9

AMAGOS Y GOLPES

Ana se apretó el justillo en la cintura, enderezó las mangas y salió sonriente cuando el caballero le indicó que franqueara la puerta del corredor. Se sabía espléndida en la saya entera de raso azul pespuntado con franjas de plata. El ujier, de reseca vestimenta negra, la miró con ojos inexpresivos, como si hubiera visto pasar un ratón. Los dos guardias alemanes ni siquiera desviaron la atención del punto de la pared de donde parecían tomar fuerzas para mantenerse erguidos. El caballero le hizo un gesto para que le siguiera, y ella se estiró y levantó la barbilla, que ni tenía por qué avergonzarse ni estaba acostumbrada a ocultarse de nadie.

—Señora —le dijo el caballero—, seguid por el corredor y salid por la puerta de poniente. Nadie os preguntará nada ni hay de qué preocuparse.

—No estoy preocupada —presumió Ana.

El caballero sonrió como si le hablara desde la remota distancia de la sabiduría:

—Al principio estos muros intimidan.

Caminó esforzándose por mostrar tranquilidad. Los chapines chirriaban por el enlosado de la galería y la noche agrandaba la sensación de atravesar un terreno prohibido. Los guardias vigilaban cada pocas varas, los criados limpiaban muebles y cuidaban de que no se apagaran faroles y hachas.

No se arrugaría Ana aunque se cruzara con la misma reina Isabel, esa francesa ñoña que seguramente se tumbaba en el lecho conyugal para cerrar los ojos espantada y rezar a la Virgen pidiéndole paciencia y una pronta preñez. Aunque tampoco don Felipe mereciera mucho más, que era un amante poco atento y desaliñado.

A punto estuvo de gritar cuando un caballero calvo y de cara de liebre le cortó el paso, marcó un taconazo e intentó una reverencia poco agraciada.

—Ana Villegas —le dijo—, ¿no os importa que os acompañe hasta la salida? El Alcázar tiene tantos corredores y puertas falsas, que los pretendientes a veces se extravían.

—Yo nada pretendo, y no tengo por qué perderme.

—No se pierde quien sabe dónde está y lo que quiere.

—¿Y quién sois vos, si puedo preguntaros?

—Me llamo Fernando de Valcárcel, y trabajo para el conde duque de Olivares.

Ana reanudó la marcha. El espantajo caminó a su lado.

—Yo también trabajo para él, a mi manera, pues fue uno de sus colaboradores quien me pidió que viniera a Palacio —dijo Ana con dicción esmerada—. Y mi nombre, señor, es Ana Francisca de Villegas.

Valcárcel acentuó su sonrisa.

—Todos trabajamos para él, o para el Rey, aunque desemboca en lo mismo.

Ana le observó de soslayo. Aquel cortesano era una verdadera estantigua. Descendían una de las escaleras secundarias, y los bajos del vestido susurraban al rozar los peldaños, por más que mantuviera en vilo los pliegues de la falda con ambas manos.

—¿Y vos, sois quien acompañáis a las damas hasta la salida?

Valcárcel perdió la sonrisa y se impuso un rictus de soberbia.

—Yo no trabajo en esos menesteres, señora comedianta, pero supimos que Su Majestad tenía interés en trataros, y que vos, señora, como buena súbdita que sois y queréis ser, habíais acudido prestamente a su llamada. La ocasión era buena, porque necesitaba yo haceros una pregunta.

—¿Acaso saber si soy adecuada compañía para el Rey?

—No, ya os he dicho que no es ésa mi función. La casualidad ha querido que hayáis venido a Palacio y que yo pueda conoceros. Quisiera saber si un fraile trinitario de nombre Hortensio Paravicino acudió, como dicen, a veros al vestuario en el corral de la Cruz.

—¿Hay algún delito en eso? ¿Me repudiará Su Majestad por haber hablado con un fraile gordo y medio loco?

—Sé que es asunto delicado, pero importa que me digáis con qué intenciones fue a veros.

Ana Villegas se hizo rápidamente su composición de lugar, intuyó que el momento era venido para incendiar el carro de heno y resarcir al pobre de Pedro Calderón, hacia quien se sentía culpable por taconear en las galerías del Alcázar a semejantes horas, y respondió:

—Quería tocarme el trasero y ver hasta dónde cedería yo. Pero no cedí. Le eché con cajas destempladas.

Una expresión de triunfo iluminó la cara de Fernando de Valcárcel. Apartó la mano de la boca y dijo:

—Habréis de saber que ya tuvo este monje una amante en vuestro gremio, pero, como en vuestro caso, el escándalo no estuvo acompañado de pecado, si no fue el de intención. Porque, aunque tenga debilidad por las comediantas, parece que su cuerpo sufre fatigas que no le permiten avances ni derrames.

Miró la Villegas a Valcárcel con curiosidad, consideró quién sería aquel pajarraco tan feo y tan procaz. Habían llegado ya a las puertas y dos portadores esperaban para llevarla en una silla de manos.

—De todos modos, señora, el conde duque sabría reconocer cualquier información que pudierais darle en relación a ese fraile.

—Agradecimientos de más alto lugar espero.

—De ese lugar no esperéis gran cosa, sino sillas de manos para volver a casa y, como mucho, el honor de haber servido a la Monarquía de un modo que mejor ha de quedar enterrado en el arcón de vuestros mayores secretos. En cambio, el conde duque… ¿qué no puede el conde duque en estos reinos? ¿Qué teatro no baila a la música que él toca? ¿Qué autor de comedias no escucha humildemente sus criterios? El mundo es fiero, hostil y duro, sobre todo para una mujer cuyo único valedor es un hermano bobo y pendenciero. Pensad en esto, señora comedianta.

—Quedad con Dios —respondió Ana, y se subió a la silla recogiéndose la falda y mordiéndose los labios.

—Que él os acompañe. Si queréis algo de mí o si podéis colaborar con esta causa, que es la vuestra y la de todos, ya sabéis: Fernando de Valcárcel, en Palacio todos me conocen.

Pedro Villegas la esperaba sentado en la mesa, medio borracho y caldeado por los pensamientos de tres horas solitarias:

—Hermana, ya no te conozco —barbulló cuando la vio entrar—. Vienes a deshoras, te traen en una silla de manos dos lacayos moros y has contratado a una doncella.

—María es una buena mujer —respondió Ana mientras se desabrochaba la capa y sacaba uno a uno los dedos de los guantes—. Me ayuda y me evita las tareas más duras. Además, era oportuno que alguien de mi condición tuviera una criada que le prestara compañía, la ayudara durante las representaciones y atendiera a las obligaciones de la casa. Nuestra madre, Pedro, siempre tuvo quien la sirviera. —Nuestra madre era una señora.

—Supongo que no te importará que tu hermana también aspire a serlo.

—Para ser una señora no basta con contratar criadas. Hay que estar en casa cuando el sol se pone.

—Déjame que piense qué más hace falta… A lo mejor se trata de tener cerca un hermano que se dedique a acuchillar a los hombres que se aproximen, un representante de papeles secundarios que pide dinero para gastárselo en vino.

—¡Hermana, no te consiento…!

Ana lo miró con desprecio.

—Pues sí no consientes, márchate. La noche está fresca, seguro que te gustará caminar para tomar vientos.

—¿Pretendes llamarte señora sin que haya quien cuide tu honor?

—Mira, Pedro, para cuidar los míos, yo me basto y me sobro. El día que elija marido, le pediré a él que vele por mi buena fama, pero entre tanto te ruego que te abstengas de armar escándalos que a lo único que llevan es a que piensen de mí lo que no soy y me achaquen lo que no he hecho.

—Yo te advierto, Ana. Mientras no tengas esposo, no toleraré que un hombre te mancille.

—Y yo te prevengo, Pedro: apártate de mí y de mi vida.

—¡Y ahora te pretende un poeta!

—Eso es cosa mía. Vuélvete a Segovia, o a Osuna, o a donde el diablo quiera llevarte, y déjame tranquila.

Pedro se sentó en una silla, se acodó y se sujetó la cabeza con las manos.

—¡Ay, Ana! ¿Ya no recuerdas de quién eres hija? Nuestra madre fue una gran señora; nuestro padre, uno de los autores de comedias más respetados y queridos de Madrid. No puedes arrastrar nuestro nombre por el barro.

Ana Villegas se plantó delante de él y le levantó la cabeza agarrándole del pelo.

—Cuanto más ande mi nombre de boca en boca, más crecerá mi fama y más pedirá el público mi presencia. Soy comedianta, no condesa ni lavandera. Deja que se ría la gente y que ruede mi nombre.

—Pero tu nombre es el mío. Yo quiero que, cuando se hable de los Villegas, se haga con honor.

—Yo quiero que, cuando hablen de Ana Francisca de Villegas, ardan en deseos de verme actuar en un corral de comedias o en el Salón Dorado del Alcázar.

Dejó a su hermano en la silla de la sala, pasó a la cocina y allí, junto al fogón, encontró a María, que desollaba un conejo y tenía los brazos salpicados de sangre.

—Si es macho, trátalo como a puto; si hembra, discúlpate por quitarle su abrigo de pieles —le dijo desde la puerta con los brazos en jarras.

—Es macho, y por eso está correoso y duro de pelar —contestó María con una carcajada que más parecía gorgorito de cotorra que risa de doncella.

Se sentó la Villegas en el banco de azulejos y se cruzó de brazos.

—María, ¿volviste a ver a aquel barbián que servía al monje que vino a verme a la Cruz? ¿Te acuerdas? El criado del trinitario.

María se limpió el sudor de la frente con el antebrazo, churreteándose la cara de sangre.

—Señora, si habéis de afear mi comportamiento…

—Nada tengo que afearte, pero mucho me complacería que mantuvieras el trato con él.

María se encogió de hombros y apartó el conejo para concentrarse en lo que quería decir.

—Viene a verme de vez en cuando. Me busca, me atosiga, pero es cicatero, y yo ya no estoy para dar besos a cambio de buenas palabras.

Ana se miró el dorso de las manos.

—Está de moda ahora entre las grandes señoras llevar un pistolete colgado del cinto. Yo he de comprarme uno y, si alguien nos importuna, ¡pum!, lo dejamos tan tieso como ese conejo.

Se rió la criada, y dijo la Villegas:

—María, yo sé que me quieres, como yo te quiero a ti. Por eso voy a pedirte que me ayudes a sacar adelante un negocio que irá en beneficio de las dos, de esta casa y de mi carrera.

—Si en algo puedo ser útil…

—Dile a ese mozo, que tenía pinta de espabilado…

—Tomás se llama, y no es lerdo.

—Dile a ese Tomás que sería bueno que hablara con un caballero de Palacio. Yo te indicaré con quién y cuándo. A cambio, algo podría obtener Tomás de él, y tal vez también de ti.

—¿De mí, señora?

—Lávate las manos y la cara, y ven en cuanto puedas a desvestirme y a peinarme.

Ana Francisca de Villegas se llevó la mano a la cabeza, se palpó la redecilla que le sujetaba el pelo y se alejó hacia la esquina de la alcoba, que ahora llamaba camarín, con contoneos de gran dama, pues eso era lo que ya iba siendo.

Puta vuestra madre fue.

Perdonad, por vida mía,

que un pelo, cuando escribía,

me trocó la erre en te…

Don Fernando de Valcárcel se desayunaba en la venta frontera al Hospital de Afuera y releía la sátira. En verdad que estaba bien escrita, y siempre se encontraban nuevos motivos para sonreír.

… os mostrasteis afable y llano;

mas, como el padre ignoráis,

a cualquiera que tratáis

le mostráis rostro de hermano.

Después de la primera conversación con el lenguaraz de fray Faustino, Valcárcel le había pedido una copia del famoso escrito al padre prior de los Trinitarios de Toledo. A pesar de santiguarse una y mil veces como si le hubiera reclamado la venta de los clavos de Cristo y de intentar todo tipo de disculpas, acabó cediendo y sacó de una arqueta dos folios plegados y amarillentos.

Las coplas estaban bien compuestas, y en ellas se sucedían todo tipo de ataques contra Paravicino: se acusaba de puta a su madre, se desvelaba que había falsificado documentos para ocultar su condición de bastardo, se decía que estaba ansioso de poder y que había robado a manos llenas:

No vieron jamás los vivos

tan patentes simonías,

tan vendidas prelasías,

tan defraudados cautivos,

que todo es robo y recibos.

O poco olfato tenía Valcárcel, o era fácil reconocer en esas rimas el mismo estilo desvergonzado y venenoso de fray Faustino.

Cuando hubo arreglado las cuentas con el ventero, salió a la carretera. El cochero, un lechuguino que cubría la cabeza de huevo con un gorro de alas escurridas y las raquíticas espaldas con una capa de ferreruelo, se aburría junto a las mulas. Valcárcel le hizo una señal con la mano para que esperara y cruzó despacio al otro lado. El hospital dejaba ver su grandeza y la excelente disposición de sillares, relieves y rejas, aunque estuviera en obras. Así sucedía en buena parte de Toledo, que la salida de la corte no había interrumpido las ganas de alzar andamios por la ciudad. Entró en el zaguán y recorrió la crujía que separaba los dos patios. Los enfermos se oreaban ya junto al pozo o paseaban parsimoniosos entre las columnas. Fernando de Valcárcel se llevó el pañuelo de encaje a la boca, porque le repugnaban aquellos olores de cuerpos corrompidos que seguramente contagiaban el aire. Entró en la capilla, elevada y grandilocuente, rodeó el sepulcro del cardenal Tavera y se persignó, por desconfianza, que no por devoción, pues le pareció que la escultura destilaba más muerte que un cadáver. Se detuvo delante de los retablos, miró largamente el de la capilla mayor y los de las laterales y se encogió de hombros, fastidiado. Pintura extravagante, pinceles rebeldes. ¿Cómo podían maravillar esos borrones de colores chillones, esos miembros retorcidos, esas expresiones alucinadas? ¿Cómo se las había arreglado El Greco para seducir a tantos nobles, prelados y burgueses, y conseguir tan importantes encargos? ¿Sería que los toledanos estaban todos trastornados? Las mujeres tenían fama de hermosas y los hombres de arrogantes, pero nunca había oído decir que las aguas del Tajo irritaran las entendederas o que las brisas de los cigarrales perturbaran el sentido. Presumían en esta ciudad de vivir mejor y con más holgura desde que la corte se mudó a Madrid; pero eso, más que enajenación, era soberbia.

Ya en el coche, y mientras atravesaban la puerta de la Bisagra y bordeaban los ladrillos morunos de Santiago del Arrabal, seguía preguntándose el secretario qué extraño embrujo habría subyugado a los habitantes de esta vieja ciudad para dejarse atrapar por pintura tan sospechosa. Ni siquiera los jesuitas, cuya imponente iglesia veía alzarse a su derecha, habían impuesto orden en tanto desvarío.

En el convento de los Trinitarios, y con el fondo de las obras que seguían castigando los oídos de los frailes y de sus visitas, fray Faustino tardó muy poco en entrar en materia.

—¿Tenía verdadera vocación un niño cargado de miedos y mentiras? —se preguntaba—. La madrastra, doña Leonor de Camarena, le maltrataba, eso era público y notorio en todo el barrio. No le quería, así que el niño huyó a Ocaña y se metió de cabeza en un seminario por no vivir más con ella. No era la suya un alma de fraile, para qué vamos a engañarnos. Ni pobreza, ni obediencia ni, por supuesto, castidad casaban bien con su temperamento. Fíjese vuesa merced en su estilo, tan rimbombante y cargado de vanidades, y en su modo de vida, con carruaje, criados, salario real y buenas comidas ¿Es eso pobreza? Fíjese en la ligereza con que entra y sale del convento, habla con quien le place, se cree que sólo es responsable ante el Rey y ante Dios. ¿Es eso obediencia? Y ese amor suyo por los devaneos con las damas de la corte, siempre en el palacio de la una o de la otra, siempre hablando con mujeres, ¿es eso castidad? Podría contarle a vuesa merced muchos aspectos de la vida de Paravicino, pero quiero que conozca un episodio medio olvidado, que es el fugaz paso del joven monje a la reforma descalza de los trinitarios.

Se encogió, se estiró, se arrugó y se agitó antes de continuar la crónica. Por la ventana de la celda, que era un cubículo desvencijado y de paredes sucias de humedad, resbalaban nubes lechosas.

—Fray Juan Bautista de la Concepción capitaneó la reforma trinitaria y en 1605 visitó Salamanca. Allí impuso el hábito reformado a Paravicino, e incluso le bautizó con el nombre de fray Félix de San Juan. Los descalzos tenían a gala aplicar con rigor dos votos más que los trinitarios calzados: la humildad y la penitencia. ¡Imagínese! ¡Humildad en Paravicino! ¡Penitencia en un cuerpo tan regalado! Así que la veleidad descalza le duró a nuestro Hortensio un mes. Dijeron que los calzados, e incluso la Universidad, reclamaron su regreso, porque ya relucía el ingenio de Paravicino y no querían perderle, pero a mí nadie me saca del convencimiento de que tanto rigor era excesivo para la blandura del carácter y las ambiciones de un hombre como él.

—Para no haber escrito vuestra paternidad el poema, veo que lo suscribe punto por punto —dijo Valcárcel con un tono chirriante de ironía.

El trinitario se revolvió dentro de su hábito como si le hubiera metido un gato entre las piernas. Sacudió la cabeza y levantó el labio de arriba arrugando la nariz.

—No sé quién le dijo a Paravicino que había sido yo el autor. A lo mejor sospechó porque sabía que, dentro de nuestro convento, yo era el que más se oponía a las prebendas de que gozaba, y así se lo hacía saber una y otra vez al prior. ¡Que tuviera celda reservada! ¡Que le prestaran caballerías frescas para su carruaje en cuanto ponía los pies en Toledo! ¡Que se fuera sin el permiso de nadie a las sospechosas tertulias del Griego! Cuando Paravicino tuvo noticia de las coplas y se enteró de que se había distribuido por toda la provincia, me señaló con el dedo y pidió mi cabeza. Removió Roma con Santiago y me denunció ante la mismísima Nunciatura. El nuncio me mandó prender y me llamó a declarar, pues no es poco el poder que tiene Paravicino. Lo primero que pedí fue que se transcribieran las coplas en el expediente. Si me acusaban de algo, debía conocerse en qué consistía el presunto delito. Paravicino, que vio que de este modo el poema se conocería en toda la corte e incluso en el Vaticano, desistió de la denuncia y pidió al nuncio que cerrara el caso. Ahí se acabó la broma.

—Si no escribió vuestra paternidad la sátira, demuestra que conoce a Paravicino mejor que su autor.

—¡Fraile vicioso! ¡Oprobio de nuestra orden! —murmuró Faustino, que ya no tenía freno que le sujetara—. ¿A qué tanto amor por el teatro? ¿A qué tanto esconderse en los desvanes de los corrales para escuchar funciones que en un fraile debieran ser excusadas? Dice él que es por aprender a predicar mejor de quienes dominan la atención del público, o que en el teatro se enseña la vida. A veces alegó que también hacía sus pinitos en el arte de escribir comedias, pero más me creo yo que sea verdad eso que le achacan, y es que estaba amancebado con una comedianta, una tal Riquelme, y que, como no era cosa de que se refocilaran en la celda de la Santísima Trinidad ni que se le viera entrando a plena luz del día en la casa de la puta farsante, se revolcaban con gemidos apagados en los corrales donde ella recitaba.

—¿Ha estado vuestra paternidad alguna vez en su celda, en Madrid?

—Sí, una vez tuve ese grandísimo privilegio. Fui a la corte a hacer unas gestiones que ahora no vienen al caso y entré en sus aposentos. Por cierto, que más que celda es aquello ala de palacio ducal, tan llena de objetos de lujo, de libros prohibidos y cuadros de gran valor.

—Con dos grecos, a lo que entiendo.

—Sí, dos grecos. Yo los he visto con estos ojos que los gusanos se han de comer. Un Paravicino mozo y flaco, y otro gordo.

—¿Tanto quería el Griego a nuestro predicador para pintarle una y otra vez?

—Yo en esto tengo mi teoría.

—¿Puede compartirla conmigo, padre?

El monje se agachó y el cortesano hizo lo propio. Las frentes estuvieron a punto de entrechocarse.

—Lo pintó de mozuelo porque al Griego le gustaba. Tan dulce de rostro, tan delicado de manos, tan amoroso de piel. Le gustaba como hombre… Ya se sabe cómo son en Oriente. Y no digo más.

—¿Habla vuestra paternidad del pecado nefando?

—No digo más. Del Griego muchas veces se contó que era hombre que no miraba a las mujeres. Nunca pintó una desnuda en sus cuadros, y los hombres los representaba como seres medianeros entre los dos sexos.

—Pero vivía con una mujer y tuvo un hijo.

—Simulación, todo simulación.

—¿Y por qué pintar al Paravicino gordo y deslucido en el segundo retrato?

—Porque era el Griego un hombre morboso, señor. Seguro que quiso reflejar cómo cambia el cuerpo del amado, cómo el tiempo desmorona lo que hemos deseado. Algo así como un canto al sic transit gloria mundi. Hortensio, de joven, venía jugosito y tierno buscando el afecto del griego embaucador, y de viejo, a hablar voluptuosamente del pasado.

—¿Pero no era Paravicino aficionado a las damas y a entretenerlas en su celda? ¿No tuvo tratos con aquella comedianta, con María Riquelme?

—Simulación, señor don Fernando, pura y simple simulación.

Fernando de Valcárcel salió satisfecho de su entrevista; tanto, que tiró unos maravedíes a la escudilla del primer mendigo que le asaltó a las puertas del convento. Estaba a punto de terminar su investigación. Se sentaría a redactar el informe en su gabinete de Palacio en cuanto llegara a Madrid. Había recopilado tantas noticias sobre Paravicino, que podría presumir de conocerle mejor que sus hermanos de convento, tal vez que sus parientes y amigos, e incluso que el mismo Paravicino, porque él le veía a través del prisma de los vicios y las carencias, y un hombre siempre está ciego a sus propios defectos. Hortensio Félix Paravicino y Arteaga sería desde entonces un cuadernillo en el archivo del fiel ministro del Rey. Haría compañía a decenas de cuadernillos más, y cuando el conde duque quisiera, podría recuperar sus pecados y entresacarlos de aquellos estantes de vergüenzas y delitos. Saber da poder. Sabedlo todo de vuestros enemigos y vuestros amigos, y seréis invulnerables. Si el Rey sólo veía el mundo a través de su valido, y su valido tenía en su mano a los súbditos del Reino, ¿quién podría atentar contra su posición? Nadie le hablaría al Rey sino su ministro, y si alguien le hablara y el Rey dudara, el ministro presentaría una relación de los horrores cometidos por esa persona para disipar los titubeos de Su Majestad. Prodigioso sistema, admirable máquina que Fernando de Valcárcel ayudaba a mantener en funcionamiento con el orgullo de quienes colaboran en una gran empresa.

Bajó por la cuesta del Obispo hasta el lateral del Ayuntamiento, que también estaba en obras y empolvaba toda la zona. Todavía no había regresado el cochero, pues ya le había avisado de que quería abrevar las mulas y comprobar los tiros en el guarnicionero. Contrariado, porque las ideas ya le bullían en la cabeza y no quería demorarse en regresar a Madrid, entró en la catedral para matar el rato. Mientras observaba las pinturas del claustro, lamentó no conocer a nadie en Toledo que le pudiera confirmar las acusaciones de fray Faustino. Un solo testigo de las perversiones de El Greco le bastaría para poner el broche definitivo a sus acusaciones, pero ¿dónde preguntar? ¿Cómo recuperar tantos años después de su muerte la pista de quienes frecuentaban su taller o su casa y podrían querer desvelar verdades inconfesables? Porque nadie lo sabría, y quien lo supiera no querría declarar sabiendo que aquella escabrosa historia podría revertir contra él. Un testimonio, un solo testimonio, y el fiel ministro de Su Majestad tendría que descubrirse y agradecerle su lealtad.

Se sacó de la pechera los últimos versos de la sátira y los leyó en la nubosa luz del claustro:

Bien sé que, por desmentir

ciertas traseras espías,

habéis querido estos días

a esa cómica servir.

Que érades, oí decir,

el problemático amante,

y dijo un representante

que es caso de Barrabás

disfrazar golpes de atrás

con amagos de adelante.

«Un testigo», repitió en alta voz, «sólo un testigo». Se santiguó ante la puerta de entrada en el templo, que no llegó a traspasar, y regresó a la plaza, adonde ya tendría que haber regresado el cochero.

Ordenó fray Hortensio al cochero que se detuviera en la Puerta del Sol. Se bajó titubeante, miró de pasada las covachuelas en que los comerciantes vendían sus productos y los bodegones daban vino para calmar inquietudes, y subió con paso lento las gradas de San Felipe el Real. El mentidero más famoso e infame de la villa estaba desierto a la hora de la siesta. Los últimos maledicentes de la mañana se habían marchado a almorzar; los primeros de la tarde estarían durmiendo a pierna suelta antes de reanudar el viejo placer de oír infidencias e inventar chismes. Hablar por hablar, deshacer reputaciones como si fueran cosa que puede desbaratar el viento, amputar la dignidad para dejar a la vista los muñones de la vergüenza. ¡Qué bien sabían los madrileños cercenar con el filo de la lengua! Su nombre había resonado en aquellas piedras en más de una ocasión, que quien alcanza la celebridad debe abonar diezmos a los ociosos. Procuraba no prestar atención a las murmuraciones, porque sabía que defenderse contra un enemigo anónimo y cobarde era tarea inútil. Sin embargo, cuando era blanco de ataques sin rostro y se enteraba de que se hacía chirigota de su modo de predicar o inventaban maldades para mancillar su buena fama, se sentía desvalido como un niño; como el niño que se crió huérfano de madre.

Fray Hortensio lloraba cuando pensaba en ella. Las lágrimas acudían a los ojos, se demoraban temblorosas y se deslizaban por las mejillas. Es extraño llorar por alguien a quien no se ha conocido, sentir una pena profunda por un muerto de quien no se atesoran ni imágenes ni recuerdos. Nació él, murió ella. Tal vez le cogió en sus brazos, le besó en la cabeza, le quiso amamantar; o tal vez se debilitó y murió en el sobreparto y nunca pudo verle a él, a su primer hijo, a su único hijo.

Refugiado en la penumbra de la tercera capilla de la Epístola, Hortensio leía la inscripción en la losa sepulcral: Clara de Arteaga, y tragaba saliva para no prorrumpir en sollozos. ¿Por qué se la llevó Dios? ¿Era necesario que ella muriera para que él naciera?

Triste infancia la suya, con una madrastra que le tenía ojeriza y parecía regodearse en maltratar al hijo de la primera mujer de su marido. Cuando Hortensio huía de sus miradas reprobatorias, cuando veía cómo envolvía a sus hermanastros con brazos de cariño mientras a él le ordenaba que saliera de casa y se perdiera por las callejas del barrio, se imaginaba a su madre verdadera acunándole y consolándole. A veces el deseo de estar junto a ella era tan fuerte, que sentía la palma de su mano bajando por la cabeza, acariciándole el cabello y susurrando su nombre con la dulzura de una voz de mujer que sólo podía escuchar con los oídos del alma: Hortensio, Hortensio, Hortensio.

El amor no se cifra en la pasión ni en el deseo, sino en la constancia con que un corazón se ejercita para entregarse a otra persona; también para entregarse a Dios. El amor es un empeño. Se puede amar los defectos, las ausencias o la incomprensión, se puede amar a quien nos desprecia o a quien insiste en no escucharnos. Amar es una acción de la voluntad. Al igual que su madre le amó hasta el punto de morir para que él naciera, luchaba Hortensio por amar al Cristo que también había muerto por él. Quería amarle de una forma absoluta, sin condiciones ni respuestas, del mismo modo que quería amar a todos sus hermanos de convento, a quienes le escuchaban en sus sermones, a quienes no le escuchaban, a los nobles, a los plebeyos, al Rey, al último súbdito de la Monarquía. A quien le odiaba debía darle amor, a quien insistía en difamarle debía darle amor.

El cuerpo de su madre descansaba en el silencio de un templo que acogía, a pocos metros de distancia, aquel funesto mentidero donde se desencuadernaban famas y se destilaba el veneno de la cobardía. La maldad y la vileza corrían de boca en boca por las gradas de San Felipe, pero no conseguían penetrar en la iglesia. Fuera podrían hacer su agosto todos los diablos de Madrid sembrando envidias y cosechando odios, pero dentro reinaban la paz y la paciencia del amor. Presidía Cristo el retablo mayor, descansaba doña Clara de Arteaga bajo la losa sepulcral, y ambos le daban a él, a Hortensio, su ejemplo de amor sin límite. Cada uno de ellos había sacrificado su vida por darle a él la suya. Le enseñaban de esa manera que el amor es un compromiso absoluto al cual un hombre de Dios debe consagrarse en cuerpo y alma.

Parpadeaban las llamas de los cirios, y recordaba Hortensio que el agustino Alonso de Orozco, el mismo que inspiró a El Greco para pintar el retablo del colegio de doña María de Aragón, veía llorar y sangrar al Cristo del retablo de San Felipe, y que a veces, cuando entraba de noche en esta iglesia, oía el aleteo de los ángeles y notaba la presencia de los serafines y los querubines subiendo por las bóvedas como palomas de Dios. Fray Alonso de Orozco había aprendido a percibir cuánto amor retumbaba dentro de esa iglesia, porque era un hombre santo que había alcanzado la perfección en el amor. Ojalá que algún día pudiera él llegar tan alto y conseguir que su alma estuviera tan llena de Dios que no le importaran los bramidos de los mentideros ni le afectaran las miserias de la corte.

Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano, se santiguó y salió de la iglesia con pasos vacilantes. Los mendigos se agolpaban a las puertas: un anciano barbado, una mujer desdentada con dos criaturas, un chiquillo descalzo. Todos tendían las manos y gritaban su letanía: «Una limosna, por el amor de Dios».

Le costaba respirar, la cabeza le daba vueltas y la angustia le anidaba en la boca del estómago.

Como uno se debe de acostumbrar a las enfermedades crónicas, a las amputaciones de manos o a la viudedad, Tomás se resignaba a sudar copiosamente cuando las dificultades se atravesaban en su camino. Era un caso nuevo, y verdaderamente extraño, porque toda su vida se las había arreglado para afrontar los golpes con la tranquilidad de los mulos y ni siquiera en los años de prisión le flaquearon los ánimos. Ahora, desde hacía unos meses, comprobaba si algo le importaba cuando notaba que se le empapaba la camiseta en los sobacos y las manos se le llenaban de una molesta película de agua. Le importaban los dados, y cuando jugaba el sudor delataba su nerviosismo; era ésta una gran contrariedad, porque no hay peor denuncia de la destemplanza ni invitación a que la suerte se esfume que mostrarse inquieto cuando hay que batirse con el azar. Le importaba, y mucho, la amenaza de Jeremías el vizcaíno, y se deshacía en sudores cuando atravesaba calles oscuras o temía emboscadas en portales solitarios. Le importaban, en fin, los enredos de María, que se divertía a su costa y le hacía transpirar con devaneos que no acababan de consumarse.

María le había pedido que saludara a un señor don Fernando de Valcárcel en el patio sur del Alcázar y colaborara en lo que tuviera que preguntarle. Tomás accedió a buscarle y a hablarle; lo hizo por contentarla, aunque se sospechaba que el cortesano le pediría algo que él no podía entregar.

Sudaba, pues, Tomás de la Cuesta mientras se acercaba al punto acordado y preguntaba a un guardia si conocía al caballero. Sudaba cuando lo vio ante sí y aún más cuando el tal Valcárcel, después de calibrarle con una mirada de tasador de ganado, se lo llevó bajo una arcada y le dijo que había oído que era el criado de fray Hortensio Paravicino.

—Sí lo soy, y en eso me honro.

El cortesano abocinó los labios y se rascó el cráneo, que se ofrecía como una roca rugosa y desértica.

—Bien, señor criado, pues quisiera que me contaras cosas de tu amo.

Tomás escupió y se restregó las manos, húmedas y poco firmes.

—Sólo bondades podría referiros de él.

—Las bondades aburren.

—La verdad también, si se busca la maledicencia.

Se mordió Valcárcel la punta de un dedo, que estaba enguantado de cuero de cabrito fino tintado de negro.

—Por una declaración suculenta podría pagarte —dijo.

Tomás parpadeó, vio repentinamente una luz al final de la madriguera donde se había escondido demasiado tiempo como un ratonzuelo perseguido por un hurón, pero se rebeló contra estos pensamientos.

—No conozco nada suculento, si no son las perdices con salsa de setas que cocinan en el convento.

—Dicen de tu amo que es vanidoso, que no respeta las reglas de la orden, también que se alía con los enemigos del fiel ministro de Su Majestad el conde duque de Olivares. No faltan quienes aseguran que tiene tratos con mujeres, y no de buena reputación, que escribe por eso poemas que se tacharían de desvergonzados incluso para un seglar. Aunque dicen también que es impotente, y que seduce mujeres sin llegar más que a torpes maniobras.

Tomás escuchaba con los ojos oblicuos, como si el fragor de una cascada le impidiera oír con claridad. Giraban y giraban en su cabeza los dados, y la estampa patibularia de Jeremías el vizcaíno se destacaba como un gigante que tendiera las manos para estrujarlo entre sus dedazos. El sudor le vaciaba los depósitos de cordura que aún quedaban en su interior. Unos pocos reales y podría caminar libremente por la calle.

—Yo sé que todo eso no se desvela por nada, señor criado.

¿Señor criado? ¿A qué tanta burla? Si hubiera tenido un poco de dignidad, se habría dado la vuelta y se habría marchado; pero la dignidad es un lujo de señores adinerados, de curas que navegan en los cielos de sus libros y sus sermones, de nobles ociosos. La dignidad no existe para quienes sólo tienen en su haber su trabajo y su astucia. Demasiadas heridas, demasiadas vejaciones para venir ahora con conceptos que le sobrepasaban.

—Efectivamente, son todas acusaciones graves que, ni aun siendo ciertas, podría pronunciar un sirviente bien nacido.

Valcárcel no se reía ni expresaba malicia en sus ademanes.

—Pero de todo eso que te he dicho no necesito más testimonios, pues los tengo sobrados, señor criado.

—¿Qué quiere, pues, de mí? —Le clavó una mirada desafiante pero aturdida.

—Quiero que confirmes que Hortensio Paravicino recibe a hombres en su celda.

—Hombres recibe a decenas.

—Pero que con ellos —y bajó la voz— se extravía en vicios que sólo pueden purgarse con la hoguera.

Tomás apretó los dientes y se reclinó en el muro. La piedra, húmeda y fría, se manchó de su sudor incontenible. El diablo le estaba tentando, pero ¿tenía el diablo que perder el tiempo con él, con un miserable? Doscientos reales y recupero la vida, pensó. Sólo doscientos reales. El monje los tiene, pero me los negaría. Me azotaría si supiera que le hurto un libro de su biblioteca, así que, ¿qué haría si le tomara ese dinero prestado? Bondad hipócrita de los sacerdotes. Religiosos que rezan y ambicionan posiciones en Palacio, incitan guerras y provocan que mueran los soldados, y que mandan a sospechosos de naderías al Tribunal del Santo Oficio. Sólo doscientos reales.

—Quinientos reales de plata —dijo una voz que era la suya.

—Te daré cien —respondió el individuo de negro sin pensárselo dos veces.

—Cuatrocientos.

—Doscientos.

—Sean, pues, doscientos, de plata.

Tomás apretó una mano contra otra y se las restregó. Si seguía sudando de ese modo, se le secarían los sesos y se le coagularía la sangre. Cerró los ojos. No debía nada a nadie. A nadie.