LA FANTASÍA TOTALITARIA, LO TOTALITARIO DE LA FANTASÍA

Esto nos permite enfocar de otro modo el paso del socialismo «utópico» al socialismo llamado «científico»: si bien es verdad que descubrió el síntoma y desarrolló la lógica del síntoma social como bloqueo fundamental de un orden social dado que parecía pedir su propia disolución práctico-dialéctica «revolucionaria», Marx desconoció todo el peso que tuvo la fantasía en el proceso histórico, el peso de la inercia que no deja que se la disuelva por medio de su dialectización y cuya manifestación ejemplar sería lo que se ha llamado «el comportamiento regresivo de las masas» que parecen «actuar contra su verdadero interés» y se dejan envolver en las diversas formas de la «revolución conservadora». El carácter enigmático de tales fenómenos debe buscarse en el goce tonto que revelan: la teoría social intenta desembarazarse del carácter inquietante de ese goce designándolo como el «delirio de masas», «embrutecimiento», «regresión», «falta de conciencia de las masas», etcétera.

¿Dónde está aquí la fantasía, el fantasma? Lo esencial de la escena fantasmática es realizar la relación sexual, encandilarnos con su presencia fascinante y no dejarnos ver la imposibilidad de la relación sexual; pues bien, lo mismo ocurre con la fantasía «social», con la construcción fantasmática que sustenta un campo ideológico: en última instancia, siempre se trata del fantasma de una relación de clase, de la utopía de una relación armoniosa, orgánica, complementaria, entre las diversas partes de la totalidad social. La imagen elemental de la fantasía «social» es la de un cuerpo social en función de lo cual se elude la roca de lo imposible, el «antagonismo» alrededor del cual se estructura el campo social. Y las ideologías antiliberales de derecha que sirven de fundamento al llamado «comportamiento regresivo de las masas» se distinguen justamente por recurrir a esta metáfora organicista: su Leitmotiv es el de la sociedad entendida como un cuerpo —totalidad orgánica de miembros— corrompido luego por la intrusión del atomismo liberal.

Esta dimensión fantasmática se encuentra ya en el socialismo llamado «utópico». Lacan determina la ilusión propia del fantasma perverso sádico como «utopía del deseo» (Lacan, 1966a: 775): en la escena sádica, se suprime la escisión entre el deseo y el goce (operación imposible, por cuanto el deseo se sustenta en la prohibición del goce, vale decir, por cuanto el deseo es el reverso estructural del goce) y, al mismo tiempo, la distancia que separa el goce del placer: por medio de lo «negativo» del placer, el dolor, se pretende alcanzar el goce en el campo mismo del placer. La palabra «utopía» debe tomarse aquí también en su sentido político: el célebre «Todavía un esfuerzo más…» sádico (de La filosofía en el tocador) debería situarse en la línea del «socialismo utópico», como una de sus variantes más radicales, porque el «socialismo utópico» siempre implica una «utopía del deseo»; en su proyecto utópico, desde Campanella a Fourier, lo que siempre está presente es la fantasía del goce reglamentado, finalmente dominado.

Con el pase al «socialismo científico», Marx forcluyó esta dimensión fantasmática y aquí debemos atribuir al término «forclusión» todo el peso que tiene en la teoría lacaniana: la exclusión, el rechazo de un momento fuera del campo simbólico y no solamente su represión. Y, como bien sabemos, lo forcluido simbólico retorna en lo real: en el caso que nos ocupa, en el socialismo real. El socialismo utópico, el científico y el real formarían, pues, una especie de tríada: la dimensión utópica, excluida por la «cientificación» retorna en lo real: la «utopía del poder», para retomar el título muy justificado sobre la Unión Soviética. El socialismo real es el precio pagado con la carne por el desconocimiento de la dimensión fantasmática del socialismo científico.

Hablar de la «fantasía social» parece implicar, sin embargo, un error teórico fundamental, porque la fantasía es esencialmente no universalizable. Es estrictamente particular, «patológica» en el sentido kantiano, «personal», el fundamento mismo de la unidad de la «persona» en el aspecto que la distingue del sujeto (del significante): la manera única en que cada uno de nosotros trata de terminar con la Cosa, de saldar cuentas con ellas, el Goce imposible, es decir, la manera en que, en virtud de una construcción imaginaria, cada uno intenta escapar de ese callejón sin salida en que se encuentra el parlêtre, ese callejón del Otro inconsistente, del agujero en el corazón del Otro. En cambio, el campo de la Ley, los derechos y los deberes, es no solo universalizable sino universal en su naturaleza misma; es el campo de la igualdad universal, de la igualación efectuada por el intercambio en principio equivalente. En esta perspectiva, podríamos designar el objeto a, el plus de gozar, como el excedente, el resto que escapa a la red del intercambio universal, y es por ello que la fórmula de la fantasía, en cuanto no universalizable, se escribe $ ◊ a, es decir, la confrontación del sujeto con ese resto «imposible», no intercambiable. He aquí el vínculo entre el plus de gozar y la plusvalía como excedente que desmiente el intercambio equivalente entre el capitalista y el proletario, el excedente del que el capitalista se apropia en el marco del intercambio equivalente del capital por la fuerza de trabajo.

Ahora bien, no hacía falta esperar a Marx para experimentar el callejón sin salida del intercambio equivalente: el heroísmo de Sade, ¿no estriba justamente en su esfuerzo por ampliar la forma burguesa de la ley igualitaria y universal, del intercambio universal, de los derechos y deberes del hombre, en la esfera del goce? Su punto de partida es que la Revolución se quedó a mitad de camino porque, en el dominio del goce, continúa siendo prisionera de los prejuicios patriarcales y teológicos, es decir que no va hasta el final en su proyecto de emancipación burguesa. Pero, como lo ha demostrado Lacan en su «Kant con Sade», la formulación de una norma universal, de un «imperativo categórico» que legisle el gozar, necesariamente ha de fracasar, ha de desembocar en un callejón sin salida: según el modelo de las leyes formales burguesas, uno no puede legislar sobre el derecho al goce ateniéndose a máximas tales como «¡A cada cual su fantasía!», «¡Cada uno tiene derecho a su modo particular de gozar!», etcétera. Lacan reformula la ley universal hipotética de Sade diciendo: «Yo tengo el derecho a gozar de tu cuerpo, puede decirme cualquiera, y ejerceré ese derecho sin ningún límite que detenga mi capricho por las exacciones que yo tenga ganas de satisfacer en él» (Lacan, 1966a: 768-769). El límite de semejante ley, las restricciones que le son inherentes, saltan a la vista: la simetría es aquí falsa, es fácil advertir que ocupar de manera consistente la posición del verdugo es imposible; en última instancia, todos son víctimas…

¿Cómo refutar, pues, la objeción según la cual hablar de una «fantasía social» equivale a una contradicción in adjecto? Este brete, lejos de ser simplemente epistemológico, lejos de indicar un error en el enfoque teórico, define la cosa misma. El rasgo fundamental del vínculo social «totalitario», ¿no es precisamente la pérdida de distancia entre la fantasía que da las referencias al gozar del sujeto y la Ley formal universal que rige el intercambio social? La fantasía «se socializa» de manera inmediata, la Ley social coincide con un mandato: «¡Goza!» y comienza a funcionar como un imperativo superyoico. Dicho de otro modo, en el totalitarismo, es realmente la fantasía (el fantasma) lo que está en el poder, lo que distingue al totalitarismo stricto sensu (la Alemania de 1938-1945; la Unión Soviética de 1934-1951, la Italia de 1943-1945) de los regímenes patriarcales autoritarios de law and order (Salazar, Franco, Dolfuss, Mussolini hasta 1943…) o del socialismo real «normalizado». Semejante totalitarismo «puro» es necesariamente autodestructivo; no puede estabilizarse, llegar a un mínimo de homeostasis que le permita reproducirse en un circuito equilibrado; está siempre sacudido por las convulsiones, pues una lógica inmanente lo impulsa a la violencia dirigida hacia el «enemigo» exterior (exterminio de los judíos, en el caso del nazismo) o interior (purgas estalinistas). El lema de la «normalización» posestalinista en la Unión Soviética era, con justa razón, «el retorno a la legalidad socialista»: se percibía que la única salida del círculo vicioso de las purgas era la reafirmación de una Ley que, según se estimaba, introduciría la mínima distancia posible respecto de la fantasía, un sistema simbólico formal de reglas que no estuvieran inmediatamente impregnadas de goce.

Es por ello que podemos definir el totalitarismo como un orden social en el que, aunque no haya ninguna ley (ninguna legalidad positiva de validez universal, establecida de una forma explícita), todo lo que se hace puede pasar, en todo momento, por algo ilegal, prohibido: la legislación positiva no existe (o bien, si existe, posee un carácter por completo arbitrario y no obligatorio), pero, a pesar de ello, uno puede encontrarse, en todo momento, en posición de infracción a una Ley desconocida e inexistente. Si la paradoja de la Interdicción que funda el orden social consiste en que se refiere a algo ya en sí mismo imposible, el totalitarismo invierte esa paradoja situando a los sujetos en la posición no menos paradójica de transgresores de una ley inexistente.

Un estado como ese, en el que se transgrede incesantemente una ley fantasma, ilustra de manera ejemplar la célebre proposición de Dostoievski que, tal como la invierte Lacan (El Seminario II), ofrece todo su verdadero alcance: si Dios (la legalidad positiva) no existe, todo está prohibido (Lacan, 1978: 156).