LA ESTRUCTURA SUBJETIVADA

La estructura se subjetiva por este «elemento de más» que encarna la universalidad en su forma negativa, ese elemento en el que la universalidad cae sobre sí misma bajo su «determinación opuesta»: el sujeto solo existe en esta discordia entre lo Universal y lo Particular, en este encuentro fallido entre ambos. Lo Particular está siempre en falta, nunca hay suficiente de él para llenar la extensión de lo Universal y, al mismo tiempo, es excedente, demasiado abundante, superfluo, puesto que siempre se agrega como el elemento de más que hace las veces de lo Universal mismo. Una vez que se ha abolido este cortocircuito entre lo Universal y lo Particular, esta articulación de la cinta de Moebius en la que lo Universal y lo Particular se encuentran «del mismo lado», una vez que hay una estructura de clasificación pura en la que lo Universal se dividiría en sus Particulares sin el resto paradójico, se obtiene una estructura «objetiva», llana, sin la representación del sujeto.

Habrá quien crea reconocer aquí la fórmula lacaniana del sujeto del significante: ese Particular paradójico que hace las veces —entre los demás Particulares— de lo Universal, ¿no es el significante que representa al sujeto para los otros significantes? Por ejemplo, volviendo al caso del realismo y el republicanismo: el republicanismo representa «el realismo en general» para las (otras) especies del realismo… Ahora bien, las cosas no son así. En una lectura tan simplista, se pasa por alto la dialéctica de la falta y el exceso. Lo Particular en exceso encarna lo Universal en su forma negativa, llena la falta, el vacío, el faltante de lo Particular en relación con lo Universal: el excedente, el exceso, es pues la forma de aparición de la falta, y solo aquí es legítimo introducir la fórmula del sujeto: ese exceso, ese elemento de más que llena la falta, es el significante que representa al sujeto. Tomemos, por ejemplo, ese pasaje del tercer libro de Ciencia de la lógica: «Yo tengo muchos conceptos, es decir, conceptos determinados; sin embargo, el yo es el concepto puro mismo que ha venido al Ser ahí [zum Dasein gekommen ist] en cuanto concepto» (Hegel, 1966, II: 220).

El Yo (para Hegel, aquí, sinónimo del sujeto) está situado en el punto de cruce entre el ser y el tener. Si el concepto universal tuviera únicamente predicados, seguiría siendo una universalidad sustancial, no sería aún la universalidad propia del sujeto, sumamente paradójica: el sujeto es, por una parte, la universalidad negativa pura, en tanto que como identidad consigo mismo, hace abstracción de todo su contenido determinado (no soy ninguna de mis determinaciones, soy la universalidad que engloba a todas ellas y, al mismo tiempo, las niega); con todo, es, a la vez esta abstracción venida al Ser-ahí en el dominio mismo de esas determinaciones y, como tal, es lo contrario mismo de la «identidad consigo mismo» universal, es un punto evanescente, el otro de sí mismo, que escapa a toda determinación y es, por consiguiente, un punto de la singularidad pura. Es precisamente esta «pulsación» entre la universalidad abstracta negativa (abstracción de todo contenido determinado) y la puntualidad evanescente de la singularidad pura, «esta Universalidad absoluta, que también es inmediatamente la Singularidad absoluta», lo que, según Hegel, hace «la naturaleza del ‘Yo’ como concepto» (Hegel, 1966, II). La individualidad hegeliana, lejos de situarse simplemente como lo opuesto de lo Universal, designa precisamente ese punto paradójico de la «pulsación», ese punto en el que la puntualidad pura evanescente coincide con la universalidad que hace abstracción de todo contenido determinado.

Uno puede también despejar el sujeto retornando a lo que «hace marchar» el proceso dialéctico. Al comienzo, tenemos la inscripción de la marca unaria; fuera de ella, «nada», es decir, el lugar de la inscripción. Esta oposición entre la marca y el lugar es ya una oposición en el nivel de la marca, vale decir, una oposición entre la marca unaria y la falta de la marca (la marca unaria no es solamente «una» sino que es precisamente «unaria»; por eso su contrapartida no es otro significante «uno» sino el vacío $). Si la marca y el lugar (la falta) no estuvieran planteados de esta manera en el mismo nivel, si el lugar no fuera interior al campo del S (significante) como $, no habría ninguna razón para que la cadena progrese a otro significante: la cadena de las inscripciones es «empujada hacia delante» precisamente porque la inscripción inicial y unaria está ya en sí misma mediada —en términos hegelianos— por $, porque su identidad representa ya la diferencia pura. De esta manera la inscripción inicial contiene en sí misma la discordia, por así decirlo, absoluta entre la identidad del trazo unario y la diferencia pura, entre el significante unario y el sujeto; esta discordia «absoluta» impulsa el proceso hacia las inscripciones ulteriores: todos los demás significantes solo son otros tantos intentos de subsanar esta discordia, de inscribir en una marca el lugar mismo, de inscribir en la identidad de un significante la diferencia pura (J.-A. Miller, 1975).

A los tres momentos —lo Universal positivo (el realismo como género), lo Particular (sus diferentes especies: orleanismo, legitimismo…) y la Excepción que encarna lo Universal en su forma negativa (el republicanismo como la única manera de ser realista en general)— debemos agregar un cuarto, una nada, un vacío llenado por el elemento paradójico, «reflexivo», que encarna lo Universal en el seno de lo Particular. Y hemos detectado ese vacío en la subversión hegeliana de la proposición de la identidad: la identidad consigo mismo, la tautología es en sí misma la contradicción pura, la falta de la determinación particular (allí donde uno espera una determinación específica, un predicado, obtiene la nada, la ausencia de determinación). Lejos de indicar una plenitud autosuficiente, la tautología abre un vacío que el «elemento excepción» llena en seguida: ese vacío es el sujeto y el elemento excepción lo representa para todos los demás elementos. Si digo «Dios es Dios», estoy agregando a los predicados divinos (omnipotencia, sabiduría, bondad…) una «nada», una falta de determinación que lo subjetiva; he aquí por qué solo el Dios judeocristiano, el Dios de la tautología «soy el que soy», es sujeto.

El punto de partida del proceso dialéctico no es, pues, la plenitud de una sustancia autosuficiente, idéntica a sí misma, sino, por así decirlo, la contradicción absoluta: la diferencia pura es siempre ya el «predicado» imposible de la tautología, de la identidad consigo mismo. Esta contradicción absoluta se «resuelve» mediante la exclusión de un elemento «reflexivo» que encarna el vacío, la falta de determinación propia de la tautología. El sujeto es ese vacío, esa falta de predicado de la «sustancia» universal: el sujeto es la «nada» que introduce la relación consigo mismo tautológica de la «sustancia», ese cuarto momento intermitente que se desvanece en el resultado, la tríada lograda. En el último capítulo de la gran Lógica, cuando Hegel articula la matriz elemental del proceso dialéctico, subraya que los momentos de ese proceso pueden contarse como tres o bien como cuatro; el sujeto es ese momento de más que «no cuenta para nada»:

el conocimiento regresa, en su marcha, a su punto de partida. En cuanto contradicción que se suprime, esta negatividad equivale al restablecimiento de la primera inmediatez, de la generalidad simple; pues lo inmediato es lo otro de lo otro, lo negativo de lo negativo, lo positivo, la identidad, lo general. Si insistimos absolutamente en contar los momentos, ese segundo inmediato sería el conjunto del recorrido, el tercero en relación con el primero y con el mediado. Pero también es el tercero en relación con el primero negativo o negativo formal y con relación a la negatividad absoluta o el segundo negativo. Ahora bien, como ese primero negativo constituye el segundo término, el tercero bien puede considerarse como el cuarto y la forma abstracta puede considerarse como cuádruple y no como triple; pero, en ese caso, se cuenta el negativo o la diferencia como una dualidad (Hegel, 1971: 565).

El primer momento es la positividad inmediata de la partida; el segundo, la mediación, no es simplemente el polo opuesto, lo contrario de lo inmediato; uno lo produce justamente cuando intenta entender lo inmediato «en sí y para sí», «como tal»: de este modo uno lo toma ya como lo otro de la mediación, por lo tanto, mediado por la mediación. Más precisamente, el segundo momento no es lo negativo o lo otro del primero, es el primer momento como lo otro de sí mismo, como su propio negativo: desde que uno trata de entender el primer momento «como tal», este deviene su otro (desde el momento en que uno intenta capturar el ser «como tal», este se evapora en nada, etcétera).[2] Es por ello que la negatividad debe contarse dos veces: si uno quiere definir el segundo momento en su «para sí» y no solamente como la alteridad del primero, debe reflejarlo en sí mismo, y esa relación consigo misma de la negatividad nos da la negatividad absoluta, la diferencia pura: el momento paradójico que es tercero porque era ya el primer momento el que, desde que uno intentó comprenderlo «como tal» pasaba a ser su propio otro. El primer «como tal» es ya «lo otro de lo otro» (esta es la única manera de capturarlo conceptualmente); por ello el segundo es, en su para sí, el tercero, y la identidad mediada final, el cuarto. Ahora bien, si uno cuenta solamente los momentos «positivos», estos son solo tres: lo inmediato, la mediación y la síntesis final, la inmediatez mediada; lo que se pierde es precisamente el exceso, el excedente inasible de la diferencia pura $ que «no cuenta para nada», pero de todos modos se agrega haciendo marchar el proceso, ese «vacío» de la sustancia que es a la vez el «receptáculo [Rezeptakulum] para todos y para cada uno» (Hegel).