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LOS CIEN OJOS DE ARGOS
El viernes dieciséis de febrero, día de santa Juliana mártir, Pedro Calderón de la Barca se caló las botas de cuero gaditano, enganchó los tiros de la espada, ladeó la capa de lana, se montó en el caballo y se encaminó al barrio de Ana Villegas. Esta vez, en lugar de visitarla a ella (y ganas de hacerlo no le faltaban), fue a parar a las puertas del empresario Bartolomé Romero. Conocía bien su casa y la sala de su casa, donde había presenciado ensayos de sus obras. Los comediantes, por más que los acusaran de holgazanes, eran los trabajadores más puntuales y esforzados de la villa, y si tenían concertadas las pruebas con las primeras luces del alba, llegaban al amanecer estudiándose los textos mientras Romero abría los postigos, apartaba la mesa de roble y les indicaba dónde debía situarse cada uno para reproducir la disposición del escenario del corral de comedias.
Cuando Calderón se sentaba en una de las sillas y los veía moverse entre el brasero y el baúl, acercarse al espejo como si hubieran abierto una ventana, corretear por las baldosas ajedrezadas al igual que harían en el entarimado del teatro, volaba en la fantasía y entraba en la magia de la representación. Y eso aunque del cielo colgara una lámpara de cobre con cuatro brazos en lugar de los rayos del sol, o los caballos de una cuadrilla se hubieran trastocado en el bufete donde Romero amontonaba cuentas y legajos. Calderón veía tomar cuerpo a lo que su imaginación había compuesto, y un gusto cruzado de placer y temor se confundía en su boca.
Decían y hacían los farsantes lo que él dispuso que dijeran e hicieran, pero los versos podían mejorarse y la declamación nunca era tan grandiosa como él había previsto. Levantaba la mano y los interrumpía: «Miren, señores, que no escribí esta estrofa para que vuesas mercedes la recitaran como si murmuraran un avemaría», o «¿De cuándo acá una mujer enamorada habla de su caballero como si estuviera comprando nabos en la verdulería?». Los recitadores apretaban los dientes y miraban a Bartolomé Romero pidiendo auxilio, pero el empresario se tragaba las ganas de echar de su casa al escritor y le dejaba hablar, resignado. Si hubiera sido otro, no le permitiría tantas insolencias, pero don Pedro contaba mucho entre los mandamases de la corte, y no era cuestión de enojarse con él ni granjearse la antipatía de quienes podían deshacer los contratos de la compañía de comedias. Tanto más cuanto que parecía que el propio Rey se aficionaba a las composiciones de Calderón, y le llovían encargos para el Corpus y los entretenimientos de Palacio.
Llegó a media mañana a la casa de Romero. La lluvia, que había caído con ferocidad de mujer encelada, había abierto charcos por todas las calles. O polvos o lodos: no había manera de hacer un trayecto en Madrid sin llegar con la capa sucia y las calzas con costras de barro. Se sacudió la ropa como mejor pudo y golpeó la puerta con la aldaba. Romero le abrió sorprendido de aquella visita a destiempo y le dijo que ya se habían ido todos los comediantes, pues esa tarde había función en el Príncipe y tenían que almorzar.
—Es casi mediodía, tiene razón —admitió Calderón como si no se hubiera dado cuenta hasta entonces de las horas a que se dejaba caer por la casa del empresario.
Bartolomé Romero no le invitó a pasar, pero Calderón se tomó la libertad de llegarse a la sala, desanudarse los cordones de la capa, arrojarla sobre un banco, desenguantarse y sacarse del interior de la ropilla un pliego doblado en cuatro.
—Si vuesa merced viene por El príncipe constante, le diré que la obra ya está bien ensayada, y que en la función de la próxima semana mis comediantes lograrán lo mejor de vuestros versos —dijo Romero—. Se los saben de memoria, los recitan con gracia y actúan con discreción.
—Eso es lo malo, que se los sepan de coro, como los niños del seminario. No fue buena la impresión que obtuve el lunes pasado, cuando vine a ver el ensayo.
—Será que la presencia de vuesa merced los puso nerviosos.
Romero era hombre pacífico y se adaptaba a los vientos que más soplaban sin que el orgullo le tentara a oponer resistencias a lo que podía solucionarse con una inclinación de cabeza. Tratar con los escritores y los representantes le obligaba a ser tan comprensivo con el género humano como una madre con los caprichos de un niño. Difíciles de contentar eran quienes escribían comedias, que todos se creían de la estirpe de Sófocles, y más difíciles aún los comediantes, gente veleidosa, insegura e insaciable si de tragarse elogios se trataba. Mano izquierda, resignación y buen humor: ésas eran las empresas de Romero, y le funcionaban a las mil maravillas, porque su compañía no perdía trabajo y conseguía arrendar corrales en toda España. Flemático, sonrosado, medio calvo y risueño, más parecía cocinero de convento que negociante de obras de teatro.
Contraatacó sin perder la suavidad de formas.
—La comedianta de vuesa merced, por cierto, la Ana Villegas, no está haciendo mal papel.
—No es mía, Romero.
—Si actúa en esta función, señor Calderón, no es por mi gusto.
—Era una buena opción, estará vuesa merced de acuerdo en que el personaje le sienta bien.
—Tengo yo comediantas en mi compañía que tampoco lo harían mal. Y es de lamentar que, por meter a alguien que no es de mi grupo, se haya generado malestar entre los demás, que ya sabe que los farsantes son gente sensible.
—Que no se anden con remilgos, que la Villegas dará tono y mejorará la recaudación.
—¿La mejorará? Será por haberse hecho célebre con el caso del hermano de vuesa merced, que espero que se halle con salud.
—La salud la tiene buena —respondió Calderón, que no sabía si el empresario se estaba intrincando por los laberintos de la burla—. Ya sale a la calle y pronto le veremos jugando a cañas.
—De eso me alegro. También a Pedro Villegas le han visto en Madrid, aunque creo que se marchará pronto, porque tenía una oferta para un papel en el corral de comedias de Segovia.
Calderón no respondió. Estiró la espalda y levantó la barbilla, porque la libertad de movimientos de Pedro Villegas no dejaba en buen lugar el honor de su familia. Romero, quizás por inadvertencia, hurgó en la llaga:
—Dicen que Francisco y Pedro Villegas ya se han encontrado, y que no hubo violencia.
—Por supuesto que no. Nadie ha de inquietarse por eso. El asunto está cerrado. Un trato beneficioso para ambas partes, que deja en buen lugar nuestra honra y nuestro nombre.
Calderón se golpeteó la palma de la mano con el papel. Ya había dicho esa frase a dos o tres personas que, como Romero, se encargarían de hacérselo saber a todos aquellos que tuvieran algún interés en el asunto. Cuanto antes se corriera la noticia de que el caso estaba cerrado, antes dejarían de murmurar indignidades sobre ellos. El autor de compañías asintió y dijo:
—Por cierto, que acabo de hablar de Pedro Villegas y no sé si ese nombre le casa como antes. A su hermana ya no hay que llamarla «la Villegas», ni siquiera «Ana Villegas», sino que ahora dice ser «Ana Francisca de Villegas».
Calderón quiso reírse, pero no le pareció oportuno entrar en complicidades con el empresario.
—Cada quien sabe quién es y cuál es su nombre.
—Yo sólo digo que no hay que dar aire a quien tiene la capa hinchada, no sea que se eche a volar, y que en este oficio hay mujeres con las que conviene andarse precavido, pues quien sabe fingir personas ante el público de los corrales también sabe imitar afectos y hacer creer lo que no es creíble.
Calderón contrajo la boca y se envaró como si le hubieran azotado en las nalgas:
—Cuando hablemos de teatro, señor Romero, escucharé con gusto los avisos de un autor de comedias. En lo demás, no quisiera que me llenaran la cabeza de tantas reflexiones que mi confesor se quede sin nada que decirme.
Romero entornó los ojos y se rascó las manos.
—A lo que he venido, señor Romero —continuó el escritor—, es a decirle que es preciso añadir un par de estrofas a la comedia.
—Eso es una contrariedad. Ya tenemos todo cerrado.
—No es más que una decena de versos, y sólo afecta a Brito. Ha de pronunciarlos en la escena de la llegada a tierra, en la primera jornada. Los he traído escritos para que se incluyan en su parlamento.
—No podré hacerlo. La obra ya pasó la censura, y no es de ley añadir versos cuando han aprobado el examen del consejo.
—Son versos menores que sólo ayudarán a hacer más graciosa la escena. Es mi obra, y estimo que deben incluirse donde digo.
—No es la obra de vuesa merced, señor Calderón, de eso ya hemos discutido muchas veces: es mía, pues la he comprado con mis dineros. Pero no quiero hacer disputas ni contradecir a vuesa merced si puedo darle gusto. Métanse los versos donde le plazca; escríbalos vuesa merced, y que sea lo que Dios quiera.
—Dios siempre quiere el bien de los cristianos.
—Pero a veces sus intenciones son oscuras.
Romero se alejó mientras dejaba que Calderón retocara la obra. «Excéntricos todos», pensó, «mala gente y caprichosa».
Cuando el poeta terminó de escribir el añadido, se dieron la mano y se despidieron sin intentar una sonrisa.
Pesaba tanto la historia en el templo de Santo Domingo, que se diría que el propio santo hubiera labrado sus columnas con las piedras de la choza que utilizó para bendecir su primer convento. Extraña suerte la de Madrid: en los tiempos en que no era más que una aldea de agricultores protegida por un castillejo, santo Domingo de Guzmán y san Francisco de Asís vinieron y decidieron fundar casas de las órdenes que acababan de crear. ¿Presentían acaso que ese villorrio perdido en la meseta pasaría a convertirse algún día en la capital de la Monarquía más dilatada de la tierra? ¿Sospechaban que Dios habría de señalar ese cerro para que sirviera de armería de las huestes que defenderían la verdadera fe?
En el viejo templo de Santo Domingo se resumían las esencias del Reino, afirmaba Paravicino desde su púlpito levantando el brazo y mirando a los fieles; mientras un cristiano pudiera acogerse en él y orar ante uno de sus ilustres altares, se mantendría la Monarquía católica bien asentada sobre sus cimientos. Espíritu que viene de los tiempos y hacia los tiempos avanza, solidez de una iglesia que perdurará durante siglos, sentido de una orden como la de los dominicos, que representa la vocación de esperanza y amor del cristianismo.
Fernando de Valcárcel dejaba que el sermón se le colara por las orejas y repasaba el interior de la iglesia con la mirada vacuna de quienes no aprecian en el arte más que representaciones de anécdotas. Abundaban las imágenes antiguas, los lienzos ahumados por los cirios, los altares de columnas doradas, las rejas de forja y, en las capillas laterales, los enterramientos de piedra de los grandes señores de Castilla. Don Pedro Primero el Cruel se arrodillaba en su nicho y rezaba eternamente para rogar por el perdón de sus pecados, que buena falta le hacía. En el retablo mayor se asomaban Jesucristo, san Juan y la Virgen del Rosario como farsantes que salieran a escena y se hubieran olvidado de su parlamento.
Procuraba Valcárcel no perder de vista al rechoncho trinitario que había llegado acompañando a Paravicino. Se llamaba Matías, y ya había concertado con él una entrevista al acabar la misa. El secretario parecía condenado a tragarse todas las ceremonias litúrgicas de Madrid para obtener la información que buscaba.
Mientras Paravicino se explayaba en su sermón interminable, Valcárcel bostezaba, se relamía los labios, se mordía la lengua con los colmillos, la dejaba colgando. Se aburría de las expresiones estrambóticas y los giros forzados con que construía su discurso el predicador. A saber qué les gustaría tanto al Rey y al populacho de aquel modo de enhebrar sermones: citas de autores olvidados, juegos de palabras, prosopopeyas excesivas, párrafos ovillados, conceptos recosidos con metáforas que a duras penas se entendían… Y además elogiaba a los dominicos, olvidando que los predicadores de esa orden habían compuesto vergonzosos panegíricos tras la muerte del detestado duque de Lerma.
La iglesia era de dos naves paralelas, y desde el púlpito el sermón revolaba por la principal, se abría paso hasta la cabecera, se enroscaba en los santos del altar mayor y fallecía en la secundaria, que era humilde y encogida. Tenía la voz de Paravicino poco volumen; incluso cuando se encolerizaba o gritaba para subrayar ideas de enjundia, le costaba llenar el ámbito del templo. Al menos así obligaba a los fieles a guardar silencio y escuchar con atención.
Oratoria rebuscada y declamación pobre: ¿qué tendría Paravicino que no tuvieran los demás? El secreto debía de estar en su persona, su mera presencia, su figura aupada en el púlpito. Sin gesticular más de lo debido, sin agitar la cabeza más allá de lo conveniente, transmitía pasión y convencimiento, y obligaba a los fieles a atornillar los ojos y embuchar las palabras sin hacer preguntas ni exigir grandes comprensiones. Sí, pensaba Fernando de Valcárcel: más que lo que decía, más incluso que cómo lo decía, subyugaba en el monje una luz interior que atraía a quienes escuchaban como se obnubilan las polillas ante el resplandor de un candil. Paravicino hablaba, razonaba, argumentaba, pero no era ahí, o no sólo ahí, donde radicaba su fuerza. Bastaría que apoyara las manos en la baranda del púlpito y mirara al cielo para que toda la iglesia se sintiera sobrecogida y oyera en sus corazones el aleteo del Espíritu Santo.
Valcárcel quería quitarle importancia a pensamientos tan fuera de lugar mientras se mordisqueaba una astilla de la uña del dedo índice. Si seduce Paravicino, se decía, no ha de ser porque Dios le ha destacado con su gracia. Había conocido él a más de un pícaro que domesticaba voluntades con su sola presencia y arrastraba a sus compañeros de camada a empresas peregrinas. Hay quienes saben concitar fidelidades, abren la boca y empujan a multitudes, quienes han nacido para pastorear la grey. No es Dios el que está detrás de esos accidentes. Paravicino era un hombre, su vida era humana, y sus circunstancias seguramente turbias. Fray Matías sabría confirmárselo.
Cuando terminó la misa, los fieles desalojaron la iglesia y se abandonaron al frío mañanero del atrio del monasterio dominico. El suelo estaba empapado del último chaparrón y el cielo se llenaba de unas nubes rollizas que no dejaban barruntar nada bueno. Fernando de Valcárcel esperó a que llegara a las puertas fray Matías, se acercó y le recordó, aunque no lo hubiera olvidado, que habían quedado en caminar juntos un trecho para hablar de ciertos asuntos. De Santo Domingo salían señoras envueltas en mantos acompañadas de ayas, y caballeros emperifollados como pavos reales que despliegan sus colores. Entre las señoras que miraban a hurtadillas a los pretendientes, las ayas aburridas, los pajes adormilados, los caballeros engallados y las viejas sordas, ¿quiénes se habrían enterado de las enrevesadas razones de Paravicino?
Don Fernando y fray Matías bajaron despacio hacia la calle de Preciados. Era el monje un hombre tranquilo y benevolente. Se lo había presentado a Valcárcel un amigo común en quien tenía confianza, aunque le habían advertido de que de él no sacaría más que santidades. Santidades no quería oír cuando le hablaran de Paravicino: prefería diabluras; pero por el momento no tenía mejor confidente para entrar en los secreteos del convento de la Santísima Trinidad.
—Le conozco de toda la vida —decía fray Matías—. Somos de la misma edad, y la nodriza en cuya casa vivía no estaba lejos de la plaza de Matute, donde mis padres, que en gloria estén, tenían su morada.
—¿Se crió Paravicino con una nodriza?
—Sí, su madre murió en el parto, y su padre, que era italiano, tuvo que enviarle con Estefanía de Zorrilla, mujer de un guarnicionero de la calle del Príncipe. Ella le amamantó e hizo de madre durante los primeros años. Don Muncio, su padre, se pasaba el día trabajando con su socio Hortensio Rocchi, a quien, por cierto, debió el niño su nombre. Hortensio fue listísimo desde los más tiernos años. A los cinco ya leía en romance, y a los siete, entendía y hablaba latín. Cuando don Muncio se casó en segundas nupcias, se lo llevó con la madrastra y en seguida le dio hermanos. Hortensio era aplicado, y le mandaron a estudiar en el colegio de Ocaña, en Alcalá de Henares, en Salamanca y en Ávila. Se ordenó trinitario en 1605. Si le pasó como a mí, estimo que eligió nuestra orden porque se impuso en él el recuerdo de su infancia, pues de niños pasamos mucho tiempo entre los monjes de la Santísima Trinidad. El voto de pobreza y humildad casaban bien con su temperamento.
—No es eso lo que yo había oído de él, que dicen que es hombre vanidoso y pagado de sí mismo. —Valcárcel se llevó la uña a la boca, pero el guante le hizo cambiar de opinión.
—Ya, para hablar mal del prójimo siempre anda la gente ansiosa —respondió fray Matías con calma—. Lo demás ya lo sabe vuesa merced: dicen que Felipe Tercero le oyó predicar en cierta ocasión en que pasó por Salamanca. Tenía que haber pronunciado el sermón un monje anciano y respetado, pero enfermó, y la congregación confió en Hortensio, a quien ya se conocía por sus dotes de orador. El Rey quedó tan cautivado con sus artes retóricas, que pidió al provincial de la orden que le trasladara a Madrid. Volvió, pues, a nuestro barrio, al convento de los Trinitarios, el de la calle de Atocha.
—El barrio de San Sebastián es el más frecuentado por la gente moza, los representantes de comedias y las damas de turbia profesión. No es buen lugar para un monje.
—Yo profesé en esa misma casa un poco antes que él —dijo fray Matías haciendo oídos sordos al comentario—. Felipe Tercero no tardó en nombrarle predicador real. Después ocupó oficios de responsabilidad: superior del convento, comisario visitador de la orden para la provincia de Andalucía, provincial, vicario general de la provincia de Castilla…
—Y dígame, fray Matías: en el convento, ¿qué les parece a vuestras paternidades eso de que fray Hortensio esté todo el día entrando y saliendo y recibiendo visitas en su celda como si fuera un caballero de la corte?
—Pues, ¿qué habría de parecemos? Son visitas honestas. A veces nosotros también entramos y mantenemos pláticas con los amigos de Hortensio. Yo, personalmente, soy muy aficionado de Valdivielso, y también de Pellicer. ¿Los conoce vuesa merced?
—De oídas, sólo de oídas. ¿Y mujeres?
—Mujeres, ¿qué?
—Que si también van a su celda.
—Sí, nada lo prohíbe.
—¿Y van muchas?
—No tantas.
—¿Cuántas son «no tantas»?
—Todas son damas principales y hacen obras de caridad en el convento.
—Eso está bien, aunque ya sabe vuestra paternidad que la mejor caridad es la que se ejerce con uno mismo… Paravicino escribe versos amorosos, ¿sabía eso vuestra paternidad?
Fray Matías no perdía la compostura. Sonreía afable, caminaba tranquilo, y de vez en cuando miraba a su interlocutor con los ojos llenos de bondad. Las nubes se revolvían y dejaban escapar las primeras gotas de lluvia.
—Así que pasa fray Hortensio mucho tiempo fuera del convento y se mueve con gran libertad —resumía don Fernando ante el silencio del monje—, va y viene donde se le antoja, y nadie sabe dónde gasta su tiempo. Yo había leído que no le disgustan las faldas y que sabe usar sus artes retóricas para seducir a mujeres incautas.
—No me parece bien, don Fernando, que mantenga vuesa merced ese tono al hablar de fray Hortensio.
—Vuestra paternidad se honra al defenderle, pero es sabido que hay mucha gente que no le quiere. Conocerá, qué duda cabe, una sátira que circuló no hace mucho sobre su persona en que se decían de él cosas terribles.
—Cosas peregrinas.
—Veo que sabe de qué poema hablo.
—El que escribieron en Toledo, ¿cómo no habría de saberlo?
—¿Y qué me dice al respecto?
—Hortensio se querelló contra un hermano trinitario de esa provincia, pero su bondad le hizo retirar la demanda. La envidia es pecado capital, don Fernando. Los que escriben o disfrutan leyendo esas difamaciones son grandes pecadores.
—Pero vuestra paternidad lo ha leído.
—También yo soy un gran pecador.
—¿Y nada es verdad?
—Sólo he de decir que fray Hortensio ha sufrido atrozmente con estos insultos, que es persona sensible, y que cada vez que se le ataca injustamente, palidece y pierde salud. Y no está sobrado de ella. Yo espero que el Señor le ayude a sobrellevar estas penas y nos lo conserve mucho tiempo entre nosotros… La lluvia arrecia —dijo de pronto el monje dándole a besar el crucifijo que le colgaba del cinto; al ver que el cortesano no lo hacía, trazó una bendición en el aire—. Será mejor que cada cual siga su camino: yo subiré por Carretas. Que Dios le acompañe.
Con el agua goteándole por el sombrero y empapándole la boca, gritó Valcárcel:
—¿Qué interés le sigue a vuestra paternidad para querer que Paravicino viva mucho tiempo?
—Su bienestar —dijo el monje andando sin girarse—, y que continúe haciendo el bien por la religión y por nuestros reinos.
—¿Y no tiene vuestra paternidad una copia del poema?
Fray Matías no le oyó; o no quiso oírle.
—Eso, por no hablar de los ducados que entran en el convento gracias a su salario de predicador real, las prebendas de que gozan todos esos frailes por tener dentro a un hombre de tanta fama, la continua protección de Su Majestad, las múltiples donaciones que reciben de quienes confunden sus sermones con las epístolas de san Pablo y, por supuesto, el prestigio que les da ante los monjes de las otras órdenes. La componenda es perfecta, excelencia, y por eso no lograremos nunca sacar ni una sola crítica de los hermanos del convento de la Santísima Trinidad.
El conde duque de Olivares le miró con ojos inexpresivos.
—No hay hombre perfecto por muy monje que sea, ni pasado que no arroje sombras, Valcárcel.
Don Gaspar de Guzmán se azacanaba entre sudores y murmullos solitarios, cruzaba la sala una y otra vez, garrapateaba una firma en un documento apoyándolo en el escritorio sin apenas sentarse, lo enrollaba y lo encajaba en la costura de la ropilla, iba hacia la puerta, daba instrucciones a un secretario para que lo despachara urgentemente, volvía y leía un legajo arrimándose a la ventana. Corpulento, bamboleante, desprendía a su paso una apremiante sensación de agobio. «Trabajo mucho», parecía decir al abrirse camino entre los colaboradores, «el peso del Estado recae sobre mis hombros», que eran anchos y fornidos como los de un jayán.
—He descubierto que hay un poema satírico —dijo Fernando de Valcárcel cuando don Gaspar regresó al escritorio.
—Si eso es todo lo que habéis encontrado, no puedo felicitaros por vuestro trabajo.
—Pero éste tiene su importancia. Paravicino denunció a un fraile trinitario como presunto autor, pero luego no continuó con la demanda.
—¿Un fraile trinitario escribiendo versos satíricos contra el bienamado y respetado Paravicino? ¿Y dónde está?
—En Toledo.
—Id a verle. Id y que os cuente. Aprended en Toledo, vigilad en Madrid, preguntad en Salamanca. Pero sed Argos, Valcárcel. Cuando durmáis, cerrad sólo la mitad de vuestros ojos.
—Hay más, excelencia. He pasado un par de días investigando los archivos de Palacio y me ha llamado la atención un dato curioso. Cuando en 1617 se instruyó el expediente de limpieza y linaje para el nombramiento de Paravicino como predicador real, el juez y el notario tuvieron que visitarle en su convento y tomarle declaración, porque no se encontraron ni las hojas del bautismo ni las del desposorio de sus padres en el archivo parroquial de San Salvador. El fraile, ni corto ni perezoso, dijo que ya había tenido necesidad de usar su fe de bautismo cuando ingresó en los Trinitarios y que, como tampoco entonces encontró ni sus hojas de inscripción ni las de sus hermanos, tuvo que hacer fe de vida y bautismo ante un notario y su escribano. He ido al archivo parroquial y he comprobado que no hay fe de bautismo de Paravicino ni registro del matrimonio de sus padres, Muncio Paravicino y Clara de Arteaga.
—El caso es raro. ¿Quién querría arrancar la hoja de inscripción de un archivo parroquial?
—Alguien que no quisiera que se conociera algún extremo comprometido, excelencia.
El conde duque dejó de mirarle y volvió a sumir la mirada en sus papeles.
—Seguid investigando, Valcárcel —le dijo—. Estoy seguro de que no me decepcionaréis.