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POETA DE HUERTO, POETA DE PALACIO
Lope de Vega corrió la silla y se sentó con una mueca de sufrimiento. La espalda, a veces, se ponía quejosa, y le atormentaba un reuma destemplado que le baldaba el hombro y le impedía concentrarse en lo que escribía. Él, que no había levantado los ojos de sus papeles ni en los períodos más turbulentos de su juventud, tenía que cerrarlos ahora y esperar a que el dolor remitiera antes de tomar aliento, remojar la pluma y seguir el hilo de la frase que había dejado a medias. Los dolores interrumpen, los de dentro y los de fuera, que tan impertinente es el espasmo de un músculo como la mortificación al ver a la bella Marta de Nevares dando gritos como si la hubiera poseído el diablo. Porque no hay peores enfermedades que las del alma: con un hombro dolorido se puede seguir pensando, aunque sea grumosamente, pero ¿qué hacer con un alma maltrecha?
O a Marta la poseía el diablo, o era Dios quien le castigaba a él, pensaba Lope acariciando el crucifijo que le colgaba del cuello y lamentando, una vez más, que la carne fuera siempre más veloz y más audaz que el espíritu, que las mujeres tuvieran que decir la última palabra en su vida, por más que hubiera jurado cumplir los votos de su estado sacerdotal. Pero Marta había sido tan hermosa, tan enigmática, tan dulce. Lo seguía siendo, incluso ahora que andaba trastornada y ciega. Cuando tenía ojos para ver, le acariciaba la cara y, mirándole insaciable, le preguntaba cómo podrían las demás mujeres del mundo resistir el amor que desprendía y que a ella le ocupaba todas sus fuerzas. «¿Habrá alguna que no te ame?», le preguntaba. No por celos; por pura pasión.
¿Y si Marta hubiera enloquecido por su culpa? ¿Y si la ceguera fuera un mensaje de Dios? Sacerdote fornicador y adúltero. Y por ser famoso, sus pecados repercutían en la villa como resuenan los golpes en un caldero de cobre. Vivía en el escándalo. Había días en que el crucifijo le pesaba como una rueda de molino y tenía que agachar la cerviz, tragar saliva y luchar contra la ominosa sensación de que el mundo no tardaría en resquebrajarse a sus pies. Su amada Marta, desquiciada, tarde o temprano acabaría por renunciar a la vida; la hija de ambos, Antonia Clara, tan díscola y rebelde, le daría un disgusto cuando menos se lo esperara. Su hija más querida, Marcela, había profesado como monja trinitaria ocho años antes y desde el convento le seguía alegrando la vida con sus cartas y sus poemas. Ingeniosa y llena de fuerza y de fe, llegaría a priora, y más alto si no hubiera optado por la vía de la humildad y el recogimiento… Pero también a ella la señalaba el dedo de la desdicha.
Resopló. «Semejante afrenta», se dijo. «Que tenga que pasarle a ella, precisamente a ella». Cogió un pliego, escorió con la uña un bulto de pulpa de la superficie del papel y afiló la pluma.
Miró los libros que se ordenaban en la estantería baja a la derecha del escritorio. Con ellos se sentía acompañado: Ovidio sufrió y escribió, César sufrió y escribió. San Pablo sufrió y escribió. Acaso el sufrimiento sea la moneda de cambio para acceder al ámbito privilegiado del Parnaso.
Delante tenía la carta que había escrito una hora antes al duque de Sessa, su protector; la mantenía abierta por si resultaba necesario copiar alguna de las frases en la que iba a redactar ahora. No porque él requiriera muletas para que su ingenio echara a andar, pero las palabras que había usado con el duque eran medidas como las dosis de una fórmula magistral, y las mismas reflexiones servían para ambos, porque los hechos y su calificación mantenían su vigencia con exasperante arrogancia.
Escribió en la cabecera el nombre de fray Hortensio Félix Paravicino, una cruz y la fecha: viernes, 26 de enero de 1629.
«Mi reverendísimo y carísimo padre».
Como siempre, con sólo inaugurar el folio, las ideas empezaban a saltarle por la cabeza como liebres vivarachas dispuestas a sorprender al mundo.
«Me dirijo a vuestra paternidad con el corazón desolado por la vergüenza y el orgullo mancillado por los tristes hechos acaecidos en el convento de las Trinitarias de San Ildefonso, de los que sin duda ya habréis tenido noticia».
Convenía insistir en la condición trinitaria de las monjas —reflexionaba para ponderar la eficacia de su misiva—, porque de ese modo se revolvería más la indignación de fray Hortensio, que al fin y al cabo era de la misma orden.
«Una pelea entre comediantes se inició en el mentidero y se trasladó a las celdas de las hermanas. Hubo un hombre herido de gravedad de una puñalada que pudo ser mortal; Francisco González Calderón al parecer se llama, y su hermano, Pedro Calderón de la Barca, escritor de teatro, ni corto ni perezoso entró en el convento en busca del asesino. Le acompañaban ministros de la Justicia y una turbamulta de criados, farsantes, vecinos y curiosos. Aunque las monjas y el vicario les advirtieron de que en el convento no se había refugiado nadie y les recordaron que penetrar en él sería sacrilegio, los inflamados perseguidores, no contentos con poner patas arriba altares y estatuas de santos, examinaron a las monjas injuriosa y casi torpemente».
Lope de Vega se miró las uñas. Negras, siempre negras. A labriegos y escritores los emparentaba la suciedad de las uñas, los unos porque hundían las manos en la tierra, los otros porque usaban la tinta para sepultarse en las ideas. Los labriegos trabajaban durante meses y se jugaban todo su esfuerzo en la fortuna de la cosecha; los poetas escribían en solitario durante jornadas para ver premiada o castigada su obra según el caprichoso gusto del público. Lope, que en otros tiempos componía una comedia en una semana, veía reducida ahora su producción a dos o tres por año: eran la edad, el cansancio y las desgracias.
Quería dejar de escribir versos mercantiles y ganarse la vida de otro modo. Si el duque de Sessa quisiera darle algún pequeño salario después de tantos años trabajando discretamente a su servicio…; él podría ser su capellán, dedicarle obras religiosas. La muerte se arrimaba cada vez más, y no era bueno que sorprendiera a un sacerdote escribiendo comedias a cinco pliegos el día.
«Grande ha sido el rigor buscando a Pedro Villegas —continuó, ahora transcribiendo de la carta escrita al duque—; en el monasterio se ha roto la clausura y aun las imágenes, que hay alcaldes que se tragan más excomuniones que un oidor memoriales. Mientras el mozo se escondía en otra parte, la Justicia le buscó entre las monjas, a quien sacrílegamente han dado los golpes que pudieran dar a Cristo si le hallaran defendiendo a sus esposas. Yo estoy lastimado tanto por todas como por mi hija. El delito era grande, pero ¿qué culpa tenían las inocentes? Aunque, bien mirado, ¿cuándo no la tuvieron los corderos del hambre de los lobos?».
Posó la pluma en la escribanía y se levantó de la mesa. Se enfadaba cada vez que recordaba los hechos, y escribirlos le avivaba en las tripas una rabia que quemaba. Sólo imaginarse a su pobre Marcela con el hábito remangado por aquellos sayones le hacía dar puñetazos en la pared.
Cogió el papel y releyó lo que había escrito. Volvió a sentarse y, empujado por la cólera, aún compuso cuatro párrafos más quejándose de las malas prácticas y las corruptelas de los alguaciles, enriquecidos todos a pesar de sus magros salarios, y de la tendencia a la frivolidad y la anarquía de las gentes del teatro. Sí: ¡tenía tantas ganas de dejar de escribir para ellos, de dejar de ser uno de ellos!
«Reverendísimo padre, por la amistad y el afecto que desde hace tanto tiempo nos tenemos, os ruego que miréis de hacer algo en esta causa. Mi hija Marcela profesó en ese convento trinitario apadrinada por vuestra paternidad. En vuestra comprensión y paciencia confío. El precedente es malo, la ofensa grave y la falta de consecuencias sería perniciosa. Quedo de vuestra paternidad, a quien beso la mano».
¿Y si Dios se estuviera sirviendo de su hija Marcela para darle un escarmiento?, pensó sin querer pensarlo. Los pecados no sólo se pagan en el purgatorio y en el infierno, sino también en esta tierra, porque en la justicia divina las causas y las consecuencias se entrelazan de una manera que los hombres sólo pueden adivinar. ¿Y si Dios utilizara a Pedro Calderón de la Barca para mancillar a su hija?
Contrajo la cara cuando le asaltó la imagen de la bella Marta, loca, desconociendo todo, orinándose encima, precipitándose hacia la muerte. Marta le arrancaba el alma, pero también exigía dineros para que las criadas la cuidaran; y a él se le hacía cada vez más difícil conseguirlos. ¡Si el duque de Sessa tuviera a bien darle el empleo que le había negado durante tantos años de promesas vagas y recompensas incumplidas!
Hacía frío. En el brasero languidecían los rescoldos, y los muros, medio vestidos gracias a los reposteros que le había prestado el duque para pasar los meses de invierno, se negaban a absorber el sol que atemperaba la mañana. Fuera se estaría mejor que dentro de la casa. Se santiguó al pasar por delante de la capilla y bajó la escalera. Salió al corredor, y de ahí al huerto, a su huerto, a su querido huerto. «Sol de invierno», pensó, «débil consuelo para los viejos». Caminó hasta el pozo y miró el fondo negro donde se adivinaba el agua. Le gustaba apoyarse en el pretil y perder la vista en esa profundidad redonda y oscura como sus propios pensamientos.
—¿Cómo entender a Dios? ¿Qué lenguaje usa Dios? —se preguntó en alta voz, y no le tranquilizó alzar la vista y ver las parras, los bancos de ladrillo y los muros cubiertos de hiedra de su huerto, el intento de paraíso donde habría querido pasar apaciblemente los últimos años de su vida.
Después de ruar el caballo alrededor del coche del condestable, Pedro Calderón de la Barca solicitó su venia para separarse del séquito. Don Bernardino se la concedió, pero le ordenó que no se retrasara, porque esa noche tenía invitados a cenar y quería que, cuando levantaran los manteles, les recitara alguno de sus poemas.
A don Pedro se le tensaba la cuerda del orgullo cuando el condestable le venía con este tipo de peticiones. Él no era un bufón al servicio de un aristócrata aburrido, ni uno de los trovadores que en otros tiempos recitaban composiciones a cambio de unas monedas. Él era hidalgo, hidalgo y poeta.
Mordiéndose los labios, aflojó sus indignaciones y se limitó a responder que con mucho gusto aparecería a los postres para regalar los oídos de los invitados. Lo haría porque era su señor, y dependía de él para el sustento cotidiano; también porque de aquellos comensales podrían salir, como ya había sucedido otras veces, recomendaciones y contactos para estrenar una obra o impulsar el visto bueno de los responsables de Palacio, pues no era casualidad que un dramaturgo de sólo veintiocho años lograra que se representaran sus comedias en el Salón Dorado del Alcázar.
Se descubrió haciéndole una reverencia al condestable y volvió a montarse en el caballo. Mientras soltaba las riendas, consideraba qué podría leerles a esos señores. Elegiría extractos de su última comedia, Luis Pérez el Gallego, que a lo mejor habían visto representar las pasadas Navidades, o algún pasaje gracioso de El hombre pobre todo es trazas, pues movía mucho a risas; o haría un adelanto del drama que acababa de concluir, El príncipe constante, el mismo que había intentado apalabrar en el mentidero con el autor de compañías en el momento en que Villegas acuchilló al pobre Francisco.
Con el condestable vivía bien: comida, ropa y un salario por no hacer prácticamente nada más que acompañarle y engrosar la comitiva con que gustaba don Bernardino de exhibirse en los paseos de moda. A Calderón le divertía alzarse en la silla de su caballo por las orillas del Manzanares y galopar detrás de la carroza ornada con el escudo ducal. Las mujeres le miraban con curiosidad y los hombres con envidia, y si a ellas convenía asombrarlas, a ellos era mejor mantenerlos a raya. Calderón era de familia de prosapia, de sangre montañesa; pero sólo si hacía valer su nobleza dentro de noblezas mayores podría permitirse el lujo de vestir según qué capas y comer según qué faisanes. Con las rentas de la herencia de su padre no pasaría de malvivir en cualquier casa de alquiler.
Necesitaba también tiempo, mucho tiempo, y como caballerizo de don Bernardino Fernández de Velasco disponía de él a manos llenas. Tenía que vivir, tenía que leer, tenía que escribir. Para la vida nada como la corte de las Españas en la atalaya de una casa con grandeza. De vez en cuando le asaltaba la inquietud del viajero inmóvil, y fantaseaba imaginándose en Italia o en Flandes, países que tan bien conocía su hermano José, que servía al Rey en sus tercios. Italia despertaba en él especial curiosidad, no sólo porque fuera la cuna de la cultura romana (y él sentía veneración por los clásicos), sino porque de allí llegaban las extravagancias de las máquinas teatrales de Lotti y la moda de los dramas cantados que tanto gustaban al Rey. Si los caminos que partían de Madrid tiraban demasiado de los ánimos de don Pedro, pensaba para consolarse que no había ciudad ni reino como los suyos, y que para enterarse de lo que vale el hombre en cualquier lugar del mundo, le bastaba con leer los libros y las crónicas antiguas y modernas.
Tenía que leer: en Alcalá y en Salamanca se había familiarizado con Virgilio, Séneca, Ovidio y Horacio, pues no en vano su familia le había querido para sacerdote, y ahora podía recogerse sin muchas interrupciones en la excelente biblioteca del palacio y aprovecharse de todas las joyas de sus anaqueles. No era copiosa porque el condestable fuera hombre de libros, sino porque, para fortuna de don Pedro, el padre de don Bernardino, el duque de Frías, había juntado una colección excelente que ahora él se encargaba de airear y ordenar.
Tenía, por último, que escribir, y en esa pasión cifraba todos los afanes de su vida. Después de las producciones poéticas de la primera juventud, prefería ahora las obras dramáticas. Lo hacía bien, ¿quién podría negarlo? Buscaba la perfección en versos y argumentos, y eso tarde o temprano le haría descollar entre otros escritores que también ocupaban los carteles de los teatros: Mira de Amescua, Guillén de Castro, Vélez de Guevara… Los corrales de comedias le arrastraban con fuerza incontenible y, cuando se sentaba en una esquina del patio y escuchaba a los comediantes recitar los parlamentos que él había escrito, sentía que el alma se le desdoblaba y que era al mismo tiempo Pedro Calderón y la persona que actuaba sobre las tablas. Extraña sensación esa de ver y oír las sombras de la propia imaginación. Si las palabras eran su herramienta y su extensa cultura su cantera, los comediantes eran los alarifes que edificaban cada noche los templos de sus creaciones. Creador era don Pedro a imitación del mismo Dios, y su vida se multiplicaba al forjar tramas y hacer que los hombres vivieran las vidas que él preparaba para ellos.
Mucho ambicionaba Calderón de su talento, y le enfadaba ver que los sucesos no se encadenaran con la rapidez que merecía. No era un hidalgo humilde, y por eso le molestaba que don Bernardino le confundiera, tal vez al descuido, con un mero entretenimiento para sus visitas. Ya había escrito y representado para el Rey, tenía un nombre cada vez más asentado en la vida madrileña. ¿Acaso pensaba el condestable que su dedicación al teatro le hacía merecedor de un trato de displicencia? Si alguien osara reprocharle que mancillaba su nobleza con afanes de comedias, bien podía responderle que ser poeta demostraba la superioridad de su entendimiento y que, antes que deshonra, escribir teatro era una verdadera gala del alma.
Picó la cabalgadura con los tacones, pero la calle de la Almudena venía atestada de carros de carga, carruajes, mulas y peatones. La circulación empeoraba cada día; incluso había cerdos atravesados mordisqueando inmundicias. Con cuidado de no derribar los cuadros que un vendedor había colgado de unas rejas y no salpicar a una señora muy recatada que caminaba de puntillas agarrada de su aya y precedida de un paje, recorrió la calle del Tesoro, bordeó el convento de San Gil, atravesó la plazuela de San Juan, bajó por la calle de los Caños y entró por la de las Fuentes, la vía estrecha de casas irregulares y mohosas donde se encontraba la vivienda de su familia.
Detuvo el caballo delante del portal, pasó las riendas al lacayo, se limpió las botas en la estera del zaguán y subió de dos en dos las escaleras. Francisco González Calderón estaba sentado en la cama; descansaba la espalda en almohadas y tenía cubierto el pecho por una camisa holgada. En el regazo sostenía un libro; pero no leía, sino que miraba con ojos soñadores a través de la ventana.
—¡Pedro! ¡Qué grata sorpresa! —gritó con entusiasmo al ver entrar a su hermanastro.
—¿Qué lees, Francisco? —le preguntó Calderón estrechándole la mano y cogiendo el libro.
—San Ignacio de Loyola.
—Debes de sentirte al borde de la muerte cuando te dedicas a lecturas tan piadosas.
—Creo que de esta herida sanaré.
Pedro se sentó en la cama.
—Me alegro de verdad, Francisco. Cuando te vi tirado en el suelo, no las tenía todas conmigo de que podría volver a charlar contigo.
—Debió de protegerme el ángel custodio.
—Un ejército de custodios necesitarás si no cambias de vida. Me he enterado ya, y debe de saberlo medio Madrid, de que si Pedro Villegas decidió alojarte una daga en las costillas no fue porque creyera que necesitabas una cura de acero para mejorar tu salud, Francisco, sino porque has andando en tratos con una hermana suya.
—¿Eso dicen? —preguntó tontamente Francisco, y se hundió en las almohadas como si quisiera escabullirse de este interrogatorio imprevisto.
—Eso dicen, y te alabo el gusto, porque Ana Villegas es mujer hermosa.
—Y buena comedianta. Pero no hay hermosura que valga una cuchillada como la que me enjaretó ese mal nacido.
—¿Por qué te atacó? ¿Qué le hiciste a su hermana?
—Nada. Sólo la conozco de vista.
—A mí puedes contármelo.
El herido titubeó y chasqueó la lengua:
—Tuve con ella algún amorío, es cierto. ¿Pero qué le importaba eso a su hermano? ¿Acaso quería que me casara para reparar lo que ya estaba dañado cuando la conocí?
—Es difícil no perder la cabeza por motivos de honor.
—Vamos, Pedro, ¿de qué me hablas? Tú conoces bien a la gente de ese mundillo tuyo de la farándula. ¿Qué comedianta no regala sus besos a cambio de poco? ¿Qué hombre cuerdo y de honor se desposaría con una comedianta?
Pedro Calderón de la Barca se levantó de la cama, se detuvo delante de la ventana y suspendió la mirada en el mismo lugar donde antes lo había hecho su hermano. En la punta de un chapitel había ensartado un nido de cigüeña vacío y descompuesto. Aún faltarían meses para que regresara su dueña y lo reparara, si es que alguna vez venía.
—Tienes razón —dijo gravemente—. En ese mundo nadie mataría por una cuestión de honor. Se grita, se amenaza, se insulta, se maldice, pero toda la fuerza se queda para el escenario. Después, la vida se aparta de los recitadores. A veces me pregunto si usan sentimientos y valores como el resto de los mortales cuando no tienen ningún papel que representar.
—¿Cómo está Ana? —se atrevió a preguntar Francisco.
Pedro quiso dedicarle una mirada de reprobación como las que se gastaba su padre, que hasta su muerte había sido experto en angustiarle con sus ojos penetrantes y acusadores. Se le escapó una sonrisa.
—Yo no la he visto, pero creo que trabaja en el corral de la Cruz como si nada hubiera pasado, a no ser porque parece que le han puesto dos guardias para protegerla.
—¿Dos guardias? ¡Como una gran señora! ¿Acaso temen que su hermano venga a cobrarse en ella lo que no pudo rematar en mí?
—Eso debe de ser.
—¿Y dónde se ha metido ese Pedro?
—Desapareció. Dicen que se oculta en Osuna.
—Tarde o temprano volverá, y cuando vuelva, me vengaré.
—No digas bravuconadas, Francisco. Ya que de ésta no has de morir, vale más que vayas olvidando lo sucedido, porque no nos conviene armar otro escándalo en la corte, que ya sabes que la reputación de un caballero es tan frágil como la honra de una mujer.
—¿Y te importa más tu reputación para vender comedias que mi honor para cerrar heridas?
—Me importa el porvenir. Si tienes una manera diferente de aportar rentas para nuestra familia, dímelo y con gusto te ayudaré a matar a Villegas y nos esconderemos después en la serranía de Cuenca. Si no, te sugiero que cambies la lectura del general de los jesuitas por las Florecillas de san Francisco, de modo que aprendas amor cristiano y resignación.
—No te creía yo tan comprensivo en lo que hace al honor de un caballero, Pedro. ¿No eres tú el que escribe una y otra vez que un hombre ha de morir por defenderlo?
—Eso escribo, pero en el mundo las tramas tienen más hilos que en el teatro.
Francisco se revolvió en las almohadas con cara atormentada, como si se hubiera acordado de pronto de la gravedad de su herida. Pedro prefirió hacer caso omiso y no preguntarle si le dolía. Francisco era su hermanastro, pero no se habían criado juntos. El padre de ambos le había reconocido en su testamento, y se había incorporado tarde al grupo familiar. Aunque le trataban con cariño dentro de la casa, fuera podían confundirle con un sirviente de lujo o un escudero bien considerado: ser bastardo le relegaba a un papel secundario en las jerarquías de la familia.
Pedro le tendió la mano y le dio una palmada cuidadosa en el hombro.
—Súfrelo con paciencia —le dijo a modo de despedida.
—¿Y qué he de hacer si no?
Bajó en tres zancadas al zaguán. Francisco era tan bueno como simple, pensó mientras retomaba las riendas de su cabalgadura: un hombre sencillo a quien sólo importaba vestir, comer y echarse a las caderas una mujer de vez en cuando. Jugaba a las cañas, vareaba toros y era de los mejores con la pelota: con esto podía pasarse la vida y esperar a que alguna enfermedad le llevara a la tumba. Moriría con una sonrisa en los labios, eso sí, porque el reino de los cielos es de quienes tienen el alma de cántaro.
Se dirigió a paso ligero al palacio del condestable. Quería cenar antes de ponerse a rebuscar por sus carpetas los fragmentos de las obras que leería para los amigos de su señor.