EL CUERPO TOTALITARIO

Cuando, en el comienzo de su «juramento del Partido Bolchevique a su jefe Lenin», Stalin dice: «Somos nosotros, los comunistas, gente de un temple especial. Estamos cortados de una tela aparte» (Comité Central del PC de la URSS, 1971: 297), reconocemos de inmediato el nombre lacaniano de esa «tela aparte»: el objeto a minúscula. La frase citada de Stalin adquiere todo su peso contra el fondo del funcionamiento fetichista del Partido estalinista: el Partido pretende ser la encarnación milagrosa, inmediata, del Saber neutro y objetivo, el cual le sirve de punto de referencia para legitimar su actividad; el Partido se afirma como el único que posee el «conocimiento de las leyes objetivas» (Zizek, 1983). Marx considera que el dinero, en su relación con las demás mercancías, es un elemento paradójico que encarna inmediatamente, en su singularidad misma, la generalidad del «todo», es decir, que constituye una «realidad singular que comprende en sí misma todas las especies realmente existentes de la misma cosa»:

Es como si, al lado y fuera de los leones, los tigres, las liebres y todos los demás animales reales que constituyen en grupo las diferentes razas, especies, subespecies, familias, etcétera, del reino animal, existiera además el animal, la encarnación individual de todo el reino animal (Dognin, 1977: 73).

He aquí la lógica del Partido: es como si, al lado y fuera de las clases, los estratos, los grupos y los subgrupos sociales, sus organizaciones económicas, políticas e ideológicas, etcétera, que constituyen en grupo las diferentes partes del universo sociohistórico gobernado por las leyes objetivas del desarrollo social, existieran además el Partido, la encarnación inmediata e individual de esas leyes objetivas, el cortocircuito, el punto de entrecruzamiento paradójico entre la voluntad subjetiva y las leyes objetivas. En esto consiste, pues, la «tela aparte» de los comunistas: en la «razón objetiva de la historia» encarnada; porque la tela de donde fueron cortados es, al fin de cuentas, su cuerpo, ese cuerpo experimentó una verdadera transustanciación, devino portador de otro cuerpo, el cuerpo sublime. Sería sumamente interesante releer, teniendo presente esta lógica del cuerpo sublime de los comunistas, las cartas de Lenin a Máximo Gorki, sobre todo las del año 1913, relativas al debate sobre la «construcción de Dios [bogodraditerl’stvo]» de la que Gorki era partidario (Lenin, 1964). Lo primero que salta a la vista es un rasgo aparentemente poco importante, sin ningún peso teórico: Lenin está literalmente obsesionado por la salud de Gorki. Veamos el final de algunas cartas:

Escríbame y cuénteme cómo anda usted de salud./ Suyo, Lenin.

¿Se siente usted bien, sano?/ Suyo, Lenin.

¡Basta de bromas! Cuídese. Hágame llegar algunas palabras.

Descanse más./ Suyo, Lenin.

Cuando, en el otoño de 1913, Lenin se enteró de que Gorki había contraído neumonía, le escribió de inmediato:

Que un «bolchevique», viejo es verdad, lo cure a usted con un nuevo método… ¡Le confieso que me inquieta terriblemente! Dios nos guarde de los médicos amigos en general ¡y de los médicos bolcheviques en particular! […] Le aseguro que hay que hacerse curar únicamente por los mejores especialistas (salvo que se trate de casos benignos). Experimentar en el propio cuerpo la invención de un médico bolchevique ¡es horrible! Al menos hágase controlar por los profesores de Nápoles [en aquella época, Gorki vivía en Capri] […] si esos profesores son realmente eruditos […] Le diría que si este invierno parte usted de allí, no deje de visitar a los médicos de primer orden de Suiza y de Viena. ¡Sería imperdonable que no lo hiciera!

Dejemos de lado las asociaciones que una lectura retroactiva de esas frases de Lenin necesariamente desencadenaría (veinte años después, toda Rusia experimentaba en su propio cuerpo los nuevos métodos de cierto bolchevique); planteemos mejor la cuestión del campo de significación de esa preocupación de Lenin por la salud de Gorki. A primera vista, el asunto es claro y bastante inocente: Gorki era un valioso aliado, por lo tanto había que cuidar de él… Ya la carta siguiente aclara la cuestión y echa una luz diferente: Lenin está alarmado por las actitudes positivas de Gorki respecto de la «construcción de Dios» que, según Gorki, solamente hay que «actualizar», dejar de lado por el momento, pero de ningún modo rechazar. En la perspectiva de Lenin, tales actitudes son incomprensibles, una sorpresa sumamente desagradable. Veamos el comienzo y el fin de esa carta:

Querido Alexei Maximovitch, pero ¿qué está haciendo? ¡Verdaderamente es espantoso, sencillamente espantoso!

¿Por qué hace usted esto? Es de todo punto lamentable.

Suyo, V. I.

Y hasta agrega una posdata:

P.S. Cúrese usted más seriamente, de verdad se lo digo, para poder viajar en invierno sin resfriarse (en inverno es peligroso).

Lo que de verdad está en juego se advierte aún más claramente al final de la siguiente carta, enviada al mismo tiempo que la citada anteriormente:

Agregado a mi carta de ayer: espero que no tome a mal que yo me haya dejado llevar. ¿Es posible que no lo comprendiera yo bien? ¿Es posible que bromeara usted al escribir «por el momento»? En lo tocante a la «construcción de Dios», ¿puede ser que no haya escrito usted seriamente?

En el nombre del cielo, cúrese usted un poco mejor.

Suyo, Lenin.

Aquí, la cuestión está expresada de manera explícita y formal: en última instancia, al menos, Lenin toma las oscilaciones y la confusión ideológica de Gorki por un efecto de su extenuación física, de su enfermedad. Por ello no toma en serio los argumentos de Gorki. Su respuesta consiste finalmente en decir: «Cúrese usted un poco mejor…». Esta actitud de Lenin no se funda en modo alguno en un materialismo vulgar, una reducción inmediata de las ideas a los movimientos corporales; muy por el contrario, supone e implica la concepción del comunista como un hombre de un «temple especial»: cuando el comunista habla y actúa como comunista, habla y actúa a través de su figura la necesidad objetiva de la historia misma. En otras palabras, el espíritu de un verdadero comunista no puede desviarse porque ese espíritu es inmediatamente la conciencia de sí de la necesidad histórica; en consecuencia, lo único que puede desbaratarlo, que puede introducir el desorden, la desviación, es su cuerpo, esa materialidad frágil encargada de servir de sostén a otro cuerpo, el cuerpo sublime, «cortado de una tela aparte». Ya en La Boétie, encontramos este motivo del cuerpo sublime del Poder, de la «transustanciación» que experimenta el cuerpo del Amo, precisamente cuando plantea su célebre pregunta:

El que tanto os domina, no tiene más que dos ojos, no tiene más que dos manos, no tiene más que un cuerpo y no tiene nada más de lo que tiene el más pequeño de los hombres del gran número infinito de vuestras ciudades; la única ventaja que tiene sobre todos vosotros es que vosotros mismos lo hacéis, para destruiros. ¿De dónde obtuvo él tantos ojos, desde dónde os espía, sino de vosotros que se los disteis? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearos, si no las ha tomado de vosotros? Los pies con los que pisotea vuestras ciudades, ¿de dónde los obtuvo si no son los vuestros? ¿Cómo tiene algún poder sobre vosotros, que no sea el que vosotros le disteis? (La Boétie, 1971: 48).

La respuesta de La Boétie es pues, en el fondo, la misma de Pascal y de Marx: es el súbdito mismo quien, al comportarse ante el Amo como le conviene al Amo, lo constituye en Amo. El secreto del Amo es que «en el Amo hay algo más que el Amo», esa X inasible que le confiere la aureola carismática es solamente la imagen invertida de la «costumbre», del rito simbólico de sus súbditos; de ahí el consejo de La Boétie: desembarazarse del Amo es lo más fácil del mundo; basta con dejar de comportarse en la relación con el Amo como se comporta un súbdito ante su Amo y, automáticamente, este deja de serlo. ¿Por qué, entonces, el sujeto permanece en la servidumbre? ¿Por qué se comporta respecto del Amo de una manera que lo transforma en un Amo? La Boétie sitúa la fuente última de la relación de dominación en un conflicto insoluble del deseo: «Los hombres no desean de ningún modo la libertad; por ninguna otra razón (me parece) más que porque si la desearan, la tendrían» (La Boétie, 1971: 48).

La libertad es el punto imposible de lo performativo puro; para tenerla, solo hace falta desearla; semejante saturación inmediata bloquea completamente el deseo. La «hipótesis del Amo» es una salida posible que nos permite salvar el deseo: uno «exterioriza» el bloqueo, el callejón sin salida inmanente del deseo en una fuerza «represora» que se opone desde fuera a la voluntad. Esta paradoja se ve mucho más claramente en esa figura ejemplar del «capricho del Otro» que es el Déspota: para evitar el hecho inquietante de que el Otro mismo está ya agujereado, bloqueado, marcado por una imposibilidad de fondo, uno construye la figura de un Otro que podría satisfacernos, darnos «lo mismo», «eso», pero que, por capricho, no lo hace (Grosrichard, 1979). Esa fantasía del Déspota es completamente homóloga de la estratagema del amor cortés en la que se hace como si la relación sexual fuera perfectamente posible, como si uno pusiera obstáculos solamente por capricho. ¿Cómo no reconocer en la Dama la figura de un Déspota caprichoso?: «Es una forma enteramente refinada de suplir la ausencia de relación sexual, simulando que somos nosotros los que ponemos obstáculos» (Lacan, 1975b: 65).

Si el cuerpo sublime del Poder se encuentra ya en el Amo clásico, preburgués, ¿en qué difiere el Jefe totalitario de aquel? La posición del Amo clásico, que legitima su poder por referencia a una autoridad extrasocial, puede subvertirse mediante la argumentación boetiana-pascaliana-marxista, según la cual, el Amo solo es Amo porque uno se comporta en relación con él como ante un Amo. Pero el Jefe totalitario sabe rebatir ese argumento: para legitimar su poder, recurre él mismo exactamente a esa argumentación pascaliana-marxista. No le dice al pueblo: «Debéis seguirme porque soy el Jefe», sino que le dice: «No soy nada, obtengo todo mi poder de vosotros, del pueblo, de mi base, no soy sino la encarnación, el ejecutor, la expresión, de vuestra voluntad». La Historia del Partido Comunista (b) termina recordando que el Partido depende del pueblo y lo hace marcando una inequívoca connotación incestuosa:

Creo que los bolcheviques nos recuerdan al héroe de la mitología griega Anteo. Como Anteo, son fuertes porque están ligados a su madre, a las masas que les dieron nacimiento, los nutrieron y los educaron. Y durante todo el tiempo que permanezcan unidos a su madre, al pueblo, tienen todas las probabilidades de seguir siendo invencibles (Comité Central del PC, 1971: 402).

Es como si el Jefe totalitario se dirigiera a sus súbditos revelándoles el secreto del Amo clásico, diciéndoles: «Yo solo soy Amo porque vosotros me tratáis como Amo». Si, en el caso del Jefe, el procedimiento pascaliano-marxista que hace depender la aureola del Amo del rito simbólico de la comunidad ya no es eficaz, ¿cómo subvertir la posición de ese Jefe totalitario? Su engaño consiste en que el Pueblo al que hace referencia para legitimar su Poder no existe, o bien, más precisamente, solo existe en su representante fetiche, es decir, el Partido y su Jefe. También en este caso estamos ante un desconocimiento de la dimensión performativa del discurso, pero el sentido es inverso: ya no es el Amo que es Amo porque el pueblo lo trata como tal; es el Pueblo mismo que no es un Pueblo sino porque el Partido se refiere a él y quiere encarnarlo. En resumidas cuentas, la fórmula de la ignorancia totalitaria sería: el Partido cree ser un partido porque toma como punto de apoyo al Pueblo, expresando su voluntad, etcétera, mientras que en verdad, el Pueblo solo es Pueblo porque está encarnado en el Partido. Ese funcionamiento se perfila en las frases del tipo «el pueblo entero apoya al Partido»; detrás de la forma de constatación, estamos aquí ante una definición circular del «Pueblo»: solo es un verdadero miembro del Pueblo el que apoya al Partido, el representante de la voluntad del Pueblo, mientras que quien se opone al Partido, por ese mismo acto, se excluye del Pueblo. Es por ello que resulta imposible demostrar la falsedad de la proposición «el pueblo entero apoya al Partido»: en el universo estalinista, «apoyar al Partido» es el único rasgo que define al «Pueblo». Podríamos considerar esta una variación un poco sangrienta del chiste: «mi novia nunca falta a nuestras citas porque si alguna vez faltara, ya no sería mi novia»: «el Pueblo apoya siempre al Partido porque si un miembro se opone al Partido se excluye inmediatamente del Pueblo».

En última instancia, la distinción fundamental entre totalitarismo y lo que Claude Lefort llama «proyecto democrático» sería entonces que para el «proyecto democrático» el Pueblo no existe.