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RETABLOS Y TABLADOS

La carroza bajó la calle Mayor y la de Platerías hasta la plaza de San Salvador. Sin reparar en el bullicio de los carnavales, Paravicino deslizaba la mirada por las torres de San Nicolás, San Juan y San Gil y por la techumbre del inmenso edificio del Tesoro. Se santiguó ante la fachada del monasterio de la Encarnación, abierta como una mujer con los brazos extendidos, y se apeó en las Vistillas de doña María de Aragón cuando las campanas confirmaban que había sido estrictamente puntual. En la puerta le esperaba Velázquez, que acababa de llegar desde el vecino Alcázar, así como un monje agustino de nombre Bernardo Flores.

La iglesia del colegio de la Encarnación de Doña María de Aragón era ovalada y de soberbia elegancia, e invitaba a la oración gracias a la forma curva de sus muros y a las sombras matizadas en que se refugiaban sus capillas. Fray Hortensio atravesó la nave, que en esos momentos estaba desierta, y se arrodilló ante el altar mayor. Se persignó y rezó durante unos minutos. Los otros dos se sintieron obligados a imitarle. El agustino Bernardo Flores, que no ocultaba su talante de pocos amigos, hacía sonar el mazo de llaves para recordar que era él quien les dejaba entrar en la iglesia fuera de los servicios divinos. Enjuto y de expresión agria, parecía molestarle que hubieran venido a fastidiarle a la hora de la siesta con una visita que, no por anunciada, dejaba de ser importuna. Velázquez, como era habitual, ofrecía un atuendo impecable, con calzas y medias plateadas, ropilla negra y capa tupida del mismo color. El bigote y la perilla equilibraban su mirada, siempre tranquila.

Paravicino se puso de pie y retiró las manos que había mantenido juntas delante de los ojos durante la oración. Señaló el retablo del altar mayor y, con un gesto amplio, como si mostrara celajes de ocaso tras una cordillera imponente, preguntó:

—¿No es una maravilla?

La luz del sol entraba por las vidrieras e iluminaba las pinturas. El retablo era, si no maravilloso, sí singular. Lo componían dos cuerpos de arquitectura romana trabados por columnas y tímpanos sobredorados. En el inferior se representaban la Anunciación, la Adoración de los pastores y el Bautismo de Cristo, y en el superior la Crucifixión flanqueaba la Ascensión y el Pentecostés. Los seis lienzos eran alargados y de gran tamaño.

—Doña María de Aragón instituyó en su testamento que se fundara un colegio de agustinos y que en su templo se erigiera un retablo que exaltara el misterio de la Encarnación —explicó fray Bernardo con el tono opaco de quienes aprenden lecciones que no les importan.

Paravicino, que ni siquiera se había dado la vuelta para escuchar al agustino, le dijo a don Diego:

—Fíjese vuesa merced qué fuerza y qué expresión alcanzan en estos cuadros la Virgen y nuestro Señor. Se transmite tanto con estas formas y estos colores, que el mensaje de la redención por la Encarnación penetra en nuestro espíritu y lo anega.

—Es notable —confirmó don Diego sacando un papel de la ropilla e improvisando unos apuntes.

—Es admirable —le corrigió Paravicino—. Nadie antes que él alcanzó estas cotas de maestría. Tiempos habrá en que se reconozca en Doménico Teotocópuli a una de las cimas de la pintura.

—Una cima difícil —dijo Velázquez—, y única, como un monte aislado en una llanura.

—El Griego no pudo dejar seguidores porque su pintura era demasiado personal y nueva para que nadie la continuara, pero yo le aseguro a vuesa merced que con él puede aprenderse lo que es el arte y lo que debe hacer quien lo ejecuta.

Velázquez dibujaba sus bosquejos con el carboncillo y no respondía. El trinitario añadió:

—Si vuesa merced va a Italia, debería esforzarse y reproducir el camino que siguió Doménico para ver lo que asimiló en Venecia y confirmó en Roma. Yo no soy pintor, pero intuyo que de la atenta consideración de las obras del Griego un hombre de talento como vuesa merced podría entender grandes cosas. Antes de marcharse de España, estudie a fondo su obra. ¿No me dijo que está aquí Pedro Pablo Rubens, que tanto gusta en la corte? Pues vayan juntos a El Escorial a examinar reposadamente el San Mauricio de Doménico, porque no encontrarán mejor escuela de arte, cuando el arte está trasfigurado por lo divino.

—Allá pensábamos ir el mes próximo el maestro y yo.

—Pues vayan, vayan y aprendan. Vuesa merced sabe pintar como nadie el cuerpo humano, pero es hora de que aprenda a pintar el alma.

—Ya le dije, padre, que admiro los retratos de El Greco, pero creo que en sus grandes composiciones el concepto prima sobre la forma; y no ha de ser ésa, a mi entender, la función del arte.

—No hay un concepto, señor don Diego, sino una idea y una veneración. Estos cuadros reflejan fielmente las doctrinas del fraile que inspiró a la fundadora de este colegio: fray Alonso de Orozco. Es autor conocido, sus libros se leen dentro y fuera de Castilla.

—No leo tanto como debiera, padre.

—El lienzo de la Encarnación, con los ángeles llenando cielo y tierra, o la Crucifixión, con esas nubes de ascendente movimiento, son la expresión de la doctrina que fray Alonso de Orozco explicó en sermones y libros. Este agustino meditaba sobre la Encarnación de nuestro Señor Jesús y sobre sus sufrimientos en la cruz, y recordaba que la salvación humana tiene como fundamento la celebración de la santa misa. Ayunaba, gozaba de santas visiones; fue predicador real con el emperador Carlos Quinto y con su hijo el buen rey Felipe Segundo, y supo alejarse de los lujos de la corte y mantener una vida de austeridad y sacrificio. ¿De verdad no le ha leído vuesa merced? Le prestaré algún volumen de mi biblioteca; le aseguro que sólo podrá sacar provecho de palabras tan edificantes.

—¿Y cree vuestra paternidad que un pintor independiente como El Greco, rebelde ante normas y leyes, se doblegó a un encargo que le imponía un programa tan detallado?

Paravicino agarró al pintor de la manga:

—Yo no digo eso, señor don Diego; digo que el programa que le pidieron que representara se adecuaba a su visión religiosa, y que por eso alcanzó esa maestría de formas y colores que asombra al mundo y que tan bien plasma los movimientos del alma del creyente. Como decía san Juan de la Cruz, hay que buscar dentro de uno mismo la viva imagen de la divinidad. Llovió Orozco sobre el terreno abonado de El Greco, y así nació esta pintura.

Velázquez carraspeó, frotó la suela del zapato contra el enlosado y eligió sus palabras para no parecer impertinente:

—Mire, padre, se puede y se debe llegar al alma a través de los sentidos, se puede meditar a partir de la experiencia de la vista, pero al ojo hay que darle figuras que entienda antes de pretender saltar a reflexiones que sólo a la razón alcanzan. Los cuerpos de estos lienzos adoptan posturas imposibles y guardan proporciones que están fuera de la naturaleza. Los músculos se inflan donde no deben, las manos se retuercen donde han de estar serenas. No diré que no asombra el atrevimiento y no impresionan los colores, pero reconozca conmigo que no son éstas las formas que encontramos en el mundo real.

—Los colores del mundo visible no son los colores del mundo real —le discutió Paravicino—. Si el Griego elige luces y sombras, blancos y negros, ha de ser porque ve más allá de las ilusiones lo que define la esencia de las cosas y los hombres.

—¿Acaso cuando predica vuestra paternidad prefiere mostrar las luces y sombras antes que elaborar un discurso armonioso que convenza a quien le escucha?

—Cuando la palabra da cuenta de la religión, ha de pasarle como a la pintura: tiene que superar los modos vulgares y atreverse a expresar las cosas divinas. Si Dios es luz, hace bien El Greco en deshacer la materia en destellos luminosos. Decía Doménico que el pintor ha de mejorar prudentemente la naturaleza, y a fe que lo consiguió.

—Por lo que yo sé, también decía que la pintura ha de someterse al juicio del ojo.

Paravicino se alejó unos pasos, como si le hubiera ofendido esta última afirmación. Oyó que Velázquez añadía:

—Pacheco, mi suegro, que le visitó en su taller, le achacaba que pintara con crueles borrones para afectar valentía.

—La religión, querido maestro, no es empresa donde quepan medias tintas. Ha de vivirse con decisión y dramatismo, abandonando si es preciso perspectivas y convenciones y empleando la luz, la luz de Dios. ¿Qué somos ante la magnificencia de la obra y el misterio de la Creación? ¿Qué importamos nosotros, que nos borramos, nos deformamos y nos extrañamos perdidos en la luz y el color, símbolos de la divinidad? Mírese a una criatura, no con los ojos del rostro, sino con los del alma, y alcance la divinidad entendiendo lo que no se entiende sin esfuerzo. Vea vuesa merced, don Diego, que el Griego logra con los pinceles lo mismo que los predicadores pretendemos con la palabra: llegar a Dios emocionándonos.

—Más parece, padre, que define vuestra paternidad las normas del teatro y no las de la pintura y la oratoria sagrada.

Paravicino echó una mirada amplia y reposada a la iglesia, se entretuvo en la luz del sol que se abría paso por los cristales y volvió a las pinturas del retablo. El agustino se había apartado y se sentaba adormilado en un reclinatorio.

—La labor del predicador es lograr en los fieles la impresión de que entran en el teatro de todo el universo. El templo se vuelve teatro, y teatro del cielo. No entiende bien de teatros quien no deja por el templo el de las comedias, don Diego. Vuesa merced con sus pinceles, el arquitecto con sus construcciones y el predicador con sus sermones: todos ayudamos a que se despierte el alma del cristiano y recupere el camino que a Dios conduce.

Velázquez se acarició el bigote, se guardó los apuntes en la pechera y se estiró los extremos de la camisa, que afloraban por las mangas.

—Por ahora me esforzaré en representar mejor a hombres y objetos, y después iremos subiendo hacia el Altísimo.

—No renuncie a convertirse en un pintor de Dios —le respondió Paravicino—. Para eso no le falta talento.

—Me conformo con ser un buen pintor de las cosas del mundo, padre.

Observaron en silencio el retablo durante unos minutos más y, cuando el tintineo de las llaves con que fray Bernardo mostraba su impaciencia se hizo insoportable, bendijo el trinitario al pintor y salieron ambos de las oscuras representaciones de El Greco a la luz imperiosa del principio de la tarde. Paravicino tenía tiempo sobrado para llegar a la academia literaria del almirante de Castilla.

Sucedió a las puertas del palacio, pero fue tan inesperado que nadie supo reaccionar. Cuando el cochero se agachaba para retirar el cajón de madera que había ayudado a fray Hortensio a apearse de la carroza, dos hombres enmascarados pasaron corriendo y arrojaron excrementos de perro a la cara del monje. Perdió éste el equilibrio y, si no cayó, fue porque lo sujetó uno de los pajes del almirante, que esperaba junto al portón. Tomás, que se había apartado para saludar a otro de los sirvientes, se abalanzó sobre los atacantes, pero éstos le empujaron, le tiraron por tierra y aún tuvieron tiempo de propinarle varias patadas en los riñones y la espalda antes de alejarse entre carcajadas con la misma velocidad con que habían aparecido. Atravesaron el jardín hasta la verja y desaparecieron. Nadie intentó seguirlos.

Escoltaron los criados al monje hasta el zaguán, le sentaron en el banco y dispusieron rápidamente que trajeran una palangana de agua tibia y trapos para limpiarle. A Tomás le ayudaron a levantarse y se lo llevaron a la zona de las cocinas, donde intentaron reanimarle con vino y canela y buenas palabras.

El almirante de Castilla, Francisco de Quevedo y el licenciado Dinato bajaron muy alarmados preguntando qué había sucedido. Don Juan Gaspar Henríquez estaba indignado, reprochaba a sus hombres que no hubieran salido en defensa de su invitado, que no hubieran perseguido a los malhechores y los hubieran ensartado con sus espadas. ¿Para qué les daba de comer? ¿Para que se quedaran mirando embobados cómo unos rufianes atacaban a un venerable hombre de Dios? ¿Cómo habían permitido que entraran dos enmascarados en sus jardines y que llegaran hasta la mismísima puerta del palacio?

Subieron a la sala, y poco a poco los ánimos fueron tranquilizándose. Paravicino recuperaba el color y notaba que el corazón bajaba el ritmo enloquecido con que había recibido aquella sorpresa. Preguntó por su criado, y el maestresala le aseguró que no tenía ninguna fractura y que, aparte de un par de cardenales, no había de qué preocuparse.

Fray Hortensio procuró quitarle importancia al incidente diciendo que ésas eran las locuras del carnaval, y pidió que dieran comienzo a la academia y dejaran de prestar atención a un suceso que no la merecía.

—En carnaval las máscaras ayudan a que afloren los monstruos del alma —reflexionaba Quevedo.

—Lamento que le haya pasado algo así a vuestra paternidad —decía una y otra vez el almirante, sinceramente consternado—, y lamento que haya sucedido a las puertas de mi casa.

Fray Hortensio asentía con la barbilla y miraba hacia una de las halconeras. Detrás de las cortinas se distinguía una cenefa de caras, animales fantásticos, follaje y candeleros labrados en la piedra: desvaríos de escultor que decora jambas y avisa de que el mundo es un sueño incierto, pesadillas para enmarcar las vistas de la ciudad. Más allá, los árboles ordenados, los senderos limpios, las fuentes mansas, y de este lado una decoración que recordaba que el mundo está lleno de monstruos, de sutiles diablos, como en los cuadros de El Bosco que con tanta delectación admiraba Felipe Segundo para convencerse de la locura de los afanes humanos.

—Puro teatro, puro carnaval —insistía Quevedo—. Apariencia sobre apariencia. La Monarquía es un inmenso corral de comedias con las tarimas podridas por la carcoma. La nuestra es una república de hombres encantados en que todos creen vivir donde no viven y hacer lo que no hacen. Malos tiempos para la poesía, señorías, pues estos que nos han tocado en suerte son los tiempos del teatro. ¿Y qué es el teatro sino mascarada y engaño que oculta la verdad del mundo? Nuestra patria se desmorona y en el teatro la hacemos florecer, se corrompen las costumbres y en el tablado nos reímos con los graciosos en vez de llorar y preocuparnos con quienes recitan tragedias. El público pide divertimentos, España pide divertimentos. Dormimos, soñamos, y dejamos que la historia se nos escape de las manos.

Los cortinajes de raso retenían la última luz de la tarde y la hacían llegar mortecina a las caras de quienes escuchaban gravemente a don Francisco. Aparte del borboteo de las fuentes ornamentales, apenas se oían los ruidos de la calle, pues cristales y jardines se encargaban de mantenerlos distantes. En la sala, los lacayos ya habían encendido los candeleros y habían colmado los braseros recogiendo lumbre de la chimenea. Don Juan Gaspar Henríquez avivaba el fuego con un atizador. El maestresala quiso evitar que se empleara en esa tarea, pero su señor cerró los ojos y negó con la cabeza para que se retiraran él y todos los sirvientes, pues los asuntos que podían tratarse en esa velada no eran para oídos ajenos al pequeño círculo de la academia. El licenciado Dinato bostezaba y se rascaba el cogote. El librero Fajardo, que llegó poco después del incidente de los enmascarados, se acodaba en las rodillas para escuchar con más atención. Las sillas vacías del jesuita Castro y del conde de Abascal denunciaban su ausencia.

—Es un sueño —insistía Quevedo—. España vive soñando. Queremos escondernos y roncar, y que no nos despierten. La realidad, ¿a quién le importa? Importa la apariencia, el boato de la corte, los vestidos de las grandes señoras, las pinturas con que las prostitutas embadurnan sus arrugas y los ricos cubren las paredes enfermas de podredumbre. Por eso el teatro no ha alcanzado nunca, en ningún lugar del mundo, en ningún punto de la historia, tanta importancia como entre nosotros.

—Nuestra Monarquía se caracteriza por su sobriedad —le contradijo Paravicino, que se esforzaba en hablar para que la reunión olvidara lo más rápidamente posible el percance que había protagonizado—. No hemos de dejarnos arrastrar por fáciles desánimos. El ceremonial no agobia a nuestros reyes. Los pintores no los representan encumbrados en falsas tramoyas mitológicas, como es usual en Francia o en los territorios italianos.

—¿Que no agobia el ceremonial a nuestros reyes? —repitió incrédulo el poeta—. ¿Sabéis la razón por la cual don Felipe expulsó de la corte a nuestro querido almirante hace dos años?

—Fue una maniobra de Olivares —murmuró don Juan alisándose nervioso la perilla.

—Al almirante, que es el hombre primero de España, le negaron el asiento a la derecha del Rey en el séquito que iba a Barcelona. No le reconocieron el privilegio de tender la toalla a don Felipe cuando, al día siguiente, la requirió nuestro señor. El almirante fue a ver a don Felipe y le devolvió la llave de oro de la real cámara, puesto que entendió que había perdido su confianza.

—Besé la llave y se la entregué —reconoció don Juan arrastrando la voz en las piedras de antiguos rencores—. El Rey envió un documento al Consejo de Estado en que me llamaba «ese pobre caballero mal enseñado», me mandó arrestar y me expulsó luego a mis estados.

Se enderezó don Juan, estiró la barbilla, infló el pecho y añadió:

—No agobia el ceremonial a nuestro señor. Es el ceremonial el que rige la delicada gradación de los súbditos de Su Majestad y el que le libera a él de consideraciones que serían penosas de dilucidar caso por caso. Son tantos los Grandes y los señores que rodean al Rey, que sin orden y decoro sería imposible una buena disposición de nuestras precedencias. Sólo si un advenedizo osa desafiar este orden, se quebranta la pacífica convivencia de los súbditos de Su Majestad. Ciertamente sería mejor que el valido, la persona más cercana al Rey, no presumiera de despreciar a la nobleza y de no encontrar entre nosotros hombres de valía.

Paravicino se esforzó por desoír este último comentario.

—España es sobria porque Dios lo es —dijo—, y el designio de España es el designio de Dios. Somos quienes ejecutamos su voluntad en la tierra, y por eso Dios nos premia con territorios y victorias. Mientras respetemos los mandamientos de Dios, seguiremos gobernando el mundo.

Don Francisco de Quevedo se quitó los anteojos y se apretó el entrecejo.

—Si nuestro Rey gobierna el mundo, entonces don Gaspar de Guzmán, valido de Su Majestad, es el verdadero rector de lo que pasa en la tierra. Y cuesta imaginar que Dios, de todos los hombres de que dispone en este y en los demás continentes, haya tenido que elegir a una criatura como el conde duque. ¿Sabéis cómo se ganó en los primeros años la confianza del Rey? Besando su orinal en público.

—Francisco, ¿volvemos a las andadas? Vos mismo trabajáis a su servicio, vos mismo escribís panfletos para ensalzar su figura, le dedicáis prólogos laudatorios, incluso estáis componiendo una comedia sobre Cómo ha de ser el privado.

—¿Quién os ha dicho tal cosa? —preguntó Quevedo ruborizándose.

—Dedicad vuestros esfuerzos a la política, si eso os place, aunque sepáis que yo lamente que no separéis vuestros afanes poéticos de las exigencias del siglo, pero no es sensato que juguéis con dos barajas y utilicéis una u otra según quiénes os escuchen. Me canso de recordároslo: os han dado una segunda oportunidad.

—Soy un cortesano de pocos escrúpulos —dijo Quevedo desafiándole con una mirada rabiosa—. Trabajo para Olivares, es cierto, pero eso no me exime de la obligación de denunciar las cosas que no me gustan. ¿Os habéis preguntado por qué no ha venido hoy a nuestra academia el conde de Abascal?

—Del conde nada sabemos —intervino Dinato contrariado—. Se marchó a su heredad cuando supo que había maniobras para expulsarle de la corte. Prefirió salir por su pie antes de que le sacaran a la fuerza.

—Tal vez hablamos demasiado en nuestra última reunión —aventuró Fajardo mirando de soslayo a los demás.

—No sería justo sospechar de ninguno de nosotros —señaló el almirante de Castilla—, aunque es significativo que hoy tampoco haya venido el jesuita Agustín de Castro, que nada en la corte como pez en el agua.

Quevedo no pudo resistirse a hacer un chiste:

—No es raro eso, siendo protegido del padre Aguado, confesor del conde duque.

—En verdad tendremos que suspender esta academia o dar entrada a nuevos miembros —reflexionó Dinato—, porque, con los que somos, mal podemos continuar estas reuniones.

—Señores, mi capacidad de influir en las decisiones del Rey o del conde duque no es tan grande como se dice —dijo fray Hortensio—, pero intentaré pedir su clemencia para que el conde pueda regresar a Madrid.

Pensó Paravicino en las amonestaciones que le había hecho Olivares sobre su participación en esta academia literaria, y los ojos se le empañaron de preocupación. ¿Podría abogar por el conde de Abascal si había fracasado una y otra vez en su intento de conseguir un beneficio o una renta para Lope de Vega? ¿Podría hacer algo en su favor cuando tres años antes no logró que Tirso de Molina regresara del pueblucho adonde le mandaron desterrado? Recordaba las representaciones a las que acudían juntos, aquellas tardes llenas de conversaciones vivificantes en que las comedias se convertían en pretextos para hablar de lo divino y lo humano. ¡Y fray Gabriel hablaba tan bien de lo uno y lo otro! Le conoció en Toledo, en una de las reuniones de la casa de Doménico Teotocópuli. Después, en Madrid, como vivían muy cerca, el uno en la Merced, el otro en la Trinidad, bajaban y subían del brazo al corral del Príncipe o al de la Cruz. «Buen comediante es quien pone la memoria y las acciones acomodadas a lo que va recitando para no perder la gracia en lo que dice», consideraba fray Gabriel con conocimiento de causa. Después de enjuiciar la eficacia de la actuación y la brillantez de los diálogos de la obra que acababan de escuchar, recordaba que el teatro, dijeran lo que dijeran quienes no lo entendían ni querían entenderlo, era una gran escuela de costumbres y un espejo de la realidad. Llegaban a la plazuela del Ángel; el trecho entre los corrales y los monasterios era tan corto, que dilataban el recorrido caminando sin prisas. El mercedario iba cubierto con la capucha blanca, el trinitario con la negra. Al llegar a la puerta de su convento, fray Hortensio proponía a fray Gabriel acompañarle hasta el suyo, así que ambos bajaban por la calle del Barrio Nuevo y, al girar a la izquierda, divisaban las torres de la Merced.

«Habéis de saber que tendremos que dejar de frecuentar estas visitas a los corrales; ya no podréis venir a mi celda ni ir yo a la vuestra», le dijo una tarde el gran Tirso. «Me trasladan. La Junta de Reformación de Costumbres me condena por escandalizar con mis comedias, por ser profanas y dar malos ejemplos. Han recomendado al nuncio que me exilien a uno de los monasterios más remotos, e incluso que me impongan excomunión para que no haga comedias ni ningún otro género de versos profanos».

«Eso no lo consentiré yo», prometió Paravicino.

Pero nada pudo hacer en favor de su amigo. Todas sus peticiones y protestas resbalaron por los sordos oídos del consejo y del valido, y se agotaron en las miradas huidizas del nuncio.

—El exilio del conde es voluntario —decía el almirante de Castilla cuando Paravicino regresaba de sus recuerdos—. Prefiere estar fuera de la corte que tener que aguantar las insolencias del ministro de Su Majestad.

—Madrid pierde una pluma notable —se lamentó Dinato.

—Y nosotros a un generoso protector —remató Quevedo.

—Protectores, siempre faltan —consideró Dinato—. Si los que escribimos dependiéramos del público para vivir, ¿qué sería de nosotros? Nos convertiríamos en meros artesanos que venden el producto de sus manos para llevarse la comida a la boca.

El almirante, que temía que alguno de los literatos le viniera con una renovada petición de dinero o trabajo, se dio la vuelta y volvió a agacharse para juguetear con el fuego de la chimenea.

Se quejaron las maderas, y con una voz que continuaba su lamento, dijo Fajardo:

—Yo estoy pensando en partir a Sevilla para buscar un puesto en las Indias.

—¿En las Indias? —repitió Quevedo—. ¿También vos os marcháis?

Mal hayan nuestros gobernantes, que permiten, por no decir fomentan, esta sangría de nuestras mejores cabezas.

Don Juan Gaspar Henríquez removió los troncos con el atizador. El fuego los lamía pero no se hacía con ellos.

—No arde bien. De seguro que es leña de rayo, aunque la hayan vendido como buena. ¡Mozo! ¡Mozo! Ven y llévate esta leña, que no sirve para nada.

Entró un lacayo desde la sala contigua. Dirigiéndose a sus compañeros de academia, preguntó el almirante sin mucho entusiasmo:

—¿Quieren que repenticemos un soneto sobre la leña herida por el rayo? El asunto daría mucho de sí y tendría resonancias de nuestra actual circunstancia: la noble madera se echa a perder cuando es humillada por el ataque traicionero del rayo, y en cambio arde y se entrega noblemente cuando el leñador la corta con habilidad y paciencia.

Miró alrededor, pero nadie parecía tener interés por secundar la iniciativa. La concurrencia se hundió en el silencio. Lo rompió el licenciado Dinato, que, dirigiéndose a Antonio Fajardo, le preguntó:

—¿Y qué haréis con vuestra librería si os marcháis de Madrid?

—Otro habrá que la continúe. Hay momentos en que es mejor ausentarse de la patria.

—Tiene razón el licenciado al decir que sin el conde, sin vos, y con Castro medrando en su Compañía hasta el punto de no tener tiempo para nosotros, mal futuro aguarda a nuestra academia —consideró el almirante.

—Bien, aprovechémoslo mientras podamos —propuso Paravicino—, ¿qué os parece si empezamos a leer los palíndromos que hemos preparado para esta ocasión?

Francisco de Quevedo se quitó los lentes, se cruzó de brazos y se dirigió al fraile:

—Ya sé que no os gustan las cuestiones políticas, pero no podéis dejar de ver lo que pasa a vuestro alrededor, Hortensio. Seguimos soportando la llegada masiva de los asentistas portugueses, y su presencia tiene ya dimensiones de auténtica invasión; no queréis saber de los nobles que no pueden vivir en nuestra villa por miedo o por despecho; miráis hacia otro lado cuando un librero honrado anuncia que ha de marcharse a las Indias porque aquí se siente acosado. ¿Hasta cuándo os negaréis a ver lo que todos vemos?

—¿Y qué queréis? No me desvela la ambición ni me arrastra la codicia; no sé dónde cae el odio, y así menos la venganza.

—¿No os basta que dos sicarios os embadurnen la cara de mierda cuando venís a recitar vuestros poemas a una inofensiva academia literaria?

—¿Por qué suponer que me atacaban a mí? Eran dos borrachos enmascarados y embrutecidos por el ambiente del carnaval que quisieron sacar burla de un fraile.

—¡Ay, Hortensio, qué ciego estáis!

—Francisco, sois el menos indicado para hablar —se encaró Paravicino señalando con el dedo la cruz de Santiago que resaltaba en la pechera de Quevedo.

—Y vos para callar —replicó rápidamente el poeta—. Mientras os ejercitáis en vuestros sonetos y preferís no saber lo que sucede a vuestro alrededor, vuestro nombre resuena en los corrales de comedias de Madrid.

—¿Mi nombre? ¿En los corrales?

—Pero está bien. Es de buen cristiano recibir una bofetada en la mejilla izquierda y ofrecer la derecha para que os sigan vapuleando.

—¿Qué habéis dicho de mi nombre y de los corrales de comedias, Francisco?

Fajardo, Dinato y el almirante de Castilla cruzaron miradas y las perdieron en la lejanía.

—¿No lo sabéis, Hortensio? —respondió Quevedo, fastidiado de tener que ser él quien entrara en detalles—. Calderón de la Barca ha incluido vuestro nombre en la comedia que ha estrenado hoy. El príncipe constante, creo que se llama. Según me han contado, el público se ha reído a mandíbula batiente gracias a vos. Y el protutor de teatros ha de saberlo; ha de saberlo el Consejo de Castilla y, si me apuráis, hasta el mismísimo Olivares.

Paravicino se puso de pie, pálido.

—¿Quién es el autor de la compañía?

—¿Cómo he de saberlo? —respondió Quevedo.

—Bartolomé Romero —dijo Fajardo. Yo le conozco bien.

—También yo —contestó Paravicino—. Señorías, les pido que me disculpen.

Salió de la sala y bajó las escaleras del palacio sin esperar a que los pajes del almirante le acompañaran para iluminársela.

La calle hervía de máscaras. Todo era un puro desquiciamiento de gritos, canciones y bailes, y costaba dar un paso sin que cayeran del cielo jeringazos de agua y pucheros de harina. En las esquinas se quemaba estopa, y los mozalbetes se agazapaban detrás de los portales para apedrear con tomates y huevos a quienes pasaban.

Paravicino se impacientaba cuando la carroza debía detenerse para esquivar estos ataques carnavaleros o cuando las mojigangas impedían que siguieran avanzando. La cólera le acortaba la respiración y le aceleraba el pulso. Después de un lento recorrido a través de aquella ciudad trastocada por la borrachera de la fiesta, llegaron a la calle del Lobo. Llamó a la puerta de la casa de Bartolomé Romero y, mientras aguardaba, miró a la luz de la linterna que sostenía Tomás los remaches de las puertas y las muescas de las jambas de granito. El criado andaba quejoso de la paliza que le habían propinado. Guardaba silencio, se palpaba la zona dolorida y de vez en cuando murmuraba maldiciones.

Romero entreabrió la puerta en calzas, con una camisa sin abrochar echada por encima de cualquier manera, los pelos de punta, un candil en la mano y un puñal bajo el sobaco. Se quedó mirando como si Paravicino fuera una aparición.

—No estoy hoy para limosnas, hermano. Vuestros cautivos no van a salir de la prisión por los pocos maravedíes que yo pueda daros. Id con Dios y buenas noches.

—No vengo por limosna, sino para hablar con vuesa merced —dijo el trinitario echándose hacia atrás la capucha.

Bartolomé Romero levantó el candil y lo puso delante de la cara del fraile. La examinó ceñudo, pero no debió de llegar a ninguna conclusión, porque le preguntó qué quería y miró a derecha e izquierda agarrando la empuñadura del arma por si se trataba de una estratagema de delincuentes para entrar en su casa y desvalijarle.

—Soy Hortensio Félix Paravicino, trinitario calzado y predicador real, y me acompaña mi sirviente Tomás de la Cuesta. Vengo a hablar con vuesa merced de la obra que ha representado hoy su compañía.

—¿La obra de mi compañía? Yo ya pago al arrendador todo lo que hay que pagar. Las cofradías reciben su parte. Tratad con ellas lo que tengáis que pedir.

—En vuestra comedia hay un párrafo ofensivo.

—Mis comedias pasan la censura y se exhiben con todos los permisos y bendiciones —dijo el empresario, muy a la defensiva y sin hacer ademán de dejar pasar el fraile.

—No soy censor; soy, para hacérselo breve, el que mueve tanto a risas en la obra que han estrenado hoy.

El autor tragó saliva, dudó qué hacer con el candil, qué hacer con su cuerpo, y finalmente se apartó e hizo una señal al fraile para que entrara.

—Vuestra paternidad me perdonará —dijo mientras ponía un poco de orden en la sala y desalojaba un montón de pliegos de una silla de cuero para hacer sitio—. Estaba solo, y como el brasero tira bien, no tenía necesidad de más abrigo. Hoy ha sido día de primera función, y estaba descansando.

El brasero, efectivamente, calentaba con mucha potencia, y Paravicino se desató la capa antes de restregarse las manos y sentarse en la silla. Era una morada humilde, estrecha, mal ventilada y peor iluminada. Bartolomé Romero le preguntó si se le ofrecía un poco de vino o alguna vianda, y el trinitario, que al principio lo rechazó elevando la mano, cambió de opinión y dijo que un tinto, si lo tenía, no le vendría mal. Tomás se sentó en un taburete de mimbre junto a la puerta y posó la linterna a sus pies. El autor abrió una alacena y trajo una jarra y dos vasos.

—Es vuestro El príncipe constante, ¿verdad? —preguntó Paravicino cuando probó el vino y Romero se hubo acomodado en su asiento enfrente de él, con la mesa por medio.

—Sí, por mis pecados. Yo se lo compré a quien lo compuso, y pagué una buena cantidad. Si ahora se retirara de las tablas, sería para mí la ruina. Vuestra paternidad no sabe lo sacrificado que es mi oficio. Aquí me tiene ahora, de noche, leyendo obras y obras a la luz de un velón, cuando no haciendo números para ver cómo he de pagar a mis comediantes. Y después, cuando estrenamos, ¿quién me garantiza que recuperaré el dinero que he invertido? Y eso cuando todo va bien y no surge algún imprevisto que se lleve por delante las representaciones.

—¿Dice vuesa merced que la obra pasó la censura?

—Lo digo, padre: tiene la aprobación del censor.

—Déjemelo ver.

—¿El qué?

—¿Qué ha de ser? El manuscrito con la aprobación.

Romero titubeó. Se levantó, escarbó en los mamotretos que se apilaban sin orden ni concierto en el escritorio, rebuscó después entre los papeles derramados por la sillería.

—Y es el caso que no sé si lo tengo aquí.

—No se preocupe —respondió muy calmo Paravicino—. Puede llevarlo mañana al juez protutor de teatros, aunque allí serán otros ojos los que lo lean y no habrá vino por medio ni, seguramente, la benevolencia que a mí me guía.

El empresario tragó saliva, dio un par de vueltas por la habitación. Finalmente, como si le empujara la casualidad, abrió la portezuela del aparador, donde en lugar de vajillas de plata guardaba más papeles, y sacó un cuaderno no muy grueso cosido con cuerdas.

—¡Aquí está, aquí está! —anunció nervioso mientras lo echaba encima de la mesa.

Paravicino apartó tinteros, cáscaras de nuez, mondas de manzana y papeles, y colocó el cuaderno delante. Comprobó en la primera página la autorización, la firma y el sello del censor, leyó el título, la relación de personas que la obra necesitaba, y fue pasando lentamente las hojas. Romero, que se ponía nervioso por momentos, se sentó en su silla para volverse a levantar, remover las brasas con el badil, rascarse las rodillas, sentarse de nuevo y toser.

—Está todo en orden, ya lo ve vuestra paternidad. Todo en orden.

Paravicino no tardó en encontrar la escena en que Brito, el gracioso de la comedia, salía salvo del viaje marítimo y lanzaba invectivas contra el mar. Se había añadido de mala manera, apretadamente y fuera de los márgenes, un párrafo con una flecha que indicaba el lugar del texto donde debía incorporarse. Lo leyó en voz alta:

Una oración se fragua

fúnebre, que es sermón de Berbería.

Panegírico es que digo al agua,

y en emponomio horténsico me quejo;

porque este enojo, desde que se fragua

con ella el vino me quedó, y ya es viejo.

Apretó los dientes, miró al empresario sin decir palabra y levantó las cejas.

—¿Vuestra paternidad lo entiende? Pues yo tampoco —dijo éste—. No sé qué significa, no sé qué sentido tiene. No tengo ni la menor idea.

—Y, sin embargo, el público se ríe.

—El público se ríe de cualquier cosa; ya sabe vuestra paternidad cómo es el vulgo: ruin, inculto, carente de criterio. Se ríe, pero podría no reírse.

—El sentido para mí está claro. Y está claro también que este párrafo se ha añadido de manera artera después de que el censor firmara la autorización.

—Puede haber correcciones de última hora.

—Esto no es una corrección, es un ataque en toda regla a un hombre de Iglesia.

El autor se derrumbó, se llevó las manos a la cabeza y pareció que se pondría a gimotear.

—Ay, padre, mire que yo se lo dije, le dije: «Deje, no lo toque, que me va a meter en líos». Pero él insistió, y como la obra era suya, yo, ¿cómo iba a negarme?

—¿La obra era suya? ¿No se la compró vuesa merced?

—Sí, se la compré, pero él la escribió.

—Si él recibió el dinero, la obra dejó de ser suya.

—No le falta razón a vuestra paternidad, pero yo procuro respetar la voluntad del poeta; si él me dice que cambie algo, yo lo cambio; si pide que añada, yo añado. Yo soy siempre respetuoso.

—Debe de ser el único autor de compañías de estos reinos que tiene tantos miramientos con los escritores. Se lo diré a algunos que yo conozco para que trabajen con vuesa merced a partir de ahora. ¿Tiene papel y pluma?

El autor se precipitó para rescatar lo que pedía el fraile del montón informe que constelaba el escritorio. Paravicino copió los versos añadidos con su caligrafía endiablada y cuando terminó pidió secante.

—¿Cómo dice?

—Que me dé un secante; polvos, o un paño, o lo que tenga a mano.

El autor volvió a rebuscar en las montañas del escritorio y sacó un lienzo no muy limpio que tendió al fraile y que éste prefirió no usar por no emborronar lo que había escrito. Echó el aliento, agitó el papel cerca del velón y, cuando creyó que la tinta ya no se correría, lo dobló, se lo guardó en el hábito, y se puso de pie.

—Lo mejor que puede hacer para evitar problemas es eliminar esa estrofa del parlamento en la representación.

—Sabio consejo, sabio consejo —dijo el autor haciendo un par de reverencias.

Paravicino se despidió amagando una bendición, salió de la casa y se subió a la carroza. El cochero hizo restallar el látigo, y las mulas trotaron por el suelo terroso y embarrado.

Desde el pescante, Tomás miraba hacia atrás y se llevaba la mano a los riñones. Con la otra levantaba la linterna para que el cochero comprobara que la calle estaba libre de obstáculos y charcos. La noche, muy nublada y sin estrellas, era oscura, y sólo disipaban las tinieblas las candelillas y las linternas de los grupos de enmascarados que jugaban a asustarlos girando matracas y haciendo tronar tambores. Alguna casa muy principal mantenía lámparas encendidas junto a las puertas, tal vez para presumir de que, como en el reino de su Monarca, en aquella morada nunca se ponía el sol. En las esquinas las figuras de los santos y las Vírgenes empotradas en los muros recibían la luz de llamas temblorosas.

Tomás temía emboscadas y asesinatos a traición. Ya no sabía de dónde podían salir los maleantes, ni siquiera si quienes le habían magullado con tanta saña a las puertas del palacio del almirante eran sólo unos gamberros, como suponía el cándido fray Hortensio, o sicarios al servicio de algún enemigo de su amo. Bien podría ser también que Jeremías el vizcaíno hubiera decidido darle un aviso antes de vaciarle las tripas a cuchilladas. Uno de los dos enmascarados, el más fornido, el que llevaba un trapo encarnado bajo los ojos y una mitra de obispo, pudo ser él. Le dolía todo el cuerpo. El sudor le bañaba la camiseta y le hacía tiritar de frío en esa noche desangelada de Carnaval.

Dentro del coche, Paravicino procuraba rezar para amainar la rabia que le aturullaba la cabeza y le inflamaba el pecho. ¡Ah, ese bellaco de Calderón! ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo podía insultarle de esa manera? Hacía mofa de sus oraciones fúnebres y sus panegíricos, como si fueran cosas de chirigota los sermones que un predicador real dedica a la memoria de los padres del Rey. ¿A quién se le ocurría sacar al teatro una burla contra una oración sagrada pronunciada en el templo del Señor? ¿Cómo se podía tener tan mala sangre para enturbiar la religión con bromas de faranduleros? El teatro riéndose de la Iglesia; la dignidad de los Reyes y del mismo Jesucristo puesta en entredicho por un comediante que repite como un papagayo las estulticias de un cretino que se las da de poeta. ¡Gran desdicha ser el primer hombre con quien se ensayaban las blasfemias públicas al Evangelio en un teatro!

Intentaba rezar, pero los pensamientos se le enroscaban en torno a la ofensa y el justo castigo con que debía repararse. Iniciaba un padrenuestro, veía una imagen esquinera de la Virgen del Pilar, se santiguaba y rezaba una salve; otra del Niño Jesús, y recitaba alguna oración de infancia; un crucifijo, y se santiguaba y elevaba una plegaria más acorde con el martirio del Señor.

Cuando llegó al convento de la Santísima Trinidad, había dejado a medias dieciséis oraciones. La cabeza le daba vueltas, el corazón le palpitaba con violencia, y sospechaba que tardaría mucho en serenarse y más aún en conciliar el sueño. Al apearse de la carroza, un mozalbete armado con una trompetilla amenazó con fustigarle con una vejiga hinchada, pero el hombre que le acompañaba y que iba disfrazado con una piel de burro le detuvo y le gritó:

—Pero ¿no te has dado cuenta de quién es? Es fray Hortensio Félix Paravicino, el predicador.

El niño le miró con ojos arrobados, agachó el hombre la cabeza humildemente y fray Hortensio les dedicó una bendición desganada antes de entrar en el convento. Entre quejidos y ayes le seguía Tomás.