DESCRIPTIVISMO CONTRA ANTIDESCRIPTIVISMO
El problema de la «paradoja escéptica» es, en definitiva, el del primer libro de Kripke, La logique des noms propres [La lógica de los nombres propios] (1982): sobre qué fundar, cómo legitimar, la necesidad de esta regla universal o de la nominación (no olvidemos que el nombre original del libro es Naming and Necessity [El nombrar y la necesidad]). La «paradoja escéptica» nos confronta a una experiencia inquietante: una regla universal (la regla de la suma, por ejemplo) nunca puede, por su necesidad inmanente, «cubrir» el campo de lo que aparece como su aplicación; en su crítica del descriptivismo, Kripke demuestra de la misma manera que el contenido inmanente de un nombre (el manojo de descripciones que forman su significación) nunca puede «cubrir» de una manera necesaria el campo de su referencia, es decir, que nunca puede dar una respuesta definitiva a la siguiente pregunta: ¿por qué tal nombre se refiere a tal objeto? En los dos casos, tanto el de la regla que no puede cubrir todo su campo de aplicación como el de del nombre que no puede cubrir toda su referencia, estamos ante un excedente angustiante, una brecha a través de la cual se anuncia la dimensión de lo real: en la aplicación de una regla, uno nunca puede estar seguro de hallarse verdaderamente frente a un caso de esa regla o a algo completamente distinto; en el uso de un nombre, cuando un objeto posee todas las propiedades contenidas por la significación de ese nombre, uno nunca puede estar seguro de encontrarse verdaderamente ante el referente propio de ese nombre o ante algo por completo diferente. Este es un problema que podríamos denominar invasion of the body-snatchers como la película de ciencia ficción de la década de 1950 [conocida en España como La invasión de los ladrones de cuerpos y en América Latina como La invasión de los muertos vivos]: en ella se asiste a la invasión de seres extraños, venidos del espacio exterior, que toman forma humana; son exactamente iguales a los seres humanos, tienen todas sus propiedades, lo cual aumenta el carácter angustioso de su extrañeza… El mismo conflicto aparece en el antisemitismo; los judíos son «como nosotros», es difícil reconocerlos, aislar esa X, el rasgo unario que los distingue. El mérito principal de la crítica kripkeana de la teoría de las descripciones es, pues, delimitar el lugar de lo real, de ese pequeño resto, más allá del haz de las descripciones que lo «cambia todo», de ese excedente, esa diferencia evasiva que se busca en vano en la realidad del objeto, entre sus propiedades positivas.
Lo que está en juego en la «disputa de las descripciones» es la siguiente pregunta: ¿cómo, por qué los nombres se refieren a los objetos? ¿Por qué la palabra «mesa» se refiere a la mesa? El descriptivismo responde que cada palabra es primero portadora de una significación, significa una serie, un puñado de propiedades descriptivas («mesa», por ejemplo, significa el objeto de cierta forma que sirve para ciertos objetivos) y se refiere a los objetos que están en el mundo que poseen las propiedades contenidas en la significación del nombre. «Mesa» se refiere a la mesa porque la mesa real entra en el marco delimitado por el haz de descripciones que forman la significación de la palabra «mesa». La comprensión (la «connotación») precede, pues, a la extensión (la «denotación»). La extensión, es decir, el conjunto de los objetos a los cuales se refiere una palabra, está determinada por la comprensión, es decir, por las propiedades universales descritas por su significación.
El antidescriptivismo, en cambio, responde que una palabra está asociada a un objeto por medio de un «bautismo primario» [primal baptism] y que ese vínculo se mantiene aun cuando el puñado de descripciones que formaban al comienzo la significación de la palabra haya cambiado por completo. El siguiente es el ejemplo kripkeano, simplificado (Kripke, 1982a: 71): para la mayor parte de la gente, la palabra «Gödel» no evoca más que la descripción «el que descubrió el teorema de la indecidibilidad»; pero, supongamos que hoy se establece que no fue Gödel quien descubrió ese teoría, sino que él sencillamente se apropió del hallazgo hecho por uno de sus amigos, Schmidt, y luego lo eliminó para borrar las huellas de su robo intelectual. En este caso, ¿a qué haríamos referencia al nombrar a «Gödel»? ¿A Gödel o a Schmidt? Según el descriptivismo, cuando uno decía «Gödel», se refería verdaderamente a Schmidt porque solo él cumplía las condiciones de la descripción evocada por el nombre «Gödel» («el que descubrió el teorema de la indecidibilidad»), mientras que, según el antidescriptivismo, uno se refiere todo el tiempo a Gödel, aunque la descripción evocada no fuera la conveniente.
Este es el corazón del debate: para el descriptivista, la palabra se refiere al objeto por una necesidad interna, inmanente, de su significación, en tanto que para el antidescriptivista, el vínculo que une la palabra con el objeto al cual se refiere depende de una causalidad exterior, en su esencia irreducible al puñado de descripciones contenido en la significación de la palabra. Para decirlo de otra manera, el descriptivista pone el acento en el «contenido intencional» inmanente de la palabra y el antidescriptivista lo pone en la cadena causal exterior de la tradición, en el modo en que el uso de la palabra se transmite de un sujeto a otro, de una generación a otra. Aquí parece imponerse una primera objeción: ¿no tenemos que vérnoslas sencillamente con dos tipos de palabras, con nociones genéricas y con nombres stricto sensu? La teoría descriptivista da cuenta de la referencia de las nociones genéricas, mientras que el antidescriptivismo explica el funcionamiento de los nombres propios: si uno se refiere a alguien llamándolo «gordo», está claro que la persona tiene que poseer la propiedad de ser corpulento, mientras que si le decimos «Pedro», no podemos sacar de allí ninguna de las propiedades de su portador: el nombre Pedro se refiere a él simplemente porque con él fue bautizado…
Semejante solución, que pretende resolver el problema mediante una distinción clasificatoria, presenta al menos una pista falsa y no hace sino oscurecer lo que verdaderamente está en juego en este debate: tanto el descriptivismo como el antidescriptivismo aspiran a ser una teoría general del funcionamiento de la referencia: para el descriptivismo, los nombres propios mismos son solamente una abreviatura de la descripción, mientras que para el antidescriptivismo, la cadena causal exterior determina la referencia, igualmente en el caso de las nociones genéricas, por lo menos en las relativas a las especies naturales. Tomemos nuevamente un ejemplo kripkeano simplificado: cierta especie de objetos ha sido bautizado «oro», palabra a la que se asocia una serie de propiedades descriptivas (metal pesado, de color amarillo, reluciente, etcétera); a lo largo de los siglos, esa serie de descripciones se ha multiplicado y modificado correlativamente con el desarrollo del saber humano (hoy, se identifica el oro por su fórmula química). Pero, tomemos como hipótesis que un investigador descubre hoy que todo el mundo ha vivido equivocado en cuanto a las propiedades efectivas del objeto llamado «oro» (la impresión de que es amarillo sería el producto de una ilusión óptica colectiva, etcétera); en ese caso, el «oro» continuaría refiriéndose a los mismos objetos que antes; diríamos «el oro no posee algunas propiedades que antes se le atribuían», pero no diríamos: «el objeto que hasta ahora tomábamos por oro, en realidad no lo es». O bien, en el caso contrario, podría ocurrir que
una sustancia tenga todas las propiedades distintivas que le atribuimos al oro y por medio de las cuales lo identificamos, pero que esa sustancia sea diferente del oro. De tal sustancia diríamos: realmente tiene todas las apariencias que antes nos permitían identificar al oro, pero no es oro (Kripke, 1982a: 107).
¿Por qué? Porque esa sustancia no está asociada al nombre «oro» por la cadena causal que se remonta hasta el «bautismo primero». Por esta misma razón
Aun cuando los arqueólogos y los geólogos descubran mañana fósiles que establezcan la existencia en el pasado de animales que responden a todo lo que sabemos de los unicornios por los mitos del unicornio, ello no mostraría […] que haya habido unicornios (Kripke, 1982a: 13).
Ese casi unicornio, por más que corresponda a la serie de descripciones contenidas en el nombre «unicornio», no puede suministrar la prueba de que era el referente de la noción mítica del unicornio… Uno no puede dejar de observar el elemento «libidinal» de estas tesis de Kripke: ¿no se trata del problema mismo de la «realización del deseo? Cuando, finalmente, uno da con el objeto en la realidad, si bien tiene todas las propiedades del objeto fantaseado, advertimos que “este no es»; no es el referente al que apuntaba el deseo. Ahora bien, el «unicornio»; probablemente no sea casual que Kripke haya elegido ejemplos de tal resonancia libidinal, tan aptos para metaforizar el objeto del deseo.
¿Qué puede aportar la teoría lacaniana a esta «disputa del descriptivismo»? Lejos de «superar» la oposición entre el descriptivismo y el antidescriptivismo por medio de una especie de «síntesis» casi «dialéctica», la teoría lacaniana demuestra que las dos posiciones pasan por alto el mismo punto: la contingencia radical de la nominación. La prueba de ello es que ambas están obligadas a construir un mito para defender su solución: el mito de la tribu primitiva en Searle y el mito del «observador omnisciente de la historia» en Donnelan.
Para combatir el antidescriptivismo, Searle construye la imagen mítica de una pequeña tribu primitiva en la que todos se conocen, en la que se bautiza a los recién nacidos en presencia de todos los demás miembros, en la que los individuos aprenden la significación de los nombres por la indicación directa («esto es…»); además, en esta aldea reina un tabú absoluto sobre el empleo de los nombres de las personas muertas. En semejante tribu, el lenguaje funciona de una manera completamente «descriptivista»; la referencia de cada nombre está fijada exclusivamente por el haz de descripciones asociada a él (Searle, 1985, cap. IX).
Por supuesto, Searle sabe perfectamente que semejante tribu nunca existió: basta que sea lógicamente posible para probar que tal funcionamiento del lenguaje es lógicamente primario y que todos los ejemplos citados por el antidescriptivismo son lógicamente secundarios, «parasitarios», es decir, que suponen un funcionamiento «descriptivo» previo. Tomemos el caso extremo del «parasitismo»: todo lo que se sabe de cierta persona es que se llama Smith; como lo señala Searle, en primer lugar, el hecho de que se llama Smith continúa siendo un rasgo descriptivo mínimo (uno sabe al menos que responde al nombre de «Smith»); y, en segundo lugar, tal caso extremo supone, en principio y de hecho, la existencia de al menos otro individuo para el cual el apellido «Smith» le hace pensar en una serie de propiedades (un señor corpulento y barbudo que da el curso sobre historia de la pornografía, etcétera). En otras palabras, el caso que el antidescriptivismo toma como normal (el caso en el que la referencia se transpone por la cadena causal exterior, independientemente de la serie de descripciones) es solo una presentación exterior (exterior en el sentido de que hace abstracción del contenido intencional asociado al nombre) del funcionamiento «parasitario», lógicamente secundario.
Para refutar a Searle, hay que demostrar la imposibilidad lógica y no solamente empírica de su mito. El camino posestructuralista, el de Derrida, por ejemplo (véase la respuesta de Derrida a Searle en Derrida, 1977), será mostrar que el «parasitismo» merma siempre ya el funcionamiento supuestamente originario: el mito searliano es el de una presencia pura, de una transparencia perfecta de la referencia, pero el lenguaje es «originariamente» la huella de una ausencia, la falta es una «condición de posibilidad» casi trascendental del establecimiento de su red diferencial… Un enfoque lacaniano desplazaría el acento a otro punto: algo falta en la presentación del mito searleano; desde el momento en que estamos ante el lenguaje en el sentido estricto, ante el lenguaje que realiza el vínculo social —aun en el universo cerrado de una tribu aislada—, el reconocimiento intersubjetivo es parte constituyente de la significación de un nombre cualquiera, lo cual hace que la noción de la «lengua privada» sea una contradicción in adjecto. En última instancia, un nombre se refiere a un objeto porque los demás llaman a ese objeto con ese nombre; por supuesto, los demás no se reducen a los «otros» empíricos, a los interlocutores posibles, sino que anuncian la dimensión del gran Otro, del orden simbólico. Y aquí nos topamos con la estupidez dogmática propia del significante, la estupidez que toma la forma de la tautología: la palabra «mesa» se refiere a la mesa porque la mesa se llama «mesa»; dicho de otra manera, el lenguaje forma un dato que precede siempre a su uso. El caso extremo del «parasitismo», su forma pura y, por así decirlo, autorreferencial, que evoca Searle es el de los locutores que utilizan un nombre sin saber nada del objeto al cual se refiere ese nombre: el único contenido intencional que fija la referencia en su uso de ese nombre es «aquello a lo que los otros se refieren cuando utilizan ese nombre». Pero, el error de Searle consiste en no ver en ese punto de autorreferencia la condición sine qua non del funcionamiento «normal» del lenguaje.
La tribu mítica de Searle sería una pequeña tribu de psicóticos en la cual, a causa del tabú referente al empleo de los nombres de las personas muertas, no podría efectuarse la función paterna. Por consiguiente, si lo que le falta a Searle es la dimensión del gran Otro, el antidescriptivismo —en su versión predominante, al menos— carecería del pequeño otro, la condición del objeto en cuanto real. Por eso esta escuela busca esa X irreducible al conjunto de descripciones, inhallable entre las propiedades efectivas del objeto, en la realidad, lo cual la lleva a construir su propio mito, el de un «observador omnisciente de la historia» (Donnelan, 1974). Keith Donnelan, el autor de ese mito, parte de un caso ficticio bastante divertido: la mayoría de nosotros identifica a Tales como «el filósofo griego que creía que todo era agua»; ahora bien, supongamos primeramente que Herodoto y Aristóteles, cuando hablaban de Tales, se referían en verdad a un perforador de pozos que, un día en que hacía mucho calor y el sol era insoportable, habría exclamado: «¡Oh, si todo fuera agua, yo no tendría que excavar todos estos malditos pozos!» y que, secundariamente, había en la Antigua Grecia un filósofo eremita que no hablaba con nadie, pero que creía verdaderamente que todo era agua. En ese caso, ¿a qué se refería el nombre «Tales»? Ciertamente, no al filósofo eremita, por más que corresponde a la descripción «el filósofo griego que creía que todo era agua», sino al perforador de pozos desconocido. El problema es que hoy esa referencia verdadera del nombre «Tales» nos es inaccesible; solo un «observador omnisciente de la historia», capaz de trazar la cadena causal entera y de remontarse hasta el punto de origen en el que el nombre «Tales» se le endilgó a ese pocero hasta entonces desconocido, podría fijar la referencia (Donnelan, 1970).
El error de Donnelan, el error que lo lleva a construir ese mito, es buscar esa X que corresponda al rigid designator —ese núcleo más allá de las propiedades descriptivas del objeto que seguiría siendo el mismo en todos los mundos posibles— en la realidad, ver en él un dato positivo y no reconocer el efecto retroactivo de la nominación misma. Ese excedente, que seguiría siendo el mismo en todos los mundos posibles, corresponde a «lo que en el objeto es más que el objeto», entendámonos, más que el objeto tal como este se presenta en la realidad, definido por sus propiedades positivas, por lo tanto, precisamente el objeto a. Uno lo busca en vano en la realidad, lo mismo que, para retomar el ejemplo marxista, uno busca vanamente en el otro, entre sus propiedades positivas, esa X que lo hace la encarnación de la riqueza, o bien, en una mercancía, uno busca entre sus propiedades positivas que determinan su valor de uso, esa X, ese rasgo del que depende su valor de intercambio. En esta relación «imposible» entre el rigid designator y el núcleo del objeto que seguiría siendo el mismo en todos los mundos posibles, ¿cómo no reconocer la relación entre el S1, el significante sin significado y el objeto a minúscula?
La función que cumple el mito del «observador omnisciente de la historia» es, pues, exactamente el mismo que el del mito searliano de la tribu primitiva: en los dos casos, la apuesta consiste en restringir la contingencia radical de la nominación mediante una instancia que garantice su necesidad: en un caso, la referencia está garantizada por el «contenido intencional» inherente al nombre mismo; en el otro, por la cadena causal que nos lleva al «bautismo primario» que asocia el nombre al objeto.