5

BAJOS DE CORRAL

—¿Le han visto vuesas mercedes? Es Paravicino: acaba de llegar a su aposento.

—Sentarse en lugar reservado es privilegio de sacerdotes y gente principal.

—No de nosotros, que llevamos desde las once calentando el banco para que no nos quiten el sitio.

—Pero él viene de sus sermones, y bien se excusa que vaya a silla guardada.

—Por cierto, que tal vez esté el Rey detrás de una de las rejas, que le gusta venir a este corral de la Cruz.

—¿Y de qué deduce tal cosa vusted?

—De que hay más alguaciles que de ordinario. Al alcalde de Casa y corte le he visto con cuatro, y dos se han colocado cerca del escenario. ¿Los ven? Uno a la izquierda, el otro debe de estar por la trasera.

—Pero eso no es por el Rey, sino porque le han puesto guardias a la Villegas.

—¿A Ana? ¿A la representante?

—Pues claro. El otro día hubo una reyerta en el Mentidero.

—Eso es sabido. Pero fue su hermano Pedro quien dio la cuchillada y salió huyendo.

—Temerá que los Calderón se venguen en su persona, o que su hermano haya enloquecido y también se líe a puñaladas con ella. Estos faranduleros son gente rara… El caso es que ha pedido protección, y se la han dado.

—Serán personas importantes quienes la cubran.

—En eso de cubrir está acertado vusted. Dicen que podría tener la estima de Olivares.

—Pero si don Gaspar ya no mujerea…

—Del mismo Rey entonces, que debió de cansarse de la Calderona y de la Vaca.

—La Villegas es segunda dama en esta compañía. Tengo ganas de verla, porque dicen que pintipara el papel de la pérfida Leonarda.

—Como recitadora no es mala. Es guapa moza y apetecible. De carnes frescas.

Porfiando vence amor se llama la obra de hoy. Veremos quién porfía y quién vence.

—Ya empieza la música.

—Guitarristas malos, y ciegos, y desganados.

—Yo nunca la he visto antes, pero si esta comedianta, la Villegas, trabaja en la compañía, que es de título, y representa a Lope de Vega, será porque es buena.

—A lo mejor también nuestro Lope le ha dado un tiento o lo pretende.

—No está Lope para devaneos; aunque si tuviera salud y edad, lo procuraría, que ya lo hizo con muchas antes que ella. ¿No ha venido hoy el poeta?

—No. Se habría sentado con Paravicino, y ya veis que el fraile está con Salas Barbadillo.

—En su aposento se ríen a carcajadas. No sé qué les estará contando.

—¿No habrá venido también fray Hortensio para olerle los aires a la Villegas?

—No digáis eso de él.

—No sería yo el primero en suponerlo, que dicen que le gustan las mujeres tanto como los libros y las pinturas. No le falta ingenio, ni labia ni gracejo. Quitad a un sacerdote la sotana y ¿qué os queda?

—¿Un sacerdote sin sotana?

—Un hombre. Y en querencias todos somos iguales.

—Dejen eso vuesas mercedes. ¿Han visto a los de pie? Hay mucha bulla detrás del degolladero. Me parece que entre los mosqueteros esta tarde hay más zapateros con ansias de silbar y armar bronca que de ordinario.

—Es que a Lope de Vega muchos le tienen ganas. Mientras nos dejen escuchar la obra…

—Por de pronto la música no se oye.

—Nada perdemos.

—El alcalde ha subido a saludar a fray Hortensio.

—No es para menos. Paravicino es gran predicador.

—Sí que lo es. El mejor en hablar y el más elegante en explicar.

—El otro domingo, oírle en la Trinidad relatar el bautismo del Señor y llorar yo de emoción y ternura, fue todo uno.

—¿Y viste cuando en los Benedictinos de San Martín levantó el dedo hacia el cielo y alzó los ojos, y entró un rayo de sol por el óculo del altar mayor, tal como si el mismo Dios hubiera querido decirnos que le complacían sus palabras?

—Yo le oí hace tres semanas en Atocha predicar el día del Niño Dios, y os aseguro que uno creía que la criatura de barro que habían puesto para besar los pies iba a sonreírse debajo del púlpito.

—La Reina palideció y derramó una lágrima de tanta emoción como sintió.

—Pero si a la Reina no se la ve, que está escondida detrás del cancel.

—La verían sus damas.

—Gran predicador es: susurra para que meditemos, suspira para que nos compadezcamos, exclama para que nos arrepintamos.

—Pinta con las palabras.

—A veces yo no le entiendo bien, porque usa razones muy escogidas y conceptos que sólo conocen los hombres cultivados.

—Si queréis entender todo lo que os digan, en vez de ir a la iglesia acudid al mercado a que os hable el pescadero.

—A mí me pone la piel de gallina; y eso sólo me pasa con él y algunas veces en el teatro.

—Sí, es igual que en el teatro. Pero es edificante.

—Y gratuito.

—Y santo.

—En tanto que el teatro…

—Gratuito no es, aunque haya quien no pague.

Entre la segunda y la tercera jornada de la obra, y mientras la compañía representaba un entremés no muy logrado, Tomás llamó a la puerta del aposento donde estaba su amo y se acercó al oído para decirle que ya había dispuesto su entrevista con la Villegas. Si al trinitario no le importaba bajar detrás de la escena, allí le esperaría ella mientras descansaba y se cambiaba de vestido.

Paravicino se disculpó con Salas Barbadillo, que le miró con una sonrisa pícara, como si creyera que la cita era más de galanteo que de confesión, y bajó la escalera de madera. El alboroto en el patio y en las galerías era mayúsculo, y si los comediantes hubieran dejado de hablar, pocos se habrían dado cuenta de que el entremés se había interrumpido. Salieron amo y criado a la calle y volvieron a entrar por otra puerta para llegar al vestuario. La trasera del escenario era estrecha, de corredores desvencijados y estancias pequeñas y húmedas. A los arrendadores les importaba más reparar y adecentar los lugares de uso público que las tripas del corral de comedias, y aunque obtuvieran beneficios gracias a las compañías de representantes, no se preocupaban de mejorar aquello que no se veía. Si el teatro era pura apariencia, sólo en la apariencia debían gastarse los cuartos.

Cuando Paravicino tuvo que identificarse ante los alguaciles y vislumbró en ellos miradas de malicia como la que ya le había dedicado Salas Barbadillo, se sintió incómodo. A la gente debía de antojársele muy divertido que un monje trinitario, afamado para más escarnio, se reuniera a solas con una comedianta en los bajos del corral. Se lo había advertido Tomás: era mejor concertar la entrevista en un lugar menos expuesto, bien en una taberna, bien en la casa de la Villegas, porque hablar con ella a la vista de medio Madrid era tentar a la maledicencia. «¿Y qué tengo yo que ocultar?», preguntó el fraile encogiéndose de hombros. «La mujer del rey no ha de ser casta, ha de parecerlo», le respondió. «La del césar, Tomás». «Tanto da, padre, que a todos nos ahorcan con las cuerdas de las habladurías. Y vuestra paternidad reverendísima ha de ser el primero en saberlo». Fray Hortensio se mordió los labios. Era predicador famoso y querido del Rey: si Dios le regalaba esos dones, también le obligaba a convivir con la envidia, tal vez para que no se encumbrara demasiado… Dios sabe lo que se hace.

Tomás llamó a una puerta de madera sobre la que habían pegado un pasquín de la función de esa tarde. Una mujer madura y gordezuela, con más aspecto de lavandera que de señora, se asomó por una rendija y preguntó quiénes eran.

—Ya sabes quién, María. Fray Hortensio, el reverendo padre trinitario.

Una risa de gallina se perdió detrás de la puerta.

—Hagan el favor de esperar unos instantes, reverendísimo y acompañamiento, que mi señora no está ahora para que le ponga encima los ojos ningún hombre, y menos uno ensotanado.

Paravicino resopló. Le estaba cargando este ceremonial de prostíbulo. Con mujeres había hablado cientos de veces, en estrados y confesionarios; con comediantas, decenas, que no por nada era él aficionado a los teatros y gustaba de conocer a poetas, empresarios y farsantes. ¿Qué se estaba pensando esta Villegas?

—Pero tú, a esta mujer, ¿qué le has dicho de mí? —le preguntó a Tomás.

—Nada, que vuestra paternidad quería hablar a solas con la señora Villegas.

—¿A solas dijiste?

—¿Quería compañía vuestra paternidad?

—Quería que no pensara lo que no es. Pero ya no tiene remedio. ¿Y qué? ¿Tardará mucho?

—No tanto, porque ha de salir a escena en pocos minutos.

Dos representantes ataviados con túnicas estrafalarias pasaron por el corredor y se los quedaron mirando con sorna.

—¿Trinitarios aquí? Si venís a pedir por los cautivos de Orán, vale más que habléis con el autor de la compañía —dijo uno de ellos—, que nosotros no atesoramos ducados. Y la Villegas, de oro, sólo tiene el pico.

—O algo más que no sabemos —malició el otro.

Paravicino los bendijo con expresión de fastidio y les hizo una mueca para que siguieran y no los importunaran. Volvió a abrirse la puerta del vestuario y se asomó la mujer esforzándose por poner cara compungida.

—Perdone que le hayamos hecho esperar. Pase vuestra paternidad, que mi señora ya le aguarda.

Entró Paravicino con las manos refugiadas en las bocamangas y se halló en un cuchitril mal iluminado por un candil de aceite. Cabían estrechamente un tocador, una silla de madera, un espejo y un banco desde donde le miraba una mujer sentada con estudiado despliegue de la falda. Era joven, más graciosa que guapa, más desenvuelta que recatada. Al fraile le había parecido hermosa en la distancia del escenario, del mismo modo que creyó que el vestido que ahora colgaba de un clavo de la pared era de seda carmesí recamado de hilos de oro; pero la una era una moza de pasable gracia y el otro un sayal no muy bien tintado con cenefas amarillas.

Ella no se levantó. Decidido a romper el equívoco que pudiera flotar en el aire, fray Hortensio miró a la comedianta con seriedad y extendió el brazo para que le besara la mano. La Villegas titubeó, pero acabó poniéndose de pie. Paravicino la bendijo, ordenó con los ojos a Tomás y a la criada que los dejaran solos, esperó a que cerraran la puerta, y se sentaron, él en la silla, ella en el banco.

—Ana, os agradezco que me hayáis recibido.

—¿Me está viendo actuar vuestra paternidad?

—Sí. Sois buena recitadora, de voz bien articulada y armoniosa. En las tablas os movéis con soltura.

—Ésas son palabras gentiles. ¿Viene vuestra paternidad al teatro con frecuencia?

—Sí, a este corral, al del Príncipe y a las representaciones de Palacio.

—¿Y encontráis nuestro trabajo digno de ser contemplado por un clérigo?

—El teatro es una buena escuela de la vida.

Ana Villegas se alisó el pelo y sonrió.

—A veces nos acusan de mostrar más los vicios que las virtudes.

Como el trinitario era un firme defensor del teatro y había discutido este asunto con asiduidad, podía seguir la conversación sin esfuerzo mientras pensaba cómo abordar la cuestión que le había traído hasta allí.

—En la vida hay vicios y virtudes —dijo—. El teatro es un espejo del mundo, y bien está que los espectadores aprendan las facetas del bien y del mal.

—Entonces, no es vuestra paternidad de los que dicen que hay que cerrar los corrales y mandarnos a todos a galeras.

Paravicino se rió.

—No, aunque lo escriban plumas tan autorizadas como la del padre Mariana, no soy de ésos. Aportáis recursos a los hospitales de la villa pagando parte de vuestra recaudación a sus cofradías, deleitáis al público, representáis autos sacramentales en las fiestas del Corpus, fomentáis que los poetas escriban sus obras, y enseñáis Historia, buenas letras e incluso doctrina cristiana.

—Me abruma vuestra paternidad hablando tan bien de mi oficio, que muchos ven con malos ojos.

Paravicino conocía al tipo de mujeres en que ya iba clasificando a Ana Villegas: atractivas, seguras de sus encantos, que hacen de la seducción su modo de desenvolverse. «Culebras del diablo, cuando no víboras», pensó. Se movería él con la misma cautela ondulante.

—¿No os parece labor dignísima la que os toca desarrollar cuando representáis en el Corpus la parte de la Eucaristía o de la Fe?

—Supongo que sí, padre.

—Pues bien —dijo el trinitario dando por cerrados los prolegómenos y atacando—, aquí es donde yo quería hablaros. Si el teatro tiene sus detractores, es debido a lances tan lamentables como el que el otro día protagonizaron vuestro hermano y ese Francisco González Calderón.

La Villegas, que hasta ese momento no sabía a ciencia cierta para qué quería verla con tanto sigilo aquel monje gordinflón, se llevó las manos a las sienes y simuló un abatimiento sin límites.

—¡Ay, si supiera vuestra paternidad cómo sufro por causa de ese incidente! Quien no me acusa de ser partícipe de las intenciones de Pedro, me previene de venganzas y me aconseja que me ande con cuidado. Ya ve vuestra paternidad que me han adscrito dos alguaciles, como si una delincuente fuera. Yo, en verdad, nada puedo decir sino que, al clavarle la daga a ese González Calderón, mi hermano acuchilló también mi tranquilidad y mi buena fama.

—¿Qué sabéis de las causas?

—Nada, padre.

—Pero ¿conocíais a Francisco?

—¿A qué Francisco?

—Al agredido, a quien quiso matar vuestro hermano.

—Sí y no. De vista. De algún trato.

¿Mentía la farsante o se había equivocado Tomás? Cuando el trinitario recibió la carta con las quejas de Lope de Vega, le pidió a su criado que indagase en los corrillos del Mentidero de Representantes qué se decía de aquel suceso. Tomás le vino con el cuento de que en el origen de la disputa estaba la hermana del comediante, comedianta también ella, y no de las malas. Problemas de celos, o de honras, o de amores contrariados.

—En todo Madrid se dice que vuestro hermano acuchilló a ese hombre por algún asunto relacionado con vos.

La Villegas se enfadó aparatosamente. Se levantó, agitó las manos, clamó al cielo. Fray Hortensio recordó que se las veía con una farandulera.

—¿Conmigo? ¿Y qué podría haber hecho yo para que Pedro le acuchillara? ¿No hay más mujeres en la corte por las que matar a un hombre? ¿No hay acaso también riñas de naipes, de apuestas o de deudas? ¿Por qué no le pregunta vuestra paternidad al tal Francisco, o a mi hermano, si es que le encuentra debajo de alguna losa?

—Comprenderéis, niña, que nada de esto me interesaría si a ese lance no hubiera sucedido otro no menos lamentable. Después de que vuestro hermano Pedro apuñalara a ese hombre, su hermano clavó la daga de la deshonra en un convento.

—Vuestra paternidad se expresa como poeta.

—Me contentaría con que los poetas se comportaran como buenos cristianos. ¿Sabéis qué clase de persona es ese don Pedro Calderón de la Barca, que persiguió a vuestro hermano espada en mano y no tuvo ningún empacho en profanar el convento de las Trinitarias?

—Una persona a quien no se le pone nada por delante, según lo que cuenta vuestra paternidad.

—Ni honra, ni respeto, ni devoción cristiana. Me han referido, y quien me lo dijo es digno de toda confianza, que las iglesias le importan muy poco; después de la fiesta de Navidad, tuvo el atrevimiento de darle un bofetón a un honrado caballero dentro de los Ángeles.

La comedianta se tragó una carcajada.

—¿Y qué hizo el honrado caballero?

—¿Qué habría de hacer? Soportó la ofensa con paciencia evangélica, pues él sí tenía conciencia y sabía que estaba en la casa de Dios. Si un cristiano es capaz de hacer eso, ¿qué no hará cuando busca al agresor de su hermano? Si se le hubiera puesto por delante el mismísimo arzobispo de Toledo, le habría ensartado con la espada.

Se persignó el trinitario ante imaginación tan desbocada y Ana Villegas repitió el movimiento, pero aprovechó el final de la cruz para acariciarse sensualmente el cuello y el lóbulo de la oreja izquierda.

—Verdaderamente, ¡qué hombre! Suerte tuvo mi hermano de no toparse con él. Porque mi hermano… Está mal que yo lo diga, porque es mi hermano, pero mi hermano, ya lo ha visto vuestra paternidad, es de los que dan cuchilladas traperas. En cambio ese tocayo suyo, Calderón, ¡qué agallas!

—¿Llamáis agallas a la falta de respeto a lo más sagrado?

—Escribe bien y con gracia.

—¿Habéis representado obras suyas?

—Es escritor famoso.

—¿Famoso? Famoso es Lope de Vega, ése sí que es un gran dramaturgo.

—Pero ya está viejo, y hecho un curilla… Mejorando lo presente. Calderón ha representado piezas muy ingeniosas, como El cisma de Ingalaterra o La devoción de la cruz.

—¿Y habéis hecho vos obras de Lope antes de la de esta tarde?

—¿Quién no las ha recitado en nuestro gremio?

—Pues habéis de saber que una de sus hijas es monja profesa en el convento de las Trinitarias.

—Andá, qué risa. ¿Y le tocaron el culo los alguaciles?

—Mirad, niña, en esos términos no vamos a llegar a nada.

—¿Y adónde quiere llegar vuestra paternidad?

—A descubrir la verdad.

—¿La verdad? ¿Y qué es eso de la verdad? ¿Un pajarito de colores? Si Félix Lope de Vega está detrás de todo este embrollo, ahora entiendo que venga vuestra paternidad a preguntarme. Lope es hombre influyente y poderoso.

—¡Pobre Lope! ¿Qué influencias y qué poder le otorgáis?

—Tiene casa propia en la calle de Francos. ¿Qué más muestra quiere de poderío? Dicen que Madrid es la ciudad de España, e incluso de toda Europa, donde las casas cuestan más caras. Los extranjeros se quedan boquiabiertos cuando se enteran de que aquí se vende por veinte mil escudos una casa que en París o en Ámsterdam no subiría de los ocho mil.

—No son caras las casas en este barrio.

—Tampoco baratas.

—Mucho sabéis de economía.

—Y de gramática parda. Las tablas dan cultura, padre. Y no sé poco de poesía. Si un hombre me recita un verso galante, no sé resistirme. ¿Conoce vuestra paternidad versos galantes?

El descaro de la niña no conocía límites. Paravicino la miró con dureza.

—En verdad sois experta comedianta.

—Mi padre, Bartolomé de Villegas, era un importante autor de compañías, y desde pequeños nos inculcó a mi hermano y a mí el amor por el teatro. El teatro es gran cosa, vuestra paternidad lo ha dicho antes. Siendo tan poeta y manejando tan bien la pluma, ¿nunca se le ha ocurrido escribir alguna comedia? Seguro que, con esa facilidad que tiene para sermonear, podría ser de éxito.

—Algo he escrito.

—Ah, ya lo sabía yo. Si tiene vuestra paternidad cara de poeta…

Paravicino se cansó del jugueteo estúpido a que quería someterle la farsante. Se levantó y le hizo una última pregunta, aunque supiera lo que iba a responderle.

—¿Sabéis dónde está vuestro hermano?

—Lo ignoro, padre.

La bendijo, recibió un beso en la mano y salió. Fuera, Tomás y la criada cuchicheaban. Le miraron como si quisieran deducir de sus ojos de qué habían hablado en el vestuario. El trinitario sólo dijo: «Vamos, Tomás», y salió a la calle para regresar a su aposento. Oro falso para vestir a una mujer falsa, pensó disgustado.