LA OBSCENIDAD DE LA FORMA
Ya es un lugar común de la teoría lacaniana reconocer en el imperativo kantiano el mandato obsceno del superyó; pero ¿en qué consiste precisamente esa obscenidad? Habitualmente, se le reprocha a Kant su formalismo: la Ley moral se reduce a una forma vacía que debe recibir todo su contenido efectivo del dominio «patológico» de la experiencia… Se insiste en señalar la imposibilidad de alcanzar la forma pura de la Ley, es decir, de excluir completamente el objeto patológico como móvil de nuestra actividad: siempre hay un resto de la particularidad patológica que persiste, que mancha, que altera la forma pura de la Ley, y el nombre lacaniano de ese resto sería el objeto a minúscula.
Sin embargo, semejante crítica de Kant es exactamente lo contrario de la tesis lacaniana expuesta en «Kant con Sade». Lejos de tal descripción de resto patológico, el objeto a minúscula, el plus de gozar, surge justamente en el punto en el que la Ley se purifica de todo contenido patológico, de toda «materia gozable» y deviene la forma vacía; del mismo modo que, en Marx, la plusvalía aparece como móvil de la producción en el momento en que el valor de intercambio universal borra el valor de uso particular, «patológico». El objeto a minúscula es la forma de la Ley en la medida en que cumple la función de causa del deseo; es la forma misma, el vacío que separa la forma del contenido cuando esta fue puesta en la posición de móvil. Uno obra moralmente cuando el contenido que determina nuestra actividad llega a ser la forma misma.
¿Qué hay de obsceno en ello? Podría decirse que lo obsceno es precisamente el hecho de gozar en la forma misma, en lo que no debería ser más que la forma neutra, libre de todo goce. Tomemos el caso del edificio ideológico autoritario (del fascismo) que se sustenta en un imperativo puramente formal: uno debe obedecer porque debe hacerlo, sin plantearse la pregunta de las razones de esta obediencia; dicho de otro modo, uno debe renunciar a todo gozar, debe sacrificarse sin tener el derecho a comprender el sentido de ese sacrificio: el sacrificio es en sí mismo su propio fin y ahí es precisamente donde la renuncia a gozar produce por sí misma cierto plus de gozar. El carácter intrínsecamente obsceno del fascismo estriba en que nos permite ver directamente la forma ideológica como su propio fin, es decir, como algo que, finalmente, no sirve para nada (la definición lacaniana del goce): allí, el goce en la forma surge directamente. Como ejemplo, basta con recordar la respuesta dada por Mussolini cuando se le preguntó cuál era el programa que impulsaba a los fascistas a querer gobernar Italia: «Nuestro programa es muy simple: queremos gobernar Italia».
Tal es la dimensión obscena del formalismo kantiano que surge en el fascismo: en esta cuestión, el formalismo kantiano se acerca a la actitud que se anuncia en la segunda máxima de la «moral por previsión» cartesiana, que nos ordena imitar «a los viajeros que al encontrarse perdidos en un bosque, no deben vagar girando ora hacia un lado, ora hacia el otro ni, menos aún, quedarse detenidos en un lugar; deben marchar siempre lo más derecho posible, hacia un mismo lado y no cambiar la dirección por razones nimias, aun cuando tal vez, al comienzo, lo que los determinó a elegirla haya sido el azar, pues, por ese medio, aunque no lleguen precisamente a donde desean, al menos, finalmente, llegarán a alguna parte» (Descartes, 1967, parte 3).
En ese pasaje da la sensación de que Descartes mostrara las cartas del juego ideológico y nos permitiera ver su sinsentido radical: el Objetivo, el Sentido, no participa de ninguna manera, el fin verdadero de la ideología consiste en la actitud misma exigida por la ideología, en la consistencia de la forma ideológica, es decir, en el hecho de «marchar siempre lo más derecho posible». Su contenido, las razones positivas a las que la ideología hace referencia para legitimar su exigencia de obedecer solo están ahí para disimular ese hecho, vale decir, para cegarnos al plus de gozar propio de la forma como tal.
Este es el lugar en el que habría que situar la experiencia ya mencionada de la estupidez bruta de la ley, de su forma dada insensata: el sinsentido que nos hace experimentar es el sinsentido del gozar mismo, el sinsentido del imperativo «¡Goza!» oculto en la forma ideológica. Lo que en verdad está en juego en esta experiencia no es, pues, liberarse de la particularidad patológica de la ley social: lo verdaderamente insensato no es el contenido patológico de la Ley, sino su forma misma tomada como «su propio fin».