EL «SABER ABSOLUTO» SEPARADOR
El SA no es, de ninguna manera, una posición de «saberlo todo», la posición en la que, finalmente, el sujeto «llegaría a saber todo»; debemos tener en cuenta el lugar exacto de donde surge esta idea: el fin de la «fenomenología del espíritu», el punto en que la conciencia se «desfetichiza» y, al hacerlo, adquiere la capacidad del verdadero saber, del saber en el lugar de la verdad, por lo tanto, de la «ciencia» en el sentido hegeliano. En cuanto tal, el SA es solo un scilicet, un «te está permitido saber» que da lugar al desarrollo de la ciencia (la lógica, etcétera). ¿Qué representa, en última instancia, el fetiche? Un objeto que llena la falta constitutiva en el Otro, el lugar vacío de la «represión primaria», el lugar donde el significante debe faltar para que la red significante pueda articularse; en este sentido, la «desfetichización» equivale a la experiencia de esa falta constitutiva, del Otro como barrado. Probablemente, esta sea la razón por la cual la desfetichización es tanto más difícil de lograr por cuanto el fetiche invierte la relación habitual entre el «signo» y la «cosa»: habitualmente se considera que el «signo» es algo que representa, que reemplaza el objeto ausente, mientras el fetiche es un objeto, una cosa que reemplaza el «signo» que falta. Es fácil detectar la ausencia, la estructura de los reenvíos significantes, ahí donde uno suponía estar ante la presencia plena de la cosa; en cambio, es más difícil detectar la presencia inerte de un objeto donde uno pensaba encontrarse en medio de «signos», del juego de referencias representativas, de huellas… Por ello podemos separar claramente a Lacan de toda la tradición llamada «posestructuralista» cuyo objetivo es «desconstruir» la «metafísica de la presencia»: denunciar la presencia plena, detectar en ella las huellas de la ausencia, disolver la identidad fija en un haz de remisiones y de rastros… Aquí, Lacan está más cerca de Kafka: es un lugar común calificar a Kafka de «escritor de la ausencia» que describió un mundo en su estructura todavía religiosa pero donde el lugar central de Dios es un lugar vacío; falta demostrar cómo esa Ausencia misma disimula una presencia inerte, pesadillesca, la de un objeto superyoico, obsceno, del «Ser Supremo en Maldad».
Esta es la perspectiva en que habría que reinterpretar las dos características del SA que, a primera vista, poseen una resonancia «idealista»: el SA como «abolición del objeto», supresión de la objetividad como algo opuesto, exterior al sujeto; y el SA como abolición del Otro, de la dependencia del sujeto frente a una instancia que le es exterior y descentrada. La subsunción del Otro hegeliano no equivale en modo alguno a una fusión del sujeto con su Otro, a la apropiación, por parte del sujeto, del contenido sustancial; debe entenderse, antes bien, como la manera específica hegeliana de decir que «el Otro no existe» (Lacan), que no existe en cuanto Garante de la verdad, el Otro del Otro, por consiguiente, su manera de postular una falta en el Otro, el Otro como barrado. El sujeto debe reconocer su lugar en ese agujero en el seno del Otro sustancial: el sujeto es interior al Otro sustancial en la medida en que está identificado con su bloqueo, con su imposibilidad de alcanzar la identidad cerrada consigo mismo. Y la «abolición del objeto» no representa aquí sino la otra vertiente: ninguna fusión del sujeto y del objeto en un sujeto objeto, sino solamente el cambio radical de la condición del objeto: ya no oculta ni llena el agujero en el Otro. Esta es la relación posfantasmática con el objeto; el objeto ha sido «abolido», «suprimido», ha perdido su aura fascinante. Lo que antes nos deslumbraba por su encanto, se revela como un desecho repulsivo y pegajoso, el regalo dado «se cambia inexplicablemente en regalo de una mierda» (Lacan, 1973: 241).
A propósito de Joyce, Lacan ha señalado que el autor tenía razón al negarse al análisis (la condición que le había puesto un rico mecenas estadounidense para darle su apoyo financiero); no tenía necesidad porque, en su práctica artística, alcanzaba ya la posición subjetiva correspondiente al final del análisis, como lo atestigua, por ejemplo, su célebre juego de palabras letter/litter, es decir el cambio del objeto del deseo en mierda, la relación posfantasmática con el objeto (Jacques-Alain Miller). En el campo de la filosofía, el SA hegeliano —y quizá solo el SA hegeliano— indica la misma posición subjetiva, la de haber atravesado el fantasma, de la relación posfantasmática con el objeto, de la experiencia de la falta en el Otro. Y digo quizá únicamente el SA hegeliano, porque habría que plantear la cuestión de lo que se llama la «inversión poshegeliana», ya se trate de la de Marx o la de Schelling: ¿no se trata pues, en última instancia, de una fuga ante lo insoportable del planteo hegeliano? El precio de su «inversión» parece ser una lectura de Hegel cegándose por completo a la dimensión evocada de la travesía del fantasma y de la falta en el Otro: el SA llega a ser el momento culminante de lo que se ha llamado el «panlogicismo idealista», contra el cual se puede por supuesto afirmar fácilmente el «proceso de la vida efectiva».
Lo habitual es tomar el SA como la fantasía de un discurso pleno, sin ruptura y discorde, fantasía de una Identidad que comprende todas las divisiones, mientras que nuestra lectura, al hacer resaltar, en el SA, la dimensión de la travesía de la fantasía, ve en él exactamente lo contrario. El rasgo distintivo del SA no es la Identidad finalmente alcanzada allí donde, para la «conciencia finita» solo había escisión (entre sujeto y objeto, saber y verdad, etcétera), sino que es la experiencia de una distancia, de una separación ahí donde la «conciencia finita» veía únicamente la fusión, la identidad (del objeto a y del Otro). El SA, lejos de llenar la falta experimentada por la «conciencia finita», separada de lo Absoluto, no hace más que desplazarla al Otro mismo. El viraje introducido por el SA concierne a la condición de la falta: la conciencia «finita», «alienada», sufre la pérdida del objeto y la «desalienación» consiste sencillamente en la experiencia de que el objeto estaba perdido desde el comienzo y de que todo objeto dado no hace más que llenar el lugar vacío de esa pérdida.
La «pérdida de la pérdida» marca el punto en el que el sujeto se da cuenta de la prioridad de la pérdida sobre el objeto: en el curso del proceso dialéctico, el sujeto pierde siempre de nuevo lo que nunca había poseído en la medida en que siempre sucumbe de nuevo a la ilusión necesaria de que «antes, lo poseía». La ilusión según la cual el SA sería el nombre dado al acuerdo final logrado del sujeto y del objeto, del saber y de la verdad, es decir, el nombre que corresponde el llenado de la falta en la identidad absoluta que suprime todas las diferencias, ilusión que se basa en un error de perspectiva completamente homólogo al error de perspectiva que hace que el final del proceso analítico, el surgimiento de la no relación, parezca su contrario: el establecimiento de la relación sexual genital plenamente realizada.
Es un hecho que el psicoanálisis no hace existir la relación sexual. Freud se desesperaba por ello. Los posfreudianos se han esmerado por remediarlo, elucubrando una fórmula genital. Lacan, por su parte, establece su posición: el fin del proceso analítico no podría depender de la emergencia de la relación sexual. Depende, antes bien, de la emergencia de la no relación. […] De pronto, el fin del análisis encuentra una manera de resolverse impensable hasta entonces, vale decir, en un nivel desestimado como pregenital por la deriva posfreudiana: en el nivel del objeto. […] El objeto no es lo que constituye un obstáculo al advenimiento de la relación sexual, como podría hacer suponer un error de perspectiva. El objeto es, por el contrario, lo que obtura la relación que no tiene y le da su consistencia fantasmática. […] De ahí que, el fin del análisis, en cuanto supone el advenimiento de una ausencia, depende de la travesía del fantasma y de la separación del objeto (J.-A. Miller, 1984: 51-52).
El objeto pregenital, el que, por su presencia inerte fantasmática parece bloquear la entrada de la relación sexual, plena, madura, disimula, pues, por la fuerza de su presencia, el bloqueo fundamental, el vacío de lo imposible de la relación sexual; lejos de disimular otra presencia, no hace sino encandilarnos con su presencia en el lugar que viene a llenar. ¿De dónde viene este error de perspectiva? Del hecho de que el vacío es estrictamente consustancial con el movimiento de su disimulación. Es verdad que el fantasma oculta el vacío de que «no hay relación sexual», pero, al mismo tiempo, hace las veces de ese vacío: el aspecto fantasmático disimula el vacío abierto, sostenido por él mismo.
Lo mismo puede decirse del objeto hegeliano, la figura fetiche objetal: lejos de ser una figura «prematura» de la verdadera síntesis dialéctica, enmascara, mediante su calidad «no dialéctica», «no mediatizada», la imposibilidad de la Síntesis final del sujeto y del objeto. Dicho de otro modo, el error de perspectiva consiste en pensar que al final del proceso dialéctico el sujeto obtiene finalmente lo que buscaba. Hay un error de perspectiva, porque la solución hegeliana no es que aquello que el sujeto busca no pueda obtenerse; es que lo que busca, ya lo tenía, en forma de pérdida. La fórmula propuesta por Gérard Miller para marcar la diferencia entre el marxismo y el psicoanálisis («Para el marxismo, el hombre sabe lo que quiere y no lo tiene; para el psicoanálisis, el hombre no sabe lo que quiere y lo tiene desde siempre») parece delimitar al mismo tiempo la distancia entre Hegel y el marxismo, la ceguera del marxismo en cuanto a la inversión propiamente dialéctica del callejón sin salida [impasse] en pase. El pase, en su carácter de momento final del proceso analítico, no significa de ningún modo que finalmente se haya resuelto el callejón sin salida (el cierre del inconsciente en la transferencia, por ejemplo), superando los obstáculos: el pase se reduce a la experiencia retroactiva de que el callejón sin salida es ya su propia «resolución». En resumidas cuentas, el pase es exactamente lo mismo que el callejón (lo imposible de la relación sexual), así como —según ya vimos—, la síntesis es exactamente lo mismo que la antítesis: lo que cambia es solamente la «perspectiva», la posición del sujeto. En los primeros seminarios de Lacan, encontramos, sin embargo, una concepción del SA que parece contradecir directamente la nuestra: el SA como el ideal imposible de alcanzar, una clausura completa del campo del discurso:
El saber absoluto es ese momento en el que la totalidad del discurso se cierra sobre sí misma en una no contradicción perfecta hasta, e inclusive, en su forma de presentarse, explicarse y justificarse. ¡De ahí que hayamos llegado a ese ideal! (Lacan, 1975a: 290).
Esto se debe, sencillamente, a que Lacan todavía no disponía en aquella época del concepto de falta en el Otro; no veía, no comprendía cómo obraba esa noción en Hegel: su problemática es aquí la de la simbolización/historización, de la realización simbólica de los núcleos traumáticos, todavía no integrados en el universo simbólico del sujeto. Para él, el fin ideal del análisis era, pues, una simbolización acabada que reintegrara todas las rupturas traumáticas en el campo simbólico, ideal encarnado en el SA hegeliano, pero un ideal cuya verdadera naturaleza es más bien kantiana: el SA está concebido aquí bajo los auspicios de la idea reguladora que supuestamente guía el «progreso de la realización del sujeto en el orden simbólico» (Lacan, 1978: 367):
Es el ideal del análisis que, por supuesto, queda en el plano virtual. Nunca hay un sujeto sin yo, un sujeto plenamente realizado, pero ello no impide que siempre haya que apuntar a obtener eso del sujeto en el análisis (Lacan, 1978; 287).
Contra tal concepción hay que insistir en el hecho decisivo de que el SA hegeliano no tiene absolutamente nada que ver con ningún ideal: el viraje propio del SA se produce cuando uno se da cuenta de que el campo del Otro está ya «cerrado» en su discordia misma. En otras palabras, el sujeto en cuanto sujeto barrado debe postularse como correlativo de ese resto inerte que obstaculiza su plena realización simbólica, su plena subjetivación: $ ◊ a.
Es por ello que en el matema del saber absoluto (SA) los dos términos deben estar barrados, si se trata de $ y de A.