7
EL REY SE DIVIERTE
Ana Villegas entró en el cuarto que habían habilitado como vestuario en esta función de Palacio, se sacudió la cabellera, se restregó los ojos y se sacó las babuchas empujando los talones con las puntas de los pies. Los compañeros, pertrechados de armas y embravecidos por el redoble de los tambores, salían correteando al escenario y empezaban a declamar su parte:
Yo he de ser el primero, África bella,
que he de pisar tu margen arenosa.
Los portugueses desembarcaban en Fez, y ella ya no saldría hasta la segunda jornada, así que tenía tiempo de sentarse en un cojín y descansar.
—Al Rey le está gustando —le dijo Ismael del Corral, que en las tablas hacía de Muley y acababa de pronunciar con ella un largo parlamento de amores encelados.
—¿Tú crees? —preguntó levantándose y asomándose por la rendija de la cortina—. Yo diría que tiene cara de aburrido.
—Eso es porque tú has salido de escena, guapa —intervino Matilde Camarena, que se hurgaba las uñas con una tijerilla—. No sé si le interesa más oírnos o mirarnos, y tampoco si de ti entiende lo que dices o se fija más en otros encantos.
—¡Calla! ¿Qué dices?
—Que te come con los ojos.
El Rey se sentaba en una silla de seda un poco retirada de la pared y respaldada por un biombo. A su izquierda, sobre almohadas, sonreía la Reina, esa francesa siempre tan fina y elegante; delante, un poco ladeadas para que su señora pudiera ver el escenario holgadamente, se acomodaban las damas de Palacio. Detrás de los Reyes y en bancos tapizados se distinguía a los Grandes, los gentileshombres de cámara, los mayordomos, los consejeros, los ayudas de cámara, los secretarios, los títulos y los gentileshombres de boca y de la Casa.
El público era como para quitar la respiración al recitador más entrenado, y la sensación de desamparo que embargaba al salir a escena se agravaba con la perspectiva del Salón de las Comedias, en cuyo fondo, como el destello del infierno adonde irían a parar los que no hicieran bien su papel, crepitaba la hoguera de la enorme chimenea de piedra. Esteras y alfombras cubrían el solado de ladrillos toledanos y ayudaban a combatir el frío.
Los habitantes de palacio y los cortesanos que se pasaban la vida en aquellas estancias persiguiendo memoriales, favores y quimeras, no reparaban en la similitud entre el espacio más sagrado del Alcázar, la Real Capilla, y el más profano, el Salón de las Comedias, pero a un observador llegado de fuera no dejaba de llamarle la atención que ambas estancias no sólo fueran contiguas, sino que compartieran idéntico artesonado mudéjar, idéntica forma rectangular (aunque el Salón duplicara en longitud a la Capilla), idéntica sobriedad constructiva, idéntica decoración de suntuosas tapicerías e idéntico zócalo de azulejos. La música resonaba en las dos salas, pero en la primera eran cantos litúrgicos y en la segunda, conjuntos de cuerda, voces y representaciones que buscaban hacer las delicias de los Reyes y sus sirvientes.
A Su Majestad, que era hombre tan sensible artísticamente como débil al hundir las manos en el barro de la política, le gustaba solazarse en el Salón de las Comedias. Compensaba así la rigidez de un protocolo que no hacía sino agravar las amarguras de sus obligaciones como monarca. En el Salón, Felipe de Austria y su esposa Isabel de Borbón se divertían con las travesuras de los comediantes y las finuras de los músicos.
Un espectáculo diario habría querido organizar el conde duque para que su Rey no perdiera nunca la sonrisa de la boca y no se entrometiera más de lo recomendable en los engorrosos asuntos del Estado, y por eso tenía tan avanzado el proyecto de construir un palacio magnífico junto al Prado de San Jerónimo, en cuyas estancias no dejara de sonar la música ni de reír los comediantes, en cuyos jardines su señor pudiera pasear y ver jugar a toros y cañas, y en cuyo estanque se simularan batallas navales y se representaran dramas llenos de aparato. Entretanto, había que conformarse con el Salón de las Comedias del viejo Alcázar, y por eso convenía traer a palacio todas las obras que tenían éxito en los corrales de Madrid.
Era el 25 de febrero de 1629, domingo de Carnaval, y declamaba Andresito de Toledo haciendo de don Juan Coutiño:
Tú verás que a sus mismas puertas llego,
aunque volcán de llamas y de rayos,
dejen al sol con pardas nubes ciego.
Ana cogió del brazo a Matilde y le susurró al oído:
—Ahora, con Brito, el Rey se ha de reír.
Matilde se encogió de hombros. Aunque el mismo Rey se riera, a ella ese gracioso le hacía maldita la gracia, y su párrafo le parecía tonto, difícil de entender y traído por los pelos.
Brito, en las tablas, vestido ridículamente de soldado, iniciaba su imprecación al mar, que le había traído zarandeado hasta aquellas costas:
¡Gracias a Dios que Abriles piso y Mayos
y en la tierra me voy por donde quiero,
sin sustos, sin vaivenes ni desmayos!
Ismael se acercó a las dos comediantas, miró por encima de sus cabezas las reacciones del público y murmuró:
—Fijaos cómo prestan todos atención; hasta el Rey, que parecía adormilado, abre los ojos y estira la espalda. Saben que aquí es don, —de lo dice.
Ana y Matilde le chistaron, porque querían oír. Brito llegaba al pasaje que había provocado el revuelo:
No muera en agua yo, como no muera
tampoco en tierra hasta el postrero día.
Una oración se fragua
fúnebre, que es sermón de Berbería,
panegírico es que digo al agua,
y en emponomio horténsico me quejo.
Don Felipe se golpeó las rodillas con las palmas de las manos y soltó una carcajada. Abierta la veda gracias a este real gesto, toda la concurrencia le imitó. Se desencadenó tal marejada de risas, que el recitador hubo de subir el tono de voz para acabar su parlamento. Don Gaspar de Guzmán se estiraba la perilla y se sonreía.
Se desarrolló el resto de la obra sin novedades dignas de mención y, cuando terminó, aplaudieron los Reyes y todos los presentes. El conde duque se acercó a don Felipe y, después de hacerle la reverencia debida, le preguntó si le había gustado. El Rey respondió que sí, que era ingeniosa, así que Olivares elogió las habilidades de don Pedro Calderón de la Barca, de quien con justicia podía decirse que había reemplazado al viejo Lope de Vega en las preferencias del público.
—¿Vos creéis, conde?
El Rey había hecho la pregunta sin articular apenas, con una entonación desganada.
—Lo creo sinceramente, señor —la dicción de don Gaspar de Guzmán, por contraste, era explosiva y vigorosa—. De todos modos, a vuestra majestad nunca le acabó de gustar Lope, y sin embargo veo que disfruta con los versos de Calderón.
—Sí, está bien Calderón. En la obra de hoy ha hecho un retrato de la dignidad de un infante cristiano ante las perfidias de los moros.
El conde duque asintió. Los cortesanos aguardaban pacientemente a que el Rey y su valido acabaran la conversación y se pusieran en movimiento para poder abandonar el Salón de las Comedias.
—Pues fíjese Vuestra Majestad que hay en esta corte quien ataca a don Pedro, y aun quiere que se prohíba representar sus obras.
—¿Y quién puede querer tal cosa contra nuestra voluntad?
—No quisiera dar nombres, señor, que no está Vuestra Majestad para entrar en esos detalles.
El conde duque sabía que a don Felipe no había cosa que más pudiera gustarle que entrar, precisamente, en los detalles escabrosos de sus súbditos.
—¿Quién lo dice, conde? Os ordeno que me respondáis.
Olivares apuntó una reverencia y compuso una expresión de contrariedad.
—Si Su Majestad lo dispone así, no tendré más remedio que decirlo: fray Hortensio Paravicino es una de las personas a quienes no gusta Calderón.
—¿Hortensio? ¡Pero si le entusiasma el teatro! Si compuso una obra para nosotros, Gridonia se llamaba, ¿no? Era bastante aburrida, por cierto.
—Sus razones tendrá, señor.
—Sí, sus razones tendrá.
—Será que últimamente a fray Hortensio le distraen otras preocupaciones…
El conde duque desistió de continuar la frase porque vio que don Felipe descolgaba la mandíbula y suspendía la mirada en una nube aborregada que pasaba por la ventana. No le estaba escuchando, y cuando eso sucedía, era mejor ahorrar palabras y esperar que él solo se diera cuenta de que había tenido una distracción.
—¿Conde? —dijo cuando volvió de dondequiera que se hubiera colgado.
—¿Sí, señor?
—Hay algo que querríamos preguntaros…
—Lo que ordene Vuestra Majestad.
—En la obra, que en verdad es buena y que da muchos incentivos para llevarse reflexiones a la soledad de la alcoba, había una comedianta de singular atractivo. Mirad, es ésa, ésa que espera, con un vestido rosa, para besarme la mano.
El conde duque miró la fila de recitadores que se disponían a cumplimentar al Rey a los pies del tablado. La segunda comedianta era Ana Villegas, la misma que se había visto envuelta en el extraño escándalo del acuchillamiento de un mequetrefe en el Mentidero de los Representantes.
—Es la farsante Ana Villegas, señor.
El Rey soltó una carcajada floja.
—Vos lo sabéis todo, ¿eh, conde?
—Es mi obligación, Majestad.
—Pues a esa niña nos gustaría conocerla. Puesto que lo sabéis todo, ved cómo puede hacerse.
Olivares hizo otra reverencia mientras el Rey se levantaba de su silla y, con el rostro encandilado, se dirigía a los comediantes para que le besaran la mano.
No cabía. Le faltaba aire, le faltaban paredes, le faltaban bóvedas. Aunque tuviera en ella sus libros, sus retratos, sus escritos y los objetos que había acumulado durante todos los años que había vivido en el convento, aunque fuera la más espaciosa de la Santísima Trinidad, la celda le parecía mezquina. La recorrió una y otra vez, intentó sentarse, arrodillarse, tumbarse, rezar, usar la disciplina con tres latigazos que crepitaron en la espalda con inusitada fiereza. Al cabo, sin encargar la carroza y pese a que ya había sonado el toque de completas, le ordenó a Tomás que cogiera una linterna y le siguiera.
Salieron al claustro y de allí a la entrada del convento, y caminaron a paso ligero hacia la plazuela de Antón Martín. Aunque a Tomás le preocupaba andar solo por Madrid al albur de cualquier desaprensivo, iba tras él sin preguntar, que ya veía que su amo no estaba para pláticas. Había subido de vísperas con un humor de perros: algo le habían contado que le había quitado hasta las ganas de cenar. No había leído ni escrito, y ahora murmuraba y espantaba piedras a patadas. En la calle deambulaban enmascarados envueltos en capas y se repetía el jolgorio y las mojigangas de los últimos días.
Tomás maldecía su suerte. Esa noche tenía la corazonada de que, si se acercaba a la calle de las Hileras, a donde Miguel Arias, los dados le serían propicios. Con el ducado que había obtenido de la venta del breviario de la biblioteca y con tres jugadas afortunadas, podría acumular dineros para calmar el ansia de sangre de Jeremías el vizcaíno. En su imaginación se había visto con la bolsa cargada de monedas saliendo del garito, buscándole por los bodegones de la zona de Embajadores, que era donde solía recalar, y arrojándole a la cara las ganancias para gritar muy alto que Tomás de la Cuesta pagaba sus deudas y no toleraba que un facineroso le amenazara ni le viniera con bravatas. Pero la buena racha había nacido muerta, porque fray Hortensio, en lugar de meterse en la cama y perderse en sus sueños de ángeles y santos, había decidido hacer visitas a deshoras, sin carroza y sin más protección que la suya, que bien menguada era.
Encaminaron los pasos hacia la casa de Lope de Vega. Sabía Paravicino que el dramaturgo tenía por costumbre escribir en su estudio hasta la madrugada, y él necesitaba urgentemente hablar con un amigo. Cuando Lope oyó su voz detrás de la puerta, corrió el cerrojo y le recibió alegremente posándole las manos en los hombros. Llevaba puesta la sotana y se restregaba los ojos para descansarlos del esfuerzo de escribir a la luz del candil.
—¡Llegáis a tiempo para cenar! —exclamó.
—No tengo hambre. Pero he venido con Tomás, y seguro que él sí querrá unas aceitunas.
—Algo más encontrará en la cocina. Anda, Tomás, ve para allá, que todavía ha de estar el ama zascandileando, y dile que te dé lo que haya quedado del pichón que me sirvió en el almuerzo.
—¿Pichón tenéis? No andáis mal de recursos —bromeó Paravicino.
—Ya sabéis cómo es mi oficio. Si un día vendo una obra, como opíparamente; si no, cebolla y agua. Es desdicha no tener un mecenas que me proteja: ingenio sin favor, aunque hable, es mudo.
—Pero tenéis al duque de Sessa.
—Busco protecciones más altas, Hortensio. He solicitado en Palacio el puesto de cronista real. Me daría alguna renta y me permitiría dejar la zozobra de las comedias.
—Yo os ayudaría si pudiese, pero el puesto ya está asignado para José Pellicer.
Lope no ocultó su indignación.
—¡Pellicer! ¡Valiente mentecato!
—Es amigo mío, Lope, aunque reconozco que, al lado de los vuestros, sus méritos palidecen.
—¿Y quién no es amigo vuestro, Hortensio?
—No tengo tantos como yo quisiera, y los enemigos me persiguen.
—Yo necesito algo para seguir viviendo, Hortensio, cualquier cargo, cualquier beneficio. Me estraga darle al pueblo historias bien escritas y mal escuchadas; ellos quieren jóvenes, no sacerdotes viejos que escriben comedias. En esto conviene retirarse a tiempo, y no ser como las mujeres hermosas, que a la vejez todos se burlan de ellas. Si me niegan el de cronista real, volveré a intentar el cargo de capellán de un señor; se lo pediré otra vez al de Sessa, pero es esquivo.
—La fama de Sessa os perjudica. Su nombre no es un apoyo en Palacio.
—¿Y qué puede servirme de apoyo, Hortensio? Si fuera andaluz, como el conde duque… Mirad, si no, cómo llueven cargos, honores y comisiones sobre Luis Vélez de Guevara.
—¿No os ha encargado el Rey recientemente que le compongáis un drama con música?
—Música y tramoya. No pueden dejarme totalmente de lado… —Lope se pasó la mano por el pelo y toqueteó la cruz que le colgaba del pecho—. De noche, miro por la ventana de mi huerto y sueño con una vida distinta. Al ordenarme sacerdote acaricié la idea de peregrinar a Roma y postrarme a los pies del Santo Padre. Tal vez podría haberme quedado allí, en la Ciudad Eterna, olvidándome de los sinsabores de los teatros y de la corte.
—Mi padre era italiano, mi apellido es italiano, también mi vida habría sido otra si me hubiera establecido en Roma —pensó Paravicino en voz alta—. Pero Roma está fuera de nuestro alcance, Lope. Italia es sólo un sueño para nuestra vejez.
Lope agachó la cabeza e hizo un esfuerzo para olvidar sus cuitas y atender a su huésped:
—No habréis venido de noche cerrada a que os cuente mis sinsabores, Hortensio.
Pasaron a la sala. Abatidísimo, Hortensio le refirió que el Rey había visto esa misma tarde la obra de Calderón en que se hacía escarnio de su nombre y de su manera de predicar. Sacó del hábito el papel con la estrofa que copió en la casa del autor Bartolomé Romero y la leyó entrecortadamente, como si los labios le abrasaran.
—La burla es cruel —dijo—, pero la han llevado a su extremo al representarla en Palacio, ante los Reyes y lo más selecto de la corte, ante los mismos oídos que escuchan mis sermones en la Capilla Real.
Lope de Vega quiso compartir el enfado de su amigo, pero aquellos versos tan rebuscados como ininteligibles no le parecieron más que una broma de mal gusto.
—El Rey habrá pedido ver la obra porque le gusta Calderón, y porque este drama, a lo que he oído, está bien concertado. El párrafo, que es demasiado oscuro, no habrá tenido mayor importancia. Ni siquiera habrá reparado en él.
—No me ofende a mí este poetilla —respondió Paravicino—, que yo ya estoy hecho para sufrir humildemente todos los ataques que se me hagan, sino que ofende a Su Majestad y a la verdadera religión.
—Tampoco veo dónde hay tal ofensa, Hortensio.
Lope sabía bien, pues no en vano había vivido setenta años, que cuando los hombres se inflaman de cólera, cualquier palabra que busque apaciguarlos puede servir para avivar sus incendios.
—Pues está claro, está clarísimo. Si ese Calderón habla de oraciones fúnebres, está haciendo referencia expresa a las que yo he dedicado a las honras de los padres del Rey. Porque he sido yo, y lo digo sin alardes, quien ha reinventado esta nueva forma de predicar con panegíricos, rescatándola de la antigüedad, donde se extinguió sin descendencia.
—Pero si son términos sin sentido. Eso del «empopomio», ¿quién lo entiende?
Paravicino se levantó de la silla y dio unos pasos.
—Es «emponomio», que no «empopomio».
—¿Y qué es?
—Una palabra que redescubrí hace poco en un sermón que sin duda él escuchó o del que tuvo noticia. El adjetivo «emponos» es vocablo griego, y quiere decir laborioso o trabajoso, así que vale tanto como gran esfuerzo o gran trabajo.
—¿Y cómo usáis semejantes palabrejas en vuestros sermones?
—Porque hay que enriquecer el castellano, dotarlo de palabras cuyo significado mejora y completa las que usamos de ordinario.
—¿Qué necesidad hay de eso, Hortensio?
—La belleza de la expresión.
—Ya os lo he dicho muchas veces: en el escribir la llaneza ha de ser ley. Bastantes palabras justas y bien sonantes tiene nuestra lengua para que vengamos inventándole otras que nadie conoce.
Paravicino caminaba por la sala hundido en sus rumias; la agitación le fatigaba y le hacía jadear.
—¿Cómo puede un poeta sacar burla de un predicador llevándose por medio la honra de Sus Majestades? ¿Y cómo pueden Sus Majestades caer en la trampa, llevar a Palacio el insulto y ver cómo ensucia sus paredes mientras se ríen? Porque los Reyes se rieron. Me han dicho que los dos soltaron una sonora carcajada al oír la referencia a mi persona. Este Calderón es pendenciero y débil de seso. Poco futuro le auguro en el arte de hacer comedias.
—Pues yo, sin entrar en este párrafo que os ha ofendido, y aunque su estilo a veces me canse, os diré que sus méritos son muchos y por altos conceptos. Éstas son verdades, y no lisonjas mías, Hortensio, y creo que negaría la justicia si no quisiera reconocer quién puede ocupar un terreno que hasta ahora yo señoreaba.
—Denuncié el caso al juez protutor de teatros y al mismísimo presidente del Consejo de Castilla, y ¿sabéis qué castigo se le ha dado? Por un lado, ya lo veis, representar la obra en Palacio, con párrafo y todo. Y por otro, arrestarle en su casa con dos guardias: tratamiento digno de un señor. Sucede así que lo que debería haber sido castigo se ha vuelto premio, pues se le ha dado una distinción de duque. ¿Y sabéis qué han hecho en el corral? Han añadido en los pasquines unas líneas, y no con tinta negra, sino roja. He ido a verlos: son versos en que se presume de que es ahí, y no en otro sitio, donde se pregonan los emponomios horténsicos. Así, los que ignoraban la afrenta se han enterado, y los que iban a ver la obra y no se percataban de la estrofa, están pendientes para no perdérsela y poder reírse a sus anchas. De esto ha servido el ejemplar castigo.
Lope fue a la cocina y trajo un vaso de agua para su amigo. Lo bebió Paravicino y se quedó un buen rato en silencio mirando la claridad de la luna en las plantas del huerto. Después, más tranquilo, hizo la siguiente reflexión:
—El dolor del alma es más profundo y arrasador que el del cuerpo, porque las heridas se abren en un tejido más sutil. En mi juventud me ganaban los deseos de fundirme con Dios, pero con el tiempo aprendí a conocerme y a darme cuenta de que la mejor manera que tengo de servir a Dios es a través de la lengua. Abracé por breve tiempo la reforma de Juan Bautista de la Concepción y me hice trinitario descalzo. Me sedujeron sus vivencias sobre la unión mística con Cristo y sus escritos sobre los dones del Espíritu Santo. Decía él que la perfección está en abandonarse al amor de Dios, que Cristo es nuestro ideal y que su cruz es la fragua de la santidad. Yo quería ser santo, pero no tardé en comprender que no servía para aislarme del mundo y encerrarme en mi celda. Me gusta hablar y que me hablen, conocer lo que se piensa. Soy un amante de la palabra, y la palabra solitaria no es más que la palabra sin vida. Me retracté, abandoné a los descalzos y regresé a la orden calzada.
»Puedo salvar almas y dar prestigio a la orden hablando desde el púlpito. Si Dios me dio el don de la palabra, no es malo que yo haga uso de él para su glorificación. Fray Simón de Rojas, cuyo recuerdo ha alcanzado tanta veneración, me reprochaba dulcemente que tuviera criados en mi celda y recibiera a señores de alcurnia en lugar de salir con él a ofrecer pan a los pobres y consolar a los necesitados en la Congregación del Ave María. Fray Simón iba todos los martes a visitar a los presos en las cárceles, otros días buscaba a prostitutas para convencerlas de que cambiaran de vida, o cuidaba de la casa para niños expósitos que constituyó con ayuda de la reina Isabel. Yo le decía que mi manera de servir a Dios era a través de la palabra, no sé si a modo de disculpa, y él, que ejercía de confesor de la Reina, me dejaba preparar mis sermones mientras iba a Palacio rodeado de su corte de pobres.
Tosió y se llevó el puño al pecho. Juntó las manos y clavó la mirada en las uñas de los pulgares.
—Mi vida de predicador le pertenece a Dios, en menor medida al Rey, en menor medida a los fieles que vienen a escucharme, y por último a mí mismo. Cuando llega a mí, es tan poca cosa que apenas queda nada que llevarme a la boca. Por eso me importa que se respete y se honre, porque es la Iglesia y Dios quienes encuentran su expresión a través de mi persona. Entenderéis, pues, que nunca haya querido que se sepa que escribo poemas. La poesía es una afición que sólo puede airearse entre quienes sepan entenderla y apreciarla. Si hay pliegos sueltos con algún soneto que haya encontrado el favor del público, se lo atribuirán a don Félix de Arteaga o a otros nombres que he ido inventando a lo largo de mi vida. ¿Humildad? ¿Vergüenza? Yo no diría tanto. La poesía está hecha para el disfrute de los círculos más inmediatos al poeta. Todavía recuerdo cuando Luis de Góngora tuvo que venir a mi celda para que le ayudara a recuperar los versos que había ido escribiendo en el curso de los años y que me había regalado sin más intención que la de hacer que los disfrutáramos juntos. Los recopiló para publicarlos; aprietos del hambre.
Lope, viéndole sereno, le pidió que reconsiderara seguir adelante con el pleito contra Calderón, pues sospechaba que, funcionando la Justicia humana como funciona, tal vez le depararía más disgustos que satisfacciones. Paravicino se levantó y se esforzó por sonar convincente:
—Yo os digo que verdaderamente no sufriré una afrenta hecha a mi persona como predicador, pues en mí se insulta al oficio que represento.
Se marchó con la sensación de que el mundo era un lugar más sucio de lo que hasta entonces pensaba. Para subrayar sus reflexiones, un vecino lanzó a su paso aguas mayores y emporcó el arroyo de la calle.
Un grupo de hombres disfrazados con ropas de colores muy vivos se cruzaron con él y se rieron, como si les pareciera muy gracioso encontrarse a esas horas de la noche con un fraile trinitario y un mozo portando una linterna. Paravicino recordó el ataque que sufrió cuando llegaba al palacio del almirante de Castilla y se arrimó a la pared.
—Mala noche para salir de casa, padre —advirtió Tomás—, que en Carnaval la gente enloquece, los ladrones se disfrazan de monjas para mejor acercarse a las faltriqueras, y los rufianes se visten de caballeros, que así consiguen sus malos propósitos.
—Pues lo mismo pensarán ellos de nosotros: que vamos disfrazados de fraile y de criado. Por eso se ríen.
—Si vuestra paternidad lo dice…
—Uno se pasa la vida disfrazado para el teatro del mundo, y en Carnaval se pone un disfraz de otra cosa para olvidarse de lo que pretende ser día a día.
—Ésas son razones extrañas, padre, pero conviene que hablemos así, con naturalidad, porque creo que nos vienen siguiendo.
A Paravicino se le erizó el vello de la nuca.
—¿Quién nos sigue?
—No mire ahora vuestra paternidad, pero están detrás de nosotros, a diez pasos; nos siguen y rehúyen las luces. Son dos, con capa negra el uno, media capa de color pardo el otro, y botas, en lo que muestran que tienen caballo cerca, y sombreros de ala ancha para oscurecer la cara. El uno lleva la ropilla de color azul oscuro con las mangas acuchilladas, y el otro de amarillo.
Paravicino giró la cabeza y vio que, efectivamente, dos hombres los seguían y que respondían a la descripción que acababa de hacer Tomás. Todas las personas con quienes se topaban iban enmascaradas o embozadas. Alguna que otra hablaba a gritos para celebrar su borrachera. En una esquina dos cantoneras les chistaron y, cuando vieron que no les hacían caso, les insultaron.
—Vayamos a Atocha, que habrá más luz y más gente —propuso Paravicino con la voz alterada.
—Si vuestra paternidad puede andar más deprisa, hágalo, que se acercan.
Lamentó el fraile no haber usado el coche para visitar a Lope, y lamentó aún más estar tan poco ágil, porque se resbaló y estuvo a punto de caer junto a la verja del cementerio de la iglesia de San Sebastián. Aceleró el paso, dobló la esquina y respiró aliviado cuando contempló la fachada, acogedora y hogareña, del convento de la Santísima Trinidad. La ronda bajaba desde la plaza de Santa Cruz, y Paravicino hizo un último esfuerzo para cruzar la calle, llegar al muro de su convento y comprobar que los corchetes le veían. Cuando Tomás tiró de la campanilla de la puerta, los hombres ya habían desaparecido.
—Padre, o sólo querían asustarnos o han preferido esperar mejor ocasión.
—Mejor ocasión, ¿para qué, Tomás?
—Vuestra paternidad sabrá, que yo pocos enemigos tengo, y no tan importantes para que vengan a atosigarme.
¿Qué estaba pasando?, pensó fray Hortensio sumido en la mayor de las confusiones. ¿Había enviado Dios una plaga de demencia para asolar la corte?
Entró en su celda, se quitó la capa y se sentó en el escritorio con las manos agarradas en las sienes para intentar tranquilizarse. A nadie podría acusar con certeza de asustarle en sus paseos nocturnos, pero de la indecencia de Calderón daría noticia al mismo Rey, pues la ofensa era grave; muy grave.
Respiró hondo, intentó calmarse, cogió papel y pluma. Era tarde, pero no tenía sueño. Ni aun queriéndolo habría conseguido hacer de su cama un lugar de reposo.
Le escribiría un memorial al Rey, que era de quien dependían todos los súbditos y todos los bienes de la Monarquía. Aunque se sintiera querido por Su Majestad, aunque supiera que le escuchaba en sus sermones y que le tenía en estima, muy pocas veces le había importunado con demandas privadas. Sin embargo, ahora no se trataba de una ofensa personal; no, la ofensa era a la misma dignidad del Monarca. Se agraviaba a Dios, al Rey y a los padres del Rey.
Notó un ahogo y le sacudió una fuerte palpitación. Se levantó y abrió la ventana. El frío le golpeó el rostro, pero no se abrió paso por la garganta. Le pidió a Tomás que le trajera un jarro de agua y el criado se apresuró a llevárselo. Beber le hizo bien. Cuando se sosegó, recuperó la respiración y cesó el temblor de manos.
—Vuestra paternidad haría bien en dormir —le aconsejó Tomás—. De no dormir no puede esperarse buena salud.
—Anda, déjame, que he de trabajar.
El criado se dio la vuelta para retirarse a su jergón.
—Padre —balbuceó—, yo querría decirle que esos matones, a lo mejor; no era a vuestra paternidad a quien perseguían…
Paravicino hizo un gesto con la mano para que se fuera y le dejara trabajar.
—Déjate de conjeturas que no han de llevar a ningún sitio. Enemigos no me faltan, y tampoco anda escaso Madrid de matasietes. Fue imprudencia salir a pie y sin más compañía. Pero eso es lo que ahora menos me preocupa. Anda, ve a dormir, que yo tengo que escribir toda la noche.
Debía explicar las cosas desde el principio, con calma, lograr que don Felipe entendiera la concatenación de desgracias que había llevado a la risotada con que esa tarde se había burlado de él y, sin saberlo, de sí mismo. Ideó un esquema para el memorial. El escrito debía estar tan cuidado como los sermones que pronunciaba desde el púlpito. Cogió la pluma y la remojó en el tintero.
«Soy yo, fray Hortensio Félix Paravicino, maestro en Salamanca, provincial de mi religión, hijo de padres cuya nobleza recuerdo por dar mayor calidad en los servicios a Vuestra Majestad, y no doy más señas de mí, hallándome tan conocido, como por favores del Cielo por odios de la Tierra, sin haber movido jamás lengua, mano o pluma contra algún hombre, y éste soy, el que han sacado al teatro para común irrisión poetas y representantes».
Relató el incidente de las Trinitarias, la irrupción de Calderón y los demás villanos, el abuso cometido en las monjas. Señaló que él denunció tan deleznable caso en el sermón de la Septuagésima. Llegó a la incalificable venganza de Calderón.
«Un don Pedro Calderón que escribe comedias, que resultó ser hermano del herido, no a sangre caliente por el dolor de su hermano, sino después de muchos días, se ha querido vengar de mí, por no decir del mismo Dios. Tomó la venganza el viernes pasado en una comedia que llaman El príncipe constante, y lo hizo sacándome al teatro por mi nombre, introduciendo en esta corrupción de las buenas costumbres, perpetua ofensa de Dios y los hombres, un lacayo bufón (o gracioso, que ellos llaman) haciendo burla de mis sermones».
Copió los versos satíricos, asqueado de tener que reproducirlos. Inspirado por la agitación de la llama de la vela, que parecía materializar su estado tormentoso, añadió:
«¡Miserable desdicha del siglo que tantos miedos debe de dar, de que se viene abajo toda la religión! ¡Gran desdicha mía ser yo el primer hombre en quien se han ensayado las blasfemias públicas del Evangelio en el teatro! ¡Gran mérito de la corte católica, que se le pueda representar por público y festivo espectáculo, como el lidiar un toro, la honra de la palabra de Dios, desangrada por las tablas!».
Estaba inflamado y doliente, y su indignación no conocía freno: «Y si V. M. Se ha divertido con mi dolor, sírvase de darse cuenta que las oraciones que quiso difamar don Pedro Calderón son las honras de los padres de V. M., y las califica de sermones de Berbería por compararlas con los del Corán».
Tanto se ensimismaba en su pena, que una lágrima se le escapó por el ojo izquierdo.
«Jamás he hablado contra las comedias; acaso me castiga Dios de propósito este silencio».
Se levantó, abrió otra vez la ventana, notó el frío de febrero adhiriéndose a la piel de su cara y sus manos, luchando con su hábito por rasgarlo. Pensó que la maldad flota en el mundo como el frío, siempre dispuesta a atacar a quienes, sin valerse de precauciones de malicia, le descubren su rostro y su pecho. Volvió al escritorio, releyó el memorial y lo concluyó:
«Señor, yo no tendré ánimo de subir más al púlpito, no por miedo de estas irrisiones, que son mis glorias, sino porque no se continúen en mi persona los agravios de Dios y de V. M. De vuestra mano espero el remedio, como de esta gente nuevas ofensas».
Lo fechó, lo rubricó, lo miró durante un largo rato como si no diera crédito a aquel suceso que había caído sobre él de la manera más injusta y destemplada, y se retiró al rincón de la capilla por ver si la oración serenaba su espíritu.