LOS «SUJETOS QUE SE SUPONE QUE…»

Aquí, la oposición a primera vista ingenua, humanista, de los «hombres» y de «las cosas» no debe confundirnos: el razonamiento de Marx adquiere su peso subversivo justamente en el modo en que utiliza esa oposición, que podemos resumir de la manera siguiente: en la sociedad capitalista, las relaciones entre los hombres son transparentes, están desmitificadas; los individuos se han emancipado de toda creencia «ingenua», de todos los prejuicios oscurantistas, actúan como sujetos racionales utilitaristas. Ahora bien, las cosas mismas, por así decirlo, creen en su lugar; la creencia de los hombres se encarna, se materializa en la «relación social de las cosas», más o menos como en el caso de los molinos de oraciones del Tíbet: lo hago girar (o bien, si procedo por la «astucia de la razón», lo ato a un molino de viento y girará por sí solo) y de esta manera la cosa misma reza por mí, más precisamente: yo rezo a través, por intermedio, de la cosa, mientras que «yo mismo», durante ese tiempo puedo hacer cualquier otra cosa, dejarme llevar por las fantasías más sucias; para decirlo en el estilo estalinista, importa poco lo que haga porque objetivamente, estoy rezando.

Teniendo como telón de fondo esta posibilidad paradójica de delegar la creencia en otro, uno se siente tentado a reactualizar la tesis lacaniana sobre el carácter en el fondo antipsicológico del psicoanálisis: las emociones mismas siguen ya cierta lógica, pueden transponerse, combinarse, delegarse, etcétera, sin que su sinceridad ni su autenticidad se pongan en tela de juicio. Uno puede delegar en otro no solo la creencia, sino también emociones tan espontáneas como, por ejemplo, la risa y el llanto. Con referencia a la función que cumplía el coro en la tragedia antigua, Lacan hace notar:

Cuando uno está a la noche en el teatro, piensa en sus pequeños asuntos, la lapicera que perdió ese día y el cheque que tendrá que firmar al día siguiente. Por lo tanto, no nos demos demasiado crédito; hay alguien que se hace cargo de nuestras emociones en una saludable disposición de la escena: el coro se hace cargo de ellas… Así quedamos liberados de toda preocupación, aun cuando no sintamos nada, el coro sentirá en nuestro lugar (Lacan, 1986: 25 de mayo de 1960).

El coro experimenta el terror y la piedad en nuestro lugar; y a nosotros, los espectadores —que podemos observar el espectáculo con mirada fatigada y somnolienta— nos queda el preocuparnos por nuestras pequeñeces cotidianas; sin embargo, por intermedio del coro, hemos experimentado «objetivamente» las emociones apropiadas para la obra. En las sociedades llamadas primitivas, encontramos un fenómeno análogo en la figura de las lloronas, mujeres a las que se les pagaba por llorar en los funerales; de ese modo, a través del otro, se honraban las obligaciones del duelo, mientras los deudos podían dedicar ese tiempo a asuntos más lucrativos, por ejemplo, a las disputas relativas al reparto de la herencia del difunto. Y para invalidar la idea de que esto corresponde a los fenómenos propios de lo que se ha llamado las «etapas primitivas del desarrollo social» basta con recordar ciertos programas de televisión estadounidenses e ingleses en los que las risas «artificiales» forman parte de la banda sonora: después de un gag o una respuesta supuestamente punzante, estallan las risas o los aplausos. Este es, sin duda, el equivalente actual del coro antiguo. He aquí la «Antigüedad viva». ¿Para qué sirven esas risas? La primera respuesta (nos recuerda que hay que reírse en ese momento y nos incita a hacerlo) que presenta además la interesante paradoja de que reír sería un deber, no alcanza; la única respuesta que conviene en este caso es que el otro ríe en nuestro lugar; esto implica, por supuesto, suponer que nuestro lugar, el lugar de «nosotros mismos», es ya de antemano el lugar de ese Otro. Si no, ¿cómo explicar la eficacia de tal sustitución? De esta manera, «objetivamente» uno se divierte de lo lindo, aun cuando, en realidad, mudo y agotado, el telespectador se contente con mirar fijamente la pantalla.

Aquí Marx es mucho más subversivo que la mayor parte de los críticos contemporáneos, por ejemplo, que Umberto Eco. En El nombre de la rosa, de Eco, el secreto cuidadosamente oculto en el centro del laberinto del monasterio resulta ser la segunda parte, supuestamente perdida, de la Poética de Aristóteles, que trata de la comedia. La lección parece clara: el soporte último del totalitarismo es la creencia ciega y fanática, el Mal supremo es la obsesión exclusiva por el Bien a la que habría que oponer la distancia liberadora de la risa que subvierte toda posición fija, dogmática… En realidad, no hay proposición más impropia que esta para comprender el funcionamiento totalitario del «socialismo real» de hoy, el de la época «posestalinista». La ideología reinante en ese sistema se ejerce en virtud de que nadie «se la toma en serio» (aparte de algunos disidentes que le reprochan al poder no haber cumplido sus propias reglas); la distancia irónico/cínica es un componente sine qua non de su funcionamiento: en esto, la famosa «risa liberadora» carnavelesca está por completo del lado del poder…

De inmediato surge un interrogante a propósito de tal coyuntura ideológica y tiene que ver con la manera en que, a pesar de todo, opera allí la creencia, condición necesaria para establecer un conjunto social. Para intentar una respuesta debemos introducir la noción del sujeto que se supone que cree, correlativo del sujeto que se supone que sabe (Mocnik, 1986). Tratemos de delimitar este concepto a partir de un hecho característico de los países del socialismo real donde siempre falta algo en las tiendas, por ejemplo, el papel higiénico. La situación de partida es la siguiente: en las tiendas hay abundancia de papel higiénico; de pronto comienza a difundirse el rumor de que va a faltar ese papel: todo el mundo se precipita a las tiendas para conseguir la mayor cantidad posible. Finalmente ya no hay papel higiénico en las tiendas… Aunque a primera vista, este sería un simple caso de lo que se llama profecía autocumplida, el mecanismo es un poco más complicado. El razonamiento que hace cada individuo es el siguiente: «Sé que hay gran cantidad de papel higiénico, pero probablemente haya muchos tontos que creen que verdaderamente no hay suficiente y que, en consecuencia, saldrán a comprar; el resultado será que ya no habrá más papel. Por esta razón, vale la pena ir a conseguirlo de inmediato…».

Cada individuo se refiere a otro que supuestamente cree y, ese otro que supuestamente cree «directamente», «ingenuamente», ejerce su eficacia aun cuando no exista en la realidad: en un conjunto social, cada individuo puede desempeñar ese papel para los demás. Aun cuando ninguno de esos individuos existentes corresponda a la descripción del sujeto que se supone que cree, este sujeto imaginado puede desencadenar una serie de efectos en la realidad social, entre ellos, por ejemplo, la falta efectiva de papel higiénico en los comercios: he aquí la paradoja de un objeto que, sin tener existencia, posee, sin embargo, propiedades. Esta es una nueva versión de «les non-dupes errent» [«quienes no quieren pasar por tontos se equivocan»]: el tonto sería finalmente el que no se dejara llevar por el rumor y continuara ateniéndose a la verdad de que había suficiente papel higiénico en las tiendas: al final se quedaría sin papel.

No hace falta destacar la pertinencia de la categoría del «sujeto que se supone que cree» para cierta práctica analítica: uno se siente tentado a situar la diferencia entre la práctica propiamente freudiana y la cura «revisionista» en que en esta última, el analista, en lugar de encarnar al «sujeto que se supone que sabe», desempeña para el analizando el papel del «sujeto que se supone que cree». A saber, el razonamiento del analizando en el siguiente: «A causa de mis perturbaciones psíquicas, necesito la cura, pero no creo en el falo materno, en la castración ni en ninguna de esas tonterías; ahora bien, el analista, en cambio, cree en todo eso y quizá, a pesar de todo, pueda ayudarme gracias a esa creencia…». La lección que se puede sacar en lo tocante al campo social es sobre todo que la creencia, lejos de ser algo «interior», «íntimo», siempre se materializa en nuestra actividad «efectiva». El fantasma que rige la efectividad social se articula precisamente alrededor de la creencia. Tomemos el caso de Kafka: se nos dice que, con el mundo «irracional» de sus novelas, Kakfa había expresado de una manera «exagerada», «fantástica», «subjetiva», los rasgos de la burocracia moderna; con lo cual se deja de lado el hecho decisivo de que justamente esa «exageración» es el lugar de inscripción del fantasma que opera en el funcionamiento libidinal de la burocracia «efectiva» misma. El llamado «universo kafkiano» no es en modo alguno una «imagen fantástica de la realidad social» sino que, por el contrario, es la puesta en escena del fantasma que ya opera en el corazón de la realidad social misma: sabemos muy bien que la burocracia no es todopoderosa; ahora bien, nuestra conducta «efectiva» está ya regida por la creencia en su omnipotencia… A diferencia de la «crítica de la ideología» habitual que procura deducir la ideología de la coyuntura de las relaciones sociales efectivas, el enfoque analítico apunta sobre todo a la fantasía ideológica que rige la efectividad social misma: lo que llamamos la «realidad social» es una construcción ética que se sostiene gracias a un «como si…» (hacemos como si creyéramos que la burocracia es todopoderosa, que el Presidente representa la Voluntad del Pueblo, que el Partido encarna el interés objetivo de la clase obrera…). Si esta creencia (que, recordémoslo, no tiene absolutamente nada de «psicológica», sino que está materializada en el funcionamiento «objetivo», «efectivo», del campo social) se pierde, la textura misma de lo social se disipa.

El sujeto que se supone que cree es, sin embargo, únicamente el primero de tres conceptos que pueden construirse siguiendo el modelo del sujeto que se supone que sabe. Después del sujeto que supuestamente cree, viene el sujeto que se supone que goza (Dolar, 1987): el otro como soporte de un goce ilimitado, insoportable, traumatizante. Jacques-Alain Miller ya ha señalado que esta lógica está presente en el racismo: lo que nos inquieta del otro (el judío, el árabe) es, en última instancia, su modo particular de organizar el goce («se divierten demasiado ruidosamente, sus comidas tienen un olor intenso y desagradable…»). O bien, el obsesivo estima que una mujer es portadora de un goce desbordante, autodestructor y desplegará sus esfuerzos con el objetivo último de salvarla de su propio gozar, aunque deba pagar el precio de su aniquilación. Finalmente, está el sujeto del que se supone que desea: es decir, se supone del otro que «sabe desear», que sabe eludir el impasse fundamental del deseo humano: ¿cómo no reconocer aquí la estructura elemental del histérico? Si el obsesivo está traumatizado por un goce insoportable en el otro, el histérico tiene necesidad del otro para organizar su deseo: este es el sentido preciso en que habría que entender la frase lacaniana «el deseo del histérico es el deseo del otro», especialmente, de ese otro que encarna para él al sujeto que supuestamente desea. La pregunta que se impone respecto de un histérico no es «¿Cuál es el objeto de su deseo», sino más bien? «¿Desde dónde desea?», «¿Cuál es ese otro sujeto a través del cual organiza su deseo?». En el caso freudiano de Dora, está claro que ese otro que encarna para ella el «saber desear» es la señora K.

Subrayemos que en esta tétrada, el sujeto que supuestamente sabe conserva su lugar de la matriz fundamental: los otros tres solo son los derivados cuya función estriba precisamente en disimular el efecto de «el que se supone que sabe» en su dimensión radical.