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PROFUNDÍSIMO MAR
Las lágrimas saltaban solas, sin llamarlas, sin pensar en ellas. El río de tristeza que le atravesaba el alma le empapaba los pensamientos y desbordaba por los ojos cuando menos lo esperaba. Miraba por la ventana los pilares del claustro y lloraba; abría las Confesiones de San Agustín y lloraba; subía al púlpito para pronunciar un sermón y lloraba; rezaba arrodillado en el altar de su celda, y un torrente de lágrimas le bañaba las mejillas. Se agarraba a Dios y a sus certezas, pero la cuerda que le sostenía estaba húmeda y resbaladiza. El Rey y la Monarquía se deshacían como vapor de verano. Todo el entramado de relaciones personales con se había abrigado durante años se deshilachaba como si se hubiera lavado contra una roca llena de aristas. ¿De qué servían sus conocimientos, la carga de erudición que tanta fuerza había dado a sus discursos cuando ejercía de predicador o se recreaba como poeta? Un mar de melancolía había engullido sus sermones, tan concienzudamente preparados, tan trabajosamente impresos, y los pudría ahora en un fondo de olas y burbujas. Las palabras, que durante toda su vida habían sostenido su labor, se desorientaban en remolinos de pena. Quedaba su cuerpo, hinchado, acuoso, gastado; quedaban las manos largas y delicadas, que habrían servido para tocar instrumentos de alabanzas a los cielos y ahora se entrelazaban en una oración que se ahogaba bajo el agua. Ríos, mares, océanos de lágrimas, y en ellos, dejándose llevar como el cadáver desmadejado de una gaviota, un pobre monje abrumado por la tristeza.
—Me estoy muriendo, Lope.
—No os dejéis morir, Hortensio. Miradme a mí: soy mucho mayor que vos, y Dios todavía no me ha llamado. ¿Sabéis por qué? Porque quiero apurar hasta el final el cáliz de la vida.
Animal herido, refugiado en su tristeza, lamiéndose en soledad las llagas que no acaban de cerrarse. Respiración pesada, pecho dolorido, cuerpo encogido. Oculto en cuevas, riscos, desiertos, selvas, islas remotas. La pena que entra y sale es aire de fuego. Demasiado grave, demasiado hondo. El tiempo, un horizonte roto y sin luz.
—Es la decisión del Señor.
Lope de Vega recordó el retrato juvenil de fray Hortensio, que había observado brevemente al pasar por el gabinete.
—La fuerza que teníais cuando el Griego os pintó, ¿dónde se fue? ¿Qué habría reflejado de vos ahora si os tuviera delante?
Paravicino cerró los ojos. ¿Qué habría dicho Doménico si le viera? ¿Qué habría pintado, sino a un moribundo de tonos grises y ojos agigantados mirando con pavor hacia las alturas?
Era tan joven cuando posó por primera vez para el Griego. En el taller toledano los ayudantes iban y venían vigilando que los aprendices molieran bien los pigmentos y no se equivocaran al dar los brochazos en los cuadros de apóstoles y santos. Luis Tristán, que tenía los ojos limpios de quien no ha cometido maldad alguna en la vida, vestía a un san Felipe deslizando pinceladas por una saya de color siena. Preboste, que había seguido al maestro desde los tiempos más oscuros de Venecia y Roma, preparaba la mezcla del negro de carbón con el amarillo oropimente mientras tarareaba una canción italiana. El hijo de Doménico, Jorge Manuel, tomaba distancia de un lienzo, pincel en mano, para verificar el brillo de las pupilas de una Virgen. El maestro los veía trabajar con la boca fruncida; de vez en cuando se acercaba, daba alguna indicación o corregía un efecto de color para que las obras se aproximaran a lo que él quería de ellas. Hablaba dificultosamente el castellano. Con Hortensio gustaba de usar la lengua de Italia, que éste entendía, ya que su padre le hablaba habitualmente en ella. Hortensio sujetaba dos libros en su mano izquierda. Cuando se aburría de posar y el maestro se lo permitía, los abría y leía párrafos sueltos para hacer más amena la sesión de pintura. Un rayo de luz entró por la ventana, iluminó el polvo en suspensión del taller y descansó en los ojos de la Virgen del cuadro que desde su silla veía Hortensio. Luz sobre el blanco de la pintura: como si los cielos estuvieran celosos de tanta perfección y hubieran querido resaltar con su poder el brillo del lienzo.
¿Qué había sido de él? ¿Cuándo saldría el alma de su cuerpo? Y su alma, ¿cómo era? ¿Gruesa o delgada? Podría ser una forma nubosa de niño, como la que pintó Doménico en los brazos del ángel cuando representó el enterramiento del conde de Orgaz en la iglesia de Santo Tomé. ¿Por qué su cuerpo se quedaba atrás? ¿En qué momento de su vida se habían disociado la carne y el espíritu, y mientras ella optaba por engordar e inflarse de muerte, él forcejeaba por desarrollar todo lo que todavía le quedaba por hacer en este mundo?
Lope se sentó en una silla junto a la cama.
—Es el aire de Madrid, que es sutil, penetra en los pulmones y los destroza.
—No culpéis al aire que llega de Guadarrama de lo que hacen los hombres —dijo Paravicino—. Si el aire de Madrid perjudica la salud, es culpa de las miasmas que se respiran por la calle, de ese olor fétido que descompone la atmósfera.
—Y esa fetidez, ¿dónde la sentís con más virulencia? ¿Acaso en Palacio?
Fray Hortensio se incorporó un poco sobre la almohada.
—Vos me previnisteis hace tiempo de que la corte mata. También me lo dijeron otros.
—Nadie escarmienta en cabeza ajena. Miradme a mí: aquí sigo, aguantando. La corte mata, pero morimos sin ella. Yo, porque tengo necesidad de sus corrales para representar mis comedias; vos, porque sólo aquí podéis lograr que el Rey os escuche.
—El Rey me quiere, y ése es mi único consuelo. Cuando en otoño sufrí un desmayo en su presencia mientras predicaba, me ofreció la asistencia de los médicos de cámara y mandó a un mensajero de su confianza para decirme que escogiera la dignidad que más fuera de mi agrado de todas las que puede alcanzar un religioso. Le respondí que nada quería… Nada ambiciono, Lope. He vivido en Madrid por obediencia a las órdenes de mis superiores. Os aseguro que era dichoso en Salamanca, y que fueron ellos quienes decidieron que debía establecerme en la corte. ¿Sabéis que he pedido que me den el obispado de Lérida? Me iría a esa ciudad si mi salud me lo permitiera.
—Entonces, aún estáis a tiempo.
Paravicino cerró los ojos:
—No, ya no hay tiempo. Los aprietos me ahogan.
—Ya no vais al teatro, Hortensio, y por eso no visteis una de mis últimas comedias, pero quiero recitaros lo que dice un pastor:
¿No habéis visto un árbol viejo,
cuyo tronco, arrugado,
coronan verdes renuevos?
Pues eso habéis de pensar,
y que pasando los tiempos,
yo me sucedo a mí mismo.
—Sí, Lope. Bien podéis decirlo vos, que os sucedéis a vos mismo, porque sois de una sustancia resistente como las más nobles maderas. Pero no es ése mi caso.
Lope se levantó de la silla y se asomó a la ventana. El claustro de los Trinitarios parecía indiferente a las edades y al tiempo. Diciembre estaba en sus inicios y empezaba a vestir el granito de reflejos de hielo. En el centro cantaba la fuente, y en el jardín se erguían setos y arbolillos de poco porte junto al ciprés. El huerto de su casa había quedado arrasado con las heladas del último invierno, y durante la primavera y el verano apenas se había recuperado. La desolación había pasado por su alma como un soplo fúnebre. «La breve distancia de mi vida a la muerte», pensó.
Frases hermosas. Un mundo de palabras donde refugiarse. Allí se consolaba considerando que los hombres pasan, también las ciudades y los reinos, pero las palabras permanecen, fijadas tenazmente en la memoria. Intentaba animar a Hortensio, pero él mismo se sentía casi muerto. Le había costado una lenta caminata llegar hasta el convento de la Santísima Trinidad, y contaba los minutos que le faltaban para volver a su casa, único refugio donde se sentía con fuerzas para mantenerse vivo agitando el látigo de la voluntad. Su casa solitaria, con Marta de Nevares muerta, su hija Feliciana casada, Marcela en el convento, su único hijo varón, Lope Félix, desaparecido en un naufragio. ¿Y él daba lecciones de vida, repartía ánimos para que otros no se dejaran morir? ¡Si tenía la boca llena de desengaño y le costaba apurar la senda de su feroz destino! ¡Si no podía mirar a los cortesanos, a Olivares y a los mismísimos Reyes, sin un mohín de desprecio! La fama, el reconocimiento; la pobreza y la soledad. Ni una capellanía, ni un oficio en Palacio. Al mejor comediógrafo de España, al más querido y aplaudido, le dejaban que se muriera de hambre… Y Hortensio, en su cama, agonizando.
—Esta mañana pasó a verme don Diego Velázquez —dijo Paravicino, con la voz exangüe.
—Larga procesión la que tenéis que soportar. Todos quieren veros.
—Está bien así. Yo lo agradezco, porque lo hacen por cariño, por brindarme compañía en estas horas difíciles, que no deberían serlo. En esto veo qué grandes son mis pecados, porque tendría que alegrarme de acercarme por fin al Señor. Pero tengo miedo, Lope, tengo miedo.
Lope le cogió la mano y se la apretó.
—Le pedí a don Diego que me hablara de Italia. —Hortensio musitaba con dificultad—. ¿Sabéis que estuvo allí, verdad, y que lo que más desea en este mundo es regresar? Le dije: «Habladme de Italia, maestro», y él me contó lo que vio en la corte de los papas, en los foros romanos, en los palacios, que son magníficos y están llenos de obras de arte. Aprendió mucho, me dijo; volvió con un par de cuadros que pintó para regalárselos al Rey; pero yo sé que en uno de ellos, el de la fragua de Vulcano, las figuras no están inspiradas en modelos italianos, sino en el San Mauricio de El Greco. Eso lo sabemos él y yo.
Tomás, que andaba mustio y meditabundo según se agravaba la enfermedad de fray Hortensio, se asomó a la alcoba y anunció la visita de don Francisco de Quevedo. Paravicino asintió con los ojos, y el criado se apartó para dejarle paso.
Quevedo besó la mano de Lope y se precipitó a la cama para besar la de Paravicino.
—Dejad eso, Francisco. Yo no merezco ya que nadie me rinda tributos.
—¿Cómo estáis?
—Mal, ¿para qué mentiros?
Se levantó Quevedo y buscó la mirada de Lope, que alzó las cejas y meneó la cabeza para confirmar que la lacónica descripción de Paravicino era ajustada a la realidad.
—¿Sabéis una cosa, Francisco? —dijo Lope—. Hablábamos del aire de Madrid, y de que mata, y de que todos estamos expuestos a él, amarrados a la corte, sin poder irnos, aun sabiendo que nada puede perjudicar más nuestra salud.
—¿Llamáis aire ahora a la envidia? —preguntó Quevedo—. Es la envidia lo que os está matando, Hortensio, lo que a mí me merma la salud día tras día y lo que arruina los años de vejez de Lope.
—Siempre he aceptado sus ataques con humildad —se esforzó por hablar Paravicino—. Cuando circularon aquellos sonetos contra mí, cuando vino de Toledo aquel horrendo poema en que dudaban de la honestidad de mi madre y me acusaban de vicios y depravaciones, todo lo aguanté con resignación.
—No actuasteis con la misma calma cuando Calderón os atacó en el teatro —le recordó Quevedo.
Lope le cogió de la manga y tiró de ella para suplicarle que no tocara ese asunto.
—No —respondió Hortensio cerrando los ojos y apretándose el pecho con el puño, porque le había asaltado otro dolor—. Ahí no se hablaba de mí; se hablaba de la predicación, se hacía mofa de los sermones, de la Iglesia.
—¿Hay tanta diferencia entre el corral de comedias y el púlpito? —reflexionó Quevedo—. No os escandalicéis, mis queridas paternidades, pero no deberíais dejar de considerar cómo en ambos casos predicadores y comediantes ofrecen un espectáculo para gusto de quienes se sientan a escuchar. Los comediantes aprenden de los predicadores cómo elevar la voz, cómo imprecar y amenazar; los predicadores van al teatro para ver cómo atraer la atención de los fieles. Predicadores ha habido que han encendido y apagado las velas de la iglesia buscando efectos y han hecho aparecer y desaparecer figuras santas detrás de una cortina. Y si os fijáis, ¿no veis cómo prosperan los autos sacramentales, esos que cuentan los misterios de la Eucaristía dando parlamentos a comediantes que simbolizan dogmas de la fe? El predicador es un comediante a lo divino, y sólo se distingue del farsante en las materias que trata; en la forma, muy poco. Vos sabéis mejor que nadie esto que digo, Hortensio, y por eso no pudisteis tolerar que vuestro nombre saliera ridiculizado en un teatro.
Paravicino amagó hablar, pero sólo levantó la mano derecha y la dejó caer.
—El comediante envidia al predicador —continuó Quevedo—; el predicador al comediante; el conde duque envidia y teme al predicador, y por eso lo destruye; el cortesano envidia al cortesano que goza del favor del Rey; yo envidio a quien ha conseguido la simpatía del conde duque, pues he fracasado en este empeño; Lope envidia a los nuevos escritores que poco a poco se ganan el aplauso del público…
—Eso no —le cortó Lope—, yo a nadie envidio. Cada quien sigue su camino, los tiempos cambian y también los gustos. Todos nos adaptamos a ellos. Lo único que envidio de los escritores mozos es su mocedad y que tengan la vida por delante.
—Pero no me negaréis que alguna obra habéis compuesto para demostrar al mundo que sois capaz de escribir como los nuevos. El castigo sin venganza, a la que vos mismo llamasteis «Tragedia española», no tiene nada que ver con vuestra producción hasta la fecha: nada de risas, nada de finales felices.
—Me demostré a mí mismo y a quien lo hubiera dudado que, cuando Lope quiere, puede. Pero no lo hice por emular ni por superar a quien no tengo por qué combatir. Los nuevos son enanos alzados a hombros de los gigantes que les abrimos el camino. Rojas Zorrilla, Villaizán, Pellicer, Castro y Calderón, aunque hayan estudiado en la universidad, me deben a mí el principio de su arte. Si ellos ponen el «don» delante de su nombre, yo pongo el «frey» en el mío, que no por nada soy caballero de la Orden de San Juan y doctor en Teología.
Miraron ambos a Paravicino, que había cerrado los ojos y respiraba pesadamente.
—Hortensio duerme. Salgamos de la alcoba —propuso Quevedo.
—No duerme, pero está cansado; salgamos de todos modos.
Pasaron al gabinete y entornaron la puerta. De pie, junto a los retratos de El Greco, dijo Lope:
—No le recordéis aquel incidente con Calderón de la Barca. Aunque a vos y a mí y a cualquiera nos parezca una anécdota menor, a él le dolió en lo más hondo. Se lo tomó a pecho, y eso le ahogó las ganas de vivir. Se sintió difamado, traicionado, no sé si abandonado. Le habían atacado muchas veces antes, pero nunca en un teatro. La gente se reía, se reía a carcajadas. Escribió un soneto muy sentido, que me enseñó, y que ha de guardar ahí, entre sus pliegos; en él lamentaba que se hubiera mezclado la arena de los mártires con la del teatro… No puedo dejar de recordar que fui yo quien le incitó a que reparara la ofensa causada a mi hija Marcela y a sus hermanas de convento.
—¡Qué orgullosos podéis ser los sacerdotes! Y al final, ¿qué queda? El príncipe constante se imprimió sin el párrafo de los emponomios horténsicos, el sermón de Paravicino sin la mención a Calderón y la entrada en el convento. Han pasado cuatro años y la gente ya no se acuerda de aquello.
—Queda la tristeza —conjeturó Lope—. Yo podría hablaros mucho de eso, querido amigo. Y creo que vos, aunque seáis más joven que yo, tampoco me andáis a la zaga. Hortensio lleva años muriéndose de tristeza, y ahora ha llegado a la agonía final. La enfermedad es penosísima: se pasa la noche quejándose y dando voces de dolor, a veces se desnuda sin darse cuenta, y apenas duerme. Desde el día de octubre en que cumplió los cincuenta y tres años, le ha apretado aún más la hipocondría y la tristeza del corazón. Hoy han llamado a los médicos de cámara, que le han atendido y han salido negando con la cabeza. Son los mejores del reino y sirven al Rey. Hortensio se acaba, Francisco. Si uno no escupe la suciedad que se aloja dentro del alma, muere. Fray Hortensio ha decidido morir. Han pasado por aquí prelados y nobles, el patriarca, el nuncio, el arzobispo Albiz, también el conde duque.
—Olivares debería hacer menos visitas y más obras de caridad. Si nuestro Hortensio se muere, a él se lo debemos.
—Vos seguís defendiéndole. Escribisteis el Chitón de las tarabillas, que no es más que una sarta de elogios a su persona. El año pasado os ofreció el puesto de embajador en Génova…
—Que rechacé.
—Pero sí aceptasteis el de secretario del Rey.
—¿Acaso no he de vivir comiendo y vistiendo como los demás hombres?
—Nada os reprocho. Yo mismo actuaría como vos si tuviera vuestra edad y un futuro por el que preocuparme. El orgullo es privilegio de los ricos y la necesidad es como las consonantes en los poetas, que obligan a la razón a pensar lo que su dueño olvida. Yo ya me consuelo pensando que vale más merecer los premios que alcanzarlos.
—He escrito un opúsculo sobre el Cristo agraviado por los hebreos en la calle de las Infantas —dijo Quevedo apoyándose en la embocadura de la ventana—. Repito y confirmo los argumentos que usó Hortensio en el sermón de Pentecostés y recuerdo al Rey y a su valido que su política de acercamiento a los judaizantes portugueses sólo puede llevarnos a la ruina. Ya no podrán acusarme de plegarme a su poder. Es bueno recordar que las monarquías, como los hombres, están condenadas a decaer, a pasar y dejar rastros de polvo donde antes relumbraban los tronos.
—¡Ay del señor que permite que sus vasallos sólo encuentren en el cielo consuelo a sus justas quejas! —exclamó Lope.
—Vos decís que Paravicino se muere de tristeza, pero yo digo que no se muere, sino que le están matando. Le están desacreditando de palabra y obra. Le han quitado los criados, las exenciones y la carroza, han retenido su salario, examinan su celda para ver si los libros que atesora están incluidos en el índice de textos prohibidos. El provincial de la orden está dispuesto a hundirle en la desesperanza. Y ¿quién adivináis que está detrás de estas añagazas?
—El nuncio de Su Santidad ha sabido defenderle. Escribió al padre provincial para que le dejen tranquilo.
—¿Creéis que en julio Hortensio pronunció aquel sermón de los pasquines en el funeral de sor Margarita de la Cruz porque sabía que se estaba muriendo, o que ha sido ese malhadado sermón lo que ha precipitado su ruina? —preguntó Quevedo, aunque no esperaba que Lope supiera responderle.
Tocó Quevedo el libro pintado por El Greco como si quisiera abrir la página que marcaba el retratado con los dedos.
—Arrojáis un cordero en un circo de leones —dijo—, y milagrosamente, durante años, los leones no se creen que sea un cordero y lo dejan con vida. Hasta que un día huelen la sangre y lo devoran.
—¿Quién puede saber lo que se esconde en el alma de un hombre?
Ambos miraron los retratos.
—El Greco sí lo sabía —consideró Quevedo.
—¿Y habría podido expresarlo con palabras tan bien como lo hizo con la pintura? Quizás, Francisco, nuestro lenguaje entorpece la comprensión del mundo y de Dios. Quizás pensamos con colores y manchas, y por eso nuestros razonamientos son imperfectos. Si Dios habla con imágenes, nosotros hemos errado nuestro camino al trabajar con las palabras.
Tomás se levantó cuando llegaron a la puerta. Les tendió las capas.
—Y tú, ¿por qué sigues con él si ya no puede pagarte? —le preguntó Lope.
Tomás agachó la cabeza.
—Es mucho lo que le debo, paternidad.
Quevedo se abrochó los cordones, se terció la capa y le dijo:
—Procura que descanse.
Tomás le observó con los ojos enrojecidos.
—¿Piensan vuestras señorías que es bueno recibir a la muerte descansado?
Los poetas le miraron y no supieron qué responderle.
—Cuida de él —le encomendó Lope—. Que esté tranquilo y que duerma. Contigo queda en buenas manos.
—En las mejores —confirmó Quevedo.
Salieron de la celda. Tomás tragó saliva, se limpió el sudor de las manos con la camisa y volvió a la cabecera de fray Hortensio.