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LA DISCRETA ACADEMIA
Volteaban las campanas de la Santísima Trinidad, y al girar divisaban retazos del paisaje de tejados y chapiteles que conformaba las alturas de Madrid. Había torres más altas que las suyas; ahí estaba, a muy poca distancia, el escuálido campanario de Santa Cruz, faro de tierras sin mar; o fachadas de mayor encumbramiento, porque la de la iglesia de los dominicos de Santo Tomás se estiraba como una losa sepulcral acostumbrada a que de sus puertas salieran los reos condenados a muerte en la Plaza Mayor. Había también campanas más sonoras, que las de Nuestra Señora de la Merced y las de Santa Ana se ahuecaban para llenar de cantos de tiple los ámbitos de sus plazoletas; más famosas, porque el Buen Suceso presumía de servir de referencia para que supieran la hora todos los madrileños que pasaban por la Puerta del Sol; incluso más severas, como la de la Victoria, que se agarraba roñosamente a la mañana con sus toques exactos y breves. Entre tanto metal, sin embargo, no se encontraría llamada tan amplia y solemne como la suya. Las campanas del convento de la Santísima Trinidad eran varoniles, de contrabajo, y vibraban para que los fieles se acercaran a rezarle a Dios: nada de devaneos, que a eso parecían reducirse los piques y repiques de los otros campanarios.
Las campanas de Madrid sonaban en torres y espadañas y marcaban un ritmo binario que combinaba silencios y notas sincopadas: eso le decía a Hortensio el maestro Tomás Luis de Victoria cuando no era aquél más que un joven predicador recién llegado a la corte. Abría el músico de par en par las ventanas de su celda en la casa de capellanes y se llevaba el dedo índice a la oreja para que escuchara:
«Fíjese bien vuestra paternidad: silencio, débil, fuerte, silencio, débil, débil, fuerte. ¿No lo oye? Sol mi, sol sol mi, sol mi, sol sol mi. Nada que ver con las campanas de Roma».
Desde el atrio de la Trinidad, fray Hortensio oía ahora decenas de campanas cabalgándose unas sobre otras como olas ansiosas de hacerse espuma en la superficie del cielo de Madrid. Mientras subía a la carroza con ayuda de una caja de madera, se acordaba de la ligereza con que en otros tiempos saltaba las escaleras del coro de las Descalzas para escuchar los acordes del órgano de Tomás Luis de Victoria.
«Fíjese bien. ¿Qué oye vuestra paternidad?», le preguntaba.
«Campanas», respondía Hortensio.
«Pues eso ya es mucho. Oyendo campanas es como uno empieza a oír a Dios».
Fray Hortensio recordaba y sonreía entre los barquinazos de la carroza. Campanas y más campanas en esta villa de conventos, monasterios, hospitales, parroquias y beaterios: una bandada de ángeles frotándose las alas contra el cielo para construir bóvedas de sonidos santos.
Al atravesar los jardines del palacio del almirante de Castilla, distinguió las campanadas de la iglesia de los Agustinos Recoletos, cuyo vasto monasterio marcaba por oriente los límites de Madrid. Se apeó un tanto molido del traqueteo y se sentó a reponerse en el poyo del zaguán. Como no habían encendido los faroles, un paje provisto de un hacha de cera esperó pacientemente a que se levantara para acompañarle al piso principal. Subió lentamente los peldaños y contempló los paños bordados con seda y plata que colgaban de las paredes de la caja de la escalera: emparrados sobre columnas retorcidas rebosantes de frutos, pámpanos y aves exóticas para sustentar el flamante blasón de don Juan Gaspar Henríquez, almirante de Castilla y duque de Medina de Rioseco. Fray Hortensio jadeaba. Estaba gordo y con carnes poco consistentes. Por mucho que se mortificara reduciendo las porciones de comida o saltándose alguna que otra cena, no conseguía perder cuerpo y ganar agilidad.
En el gabinete le esperaban don Juan y otros cinco caballeros, que se sentaban en sillones de cordobán y especiaban el ambiente bebiendo vino y saboreando frutos secos y dátiles. El fuego crepitaba en la chimenea, alta y ceñida de yeserías moriscas, y hacía olvidar los sinsabores del invierno. La habitación era amplia y estaba ricamente decorada con dos arcones de incrustaciones de marfil y cobres pintados, un escritorio de palosanto, cuatro grandes tapices de una serie flamenca de los trabajos de Hércules, una alfombra de grandes proporciones y buena factura, y tres cuadros de asunto mitológico. En el techo, un artesonado con casetones y florones de escudos declaraba el gusto por lo romano de su dueño. Candeleros y fuentes de plata, tres espejos venecianos y dos estanterías reventonas de libros completaban la provisión de objetos de aquel gabinete, que servía al almirante de Castilla de vitrina de su talante humanista y sus muchos intereses culturales.
Don Juan Gaspar Henríquez batió palmas de contento cuando vio entrar a Paravicino y se levantó para besarle la mano. Los presentes intercambiaron saludos con él, y el fraile se sentó en una silla de damasco frontera a la del almirante. Fray Hortensio los conocía a todos, porque ya habían participado en cuatro o cinco sesiones de esta academia literaria: Agustín de Castro, un jesuita muy joven y protegido del poderoso padre Aguado; don Francisco de Quevedo, la pluma más aguda y brillante que se remecía en toda España; don Antonio de Fajardo, librero y poeta a partes iguales; don Félix Dinato, gran prosista y entrañable comentarista de las novedades de los reinos; el conde de Abascal, ingenio de los mayores en aquella corte y, por supuesto, don Juan Gaspar Henríquez, almirante de Castilla, el anfitrión, que unía a sus muchas virtudes un marcado gusto por la poesía, terreno en que conseguía no malas invenciones.
Paravicino se entretuvo en un aparte con Quevedo y se interesó por su salud y el estado de sus asuntos. Acababa de regresar de su señorío de la Torre de Juan Abad, donde había pasado medio año confinado en sus lecturas, sus reflexiones y sus escritos.
Después de algunos comentarios irrelevantes, propuso el almirante que empezaran con la lectura de los poemas, que ya andaba impaciente por dar a conocer ante una audiencia tan entendida los que él había compuesto en las últimas semanas. Todos los presentes se mostraron de acuerdo, e inauguró la academia Agustín de Castro con un soneto anodino en que lamentaba la sangre de Jesús crucificado y se preguntaba si él era digno de que Dios encarnado se hubiera sacrificado por su causa. Lo leyó con una voz pastosa y fría como un metal líquido que le resbalara entre los dientes.
Era Castro un sacerdote delgado, de boca sin labios, nariz sembrada de granos, piel rugosa, barba rala y mirada huidiza. Tanto sus gestos como su manera de dirigirse a los demás denunciaban la pugna entre la inseguridad de sus pocos años y la conciencia de ser sobradamente inteligente, lo que sin duda se resolvería en su madurez enterrando la timidez bajo montañas de petulancia.
El poema que había leído no aportaba invención en la forma ni originalidad alguna en las rimas, y el asunto era tan manido como las meditaciones sobre Jesús crucificado, que debían de remontarse como poco a los tiempos de san Pedro. Aunque el autor fuera un sacerdote ambicioso con buena cabeza para las cuestiones políticas y seguramente no tardaría en alcanzar el rango de catedrático, como poeta le faltaba ritmo, ingenio y gracia: lo que había escrito no merecía más que los comentarios mohínos y las generalidades con que la concurrencia salió del paso después de su lectura. Agustín de Castro se dio cuenta del poco calor que había suscitado su obra y se calló resentido, esperando la ocasión de vengarse desmenuzando las invenciones de los otros miembros de la academia.
Don Antonio de Fajardo fue el siguiente en hablar. Andaluz de los buenos, tenía librería e imprenta en la calle de Fúcares y estaba acostumbrado a organizar él también reuniones de literatos en su trastienda cuando cesaba el ruido de las prensas y el tintineo del encaje de los tipos de las letras. Estas academias, su librería, un escrito que nunca terminaba sobre el misterio de la Santísima Eucaristía y su gusto por la guitarra, le impedían dedicar esfuerzos a ordeñar las Musas, siempre esquivas, y tuvo que excusarse ante los demás por no haber pasado de los cuatro primeros versos de su nuevo poema. Había querido escribir un soneto lleno de juegos verbales en honor de los ojos verdes de una dama que le miró durante una misa en la iglesia de Santa Clara, pero las ideas no se dejaban domesticar en la jaula de las once sílabas y los acentos pautados, y la rima en «ojos» se había estancado en el segundo cuarteto.
Los miembros de la reunión se apresuraron a sugerirle alternativas, tales como despojos (muy práctico en temas de amores), hinojos (útil para la iglesia), sonrojos, manojos y abrojos, e incluso se ofrecieron a trabajar juntos para enderezar todo el soneto. El licenciado Dinato confesó que estaba elaborando un tesoro de las rimas de la lengua castellana, mejor y más depurado que los muchos que se vendían en Madrid, para el cual anotaba las palabras por su terminación. Le sería de mucha ayuda cuando tuviera que ensartar un concepto en una poesía y no se le ocurriera cómo despacharlo. Andaba siempre con un cuaderno en que anotaba vocablos ordenándolos según el orden alfabético de sus rimas, y aunque por ahora iba sólo por «ato», no perdía la esperanza de tener completo su prontuario antes de uno o dos años.
Después de alabar la discreción y el buen sentido del licenciado, Fajardo prometió seguir trabajando en el soneto y traerlo en la próxima reunión bien acabado y pulido.
—Para ser escritor vale más no pecar de demasiada inteligencia —apostilló Francisco de Quevedo con sonrisa malévola—. Quien piensa abultadamente, escribe poco; quien piensa plano, puede tomar la pluma y seguir al dictado la línea única de su pensamiento.
—Eso me convence a medias —protestó el conde de Abascal.
—Estirad el concepto y os convencerá a calzas enteras.
—No sabía que componer poesía fuera cosa de prendas —se extrañó el conde.
—Prendas de nacimiento y correas de estudio ha de tener quien quiera hacer algo en la república de las letras —confirmó Quevedo muy divertido—; si además le cubre la capa de un señor que le proteja o una sotana que le aporte rentas, podrá escribir con tanta gracia y éxito como Virgilio.
—Yo no tengo sotana ni capa, y de prendas y correas ando tan justo como saben sus señorías —intervino Dinato—, pero he hecho mis tareas y he escrito, a falta de uno, cuatro sonetos.
—Sois prolífico —dijo el librero Fajardo con una punta de envidia.
—Ya ha dicho don Francisco que lo único que se requiere para escribir es tener el juicio mermado —respondió Dinato.
—Yo lo he dicho por lo que a mí respecta —le corrigió Quevedo—, que a todas vuesas mercedes les sobra inteligencia e inspiración. Más aún si disponen de una guía para buscar rimas como la que está componiendo el licenciado Dinato.
—Dejemos eso y que el licenciado dé lectura a sus sonetos —decidió don Juan, a quien en el fondo urgía más leer los suyos que escuchar los ajenos.
Félix Dinato carraspeó y dio a conocer sus cuatro composiciones. Dinato era un letrado tranquilo, complaciente y conciliador. El tiempo libre que le dejaba su trabajo como secretario de los señores de Portocarrero lo dedicaba a la crianza de sus hijos, las lecturas y la fabricación de ingenios mecánicos, a los que era muy aficionado. Sabía recitar sus versos con galanura, así que todos se deleitaron mucho con las entonaciones que les daba, que, según fuera el asunto tratado, oscilaban entre la gravedad y la ligereza picaresca. El que más gustó fue uno en que se burlaba de los crédulos que se congregaban en torno a un olivo de la sierra porque decían haber visto a la Virgen Santísima apareciéndose con una túnica roja.
—También entre los bienintencionados hay mucha superchería —comentó Paravicino—. Si el Santo Padre beatificara a todos los cristianos que dicen obrar milagros, faltarían días en el calendario e iglesias en nuestros reinos para cubrir tantas advocaciones.
—Pero eso del olivo da un toque pastoril a esta nueva Virgen —se burló el conde—. Fundar una basílica en un olivar serviría para crear un nuevo lugar de romería.
—Para olivares tenemos el de la Virgen de Atocha —se rió Paravicino—. Y además, yo no sé si se habrá abierto instrucción de este supuesto milagro, pero si fuera yo el delegado del nuncio, despreciaría de entrada el testimonio de quien ha visto sobre una rama a una Virgen vestida de rojo.
—Y eso, ¿por qué, padre? —preguntó el librero Fajardo.
—Porque el rojo en las imágenes de la Virgen representa su condición humana, en tanto que el azul sirve para expresar su divinidad y el blanco su gloria. Si nuestra Santa Madre se nos apareciera ahora, sin duda lo haría de azul o de blanco, jamás de rojo. Verdaderamente los que han difundido el presunto milagro se han documentado mal en los cuadros de su parroquia.
—Me parece ése un argumento tan peregrino como artificioso —le contradijo el conde—. ¿O acaso cree vuestra paternidad que los colores de nuestras pinturas reflejan los dictados de Dios y no las convenciones de los hombres?
—Los colores del manto de la Virgen se determinaron por los Padres de la Iglesia hace muchos siglos, y no hay por qué dudar de su inspiración divina. ¿Sugiere vuestra señoría que lo que escribieron san Agustín o san Ambrosio y ha avalado la Santa Iglesia Católica puede no ser sino una mera opinión?
—Digo que me extraña que Dios entre en esas menudencias —replicó el conde.
—Y los pintores que han recogido con tanto sentimiento y devoción las escenas de la vida de la Virgen, ¿no sintieron dentro de ellos la inspiración para pintar su manto de uno u otro color?
—¿En qué texto sagrado se dice que san Gabriel se le apareciera a la Virgen con una azucena en la mano y dos alas de halcón en el lomo, y que una palomica revoloteó por la estancia para lanzar un rayo de luz en el seno de Santa María? Son convenciones de artistas y nada más. ¿Acaso Dios ha de estar detrás de todo eso?
—Dios está detrás de los colores, como está detrás de las palabras y de la música.
Don Juan Gaspar Henríquez, viendo que la discusión se salía de madre y que no había de llevarlos a buen puerto, propuso que el conde leyera lo que había escrito para la academia. El de Abascal, que tenía ganas de seguir discutiendo con el fraile, torció la boca para mostrar que interrumpía el debate más por cortesía que porque se diera por vencido; se estiró la punta del bigote, se puso en pie para que resonaran mejor los versos en su pecho y declamó un soneto bien trabado sobre las monedas de los reinos de la Monarquía Católica. El sentido de los catorce versos se resumía en la denuncia de que en Castilla cada vez circulara más moneda de vellón, porque la de plata goteaba por la frontera y acababa en manos de los especuladores extranjeros.
—El soneto tiene su gracia, y a buen entendedor pocas palabras bastan —sentenció Fajardo.
—Me alegra que os guste. ¿Y qué opina vuestra paternidad, fray Hortensio? —preguntó el conde, que apreciaba la opinión de un predicador tan célebre y acreditado como Paravicino.
—Está bien compuesto y es ingenioso, pero hay cosas que se me escapan.
—¿Quiere que se lo vuelva a leer?
—No, mejor déjeme que yo lo haga en silencio, que hay entendimientos que son para la vista y no para los oídos.
Fray Hortensio se caló los anteojos y examinó detenidamente el papel mientras los demás esperaban su veredicto.
—Esto es lo que no entiendo: «Que la boca de España devora las Indias», y tampoco esto: «En corteza de cerdo bajarán los ríos que en Dueros van trocando».
Fajardo, el conde de Abascal y el almirante no reprimieron una sonrisa. El almirante quiso hablar, pero consideró que era mejor que fuera el propio autor quien lo hiciera.
—Paternidad reverendísma —dijo éste—, creo que la mucha instrucción en cuestiones sagradas impide a vuestra paternidad seguir atentamente los asuntos cotidianos de nuestros reinos. La boca de España no es sino el estuario del Tajo, pues si se observa la forma que dibuja trasladada a un mapa, parece enteramente la nariz y los labios de la península Ibérica. Allí está la ciudad de Lisboa, que es, como si dijéramos, el corazón y la esencia de Portugal. Este reino fomenta que sus súbditos ocupen cada vez más territorios de los dominios que en las Indias Occidentales pertenecían originalmente a Castilla. Los portugueses acusan a los castellanos de apartarlos en el comercio y relegarlos en cuestiones de gobierno y administración, pero no ha de llamarse nadie a engaño: son ellos quienes, desde que se integraron en la Corona, hacen suyos asentamientos y factorías y se dedican a la trata de esclavos en todos los confines de la inmensa vega del río Amazonas.
El almirante asintió acariciándose la perilla, que brillaba por el sebo con que se la había peinado; no pudo reprimir las ganas de hablar y continuó él la explicación:
—Lo de los ríos Dueros tiene también su lectura portuguesa. Sabe vuestra paternidad que el conde duque de Olivares, en quien el Rey nuestro señor muestra tanta confianza, tolera e incluso fomenta que se asienten en Castilla portugueses de ascendencia judía. Estos hebreos están desplazando de las finanzas a los lugareños (aunque tampoco los castellanos viejos seamos muy dados a estos oficios) y perjudican particularmente a los genoveses.
—Entre pillos anda el juego —dijo Dinato.
—Siempre han sido los genoveses fieles aliados de la Monarquía Católica —intervino Fajardo—. Sus créditos no son usureros, y están libres de sospecha en cuanto a su pureza de sangre. No se entiende bien por qué el ministro del Rey está desplazándolos de los asentamientos, por qué favorece la causa de Venecia en detrimento de Génova, por qué desconfía del Papa y por qué, en fin, fomenta la llegada de esos portugueses de mala calidad a nuestro reino.
—Ha habido decisiones que mueven a preocupación —añadió el conde de Abascal—: Un edicto de gracia del año veintisiete autorizó a los conversos a abandonar Portugal e instalarse en Castilla, y en mayo del año pasado se concedió a los marranos el privilegio de celebrar bodas mixtas.
—No se deben juzgar a la ligera las políticas de Estado —argumentó el jesuita Castro—: Al conde duque lo que le importa es aprovechar los recursos de los conversos en Castilla y sus otros reinos. Los portugueses también son españoles y son súbditos del Rey. Estos banqueros son personas instruidas y expertos en manejar finanzas.
—Ya sabemos todos que don Gaspar de Guzmán cuenta a sus mejores aliados entre vuestras paternidades, los jesuitas —masculló el de Abascal.
—Ésa es una afirmación tan ligera como injusta, señoría —se revolvió Castro afilando la mirada como si quisiera cercenar con ella los bigotes del conde—. Lo que nos interesa, si es que nos interesa algo de las cosas del gobierno secular, es que el brazo armado del Papa, que no es sino nuestro Rey católico y nuestra católica Monarquía, tenga fuerza y músculo para seguir luchando contra los herejes y los enemigos de la Iglesia. Y la fuerza de las naciones, eso lo saben bien vuestra señoría y todas vuesas mercedes, nace del dinero.
—Dice el soneto, y dice bien, que los judíos convierten los ríos de España en ríos de oro —continuó el almirante—, que eso quiere decir Duero, o Douro, pero son ríos cuyas aguas desembocan en territorios extranjeros, porque al final son Francia y Holanda, y hasta Inglaterra, las que se benefician de esos tratos.
—Es ingenioso, por eso, exigir que los asentistas naveguen en embarcaciones de piel de cerdo —opinó Quevedo—, pues así se verían en la obligación de demostrar que no son judaizantes.
—Señores, los sonetos políticos no son de mi agrado —intentó cortar Paravicino agachando la cabeza—. Si Su Majestad ha otorgado su privanza a Olivares, es porque realiza su labor con eficacia y porque trabaja por el bien de la Monarquía. El conde duque es, a lo que yo sé, un gran defensor de la Iglesia y quiere que nuestros reinos respeten la ley de Dios. Sólo trabajando por ella y haciendo que nuestra Monarquía defienda su causa podremos prosperar. Creo que eso lo entiende bien el privado de Su Majestad, y que se afana sin descanso por conseguirlo.
—Nadie lo pone en duda —señaló Quevedo—, y yo soy el primer servidor del conde duque, pero lo que el señor conde se pregunta en este poema es si es idóneo otorgar tantas facultades a los judíos para que manejen las finanzas de la Monarquía. Bien está que España sea la madre común de todas las naciones, pero malo es que nuestra holgazanería haga que vengan esos hebreos y medren en nuestros reinos.
El licenciado Dinato se echó hacia delante, como si quisiera susurrar un secreto:
—Es sabido que el conde duque tiene robado el entendimiento del Rey gracias a pócimas que se hace fabricar por brujas y hechiceros. El mes pasado se le vio entrando a hurtadillas en una casuca vecina a San Plácido, donde dicen que vive una vizcaína que mantiene tratos con el diablo y vende filtros para enamorar a las muchachas y ganar la confianza de los potentados.
—No imagino yo a don Gaspar frecuentando brujas —protestó Paravicino—. Y tampoco creo que le hagan falta esos trucos para encandilar al Rey.
—No es ésa la cuestión —señaló Fajardo—, sino, como decía el soneto, que se esté fomentando el enriquecimiento de los judíos portugueses que desde hace años campan por sus respetos en Castilla. La Inquisición, quién sabe por qué, no ha abierto procesos contra ellos, aunque hay casos flagrantes de fidelidad a la ley mosaica. En la casa de don Nuño de Silva, que tiene su asentamiento en el camino de Alcalá, a los criados les está prohibido asistir a misa, y sé a través de mi mozo, que mantiene relaciones con una dueña de allá, que el tal don Nuño celebra rituales herejes en su gabinete e invita descaradamente a otros portugueses de igual linaje.
—No se puede decir que uséis una fuente de información muy fidedigna —replicó Paravicino.
—Yo sólo digo, señores, que la Corona merecería una mejor dirección y el Rey Católico un mejor ministro que el que le ha tocado en suerte —sentenció el conde de Abascal con un temblor en la barbilla.
—Lo que vuestra señoría echa en falta, señor conde —dijo el jesuita Castro con su voz pastosa—, tal vez sea que Olivares dé un trato más favorable a los Grandes de España, que no los espante de los alrededores del Rey. Que parece, a lo que yo he oído, que desde que está él como valido, vuestras señorías han tenido que retirarse a sus castillos porque en la corte tienen poco que rascar.
—Si nos vamos o dejamos de irnos a nuestros castillos, no será por culpa de don Gaspar de Guzmán, señor jesuita —replicó el conde alterado—, sino porque nos gusta tomar el aire y salir de vez en cuando de la corte. Y no es el valido, sino el mismo Rey, quien ha de decidir si quiere que sus Grandes estén cerca de él.
—¿Pero no es acaso el valido quien toma las decisiones por el Rey? —preguntó con fingida inocencia el licenciado Dinato.
—Lo que le pasa a don Gaspar de Guzmán es que está lleno de rencor hacia nosotros, los Grandes de Castilla —dijo el conde—, y fue su padre quien se lo inculcó. ¡Su padre! ¡Embajador en Roma! ¡Virrey de Sicilia y de Nápoles! ¡El gran don Enrique de Guzmán, conde de Olivares, que se murió rabiando porque el Rey nunca le otorgó la Grandeza!
—Señores —intervino fray Hortensio Paravicino, levantando las manos como si invitara a la oración—, estábamos aquí en una academia literaria y no sé cómo ni por qué hemos derivado hacia donde no habríamos debido.
—No le falta razón a vuestra paternidad —le apoyó el almirante, que había querido estirar el cordel para ver hasta dónde resistían Paravicino y Castro, los dos partidarios del conde duque en aquella reunión—, y yo le sugiero, si le place, que sea ahora vuestra paternidad quien dé lectura a su poema.
Fray Hortensio pareció contento de abandonar los pantanos de las críticas políticas y, volviendo a sacar los anteojos de la funda, dijo:
—Me he permitido traerles, y espero que sea de su gusto, un romance sobre las ingratitudes de una señora, que tenía los ojos negros, y no verdes como los del soneto de nuestro amigo —miró con complicidad a Fajardo—, y que eran ciertamente cautivadores:
Yo que en tiempo rompí en quejas
de vuestros rigores, Nise,
voces que el dolor arroja,
bien que el alma las permite
ya que por la propia herida
quiere el amor que respire…
Recitó el romance con los párpados entrecerrados y mucho sentimiento. Sacaba un tono más agudo y melifluo que el que gastaba en la conversación normal, aunque menos hinchado que el de sus sermones. Los miembros de la academia le miraban disfrutando de las rimas y cabeceando para mostrar su conformidad con el desarrollo del poema. Aplaudieron cuando terminó los versos finales:
… Y cuando no sepas más,
sé que es fuerza que os obligue
ver que, aunque no me queráis,
os agradezco que os quise.
Don Juan pidió al maestresala más vino y, después de esperar que lo sirvieran y paladearlo para dar su aprobación, comentó:
—Vuestra paternidad maneja con soltura tanto los versos a lo divino como a lo humano.
—Si no supiéramos que vuestra paternidad es sacerdote de sobradas virtudes, nos parecería sospechoso que compusiera romances a amores contrariados —apuntó Agustín de Castro.
Paravicino se encogió de hombros.
—En la poesía importa más la belleza de la expresión y la sutileza del concepto que los temas que se tratan. Para esta academia literaria escribo romances amorosos, pero bien pueden inferir vuestras señorías que no son amores reales, sino imaginados, y que en el fondo estas letrillas pueden servir para expresar de una manera no tan rígida como en el púlpito mi veneración por Santa María Virgen.
—¿Con hábito azul, blanco o rojo? —preguntó el conde de Abascal.
—¿Y para cuándo deja vuestra paternidad los poemas a lo divino? —insistió el jesuita.
—No los dejo —respondió Paravicino sin ofenderse—, porque lo divino, al menos en mi intención, conforma mi vida entera. A Dios se la dediqué al ordenarme sacerdote y a Dios se la encomiendo cada día. Él está en todo lo que hacemos, no sólo en el púlpito cuando hablo o en mi celda cuando rezo, sino también entre vuestras señorías y en todas y cada una de las palabras que hablamos y escribimos.
—No sé si son palabras de Dios lo que escribe el licenciado Dinato —se rió el conde de Abascal bamboleando la cabeza.
—No lo dude vuestra señoría —arguyó Paravicino—. Las palabras sirven a los hombres para reflejar la obra de Dios y continuarla en sus pensamientos. Al igual que la pintura la representa con colores y la música con sonidos, la lengua lo hace con conceptos. Pensar y hablar son también maneras de adorar la obra del Señor.
—Visto así, padre, cuando escuche a los asentistas judíos maquinar sus herejías en nuestra corte, procuraré pensar que Dios habla a través de ellos —ironizó el conde.
—Bien está —zanjó el almirante, que no quería que la política volviera a emponzoñar la reunión—. Es verdad que no sólo hablan de amor los amantes. Tirso de Molina ha escrito maravillas sobre las mujeres y ha sido toda su vida un mercedario ejemplar.
—Pero le sacaron de la corte, le alejaron del mundo de los cómicos y le hicieron que dedicara sus escritos a asuntos más edificantes —recordó Castro.
—Y don Luis de Góngora, curilla afamado… —quiso intervenir Quevedo.
—De don Luis, punto en boca —le interrumpió fray Hortensio benévolamente.
Quevedo alargó los morros y se calló. Volvió a ser el almirante quien rehízo el orden de la tertulia invitándole a que leyera sus composiciones. El poeta le obedeció y recitó un soneto magistral que dejó a todos en suspenso. Después de dedicarle muchos elogios, sacó el almirante unos folios de una carpeta y procedió a leer el que había preparado para la academia. Era trivial, mitológico, forzado y prescindible, pero los presentes lo alabaron aplicando delicadas razones y dando la enhorabuena a su autor. No es de bien nacidos ser descortés cuando a uno le invitan a un palacio para leer poesía y le dan además de beber y de comer.
Acabada la primera ronda de exhibiciones líricas, y una vez que hubieron consumido los vinos y un queso no muy curado de los de cabra, el licenciado Dinato y el conde de Abascal se picaron y, entre bromas y veras, se desafiaron para ver cuál de los dos repentizaba mejor. El almirante asumió el papel de árbitro y propuso inventar un primer verso para que los dos poetas escribieran su soneto, cada uno por separado y en un tiempo fijo. Los leerían luego y ganaría quien hubiera escrito el mejor en forma y contenido. El reto sedujo a los otros, y el librero Fajardo, don Francisco de Quevedo y el mismo Paravicino se sumaron a la prueba.
Ordenó el almirante repartir folios, tinta y plumas, sentó a los participantes en diversos lugares del gabinete: en el bargueño, el arcón, el escritorio y hasta en el alféizar de la ventana, y cuando vio que estaban listos, dijo:
—Bien, aquí tienen el primer verso: «No podrás, Flavio, elevar tus tonos».
Se quedaron los concursantes pasmados, como si una aparición les hubiera susurrado un mensaje celestial, y rápidamente se pusieron a emborronar sus proyectos.
Dejó don Juan Gaspar Henríquez que transcurrieran quince minutos en el reloj de su antesala y midió el tiempo caminando de esta habitación al gabinete con paso solemne y aire preocupado. En una de las vueltas, y viendo que los demás estaban enfrascados en sus composiciones (a no ser Castro, que no participaba en la prueba y se entretenía leyendo un manual de edificaciones militares junto a la estantería), se acercó al conde de Abascal y le susurró:
—Conviene elegir las palabras delante de según qué oídos, conde. Olivares caerá como fruta madura, pero entre tanto, no es bueno que quienes son fieles a su causa nos oigan proferir críticas contra él. Mirad que lo que habéis dicho os compromete a vos, y a mí por ser ésta mi casa.
—¿Acaso no estáis de acuerdo con mis palabras, duque?
—No podría estarlo más, pero se impone la prudencia. El de Olivares no se anda con paños calientes cuando quiere extirpar la maledicencia, sobre todo entre los Grandes.
—Asumo el coste —respondió el de Abascal—. Prefiero pagarlo si así se enteran de algo estos curillas influyentes que, cuando predican, miran más a sus libros santos que a la realidad que los rodea.
—Andaos con cuidado, conde.
—Cada cual que vele por sí mismo, duque.
Ni que decir tiene que el soneto del conde de Abascal salió desmedrado y con los versos cojos. El del licenciado Dinato (que se extravió en una rima en «ote» a la que todavía no había llegado su prontuario) quedó ramplón y poco lucido. La academia otorgó su laurel a don Francisco de Quevedo.
Acordaron reunirse cuatro semanas más tarde, a la misma hora y en el mismo lugar, y se impusieron como reto escribir palíndromos ingeniosos y nuevos.
Cuando se hubieron despedido del almirante después de agradecerle profusamente su hospitalidad, los participantes en la academia se dirigieron a las puertas y se dispersaron. Hortensio Paravicino ofreció llevar en su carroza a Francisco de Quevedo, ya que estaba alojado en una casa cercana al convento de la Trinidad.
—Me alegro mucho de que hayáis regresado a la corte, Francisco —dijo el fraile agarrándolo del brazo cuando el vehículo se puso en marcha—. De vuestras cartas deducía que no estabais contento en vuestro señorío.
—¿Cómo queréis que estuviera, alejado de la corte, paseando por los eriales y manteniendo estupendas conversaciones con maese el barbero? El beatus ille se queda para los poetas latinos a quienes de vez en cuando les gustaba pasar el día en su finca rústica. Yo os puedo asegurar, pues lo sé por experiencia, que no hay nada tan tedioso ni melancólico como la vida en el campo.
—¿Os autorizó el conde duque a regresar?
—Me hizo llegar cartas rogándome que volviera a la corte cuanto antes.
Pasaban por debajo de los arcos que, como costillares, unían las casas de uno y otro lado de la calle del Barquillo.
—Afortunadamente ya ha olvidado vuestro memorial en contra de santa Teresa de Jesús.
—Yo no escribí en contra de santa Teresa, Hortensio: sólo pedí que se respetara a Santiago como patrón de España y que no se incluyera en esa condición a la santa de Ávila. El asunto, vos lo sabéis bien, era espinoso. Teresa de Ávila fue pariente lejana del conde duque, y eso ha pesado a la hora de definir sus simpatías. También los judíos conversos han visto en su canonización un motivo de orgullo. Contra el viejo patrón de España emergió una santa guzmanera y sin requerimientos de limpieza de sangre. Me dejé llevar por mis convicciones, como siempre, y fui tan temperamental que, sin buscarla, me gané la antipatía de don Gaspar.
—¿Por qué os ha hecho llamar ahora?
—Porque su situación es precaria. Con la pérdida de la flota de la plata y su captura por los holandeses, arrecian los ataques contra él. Ya sabéis que no es popular.
—El amor del pueblo es un aspecto que descuida. Yo se lo he dicho, pero no me hace caso. ¿Y qué podéis hacer vos por él?
—Escribir libelos y panfletos. Defender su labor de gobierno.
—¿Y eso es lo que os mantiene tan taciturno?
—No, no es eso: es que no me parece bien que me interrumpáis en público cuando quiero expresar una opinión, Hortensio. Durante la academia no me dejasteis hablar de Góngora.
—Si fuerais a juzgar el arte con que componía sus versos, nada tendría que deciros, Francisco. Pero no era ésa vuestra intención. Queríais, como siempre, hacerle burla.
—¿Y cómo sois capaz de ver mis intenciones antes de que llegue a hablar?
—Hay que dejar a los muertos tranquilos y no perseguir sus fantasmas.
—No podemos estar más en desacuerdo. Góngora era un judío que ensartaba palabras como quien rellena tripas de chorizos.
El fraile le miró con severidad:
—Francisco, hace mucho tiempo que somos amigos, y más tiempo aún que admiro vuestros escritos. Pero sabéis que también fui gran amigo de Góngora, y que lo admiré tanto o más que a vos.
—Lo sé, y sé bien que habéis sido vos quien habéis actuado de albacea testamentario y habéis promovido la publicación de sus poemas. Más valiera que no hubierais desperdiciado tanto papel.
—A eso llamáis ser hombre entendido en las reuniones y las academias: decir malicias que abrasen a los otros. ¿Son ésas conversaciones de cristiano? Gran cosa es decir un dicho y perder un amigo. A los cortesanos hay que recordaros que debéis aprender a ser discretos, ya que se os va olvidando incluso el ser cristianos. Ni dejáis honra ni salváis profesión, ni toleráis ciencia, ni permitís estilo. No sabéis hablar sino a costa del otro, y os preciáis mucho de que sabéis de todo. ¿Qué hace un cortesano en una visita? Si no habla del tiempo y del gobierno, y de los hábitos, de los sermones, de los libros o del estilo de los demás, es que está muerto.
—Vaya, Hortensio, no sabía que me habíais subido en vuestro coche para soltarme lecciones de dómine de villorrio.
—Menos soberbia, Francisco, y más caridad. Si no os gustaba cómo escribía Góngora, dejadlo estar, que cada quien se expresa como Dios le da a entender.
Se detuvo la carroza y descendió Quevedo. Después de una despedida seca, echó a andar. Queriendo marcar la dignidad del paso, no lograba más que acentuar su cojera. Paravicino lo miró alejarse, meneó la cabeza y pensó qué de chiquillerías podían hacer los adultos, aunque fueran grandes ingenios de las letras. Francisco de Quevedo había llevado su enemistad con Luis de Góngora a tal extremo, que compró la casa que éste tenía arrendada en la calle del Niño sólo por desahuciarle. Si en la república de las letras reinara la concordia, de Madrid podría hacerse una verdadera Arcadia de literatos felices. Genio no faltaba, pero sobraban inquinas.
Las campanas de los Trinitarios marcaban la hora nona mientras las herraduras de las mulas arrancaban chispas en el empedrado del atrio. ¡Las campanas de Madrid!, pensó Paravicino disponiéndose a apearse de la carroza. El maestro Tomás Luis de Victoria levantaba la mano como si se la meciera el viento y decía haciéndola bailar a derecha e izquierda:
«¿Lo oye vuestra paternidad? Din don, din don. ¡Esto no es Roma! ¡No, señor! ¡Nada que ver con Roma!».
¿Quién sabía lo que oiría aquella cabeza llena de himnos a la Virgen que sabía reflejar los sonidos de las esferas del cielo?
«¿Y qué oye, maestro?».
Victoria entrecerraba los ojos y sólo respondía:
«¿Qué sería de España sin sus campanas?».