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ELOGIO DE LA CORDURA

A 19 de mayo de 1629, festividad de san Celestino, humildemente a Vuestra Majestad, de don Gabriel de Trejo y Paniagua, presidente del Consejo de Castilla.

Señor:

He visto el memorial que V. M. Se sirvió de darme del padre fray Hortensio Félix Paravicino, en razón de la queja que tiene de don Pedro Calderón; y porque no es justo que quede el ánimo de V. M. Persuadido de que hubo vasallo tan mal intencionado que pusiese lengua en sermones predicados a las honras de los gloriosos padres de V. M., me ha parecido decir lo que siento de la queja y del delito.

En cuanto al delito, lo tengo por digno de castigo, pues en ningún caso es justo que se diga nada, en verso o en prosa, que ponga en evidencia a una persona, cuanto más a un religioso tan benemérito como el padre Hortensio y tan honrado con los favores de V. M, que le hacen digno de respeto y veneración. Es cierto que el verso en que se le nombra está enmendado y añadido, de suerte que es verosímil que cuando la comedia se aprobó por el que las revisa y por el comisario del Consejo, no estaba allí el nombre del padre Hortensio, sino que lo añadieron después; y lo añadido parece letra del mismo autor de la comedia, siendo suya la del borrador; y de aquí se reconoce su malicia y se excusa la de los que revisan las comedias y las de los comediantes, ya que así fue como se la dieron, y ellos habitualmente no entienden lo que hacen, y en este caso, al advertírselo, se ofrecieron a quitar esa copla.

A pesar de que se les instruyó para que devolvieran la comedia al estado original en que superó la censura, no cumplió el autor esta orden. También en esto tiene razón en quejarse fray Hortensio. Si el sábado se dio orden de retirar el párrafo, esa tarde, y las del domingo al martes, se siguió representando la comedia con los versos ofensivos.

En cuanto a la queja del padre fray Hortensio, he de decir que la sube de punto, tal vez porque es gran predicador, y tal parece que con la interpretación que da a los versos quiere implicar en la copla a la religión católica e incluso a V. M.; pondera mucho que esto se ha hecho en venganza de un sermón que él predicó, diciendo que era reprensible la acción de un alcalde que entró en un monasterio de monjas a buscar al delincuente que hirió a un hermano de don Pedro Calderón; pero a partir de esto se alarga en decir por escrito a Vuestra Majestad muchas exageraciones.

Reprende las acciones de los ministros de V. M., achacándoles que sean personas que pierden el respeto a los templos y casas religiosas y que dan ocasión al escándalo y las herejías. En esto el padre fray Hortensio habría debido excusarse de hablar a V. M. De forma tan cruda, pues ni él sabe qué pasó verdaderamente ni conoce el derecho que asistió a la actuación de los ministros de V. M, que son letrados y justos. Como de lo que pasó aquel día llegaron quejas del vicario al Consejo, el Consejo averiguó lo que había pasado y V. M. Quedó satisfecho de esa información; y es cosa fuerte que un religioso que no está obligado a saber de estas cosas censure lo ya juzgado y que le parezca más decente que un hombre de baja extracción, comediante y homicida, quiebre la clausura de un monasterio de monjas y esté con ellas un tiempo largo, que el que entre un juez a buscarle y a sacarle. Porque no hay ninguna norma que diga que por salvarse un delincuente puede quebrar la clausura de las monjas, y sí la hay que dice que al que hiere alevosamente le saquen de la iglesia donde se ha refugiado.

Respecto de la copla, y aunque yo no soy poeta y se entiende mal, la verdad es que no sé cómo podría aplicarse a los sermones de las honras de Sus Majestades. Para entenderlo he hecho traer el original de la comedia, y va anejo a este informe. Parece que el gracioso hace una «oración fúnebre» al agua, y lo del «sermón de Berbería» debe de referirse a que los moros tienen prohibido beber vino; luego dicen que le hace un «panegírico» al agua, lo que ha de ser licencia poética permitida por el arte, porque en realidad quiere hacer vituperio del agua y elogio del vino. Lo del «emponomio horténsico» debe entenderse como un lenguaje encarecido y exagerado.

En fin, que toda la copla es de estilo violento y bastante impropio, y no tiene sentido, ni gracia, y más debería decir «sermón de bobería» que «sermón de berbería», pero lo que está claro es que no tiene nada que ver con los sermones dedicados a las honras de Sus Majestades.

Mal está que se haya nombrado al padre Hortensio, y eso sí lo considero delito, y también el haberlo hecho después de censurada la comedia, pero no lo hace con deshonor; antes al contrario, parecería que se alaba su lenguaje por eficaz, efusivo y, diría yo, exagerado; y de esto la mejor muestra es este memorial que él ha escrito. Bien está que se haya castigado al poeta como ya se hizo, pero conviene advertir al padre fray Hortensio de que se excede de lo justo cuando censura con tanto rigor el hecho de buscar a un delincuente en un monasterio, y que una persona a quien tanto molesta que se censuren sus palabras debería abstenerse de censurar a jueces y consejos.

El Rey devolvió el informe al conde duque de Olivares y extremó la languidez de la mirada:

—Mucho rigor muestra el cardenal con nuestro querido Hortensio, aunque me alivia saber que no hubo mofa contra nuestra persona ni contra las de nuestros amados padres, que tengo también mucha estima por don Pedro Calderón de la Barca.

Borboteaban las fuentes, deleitaban las flores y la brisa amable de la primavera entraba en las salas del palacio de Aranjuez. La Reina paseaba feliz su embarazo y el Rey miraba la barriga con sonrisa bobalicona. Se acercó ella y él inclinó levemente la cabeza.

—Señora, no debéis cansaros.

—No me canso, señor, si no es la boca, que empieza a fatigarse de tanto reír.

El dulce acento francés de su esposa seducía al Monarca, que rezumaba felicidad por contar con un heredero para sus reinos. La dejó marchar y la vio evolucionar entre los nobles con soltura y alegría. Eran aquéllos meses dichosos, y al Rey le habría gustado que a su siempre leal y siempre trabajador ministro se le contagiara un poco el tono festivo de la corte.

—Estáis serio, conde.

—No, señor, sólo pensaba.

—Gravemente, como es costumbre en vos.

Olivares marcó una sonrisa amplia y desganada que le estiró los bigotes y acentuó más su prognatismo.

—Ya sabe Vuestra Majestad que los asuntos de Estado me hacen olvidar a veces las bendiciones con que Dios nos premia.

—¿Creéis vos que Dios nos premia y nos perdona las ofensas que le hacemos? Dice Hortensio que mis pecados enfadan a Dios y traen desventura a mis reinos.

El conde duque miró hacia donde el Rey había puesto los ojos y reconoció al trinitario, que charlaba con tres damas gesticulando y riéndose.

—Señor, fray Hortensio es hombre bienintencionado e inteligente, pero se deja llevar por la pasión.

—Si fueran más templadas nuestras costumbres, tal vez Dios aliviaría la carga de nuestros problemas.

—Esa carga la soportaré yo con sumo agrado mientras Vuestra Majestad quiera seguir otorgándome su favor. Disfrute Vuestra Majestad del próximo nacimiento de vuestro heredero, goce de los aromas de los jardines y entréguese a los deleites del arte y de la vida, que más beneficia a los reinos el buen talante de su soberano que las amarguras de un rey triste.

El Rey cabeceó, convencido de que el argumento de su ministro era inapelable. Señalando a Paravicino con la barbilla, dijo:

—¿Hemos de entregarle al buen trinitario este memorial?

El conde duque se lo cogió y se lo guardó en la correa de la cintura:

—Yo lo haré, señor, que ya sabe Vuestra Majestad que no ha de cansarse con tratos que puede dejar en otras manos.

Con un paso un poco más acelerado de lo que aconsejaban su estado y las reglas del decoro, arrastró la Reina a sus damas de compañía y llegó hasta fray Hortensio. El monje le dedicó una reverencia y la Reina le pidió que le explicara dónde se metía esas últimas semanas, pues no habían tenido el gusto de escucharle en ningún sermón.

—Es el estudio y el trabajo, y la salud que flaquea, señora, pero si a Vuestra Majestad le place, predicaré el próximo domingo en el púlpito que más le convenga.

—Si no es para un sermón, venid a visitarnos, padre —le dijo doña Isabel—, que ya sabéis que vuestra compañía nos es muy grata.

Paravicino agradeció sinceramente estas palabras e hizo otra reverencia. Era la Reina una niña encantadora, y desde que llevaba en su seno al futuro príncipe, había embellecido.

—Y quiero que nos leáis uno de vuestros poemas, pero no de esos que tan sombríamente recuerdan la Pasión y la muerte de nuestro Señor, sino de los otros, los que dedicáis a las damas de la corte. Pero mirad quién está aquí —exclamó súbitamente—: Nuestro querido poeta Calderón de la Barca.

Hortensio Paravicino consideró si retirarse dando unos pasos hacia atrás, pero no podía apartarse sin pedirle licencia a la Reina. Bajó la mirada y aguantó la llegada del escritor rezando los primeros versículos del paternóster. Don Pedro, como siempre envarado y sacando pecho, dedicó una exagerada inclinación a la Reina, sonrió a las damas que la acompañaban y a las que estaban hablando con Paravicino, y miró al monje de forma inexpresiva. No reconoció fray Hortensio ni la sorna ni el orgullo, sino una tristeza apagada que le dejó un tanto desconcertado.

—De poesía hablábamos, don Pedro —dijo la Reina—. ¿Qué escribís ahora?

—Una comedia que espero estrenar pronto, señora. Se llamará Casa con dos puertas mala es de guardar.

—Y es gran verdad ese refrán, sobre todo en lo que a amores se refiere.

Rió la Reina y sus damas con ella. Calderón tragó saliva y asintió.

—He de deciros —continuó— que me parecieron preciosos los versos de la obra que de vos vimos en Palacio el pasado Carnaval, El príncipe constante; ése era el nombre, ¿verdad?

—Ése era, señora —confirmó Calderón.

A Paravicino le rechinaron los dientes y reanudó el paternóster con tanto brío, que apuntaba las palabras moviendo los labios.

—Había un soneto maravilloso, uno sobre las rosas y lo poco que duran —dijo la Reina, soñadora y radiante—: «A florecer las rosas madrugaron y para envejecerse florecieron».

—Sí, Señora:

Éstas, que fueron pompa y alegría,

despertando al albor de la mañana,

a la tarde serán lástima vana

durmiendo en brazos de la noche fría…

Calderón se aclaró la garganta, miró las pinturas de la bóveda y se disculpó:

—La memoria me falla, señora, y no recuerdo bien el segundo cuarteto. Si la señora quiere, lo escribiré y se lo haré llegar.

—¿No recuerdan los poetas sus propios poemas? —preguntó muy divertida doña Isabel.

—Cuando se escribe mucho, se mezclan versos en la memoria.

—¿Le pasa eso a vuestra paternidad con los sermones? —le preguntó a Paravicino.

Discretamente, algunos nobles y cortesanos que estaban en la gran sala del palacio se aproximaban para oír lo que deparaba el encuentro. Después de los emponomios horténsicos no se había vuelto a ver juntos a Calderón y al trinitario.

—No puede un hombre generar tantas ideas nuevas como palabras pronuncia o escribe, señora —respondió el trinitario—, así que es muy posible que, quien me escuche frecuentemente, encuentre conceptos y aun frases repetidas.

—Pero vuestra paternidad busca siempre la novedad en sus sermones —intervino don Pedro sin mirarle a los ojos.

—Como vuesa merced en los versos —respondió Paravicino entrelazándose las manos encima de la cruz del hábito—, mas no por eso deja de retomar viejas ideas. El soneto al que hizo referencia la señora es una nueva versión del viejo tema de la fugacidad de la belleza y de la vida, de la cual siempre es símbolo la brevedad de la rosa. Ya era un concepto manido entre los romanos, pues Ausonio le dio carta de naturaleza con el Collige, virgo, rosas, y los italianos lo redescubrieron. Recordemos a Sannazaro, a Torcuato Tasso o a Minturno. Entre los castellanos ha sido moneda corriente. ¿Quién no recuerda a fray Luis de León, a Cristóbal de Mesa o a Garcilaso? Por no hablar del magistral soneto de Góngora: «Mientras por competir con tu cabello, oro bruñido, el sol relumbra en vano»…

—No le falta erudición a vuestra paternidad —le interrumpió Calderón, impaciente—. Pero a veces es más aconsejable seguir la tradición que romperla con novedades disparatadas.

—Ciertamente —respondió con sosiego Paravicino—. Pero en nada ofende quien intenta mundos nuevos, y aun logra a veces efectos de interés. Es mejor, a mi entender, procurar la atención de quien escucha con asombros, aunque salgan disparatados, que con chistes soeces que insultan a quien nada malo ha hecho.

—En eso, paternidad, como en todo, importa lo que juzguen los siglos venideros de nuestros afanes.

—Si a la fama y a la posteridad acude, allí habremos de vernos todos —respondió el fraile—. Aunque más importa lo que Dios entienda que lo que piensen los hombres, sean los de ahora o los de mañana.

—No puedo estar más de acuerdo. Por eso vuestra paternidad es conocido por carecer completamente de vanidad.

La Reina, advertida de que la conversación tomaba un rumbo espinoso, exclamó:

—¡Miren qué hermosa está la mañana, y cómo cantan los pájaros entre las fuentes! ¿No es, verdaderamente, un placer para la vista y el oído?

Las damas y los caballeros se esforzaron por sonreír y apartaron la mirada hacia las ventanas. Se desplazó doña Isabel hacia la puerta de salida al parterre y la siguieron las damas y un enano. Paravicino y Calderón aprovecharon la confusión para apartarse, cada uno por su lado. Don Pedro buscó con la mirada al caballero que hablaba con él antes de que la Reina le llamara. Le cogió del brazo y le empujó hacia el jardín.

—Repetid lo que antes dijisteis —le conminó, como si tuviera ganas de arrojarle al estanque.

El caballero, un gentilhombre flaco y verrugoso que se pasaba la vida merodeando por las galerías de Palacio, apartó la mano que le aferraba la manga y dijo flemático:

—Ya lo habéis oído y no puedo añadir nada más: la comedianta Ana Villegas calienta la cama del Rey desde hace más de tres meses.

Calderón de la Barca enrojeció hasta la coronilla.

—Eso no puede ser verdad —barboteó.

—Señor don Pedro —respondió el otro con la afectada cadencia de los cortesanos que se creen grandes por limpiar las escupideras del Rey—, no sé de qué os extrañáis: nuestro señor no es hombre precisamente virtuoso en lo que toca al sexto mandamiento.

—No puede ser verdad que sea la Villegas de la que habláis.

—¿Hay otra farsante del mismo nombre? Las comediantas, señor, son conocidas por su liviandad. Son buenas para meseras e incluso para barraganas. Si vos queréis conocer alguna…

Pedro Calderón de la Barca se dio la vuelta, se irguió, y se marchó sin una palabra de despedida por los senderos fragantes del jardín. Trastabilló con unas raíces, arrancó una rosa y la deshizo con rabia.

Dentro del palacio, el conde duque hablaba con Paravicino.

—Encuentro pálido y un tanto demacrado a vuestra paternidad —le decía.

—No ando bien de salud estos días, excelencia.

Se sacó el conde duque de la cintura los pliegos del cardenal de Trejo y se los tendió.

—Aprovechando que estaban juntos y que hablaban en amistosos términos, por lo que me pareció inferir desde la distancia, le doy el informe que el Rey encargó al presidente del Consejo de Castilla sobre la pendencia de vuestra paternidad con el poeta don Pedro Calderón de la Barca.

Paravicino agarró los papeles con avidez, pero el tono desenfadado del conde duque y el malestar que le había dejado el intercambio con el poeta le auguraron que aquel escrito no contendría una solución halagüeña para sus demandas.

—¿Lo ha leído vuestra excelencia?

—Ya sabe que soy un ávido lector de memoriales y providencias. Léalo vuestra paternidad, que el cardenal es hombre de seso y de criterio. Vuestra paternidad me lo recomendó para el puesto de presidente del Consejo, ¿no es cierto? ¿Qué mejor referencia que la de vuestra paternidad?

Paravicino volvió a rezar el paternóster en silencio y buscó un rincón apartado para leer el informe. Lo había esperado con impaciencia durante meses y ahora temía abrirlo, como si fuera a abrasarle las manos, los ánimos y las esperanzas.