«NO HAY METALENGUAJE»
La misma aporía se repite a propósito del metalenguaje: en la perspectiva posestructuralista, «no hay metalenguaje» equivale a decir que el texto y el comentario del texto que supuestamente enuncia su verdad coinciden. La teoría de la literatura se confunde con su «objeto», forma parte del cuerpo literario, de modo tal que se obtiene un texto infinito que presenta el ensayo para siempre incompleto de su propia interpretación. El procedimiento posestructuralista por excelencia consiste en leer un texto teórico como literatura, en «poner entre paréntesis» su pretensión a la verdad o, más precisamente, es desnudar los mecanismos textuales que producen su «efecto de verdad». Aquí estamos ante una estetización universalizada en la que la «verdad» se concibe como uno de los «efectos» del estilo, de la organización discursiva (y aquí se observa que el posestructuralismo recurre a Nietzsche, en tanto que, en Lacan, lo que salta a la vista es justamente la ausencia casi total de alguna referencia nietzscheana). A decir verdad, ya Lévi-Strauss —a pesar de sus críticas a la «moda» posestructuralista— abrió la vía al poeticismo «deconstructivista» al leer las teorías que interpretaban los mitos como nuevas versiones de esos mitos mismos.
Aquí, la metonimia obtiene una primacía lógica sobre la metáfora: el corte metafórico es solo un ensayo condenado al fracaso, un intento de estabilizar, de canalizar, de dominar la dispersión metonímica del flujo textual. En esta perspectiva, la insistencia lacaniana en el predominio lógico de la metáfora sobre la metonimia, su tesis según la cual el deslizamiento metonímico debe siempre apoyarse en un corte metafórico, solo puede parecer un indicador de que su teoría está todavía marcada por la «metafísica de la presencia»: la teoría lacaniana del punto de acolchado, del significante fálico como significante de la falta, ¿no es un intento de domeñar la «diseminación» del proceso textual, de localizar la falta en un significante, aunque se trate del significante de la falta mismo? Así Derrida le reprocha a Lacan en varias ocasiones el gesto paradójico de reducir, de anular la falta por medio de su misma afirmación: la falta se localiza en un punto de excepción único que garantiza la consistencia del conjunto de todos los demás elementos por el mero hecho de que se la determina como «castración simbólica», por el mero hecho de que se toma al falo como su significante (Derrida, 1980).
Salvo que, en el nivel de una lectura «ingenua», nos parece difícil evitar el sentimiento de que, en esta posición posestructuralista, «hay algo que no se sostiene» o bien, más precisamente, hay algo que se sostiene casi demasiado. Semejante posición —en la que uno repite todo el tiempo que «no hay ningún texto que sea completamente metafísico o bien completamente no metafísico», que, por un lado, es imposible liberarse de la tradición metafísica simplemente tomando distancia, alcanzar el «afuera» puro de la metafísica, porque el lenguaje mismo al que uno está obligado a recurrir está impregnado de la metafísica pero que, por el otro lado, cada texto, por metafísico que sea, siempre produce diferencias en las que se anuncian las rupturas del círculo metafísico, puntos en los que el proceso textual subvierte lo que el autor «quería decir»— ¿no es excesivamente cómoda? O, para decirlo más directamente, ¿no implica justamente una posición de metalenguaje, una posición desde la cual el deconstructivista siempre puede asegurarse que «no hay metalenguaje», que ningún enunciado dice lo que quería decir, que el proceso de enunciación subvierte siempre el enunciado?
El arrebato con que el posestructuralista insiste en afirmar que todo texto, incluido el suyo, permanece en la ambigüedad que le es propia y termina siendo desbordado por el proceso textual que lo atraviesa ¿no refleja de manera evidente una denegación obstinada, el reconocimiento apenas disimulado de que se está hablando desde una posición segura, no amenazada? Por ello podemos decir que el «poeticismo» posestructuralista es fundamentalmente forzado: todo el esfuerzo de escribir poéticamente, de hacerle sentir al lector que nuestro propio texto está inmerso en un proceso que lo atraviesa, de evitar la forma puramente teórica y de apelar a procedimientos habitualmente reservados a la literatura, no sirve más que para ocultar una toma de posición teórica neta, expresable sin resto en un metalenguaje puro y simple. De ahí el efecto, producido a menudo por los textos deconstructivistas —sobre todo los de procedencia estadounidense—, de una «mala infinitud», en el sentido hegeliano, de la variación casi poética infinita de un motivo teórico, variación que no produce nada nuevo: el problema con el deconstructivismo estriba, no en que renuncie a la estricta formulación teórica y se entregue excesivamente a una esteticismo poeticista, sino, antes bien, en que sea demasiado teórico (en el sentido de una toma de posición que no nos compromete, que no toca nuestra posición subjetiva).
¿Cómo evitar, pues, este callejón sin salida? Aquí es donde Lacan difiere radicalmente del posestructuralismo: en El Seminario XI comienza una de sus frases diciendo: «Ahora bien, esto es precisamente lo que quiero decir y lo que digo, pues lo que quiero decir, lo digo…» (Lacan, 1973: 198). En el marco de una lectura posestructuralista, frases como esta marcarían la recaída en la posición del Maestro: «decir lo que quiero decir», pretender que haya una coincidencia entre lo que se quiere decir y el decir efectivo, ¿no es la definición misma del Maestro? ¿No habría aquí una señal de que Lacan querría conservar para sí la posición del Maestro, de que procedería como si su propio texto estuviera exento de la diferencia entre el decir y el querer decir, como si pudiera dominar los efectos de su texto? Ahora bien, en la perspectiva lacaniana, precisamente esos enunciados «imposibles» —enunciados cuya lógica es la de la paradoja «yo miento»— son los que, en su condición de «imposibilidad encarnada», mantienen abierta la diferencia fundamental del proceso significante e impiden recaer en la posición del metalenguaje. Lacan es aquí brechtiano; recordemos las «obras teatrales didácticas» de comienzos de la década de 1930 en las que los personajes pronuncian un comentario «imposible» de sus propios actos. Un actor entra en escena y dice: «Soy un capitalista cuyo objetivo es explotar a los trabajadores. Ahora quiero acercarme a uno de mis obreros y tratar de convencerlo de la bondad de la ideología burguesa que legitima la explotación»; luego, se acerca al trabajador y comienza a hablarle… Semejante procedimiento en el que el actor comenta sus actos desde una posición de puro metalenguaje, ¿no nos hace comprender, de manera tangible, la imposibilidad inherente a esta posición? En su absurdidad misma, ¿no es infinitamente más subversiva que el poeticismo que prohíbe toda frase «simple», «directa» y nos obliga a agregar siempre nuevos comentarios, a tomar distancia, a poner entre paréntesis, a retroceder, a poner entre comillas, otros tantos signos de que “lo que uno está diciendo no debe tomarse directa, literal, idénticamente igual a sí mismo…?
Lo mismo puede decirse de Hegel. La crítica habitual le reprocha que «clausure» el proceso en el Saber absoluto: por más que el motor del proceso dialéctico sea la discordia entre lo que se quiere decir y lo que se dice efectivamente, el hecho de que uno diga siempre alguna otra cosa en relación con lo que quería decir, el Saber absoluto, el momento final de ese proceso, ¿no se define justamente por la coincidencia perfecta, finalmente realizada, de lo que se quiere decir y lo dicho? Entonces, en ese momento del «Domingo de la Vida», el sujeto lograría finalmente no decir lo que quiere decir y no querer decir lo que dice efectivamente. Por lo tanto, hay que romper evidentemente el «círculo cerrado» del movimiento dialéctico, afirmar el descentramiento irreducible de lo dicho respecto de lo que se quería decir, la apertura radical de un proceso de la diferencia que no puede suprimirse en la automediación de lo Absoluto idéntico a sí mismo, entrever un sujeto atravesado por el Otro cuya alienación es constituyente… Hemos visto que tal «apertura» del proceso, tal insistencia en la diferencia irreducible, arrastra a la posición del metalenguaje.
Si no hay metalenguaje, ¿qué nos permite comprobar que la diferencia entre lo que se dice y lo que se quiere decir es irremediable, que el Otro descentrado siempre supera y atraviesa al sujeto? La única manera de afirmar la «apertura» del proceso, la distancia irreducible que hace imposible la posición metalingüística es encarnar esa distancia en un elemento «imposible»: si el metalenguaje es imposible, la única manera de no recaer en el metalenguaje afirmando que no existe o que se diluye en todo enunciado es producir un enunciado del metalenguaje puro que, por su absurdidad misma, exponga y materialice su propia imposibilidad, es decir, un elemento paradójico que, en su identidad misma encarne aquella diferencia, la alteridad absoluta. En Derrida, la localización de la falta en su marca la canaliza, la domestica, limita la diseminación del proceso textual, etcétera, mientras que, en Lacan, solo la presencia de ese «al menos uno» mantiene la dimensión radical de la diferencia.