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EL PREDICADOR MÁS QUERIDO

Fray Hortensio Félix Paravicino abrió los ojos cuando oyó la campana que convocaba a laudes. Desde la cama llamó a su sirviente:

—¡Tomás! ¡Tomás! ¿Estás despierto?

Tomás se levantó y respondió desperezándose:

—No lo estaba, pero ya lo estoy. ¿Qué ordena su paternidad reverendísima?

—Ve a la ventana y mira qué día hace.

Tomás eructó disimuladamente, corrió de una patada el jergón que usaba como lecho y abrió los postigos. Los cristales estaban cubiertos de escarcha y por las rendijas se oía ulular el viento. Aquel mes de enero estaba resultando particularmente frío.

—Me temo, padre, que hoy es uno de esos días buenos para no vivirlos. El aire está helado. Yo creo que ni respirar se puede y que los pajarillos yacen patas arriba por los tejados.

—Eso me parecía a mí —asintió el monje.

Todavía no había amanecido. Las ventanas retenían la negrura densa de la noche, y la lámpara de vidrio parpadeaba en el claustro como si la hubieran abandonado y pidiera auxilio. Tomás removió las cenizas del brasero y sopló para prender un cabo de vela, encendió los candiles de la alcoba y de la sala, regresó para alimentar el brasero con carbón y se restregó las manos. Fray Hortensio apartó las sábanas con un quejido. En la jarra el agua estaba muy fría.

—Tomás, anda, caliéntala en el brasero, que si me la echo encima se me va a cuartear la piel.

—Eso le pasa a vuestra paternidad por lavarse todos los días. Es cosa que va contra la ley de Dios.

—¡Qué dislates dices!

—Pues digo que, si Dios hubiera querido que metiéramos la cabeza en remojo todas las mañanas, no habría ordenado que nos bautizáramos sólo una vez en la vida. Y fíjese cómo apartó las aguas del Sinaí para que pasaran Moisés y el pueblo elegido y no se les mojara la ropa.

—El Sinaí es un monte, Tomás. Te has levantado teólogo.

—Y si vuestra paternidad quiere, también físico, porque mi padre, que era barbero y sabía mucho de las ciencias médicas, siempre decía que el agua reblandece los huesos y que el elemento líquido deshace el seso y la potencia masculina.

—La obligación de todo hombre que quiera vivir en el mundo es asearse y adecentarse. Y en el caso del predicador, esta obligación se convierte en necesidad. Me aseo por respeto a mi cuerpo, que es obra de Dios, y por dar ejemplo a quienes me ven.

—No son tantos los religiosos que piensan como vuestra paternidad, que basta olisquear por la calle, e incluso por este convento, para darse cuenta de que el olor a santidad es cosa que sólo ha de alcanzarse en el cielo.

El fraile se rió. Tenía que proponer al rector de Sigüenza que le ofreciera una cátedra a Tomás: lo haría mejor que muchos de los que por allí se ponían la toga. Se estiró, se dobló hacia adelante y hacia atrás y bostezó.

—Eso no es tanto porque la religión y el agua no sean buenas compañeras, sino porque hay clérigos que olvidan que su modo de comportarse ha de ser un modelo para los cristianos.

—Vuestra paternidad piensa así porque siempre tiene en consideración a los demás en todo lo que dice o lo que hace, que si sólo se preocupara de quien realmente le interesa, que no es sino su propia persona, no se agraviaría tanto el cuerpo con castigos de agua.

—Es verdad que hay muchos que sólo actúan en su provecho, y que ser hombre de bien se tiene ya por achaque, e incluso por enfermedad —sonrió fray Hortensio—. Aunque no hay riesgo de que esto contagie, porque se les pega a muy pocos.

—Pues torturarse con el hielo de la jarra, más que de hombre de bien, es cosa de penitente que gusta de sufrir.

—Por respeto a Dios, a mí mismo y a los demás lo hago, Tomás, que en mi opinión la virtud y la cortesía nunca han reñido, como tampoco han de pelearse la virtud y el buen arte.

Sacando fuerzas de la frase que acababa de pronunciar, vertió la jarra en la ajofaina y se lavó la cara. El agua apenas se había templado, y cuando se remojó los brazos le sacudió un escalofrío. Se secó con la toalla, y Tomás le ayudó a cubrirse con el hábito blanco y a pasarse la capa negra por encima de la cabeza antes de alejarse para encender el candil del escritorio. Fray Hortensio, después de peinarse, le siguió, se sentó, abrió la carpeta, leyó las líneas que había emborronado la noche anterior, frunció el ceño como si quisiera dar caza a una idea que se le hubiera manifestado mientras dormía y miró hacia el infinito.

—¿Manda algo más vuestra paternidad? —preguntó el criado después de disponer sobre el tablero del escritorio el pequeño refrigerio que habría de servirle a su amo de desayuno. No veía el momento de acurrucarse otra vez en el jergón y despacharse otro par de horas de sueño. Sabía que el monje podía trabajar sin moverse hasta que llamaran a prima, e incluso a tercia, y que no le molestaría si tenía el tintero cargado, la resma de hojas cortada y las plumas con filo.

—Sí —dijo Paravicino—, alcánzame las Oraciones de san Gregorio Niseno de la estantería de la derecha, en la segunda balda.

Tomás se acercó a la biblioteca un tanto medroso; aunque sabía leer, aquellos montones de letras apiladas no le parecían de buen agüero. Regresó con un volumen en octava cubierto de pergamino y se lo tendió con muy poca convicción.

—Éste es san Agustín —le dijo su amo.

—¿Y cómo quiere que lo distinga si también pone Oraciones? Donde vuestra paternidad me dijo no hay más que Oraciones por todas partes. Yo no sé cómo los santos rezan tanto, y encima escriben.

—Déjalo, ya lo haré yo —resolvió fray Hortensio sin prestarle mucha atención.

Llegó a la biblioteca, devolvió el san Agustín al lugar que le correspondía y, después de acariciar con los dedos el lomo del san Gregorio, cambió de parecer y regresó con los textos de san Ambrosio y san Cipriano.

Buscaba una cita para el sermón que pronunciaría el domingo en San Jerónimo el Real. Quería recordar que Jesucristo se rodeó de sus apóstoles, y que de todos ellos eligió a san Pedro para que se convirtiera en la piedra angular del edificio de la Iglesia. Está en el orden de las cosas que los dirigentes y los reyes destaquen a uno de sus súbditos y confíen en él tareas de gobierno que, de otro modo, los abrumarían. Don Felipe Cuarto había tomado la mejor decisión al llamar a su lado a Gaspar de Guzmán, el conde duque de Olivares, para que le ayudara a regir la máquina de la Monarquía española.

Hojeó los libros, rebuscó en las copias manuscritas que se amontonaban sobre el escritorio y encontró un discurso de fray Pedro de Maldonado que le venía como anillo al dedo:

«Nunca al pueblo de Dios le fue bien, sino cuando su príncipe tenía un buen privado: Faraón un Joseph, Baltasar un Daniel».

La frase era buena, pero no la fuente, porque habría sido temerario citar ante los miembros de la corte al confesor del duque de Lerma, el valido que había caído en desgracia después de la muerte de Felipe Tercero y a quien siempre se refería el conde duque como un dechado de maldades y perversiones sin cuento. Quizás bastara con introducir algunos versículos del Antiguo Testamento referidos a Joseph o a Daniel para dar autoridad a esa parte de su sermón… Era importante apuntalar los discursos con las sentencias de los sabios antiguos y los Padres de la Iglesia; no para abrumar a los fieles, sino para sorprenderlos con la novedad y el ingenio de los pensamientos de los santos y los filósofos. Porque el predicador debe enseñar la doctrina, pero ha de hacerlo deleitando y, llegado el caso, conmoviendo.

Invención, disposición, elocución, memoria y pronunciación: ésas eran las cinco operaciones del arte de predicar según los preceptos de la retórica clásica, que con tanta aplicación había estudiado fray Hortensio en Salamanca y Ávila y que en Madrid había practicado durante años, sermón tras sermón. Alcanzada la invención, buscaba ahora la mejor disposición y elocución de sus ideas.

«El sol alumbra toda la tierra, pero brilla más sobre unos lugares que sobre otros; el alma da vida a todo el cuerpo, pero favorece especialmente a la cabeza y el corazón. Digamos, pues, que los monarcas que tienen favoritos no hacen más que seguir el camino que Dios ha trazado como fundamento de su creación».

Eso escribía fray Pedro de Maldonado, y fray Hortensio galopaba sobre el caballo de la inspiración y garabateaba pliegos con su letruja imposible. Si el privado es como debe ser, es la más noble y rica parte del rey. El monarca es el sol, y por eso es justo que a don Felipe se le llame en todo el orbe «el Rey Planeta». Su luz refulge sobre propios y extraños, pero sabe elegir a un hombre entre todos los demás para concentrar en él el amor de sus rayos. La Monarquía es afortunada al contar con don Gaspar de Guzmán: noble honesto, esforzado, humilde, consagrado a la búsqueda del bien de la Corona y de la Iglesia. En verdad los reinos de Felipe Cuarto tienen en él su mejor baluarte.

El día se abría paso con cadencia pausada. Dibujaba el perfil de las contraventanas y del respaldo de la silla, animaba el espejo, descubría las pinturas que colgaban de las paredes, y rescataba los colores de las dos alfombras granadinas que vestían las losas del estudio. El resplandor del brasero se perdía en la insignificancia. Fray Hortensio se había arrimado a la ventana y ya no leía bajo la luz del candil. Apagó la llama y se santiguó.

Era justo elogiar la labor de don Gaspar de Guzmán, hombre religioso como pocos y respetuoso con los mandamientos de la Santa Iglesia Católica. No buscaba el dinero, pues era sobrio de costumbres, no favorecía a los amigos, no tenía vicios conocidos. Vivía para su trabajo, y su trabajo era engrandecer la Monarquía y conducirla por la senda querida por Dios. De día y de noche se afanaba para servir al Rey. Procuraba disculparse y no acompañar a don Felipe cuando salía de caza o se entretenía con la música o el teatro, había renunciado al cargo de sumiller por no emplear el tiempo en vestir y desvestir al Rey. Se encerraba don Gaspar en su oficina y dictaba y leía y disponía. Y si algún rescoldo de vanidad o de ambición brillaba en su alma, la reciente muerte de su hija lo había apagado para siempre. El conde duque vivía recogido en su trabajo como un monje de la política. «Vuestra paternidad tiene la Trinidad por monasterio; yo, el Alcázar de Sus Majestades», le dijo en una ocasión.

La Trinidad no era el Real Alcázar, pero empaque no le faltaba. Los aposentos de Paravicino daban sobre el claustro principal y, como ocupaban la crujía del mediodía, no se soleaban hasta bien entrada la mañana. En invierno la arquitectura del convento encogía sus ánimos. Era grandiosa, pero llevaba el frío inscrito en los arcos y en las columnas de granito. Todo el edificio recordaba las trazas solemnes de El Escorial: no debían de equivocarse quienes aseguraban que el rey Felipe Segundo dibujó los planos de su propia mano. La escalera era soberbia; la iglesia, de las mejores y más alhajadas de Madrid; las dependencias, amplias, y el mobiliario, espléndido. Los visitantes admiraban tanta grandeza, y fray Hortensio, siempre que oía cómo retumbaban sus pasos por las bóvedas, consideraba qué sólida y poderosa era la Monarquía a la que Dios había dispuesto que dedicara sus servicios.

Se retiró unos minutos al rincón que servía de capilla en la celda y murmuró sus oraciones. Hablando con Dios, se le remansaban las inquietudes y se sentía en paz con todo lo que le rodeaba.

Con el alma limpia y el espíritu renovado, regresó al escritorio y trabajó sin tregua hasta que la campanilla del claustro llamó a tercia. «¿Tan tarde?», se preguntó admirado de que el tiempo se escurriera con esa premura. Se levantó y se dispuso a bajar a la iglesia. Ya que no había participado en los laudes ni seguramente regresaría a tiempo para las vísperas, rezaría ahora con el resto de la comunidad.

—Tomás, ¿duermes? —gritó girándose hacia la alcoba.

—No, padre, no. No duermo —mintió el criado—. ¿Qué ordena vuestra paternidad?

—Voy a la iglesia. Procura que esté lista la carroza, que, cuando acaben los oficios, he de ir a Palacio.

Tomás se echó la capa sobre los hombros, hizo una reverencia al pasar a su lado y salió sin mucha prisa. Fray Hortensio fue detrás de él. En el claustro saludó a los hermanos, que acudían a la tercera oración colectiva del día.

El tiempo del convento se acompasaba con los toques de las campanas que convocaban a los distintos oficios. Los trinitarios tenían sus horarios bien reglados y, entre trabajos y refacciones, disponían de una jornada previsible donde se borraban las preocupaciones superfluas que les impidieran concentrarse en la oración. Sin embargo, y a diferencia de lo que sucedía en otras órdenes, no todo era rutina y encierro en su vida. Salían con frecuencia a recoger limosnas o a socorrer a enfermos y necesitados, y muchos de sus miembros (y esto los distinguía de franciscanos o dominicos) emprendían largos viajes a otras provincias o a costas de infieles, porque desde su fundación la razón de ser de la orden estaba en el socorro a los cristianos cautivos por los moros. Hablaban con las familias de los prisioneros, recaudaban dineros, y se embarcaban con el rescate para negociar la liberación de los desgraciados cuyos bajeles habían sucumbido en manos de los corsarios de la Berbería.

Como sus hermanos de convento viajaban y conocían más mundo que las cuatro paredes de sus celdas, admitían que fray Hortensio gozara de ciertos privilegios extraños a los demás miembros de la orden. Disponía el predicador de criados, carroza y un salario del Rey, podía salir y entrar con libertad y sin solicitar la autorización del padre prior, viajaba, recibía visitas, se saltaba los oficios según su conveniencia y adquiría libros sin necesidad de que los escudriñaran el prior o el provincial.

Aunque nunca hubiera realizado uno de aquellos viajes por mar ni tampoco, como Simón de Rojas, repartiera comida entre los pobres, fray Hortensio Félix Paravicino era el trinitario más famoso de Madrid. Para los monjes de la calle de Atocha contar con él entre los suyos constituía un motivo de orgullo. No sólo era uno de los pocos sacerdotes que ostentaban el título de predicador del Rey, sino que se había ganado el cariño del Monarca y se había convertido en el predicador más admirado de la villa, y aun de toda España. Eran cientos los que acudían a escucharle cuando pronunciaba sus sermones. Seguían boquiabiertos sus razones, lloraban si tenían que llorar, sonreían si tenían que sonreír y reflexionaban si a ello los incitaba el monje. Más de veinte años llevaba viviendo y predicando en la corte, primero con el patrocinio de Felipe Tercero y ahora de su hijo Felipe Cuarto. Su presencia se había hecho tan inseparable de los actos públicos de la capital del Reino que era refrán acuñado aquel que decía: «No predica Hortensio, pues la fiesta no se ha cumplido».

El de tercia fue un oficio breve. La nave de la iglesia estaba tan fría que al prior se le cortaban las cadencias latinas y emitía sílabas interrumpidas, como si quisiera acabar cuanto antes y volver a refugiarse en el calorcillo del brasero de su celda. Paravicino se santiguó y salió al atrio. Allí le esperaba Tomás con la carroza. Después de considerarlo unos instantes, y viendo que el sol se enseñoreaba del día, decidió que daría un paseo a pie. Tomás se apresuró a pedir a otro criado que guardara el vehículo en las cuadras y se dispuso a caminar con su amo por las calles de Madrid. Ni se había calzado adecuadamente con los pantuflos ni se había abrigado cuanto debía, pero estaba acostumbrado a los cambios de humor de fray Hortensio y no rechistó. De todos modos, su amo estaba gordo y bastante cascado a pesar de no haber cumplido todavía los cincuenta años, y seguirle no suponía mucho esfuerzo para un hombre fornido que frisaba la treintena.

Se subió el monje la capucha y remontó despacio la calle de Atocha. Tenía que esquivar charcos, socavones, bostas de bueyes; abrirse camino entre vendedores, caballos, burros, carros, coches, cascotes y ladrillos de la construcción de la nueva Cárcel de corte; tenía que sonreír a los feligreses que se acercaban para pedirle su bendición. Lo reconocían porque fray Hortensio buscaba el calor del sol y llevaba la cara medio descubierta.

—Que Dios le acompañe, padre.

—Rece por mí y mi familia, reverendo padre.

No le importunaba que se dirigieran a él. Si el Señor quería usarlo como un instrumento para su mayor gloria, daba por bien empleados los trabajos en el monasterio y en el púlpito.

Caminaba despacio y miraba los edificios que conformaban la calle Mayor: iglesias, palacios, iglesias, casas, iglesias. No se preocupaba el reino más poderoso de la tierra de levantar grandes construcciones civiles, como era habitual en otras latitudes. Gustaban aquí los nobles de ocultar sus riquezas de puertas afuera y pensaban antes en dotar una capellanía que en engalanar con frescos las galerías de sus residencias. Humildad exterior y fortaleza interior: otra vez consideraba el trinitario las virtudes del valido de Su Majestad, el conde duque de Olivares, que tan bien casaban con el recio carácter de Castilla. El poder está en el alma; y alma sobraba en España.

Recorría la calle Platerías convencido de que Dios no podía dejar de bendecir aquellas tierras, y ese pensamiento le ayudaba a sentir que participaba en una obra sólida y grandiosa. Se santiguó delante de la iglesia de Santa María de la Almudena y dejó vagar pensamientos y sensaciones hasta que se topó con la mole imponente del Real Alcázar, que se alzaba con toda su soberbia de montaña inexpugnable delante de la barranquera del Manzanares.

Le miraron pasar los cortesanos, curiosos y solicitantes que parloteaban a las puertas. Los guardias le reconocieron y le hicieron una reverencia. Atravesó el patio de la Reina y llegó a las dependencias de los Consejos. A instancias del conde duque, que apreciaba la sensatez del trinitario, Paravicino era miembro de diversas juntas del Reino. Ese día le convocaban a una de reputados teólogos para discutir de cuestiones de la hacienda pública.

Saludó a sus colegas lleno de satisfacción, porque le gustaba pasar el tiempo en compañía tan selecta. Eran las mejores cabezas de España: todos conocían y citaban profusamente a las autoridades de la Iglesia, todos sabían argumentar y hacer deducciones con orden y limpieza. Expertos en lógica, doctores en patrística, exegetas de las Lecturas Sagradas, sabios de la doctrina cristiana: junto a ellos podían alcanzarse conclusiones útiles para cualquier asunto que Su Majestad quisiera plantear.

En aquella sesión, y a instancias del leal ministro del Rey, discutieron largamente si convenía o no incrementar la acuñación de reales de vellón en las cecas castellanas. Aunque el tema resultara polémico, la reunión se desarrolló tranquilamente y sirvió para que los religiosos hicieran alarde de su capacidad retórica y su aprecio por las políticas del conde duque. Ninguno de ellos disentía de las consignas que había impartido el valido de Su Majestad en cuestiones monetarias.

Equipado del buen humor de que hacía gala ese día, y después de almorzar con el capellán mayor de Palacio, Paravicino abandonó el Alcázar y se llegó a paso lento hasta el convento de las Descalzas Reales. Quería cumplimentar a sor Margarita de la Cruz, que celebraba ese día su cumpleaños.

La infanta, hija del emperador Maximiliano Segundo y María de Austria, y nieta, por tanto, de Carlos Quinto e Isabel de Portugal, era una franciscana sorprendentemente humilde para los títulos a los que era acreedora. Aunque la pretendieron varios príncipes europeos, entre ellos su propio tío Felipe Segundo, ingresó en el convento con catorce años, porque quiso acompañar a su madre cuando, al quedarse viuda, decidió consagrarse a la vida religiosa.

Profesaba gran cariño por fray Hortensio y, aunque la vejez le había arrebatado la agilidad y la vista, parecía rejuvenecer de alegría cuando el trinitario pasaba a saludarla, y más aún cuando venía a predicar en su iglesia.

—Es que este fraile, además de sabio y medio santo, es un hombre encantador —decía a las novicias que rezaban con ella un rosario teñido de modorra.

Encantador porque se movía en sociedad como pez en el agua y disfrutaba de la compañía de personas ilustradas y de buen gusto; porque brillaba como el más ameno de los contertulios y el más simpático de los ingeniosos. Si le hubieran quitado la cruz de su hábito y hubieran sido otras sus intenciones, habría sido uno de los mayores seductores de la corte, que no andaba escasa de donjuanes y caballeros de enhiesto plumero.

—Vuestra paternidad enamora —le decía sor Margarita, juguetona, segura de que su ancianidad y su estado quitaban toda malicia a sus bromas.

—Vuestra alteza se burla de mí —protestaba fray Hortensio agitando la cabeza, como si tuviera que vérselas con una muchacha traviesa.

Aunque ya no pudiera verle, sor Margarita recordaba que enamoraban las manos delgadas y elegantes, de gestos comedidos, los ojos como brasas negras, el pelo undoso, la expresión franca. Mucho se habían apagado las energías del trinitario en los últimos años, tal vez tanto como había ganado en barriga y papada, pero seguía siendo el mismo hombre pulcro y atractivo que visitaba el monasterio de las Descalzas desde hacía más de dos décadas.

—Pero vuestra voz es lo mejor, padre, esa voz dulce que cubre el alma como un bálsamo, que acaricia, consuela y transporta ideas hermosas y bien ensambladas.

—Excelencia, ¿qué tiene hoy vuestra alteza que parece empeñada en hacer que me ruborice delante de sus hermanas?

Las novicias se reían nerviosas y agachaban la mirada con un pudor equívoco.

—Es mi cumpleaños, Hortensio —respondía sor Margarita sonriendo—, y vuestra presencia aquí ha sido uno de los mejores regalos del día.

Paravicino cogía la mano de sor Margarita y se la apretaba. El monasterio de las Descalzas era para él una reserva de felicidad. Las monjas le querían, sor Margarita le distinguía con su aprecio, y allí mismo, en el órgano de la iglesia, que no había vuelto a encontrar dedos capaces de despertar sonidos tan puros, tocaba en otros tiempos Tomás Luis de Victoria. Hortensio era entonces muy joven, pero le hervía en la memoria la música de su Oficio de difuntos.

Tomás Luis de Victoria había sido su maestro para apreciar el arte de la música, como Doménico El Greco para comprender la pintura y ver más allá de las manchas de color, o sor Margarita de la Cruz para demostrar que una mujer de sangre real puede combinar la reciedumbre del carácter con la genuina vocación de santidad. El Señor le había permitido tratar a personas excepcionales.

—En verdad Dios compensó con creces el dolor de no poder conocer a mi madre al permitirme estar cerca de vuestra alteza.

Sor Margarita giraba hacia él tiernamente los ojos apagados y decía, socarrona:

—Y conmigo tuvo la caridad de apartarme de la corte y traerme a este convento; aunque, para que no olvidara mis orígenes, me regaló con las visitas de un religioso tan desenfadado como vuestra paternidad.

—No es buena cosa la soledad, alteza. Un poderoso que esté solo no podrá dejar de entristecerse, y la melancolía no es prenda que siente bien ni al vulgo ni a las mercedes.

Anochecía cuando salió del monasterio. Tomás, que aguardaba en el zaguán al amor de un brasero, le hizo una reverencia y se puso en pie para acompañarle de vuelta al convento de la Santísima Trinidad. Fray Hortensio se llevó las manos a los riñones, se santiguó y se hundió en el tráfico de hombres y bestias que conformaba aquella ciudad en la que había consumido la mayor parte de su vida.

Leería hasta el anochecer y escribiría después algunas cartas y un pasaje más del sermón del domingo:

«Bajo la constelación de planetas de la Casa Real, con don Felipe y doña Isabel en lugar preeminente, con los infantes completando el abanico de su gloria, un esforzado atlas sujeta el mundo. En este esfuerzo titánico se reconoce el valor del trabajo callado y eficaz de don Gaspar de Guzmán, coadjutor admirable del insufrible peso que en los hombros de Su Majestad cargó la herencia».

En cuanto llegara a su celda anotaría este pensamiento. Después tendría que revisarlo, memorizarlo y ensayar cómo pronunciarlo para ganar la atención de sus feligreses, que tanto esperaban de él.