EL GRANO DE MÁS, EL PELO DE MENOS
El procedimiento dialéctico, ¿no implica una disolución total del objeto positivo en la forma absoluta del concepto? Y esta disolución, ¿no es precisamente el «panlogicismo» hegeliano en acción? Quien hiciera un razonamiento tan precipitado estaría olvidando que la «totalidad del concepto» hegeliana es en el fondo no toda: esa totalidad implica un «grano de arena» que funciona en ella como un cuerpo extraño. Ese grano es, por supuesto, el de la paradoja del grano de más o del pelo de menos: ¿cuál es el grano que completa el puñado? ¿Cuál es el pelo que al caer vuelve calvo a su dueño? La única respuesta posible incluye una suerte de inversión de la «certeza anticipada» lacaniana: uno sólo puede constatar demasiado tarde, retrospectivamente, el hecho de que uno ya tiene ante sí un puñado de arena; el momento nunca es justo. En un momento dado, uno comprueba, sencillamente, que lo que tiene delante ya era, al menos un grano antes, un puñado de arena, es decir que la validez de la comprobación es retroactiva; y sigue siendo válida también si uno quita un grano o si uno agrega un cabello… ¿Por qué? Aquí tenemos que vérnoslas con determinaciones simbólicas y estas nunca permiten que se las reduzca a descripciones de los datos positivos, de las propiedades positivas: aquellas implican siempre cierta distancia en relación con la realidad positiva. Una determinación simbólica (el «puñado de arena», por ejemplo) nunca coincide con la realidad en la sincronía pura; uno sólo puede comprobar après coup que el estado de cosas en cuestión estaba ya dado antes. La paradoja es, por supuesto, que ese «antes», ese efecto de «ya dado» surge retroactivamente de la determinación simbólica misma. Ese grano de más, superfluo, que hace el puñado (superfluo porque el puñado seguiría siendo un puñado aun si uno le quitara el último grano) encarna la función del significante en la realidad y uno hasta se siente tentado a decir que representa al sujeto para todos los demás granos… Esta paradoja de lo superfluo ineluctable, de un excedente necesario, articula el rasgo fundamental del orden simbólico: el lenguaje llega siempre como exceso, se agrega como un excedente, pero si uno sustrae ese sobrante, pierde lo que quería delimitar en el «estado desnudo», sin el elemento superfluo, vale decir, la «realidad en sí misma».
A partir de este razonamiento, podríamos abordar la paradoja fundamental del proceso dialéctico hegeliano que se caracteriza por dos rasgos que, a primera vista, parecen contradecirse y hasta excluirse recíprocamente. El motivo principal de la crítica hegeliana de la teoría del conocimiento «ingenuo», la del «buen sentido», consiste en reprocharle a esta última que tome el proceso de conocimiento atendiendo al modelo de un descubrimiento, de una penetración en la esfera de algo «ya dado»: se supone que tomamos conocimiento de una realidad tal como esta existía ya antes de este proceso. Esta teoría «ingenua» deja de lado el carácter constituyente del proceso de conocimiento en relación con su objeto, la manera en que el conocimiento mismo modifica su objeto, le da, a través del acto de conocimiento, la forma que posee en cuanto objeto de conocimiento.
El acento de esta crítica hegeliana está puesto en algo por completo diferente de la crítica kantiana con su despliegue del rol constitutivo de la subjetividad trascendental. En Kant, el sujeto da la forma universal a un contenido sustancial, de procedencia trascendente (la Cosa en sí); por consiguiente, todo permanece en el marco de la oposición entre el sujeto (la red trascendental de las formas posibles de la experiencia) y la sustancia (la Cosa en sí trascendente), mientras que, para Hegel, se trata justamente de capturar la sustancia como sujeto. El conocimiento no es una incursión hasta el contenido sustancial, que sería, en sí mismo, indiferente al proceso de conocimiento. El acto de conocimiento subjetivo está, antes bien, incluido de antemano en su «objeto» sustancial, el camino hacia la verdad forma parte de la verdad misma. Para aclarar este acento hegeliano, tomemos un ejemplo, quizá sorprendente, que atestigua la herencia hegeliana que recibió el materialismo histórico y que confirma la tesis de Lacan, según la cual el marxismo no es una «visión del mundo» (Lacan, 1975b: 52). La afirmación fundamental del materialismo histórico es la de la función revolucionaria y la misión histórica del proletariado, pero el proletariado no llega a ser sujeto revolucionario efectivo sino por intermedio de la apropiación de ese conocimiento de su rol histórico. El materialismo histórico no consiste pues en un «conocimiento objetivo del papel histórico que le cabe al proletariado»: su conocimiento implica la posición subjetiva del proletariado; en este sentido, es autorreferencial, incluso en su objeto de conocimiento. El primer punto en cuestión es, pues, el carácter «performativo» del proceso de conocimiento: cuando el sujeto penetra detrás de la cortina de la apariencia hacia la esencia oculta, piensa descubrir aquello que estaba ahí desde siempre y desconoce que, al avanzar detrás de la cortina, es él mismo quien ha llevado allí lo que ha encontrado.
Pero, por otra parte, en Hegel encontramos una tesis que, a primera vista, se opone directamente a la del carácter «performativo» del proceso dialéctico; mientras en la actualidad la «performatividad» es un lugar común de las exégesis hegelianas, esta otra tesis no recibe la misma atención por parte de los intérpretes. Cuando Hegel describe la inversión decisiva del proceso dialéctico, utiliza constantemente la misma figura de estilo, la del «ya allí», la del «siempre ya»; por consiguiente, la figura de la constatación de un estado de cosas ya dado: la inversión se reduce a la comprobación de que la cosa «ya es así», lo que uno busca ya lo tiene, aquello a lo que uno aspira ya se ha realizado. El paso de la escisión a la síntesis dialéctica no es, en modo alguno, una «sintetización» cualquiera de opuestos, un acto productivo que reconcilia los opuestos y borra la escisión; se reduce a la constatación de que, en el fondo, la escisión nunca existió, de que era un efecto de nuestra perspectiva. Esto no implica una posición de la Identidad abstracta que anula todas las diferencias, ese abismo de la noche en el que «todos los gatos son pardos»; el acento de Hegel está puesto, antes bien, en el hecho de que lo que une los polos opuestos es la escisión misma: la «síntesis» que uno buscaba más allá de la escisión, la escisión misma ya la ha realizado.
Tomemos la figura de la «conciencia infeliz» de la Fenomenología del espíritu (Hegel, 1975, I: 176-192), que se siente separada del en sí divino que persiste en la trascendencia inaccesible; es «infeliz» en cuanto a que debe soportar el dolor de la escisión entre lo Absoluto y ella misma, (la) conciencia finita, excluida de lo Absoluto. ¿En qué consiste aquí la superación de esta escisión? ¿Cómo logra la «conciencia infeliz» vencer esa escisión? Evidentemente no lo logra alcanzando finalmente lo Absoluto trascendente, satisfaciendo su aspiración ferviente y fusionándose con lo Absoluto; la «superación» de la escisión consiste en la simple comprobación de que la «conciencia infeliz» es ya ella misma el medio, el campo de mediación, la unidad de dos momentos opuestos, porque los dos momentos caen en ella y no en lo Absoluto. Dicho de otro modo, el hecho mismo de que la «conciencia infeliz» soporte el dolor de la escisión prueba que ella misma es la unidad de dos momentos opuestos, de ella misma y de lo Absoluto, el cual no es un Absoluto que persista en su serenidad indiferente.
¿Cómo, pues, concebir juntas las dos vertientes del proceso dialéctico: por un lado, su carácter «performativo», que no debe entenderse como la aproximación a un en sí dado de antemano, y, por el otro, su carácter «constatativo», según el cual, en el movimiento dialéctico, se salva una escisión que nunca existió y se vence un obstáculo que nunca fue tal? Allí estriba la prueba de que la dialéctica hegeliana no es otra cosa que la lógica del significante: en la unidad paradójica de esos dos rasgos, en la paradoja de la performatividad retroactiva, se define el concepto del significante. Volvamos a nuestro ejemplo del puñado de granos: la comprobación según la cual se trata de un puñado es de naturaleza performativa, es decir, la determinación «puñado» no es reducible a una descripción de las propiedades positivas; pero, al mismo tiempo, como vimos, esta constatación, por una necesidad de estructura, solo puede llegar retrospectivamente, «al menos un grano demasiado tarde» e implica que lo que uno tiene ante sí sería ya el puñado «un grano antes». He aquí la «malla temporal» de la performatividad del significante que hace de la cosa en cuestión (el puñado de arena, por ejemplo), retroactivamente, lo que la cosa ya era.