaso, de experimentar la falla como positiva, «como inherente a la verdad», inversión que Hegel llama «astucia de la razón».