LA ELECCIÓN FORZADA

¿Dónde, en la filosofía, encontramos articulada por primera vez esta paradoja de la elección forzada? Ya está presente en el viejo Kant, quien entendió la elección del mal como un acto trascendental a priori. De esta manera, intentaba dar cuenta del sentimiento común ante una persona mala: uno tiene la impresión de que su maldad no depende sencillamente de las circunstancias, sino que está inscrita en su carácter fundamental, que forma parte de su naturaleza eterna. La maldad parece ser algo dado inmutable e irrevocable que la persona en cuestión no puede cambiar, no puede transgredir en virtud de su ulterior desarrollo moral. Ahora bien, uno tiene la impresión, a primera vista contradictoria, de que la persona mala es completamente responsable de su maldad, aunque al mismo tiempo esa maldad corresponda a su naturaleza siempre ya dada: «ser malo» no es lo mismo que ser estúpido, irritable o alguna otra variante relevante de la naturaleza psíquica. El mal se siente siempre como algo que proviene de una elección, de una decisión libre de la que el sujeto es por entero responsable. ¿Cómo resolver esta contradicción entre el carácter «natural» dado y el carácter libre del ser humano? La solución de Kant es entender la elección del mal, la decisión a favor del mal, como un acto trascendental, atemporal, a priori: una decisión que nunca tuvo lugar en el tiempo pero que constituye, de todos modos, el marco mismo del desarrollo, de la actividad práctica de la persona en cuestión.

En su escrito sobre la libertad, ese «apogeo del idealismo alemán» (según las palabras de Heidegger), Schelling radicaliza la teoría kantiana al introducir en ella la disyunción radical entre la libertad (es decir, la elección libre) y la conciencia: la elección atemporal mediante la cual el sujeto decide ser bueno o ser malo es una elección inconsciente (¿cómo no evocar aquí la proposición freudiana del carácter atemporal del inconsciente?).

Resumamos el camino de la reflexión schellingiana. La libertad se presenta como causa del mal, es decir que el mal es el resultado, el producto, de una elección libre del sujeto, de su decisión por el mal. Pero, si la libertad es la causa del mal, ¿cómo explicar los males, físicos y morales, que parecen no depender de nuestra voluntad consciente? La única solución posible es alegar una elección fundamental, previa a nuestras elecciones conscientes, por lo tanto, una elección inconsciente.

Esta solución de Schelling va sobre todo en contra del idealismo subjetivo de Fichte, quien redujo la actividad libre a la de la reflexión de la conciencia de sí. Schelling argumenta a partir de una observación psicológica bastante común: a veces nos sentimos responsables aun en ausencia de toda voluntad determinada o nos sentimos pecadores sin haber pecado efectivamente, culpables sin haber cometido ningún acto que lo justifique. En psicoanálisis, ese sentimiento es bien conocido y se lo llama la culpa «irracional» excesiva, culpa a primera vista «inexplicable» que oculta un deseo inconsciente. Y Schelling continúa interpretando este sentimiento en el mismo sentido: la culpa «irracional» da testimonio de una elección inconsciente, de una decisión inconsciente a favor del mal. Es como si hubiéramos hecho nuestra apuesta antes de despertar a la conciencia. El recuerdo de haber cometido una falta induce una reminiscencia que revela un querer malvado, una elección del mal anterior a nuestros actos reflexivos. La libertad humana, consciente de un mundo donde ya están presentes el desorden y el sufrimiento, no puede interrogarse sobre su culpa sin confesarse ligada a su propia elección fundamental, inconsciente, del mal. Lo esencial de la argumentación de Schelling aparece resumido en este bello pasaje:

Como lo hemos mostrado, el hombre es, en la creación originaria, la esencia no decidida (lo que puede presentarse de manera mítica como un estado —que precedió esta vida— de la inocencia y de la felicidad primitiva); él solo puede decidirse. Pero esta decisión no puede caer en el tiempo; cae fuera de todo tiempo y coincide por ello mismo con la primera creación…

El acto por el cual su vida queda determinada en el tiempo no corresponde en sí mismo al tiempo, sino a la eternidad: además, precede la vida, no según el tiempo sino a través del tiempo (no capturado por él) como un acto eterno según la naturaleza. Por él, la vida del hombre se remonta hasta el comienzo de la creación; por eso mismo está fuera de lo que es creado, libre, y él mismo comienzo eterno. Por incomprensible que pueda parecer esta idea a la manera habitual de pensar, hay sin embargo en todo hombre un sentimiento que está en armonía con ella, el sentimiento de haber sido ya desde toda la eternidad lo que es, y de ningún modo haber llegado a ser solamente en el transcurso de su tiempo. De ahí, no obstante, la innegable necesidad de todas las acciones, y aunque cada uno, si se observa detenidamente, deba confesarse que no es bueno o malo por casualidad ni voluntariamente que, por ejemplo, el que comete un acto malo no se sienta obligado a hacerlo (porque la obligación solo puede sentirse en el devenir, no en el ser), sino que realiza esas acciones con voluntad, no contra su voluntad. Que Judas haya sido traidor a Cristo es algo que ni él mismo ni ninguna otra criatura habría podido cambiar y, sin embargo, no traiciona a Cristo presionado por ninguna obligación sino voluntariamente y con plena libertad…

En la conciencia, en la medida en que es una simple autocomprensión y no es más que un ideal, este acto libre que deviene necesidad no puede por cierto sobrevenir, pues la precede, como precede a la esencia, pues él es el que la hace; pero por eso mismo, no es sin embargo un acto del que no le haya quedado al hombre absolutamente ninguna conciencia; pues aquel que dice, como si quisiera exculparse por un acto injusto: así me hicieron, a pesar de todo es consciente de que es como es por su propia culpa, aunque también le está justificado decir que no le fue posible actuar de otra manera. Con cuánta frecuencia sucede que ya en su infancia, cuando desde un punto de vista empírico a duras penas podríamos atribuirle libertad y discernimiento, un hombre da muestras de una disposición de este tipo al Mal, haciendo así posible que podamos predecir con seguridad que no cederá a ninguna disciplina ni enseñanza, es decir, que cuando él madure, esta disposición dará efectivamente los malos frutos que percibimos en sus semillas; y aun así, nadie duda de la responsabilidad que tiene, todos están convencidos de que es culpable como si todos sus actos individuales dependieran de él. Este juicio universal sobre una disposición al Mal que no es consciente y que es hasta irresistible, un juicio que convierta a aquella en un acto de libertad, apunta en dirección a un acto y, en consecuencia, a una vida anterior a esta vida (Schelling, 1977: 132-134).

¿Debemos agregar que esta determinación schellingiana de la elección originaria corresponde perfectamente al concepto lacaniano de lo real entendido como una construcción, como un acto que, no habiendo ocurrido nunca en la realidad, debe, sin embargo, suponerse para poder dar cuenta del estado actual de cosas? Desde aquí podemos retornar a nuestro infortunado estudiante: su conflicto insoluble es justamente el del acto libre de Schelling. Aunque en la realidad de su vida temporal, nunca eligió deliberadamente la patria, se lo ha tratado como si él ya se hubiera decidido y hubiera tomado esa obligación, es decir, como si, en un acto atemporal, eternamente pasado, él hubiera elegido ya lo que, desde el comienzo, le ha sido impuesto: su pertenencia a esa patria.

Esta paradoja de la elección forzada en la que el sujeto elige (en un acto real, supuesto previamente, construido retroactivamente) lo que en realidad se le impone —esa paradoja, pues, del sujeto que supuestamente elige— es constituyente del sujeto del significante en cuanto sometido al Otro de la comunidad. Es por ello que los oficiales, perplejos, tenían razón para tratar al estudiante como si estuviera «loco»: no tiene nada de «loco» quien se siente atrapado en la paradoja de la elección forzada; «loco» es, por el contrario, el que actúa como si estuviera ante la posibilidad de hacer una elección libre, como si pudiera decidirse libremente, olvidando las consecuencias radicales implicadas por su condición de sujeto. Aquí tenemos una variación de aquello de que «no hay Otro del Otro»: no hay elección de la elección, el campo de la elección contiene siempre una elección forzada; si, en este punto, uno hace la elección equivocada, pierde la libertad de la elección misma. Y el lugar del sujeto en cuanto sujeto barrado es precisamente el lugar vacío imposible de esa falsa elección: el sujeto es como el resultado retroactivo de su propia elección, la paradoja de Münchhausen que se eleva tirándose de los pelos se inscribe en su condición misma.