BENJAMIN: LA REVOLUCIÓN COMO REPETICIÓN

El lugar excepcional de Benjamin se debe a que quizá haya sido el único que buscó el impulso de la revolución en lo real de la inercia fantasmática. En la tradición marxista en su totalidad, incluida la «teoría crítica de la sociedad», siempre se ha considerado la inercia fantasmática como un obstáculo que bloquea el devenir revolucionario de las masas, que hace irrupción en un comportamiento «irracional» mediante el cual las masas obran «en contra de su verdadero interés» (la muchedumbre fascista, por ejemplo). En ello siempre se ha visto algo que debía suprimirse y, en el fondo, hasta se lo ha percibido como el síntoma de un goce «reaccionario» que debía disolverse en el camino de la reflexión dialéctica. He aquí lo que, probablemente, nos permita situar la oposición radical entre Benjamin y Adorno, el dialéctico por excelencia, y definir la posición paradójica de la «exterioridad interior» de Benjamin en relación con el campo de la «teoría crítica de la sociedad»: Adorno, tomado en la precipitación interpretativa, en el movimiento incesante de la reflexión y de la autorreflexión, contra Benjamin, obsesionado con el imaginario fantasmático. Ahora bien, las Tesis, intercaladas y como venidas de un campo ajeno, son susceptibles de ser insertadas no solo en el marco de la «teoría crítica de la sociedad» sino también en el continuo del pensamiento del mismo Benjamin. Habitualmente, el desarrollo del pensamiento de Benjamin se interpreta como un acercamiento gradual al marxismo; en ese continuo, las Tesis marcan una bisagra: allí, en el extremo mismo de la vía teórica de Benjamin, interviene súbitamente la problemática teológica. El materialismo histórico solo puede vencer si «toma a su servicio la teología»; he aquí la primera tesis célebre:

Habría existido, como se sabe, un autómata que jugaba al ajedrez, construido de manera tal que respondiera a cada movimiento del adversario con otro movimiento que le asegurara la victoria. Un títere vestido de turco, con la boquilla de un narguile en la boca, estaba sentado ante el tablero colocado sobre una amplia mesa. Un sistema de espejos producía la ilusión de que esa mesa era, en todos los sentidos, transparente. En realidad, adentro había un enano jorobado, maestro de ajedrez, que movía la mano del títere mediante cordeles. Podemos imaginar un equivalente filosófico de esta disposición. El títere que se llama «el materialismo histórico» siempre debe vencer. Puede enfrentarse sin problemas con cualquiera si se sirve de la teología que, como bien sabemos, hoy es pequeña y abyecta y que, de todas maneras, debe ocultarse a la vista de todos.

Lo que aquí se impone es la contradicción entre la alegoría tal como se ofrece a la lectura en la primera parte de la tesis y la interpretación que se ofrece en la segunda parte. En la interpretación, el materialismo histórico «se sirve de» la teología, mientras que en la alegoría misma la teología (el «enano jorobado») es la que maneja los hilos desde el interior, la que dirige al «títere», el materialismo histórico. Esta contradicción, por supuesto, no es otra que la que reina, en última instancia, entre la figura alegórica y su sentido: entre el significante y el significado; este último cree poder «servirse del» significante y utilizarlo como su instrumento pero, por eso mismo, se enreda cada vez más en su red. Aquí los niveles se cruzan: la estructura formal de la alegoría de Benjamin no funciona diferente de su contenido, la teología, en su relación con el materialismo histórico, que cree poder servirse sencillamente de ella pero se enreda en sus hilos, porque esta «teología» —si se nos permite, ese Vorlust— representa sin duda la instancia del significante.

Pero, procedamos paso a paso: ¿qué significaba para Benjamin la dimensión teológica? Se trata de una experiencia totalmente única, indicada por el siguiente fragmento de la herencia de Benjamin: «En el Eingedenken se vive una experiencia que nos prohíbe entender la historia de una manera fundamentalmente ateológica». Uno no puede traducir ese término Eingedenken simplemente con la palabra «rememoración» ni «reminiscencia»; la traducción más literal «transportarse en el pensamiento» [en el interior de algo] tampoco es conveniente. Aunque se trate verdaderamente de una especie de «apropiación del pasado», uno no puede entender el Eingedenken de manera adecuada si permanece en el campo hermenéutico; la intención de Benjamin es completamente contraria al postulado fundamental de la comprensión hermenéutica («situar el texto interpretado en la totalidad de su época»). Para él, lo que hay que hacer es aislar un fragmento del pasado del continuo de la historia («arranca así cierta vida de una época y un volumen de una obra», Tesis XVII): un procedimiento interpretativo cuya oposición al procedimiento hermenéutico recuerda la contraposición freudiana de la interpretación en detalle y de la interpretación en masa (Freud, 1967: 97).

El rechazo de la hermenéutica ciertamente no implica recaer en una ingenuidad prehermenéutica: no es que haya que «habituarse» al pasado tratando de hacer abstracción de la posición actual desde la que se habla. El Eingedenken es una apropiación «interesada» del lado de la clase sometida: «Articular históricamente el pasado no es conocerlo tal como fue verdaderamente» (Tesis VI). «El sujeto del conocimiento histórico es la clase en lucha y oprimida» (Tesis XII). Con todo, interpretaríamos de manera completamente errada estas líneas si las concibiéramos en el sentido de una historiografía nietzscheana, en el sentido de la «voluntad de poderío como interpretación», como derecho del vencedor a «escribir su historia», a hacer valer su «perspectiva», es decir, si quisiéramos ver en ellas una especie de llamamiento a la lucha de dos clases, de la clase reinante y de la clase sometida, sobre la cuestión de «quién va a escribir la historia». Esto puede ser válido para la clase reinante, pero no para la clase sometida; entre las dos hay una asimetría fundamental que Benjamin hace notar mediante los dos modos de la temporalidad: el tiempo vacío, homogéneo, continuo (de la historiografía reinante) y el tiempo lleno, discontinuo (del materialismo histórico). La mirada historiográfica tradicional que se limita «a lo que realmente sucedió», que hace de la historia una corriente cerrada, lineal, homogénea, es ya a priori, formalmente, la mirada «de los que han vencido»: esta mirada ve la historia como un continuo cerrado de la «progresión» que ha llevado a la dominación actual, haciendo al mismo tiempo abstracción de lo que faltó en la historia, de lo que tuvo que ser negado para que pudiera establecerse el continuo de «lo que realmente sucedió». La historiografía reinante escribe una historia «positiva» de los grandes resultados y los bienes culturales, pero lo que el materialismo histórico

ve en los bienes culturales tiene un origen que no puede considerarse sino con horror. Su existencia no reposa solamente en el esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también en la fatigosa labor anónima de sus contemporáneos. No hay documento de cultura que no sea al mismo tiempo documento de barbarie (Tesis VII).

Por el contrario, la clase sometida se apropia del pasado por cuanto el pasado es «abierto», contiene ya —aunque acallada, fallida— la dimensión del futuro, por cuanto en él ya está presente la «aspiración a la redención» (Tesis VII). Para apropiarse de esta dimensión acallada del pasado —el futuro de nuestra propia acción revolucionaria que, a fuerza de repetirse, libera retrospectivamente el pasado—, uno debe cortar la corriente continua del desarrollo histórico, debe hacer un «salto de tigre en el pasado» (Tesis XIV). Solo aquí se llega a comprender la asimetría fundamental del evolucionismo historiográfico que describe el continuo del movimiento histórico y el materialismo histórico: «El materialismo histórico no puede renunciar a una concepción del presente según la cual el presente no es el paso, sino una detención en el tiempo que se queda inmóvil» (Tesis XVI). Y luego:

El pensamiento no es solamente el movimiento de los pensamientos, es también su inmovilidad. Cuando el pensamiento se detiene, bruscamente, en una constelación extendida al extremo, produce un impacto mediante el cual se cristaliza como una mónada. El materialismo histórico aborda un objeto histórico únicamente cuando se le aparece con la forma de una mónada. En esta estructura, reconoce el signo de una inmovilidad mesiánica de los acontecimientos; dicho de otro modo, el signo de una oportunidad revolucionaria en la lucha por el pasado subordinado (Tesis XVII).

He aquí la primera sorpresa: lo que caracteriza específicamente el materialismo histórico es —contrariamente a la doxa marxista— su capacidad de inmovilizar el movimiento histórico, de aislar el detalle de la totalidad histórica. Lo que marca el momento de apropiación del pasado es precisamente esa cristalización, ese endurecimiento del movimiento en mónada: la mónada es un momento actual con el que se vincula el pasado directamente, es decir, transversalmente a la línea continua de la evolución; es la situación revolucionaria actual concebida como repetición de las situaciones pasadas fracasadas y como potencialidad de su «redención final» en virtud del éxito de la acción revolucionaria. El pasado mismo «está en ella lleno de presente»; el momento de la oportunidad revolucionaria no decide únicamente la suerte de la revolución actual, también decide la suerte de todos los ensayos revolucionarios fallidos: «Para el materialismo histórico, se trata de conservar la imagen del pasado tal como, en el momento del peligro, surgió bruscamente frente al sujeto histórico» (Tesis VI). El peligro de la derrota de la revolución actual amenaza el pasado mismo, puesto que la constelación revolucionaria actual funciona como condensación de las oportunidades revolucionarias pasadas que fracasaron y que se repiten en ella:

La historia es el objeto de una construcción cuyo lugar no es un tiempo homogéneo y vacío sino un tiempo lleno del «ahora» [Jetztzeit]. Así, para Robespierre, la antigua Roma era un pasado lleno de presente, un pasado que él había arrancado a la continuidad histórica. La Revolución Francesa se creía una nueva Roma (Tesis xIV).

Para aquellos que conocen la proposición de Freud según la cual «el inconsciente se sitúa fuera del tiempo», ya está todo dicho: en ese «tiempo lleno», en ese «salto de tigre en el pasado» de que se carga el presente, se anuncia la «compulsión de la repetición» freudiana. La detención del movimiento, la suspensión del contenido temporal de que habla Benjamin es exactamente ese cortocircuito entre la palabra pasada y la palabra actual en el que

la palabra actual, como la palabra antigua, se ponen dentro de un paréntesis de tiempo, en una forma de tiempo, si se me permite expresarlo así. Al ser idéntica la modulación de tiempos, la palabra del analista [en Benjamin: del materialismo histórico] pasa a tener el mismo valor que la palabra antigua (Lacan, 1975a: 267-268).

En la mónada, «el tiempo se detiene»: a la constelación actual se impone una constelación pasada, en un proceso de pura repetición. La mónada está «fuera del tiempo», no en el sentido de un arcaísmo prelógico sino en el sentido de la sincronía significante pura: el vínculo entre la constelación pasada y la constelación actual ya no debe buscarse en la línea diacrónica, sino en un cortocircuito paradigmático inmediato. La mónada es, pues, ese momento de discontinuidad, de ruptura en el que la corriente lineal se cristaliza, se detiene, porque en él resuena —transversalmente a la sucesión lineal de la «marcha del tiempo»— directamente el pasado reprimido, empujado fuera del continuo de la historia reinante. Este es verdaderamente el punto de la «dialéctica en suspenso», de la repetición pura en la que el movimiento histórico queda suspendido, puesto entre paréntesis.

Una apropiación del pasado tal como la «entrega» el presente mismo y se encuentra de alguna manera incluida en él, no puede realizarse sino en una total suspensión del movimiento, en una equivalencia entre el pasado y el presente: en sincronía significante. Vemos, pues, en qué consiste el aislamiento de la mónada del continuo histórico: se abstrae y promueve la instancia del significante y se pone entre paréntesis la totalidad de la significación. Ese poner entre paréntesis es la condición del cortocircuito entre el pasado y el presente: su sincronización se produce en el nivel de la autonomía del significante. En consecuencia, no debe sorprendernos que esta «inserción [Einschluss] de un pasado en la textura actual» se sostenga en la metáfora del texto, en la historia como texto:

Si uno quiere considerar la historia como un texto, puede decir lo que un autor moderno dice del texto literario: el pasado habría depositado en él imágenes que podríamos comparar con las que retiene un disco fotosensible. Solo el futuro dispone de los reveladores suficientemente fuertes para hacer aparecer la imagen con todos los detalles. Más de una página de Marivaux o de Rousseau da testimonio de un sentido que los lectores de su tiempo no podían descifrar por completo (Benjamin, 1955: 238).

Aquí debemos volver a referirnos a Lacan que, para explicar el retorno de lo reprimido, se sirve de la metáfora de Wiener de la inversión de la dimensión temporal: uno primero ve el cuadrado que se desdibuja antes de ver el cuadrado completo…

lo que vemos bajo el retorno de lo reprimido es la señal desdibujada de algo que únicamente adquirirá su valor en el futuro, mediante su realización simbólica, su integración en la historia del sujeto. Literalmente, nunca será más que algo que, en un momento dado de realización, habrá sido (Lacan, 1975a: 81).

En esta perspectiva, no es la constelación revolucionaria actual lo que sería un «retorno de lo reprimido», un «síntoma», sino más bien los intentos pasados fallidos, olvidados en el marco de la historia reinante. Esta constelación constituye precisamente un intento de desarmar el síntoma, de «liberarlo», es decir, de realizar en lo simbólico esos ensayos pasados fallidos que «no habrán sido» sino en su repetición, gracias a la cual llegan a ser retroactivamente lo que fueron. Podríamos repetir, a propósito de esta tesis de Benajamin, la fórmula de Lacan: la revolución da «el salto de tigre en el pasado», no para encontrar allí apoyo, sino porque el pasado mismo que se repite en revolución «viene del futuro», lleva en su seno la dimensión abierta del futuro.