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SACRÍLEGOS Y AMOTINADOS CARTELES

—¿Tomás?

—¿Sí, reverendo padre?

—¿Qué día es hoy?

—Diecisiete.

—¿De qué?

—Verdaderamente se ha despertado abotargada vuestra paternidad: de julio del año de nuestro Señor de 1633.

—Me tengo que levantar. He de dar los últimos retoques a la oración fúnebre en honor de sor Margarita de la Cruz, a quien Dios tenga en su gloria.

—¡Valiente novedad! Si cuento los sermones que ha pronunciado este año vuestra paternidad, más me valdrá volver a cerrar los ojos y dormirme, porque, que yo sepa, ha predicado todos los domingos de Cuaresma ante el Consejo de Italia en la Casa Profesa de la Compañía de Jesús; con el desagravio del Cristo de la Paciencia, diez sermones pronunció vuestra paternidad en Santo Domingo el Real. Y no ha faltado a sus citas en la Capilla Real, porque el Rey nuestro señor es aficionadísimo a vuestra paternidad y no perdona que pase más de tres domingos sin que predique ante él.

—Sí, el Rey me hace el honor de otorgarme su aprecio, a mí, al más humilde de sus súbditos. Él fue quien pidió que pronunciara el sermón de hoy. El miércoles pasado, en el entierro de sor Margarita, en presencia de muchos Grandes y señores, iba yo andando delante de Su Majestad, cuando me tiró de la capa y me dijo que la ocasión del fallecimiento de su tía era un campo donde yo podría espaciarme con la oratoria sagrada. Me volví aturdido y, casi hincado de rodillas, le respondí que era singular la merced que me hacía al señalarme de ese modo, y que no sabía si mis facultades serían suficientes para satisfacerle. Tropecé con el hábito, que cada día mi cuerpo está más torpe y responde menos a mis demandas, y caí. Entonces el Rey, en un gesto tan inaudito como conmovedor, me levantó de su propia mano.

—El Rey quiere a vuestra paternidad, qué duda cabe. Pero él no dirime disputas. Si el conde duque no quiere que algo se haga, de pocas mañas dispone el Rey para impedirlo; y si el conde duque desea que algo se imponga, sabrá torcer la poca voluntad del Monarca.

—Calla, calla, Tomás. No digas lo que no conviene.

—Lo digo porque a mí nada me va ni me viene en esto, en tanto que a los amigos de vuestra paternidad, cuando de hablar de don Gaspar de Guzmán se trata, siempre les escuece el bolsillo o la honra. Don Francisco de Quevedo dijo una vez que el Rey es un fantasma vestido de negro que vaga por las cámaras de su palacio y al que sólo sacan de su letargo las mujeres y las buenas pinturas; también las fiestas y el teatro, a poder ser con mucha tramoya.

—¿Qué sabes tú de esas cosas?

—Tengo oídos.

—Demasiado has aprendido junto a mí, y no todo bueno. Anda, abre la ventana y acércame la ajofaina, que quiero ponerme a trabajar enseguida.

—Como ordene vuestra paternidad. ¿Seguirá escribiendo sobre la España probada?

—No, ya te he dicho que quiero repasar el sermón que voy a pronunciar hoy en el funeral de las Descalzas Reales. He de esforzarme tanto cuanto pueda, porque ha sido una dolorosísima pérdida la muerte de la santa infanta sor Margarita de la Cruz.

—Al sermón ya le ha dedicado vuestra paternidad más tiempo de lo usual.

—Lo que ha sucedido es terrible, y el Rey debe saberlo. Ha muerto sor Margarita, lo que llena mi corazón de tristeza, pero un grave peligro se cierne sobre nuestra Monarquía; y sólo el Rey, o quizás Olivares, pueden evitarlo.

—No moleste vuestra paternidad al conde duque más de lo debido. Es persona atareadísima.

—Trabaja mucho, pero no en lo que importa.

Fray Hortensio todavía no se había levantado de la cama. Aunque Tomás ya había dispuesto la ajofaina con el agua, una invencible pereza se había amparado de él.

—Mire vuestra paternidad que con los grandes señores, si no nos tratan bien, es preferible sonreír y esperar tiempos mejores. Nadie gana por exacerbar el honor delante de ellos, sino los sepultureros y los poetas. Perdone vuestra paternidad mi atrevimiento. Yo le hablo así con el respeto que le debo. Es verdad que me dejo caer por el Mentidero del Alcázar cuando vuestra paternidad no me necesita o cuando está en Palacio solucionando sus asuntos. Allí nadie sabe si soy criado, monje o caballero, que hace mucho que descubrí que la ropa hace al cristiano, y como vuestra paternidad me viste bien, puedo codearme con todos los cortesanos que quieran hablar sin que ninguno sospeche de mi condición.

—¿Y qué se dice allí?

—Que crecen los enemigos del conde duque, y que no se mantiene fuerte en la estima del Rey.

—Gracias a Dios el Rey me conserva a mí en su estima, y por eso me pide que predique y me recoge con su propia mano cuando desfallezco.

—No quisiera yo pensar, padre, que soy muy pecador, que el Rey cubre de favores a vuestra paternidad porque quiere que el conde duque comprenda que no está de acuerdo con él en cuestiones más importantes.

—Dejemos esto, Tomás, que he de trabajar y esta plática no nos lleva a nada.

—Vuestra paternidad siempre ha dicho que está orgulloso de ser un instrumento de Dios…

—Sí, soy un instrumento de Dios, Tomás, su humilde instrumento.

—Pero debería pensar si no quieren hacer de vuestra paternidad un instrumento de las intrigas de los hombres. Que no golpeen con la cabeza de vuestra paternidad ni arranquen clavos con las tenazas de sus uñas ni siembren disputas con sus manos. Recuerde que los bienintencionados son armas arrojadizas para los poderosos. Si no quieren escuchar, ¿de qué sirve que vuestra paternidad se exponga aún más? Guarde silencio y piense en su salud, que ya está bastante quebrantada.

—Hoy será diferente, Tomás. Si hasta ahora el conde duque no quiso entender, por fin tendrá que hacerlo. Lo que ha sucedido ha de cambiar el curso de la historia de este reino. El otro día la corte amaneció empapelada de pasquines en que los judíos portugueses hacían chacota de la verdadera religión. La pobre sor Margarita de la Cruz no pudo soportar esta burla y por eso falleció.

—Falleció porque llegó su hora, que ya estaba muy anciana. ¿Acaso importan tanto unos carteles, padre?

—Importan mucho, Tomás, muchísimo. No lo entenderás, pero la confianza que teníamos en el conde duque ha quedado rota para siempre. Él ha acogido desde hace años a estos judíos para que manejen las finanzas de la Monarquía. Él es responsable de que hayamos llegado a estos extremos. Bien me advirtieron algunos amigos, y yo no quise escucharles.

—¿Y quién puede asegurar que fueron los judíos los autores de los pasquines?

—¿Y quién habría de ser, necio? ¿Acaso imaginas a un cristiano injuriando el nombre de Cristo en papeles que todos leerán por la calle?

—Yo sólo digo que los hombres urden intrigas, y que no siempre las cosas son como parecen. Que la astucia del conde duque se enfrenta con la astucia de sus enemigos, que ésta es una guerra en que conviene no ponerse entre dos fuegos.

—Las cosas son como son, y mi obligación es denunciarlas. La razón me asiste. Estaba ciego y no lo vi. Me habían advertido, pero no quise escuchar. Los asentistas judíos son un peligro para el reino y para la cristiandad, y don Gaspar los protege contra viento y marea. Por sanear las cajas de la república es capaz de olvidar los principios sobre los que se asienta. Soy predicador real para fustigar los vicios de la Monarquía y advertir de sus errores, y por eso he de decir dónde está el mal que aflige a nuestros reinos.

—Guárdese vuestra paternidad de esos ejercicios, que sólo le procurarán disgustos.

—¡Qué sabrás tú de lo que estás diciendo! La culpa es mía, por hablar de temas tan graves con quien no debo.

El trinitario se levantó, se lavó con movimientos enojados y se sentó en su escritorio. Demasiadas confianzas le estaba dando a Tomás; pero era verdad que el criado se estaba convirtiendo en una de las pocas personas con quienes podía hablar con libertad. De los amigos, de los compañeros de convento, de los cortesanos, ¿qué podía esperarse, si todos vivían pretendiendo e intrigando? Quien no soñaba con medrar, luchaba por mantener sus privilegios; quien no traicionaba, callaba en un silencio asustado.

Miró lo que tenía escrito. No sería un sermón al uso, de nada le servía ahora la preceptiva estricta del ars predicandi. Superaría las leyes de la oratoria, porque podía permitirse no respetar cánones y normativas para abordar un asunto de tanta importancia. «El aliento de la muerte transforma en llamas los rescoldos de la creación», decía el Griego mientras pintaba aquellas figuras de proporciones imposibles, brazos esbozados, piernas sin pies, colores planos y brillantes, ojos desorbitados: puro espíritu liberándose del cuerpo y dejando su estela por el mundo antes de abandonarlo para siempre. Fulgores del genio, destellos del alma.

Leyó con rabia:

«Sacrílegos y amotinados carteles. Muere Margarita a este dolor. Morirás de amor y de celos, de caridad y de fe. Grandes diligencias se hacen por descubrirlo. Grandes demostraciones se harán para castigarlo. Pero ya es hecho. ¿Qué hemos de hacer? He de deciros mi sentimiento: más que la demasía execrable, me ha lastimado la repetición».

Para el final del sermón, después de los elogios a la infanta, después de glosar su vida y cantar sus méritos, después de llorar su muerte, cuando el Rey y el conde duque y toda la corte esperaran un término conciliador para sermón tan duro, hablaría de la ofensa hecha a Dios con los carteles de los judaizantes.

«Muere Margarita, muere justamente a este dolor, y a otro nacido de él, que es la amenaza que hace a España Dios de un gravísimo castigo. Es verdad, nada encarezco. Fielmente copio la pena de un gran trabajo con que sintió amenazaros Dios: quitó a Margarita la vida. ¿Cuál será éste? Amáguelo brevemente el discurso, que yo no me atrevo a desentrañar más aquestos horrores. Si la amenaza es dejarse Dios ofender, acusar su ley, blasfemar su nombre, fijar contra su honra carteles, el castigo, ¿cuál será? ¡Oh, no lo vean mis ojos! ¡Oh, no lo oigan mis oídos!».

Tocándose el arranque de la nariz con los pulgares y deslizándolos por la línea de las cejas, sentía el arco de su calavera. Entre los globos de los ojos y el saledizo de la frente, los párpados cedían y le recordaban que la piel y los tejidos no eran más que adornos del esqueleto, y la muerte, el cráneo sonriente y sin mirada, la sustancia última de su cuerpo.

«Dios no perdona a quien peca, sino a quien ha pecado. Los que hemos pecado, si nos dolemos y nos enmendamos, tendremos cierto el perdón».

Se miró la cruz bordada en el hábito, las rayas azul y roja de la orden trinitaria.

«¡Ah, cortesanos!, años ha que os predico con libertad: poco he visto remediado, y de muchos soy ahora odioso. Bendito seáis Vos, Señor, que me habéis dado tanta gracia que vuestra doctrina me ha hecho malquisto sea con quien sea, porque estoy convencido de que no me ha malquistado con el más soberano».

Su obligación era hablar, hablarle al Rey y a la corte para que supieran por dónde debían encaminar sus pasos. Luis de Góngora, su querido y llorado amigo, le llamó una vez conciencia y oráculo prudente de Filipo Tercero. Y si lo fue del padre, también debía serlo del hijo.

«Cumplamos todos nuestras obligaciones, particulares y públicas, excusando toda injusticia, injuria y engaño, que son las bombas más violentas para arruinar las mayores monarquías. Pueblo de Dios es el nuestro, escogido para maestro de los demás. Fieles, tengamos a Dios. No prosigamos en ofenderle, no continuemos con nuestros errores. ¡Oh, tú, seas quien seas, fiel o no, que puedes ser causa, ocasión de tanto castigo, mira! ¡Mira! Pero yo no acierto ya a ver. Ya desmaya la voz, las fuerzas se rinden, el aliento falta».

Apoyó la mano en el pliego, inclinó la cabeza y se sintió infinitamente cansado.

Con la cabeza dolorida y el pecho falto de aire, fray Hortensio intentaba recuperarse del esfuerzo que había supuesto pronunciar el sermón. Desde las Descalzas Reales había regresado dejándose arrullar por el traqueteo de la carroza. No pensaba en nada, miraba la vida callejera que continuaba con normalidad, descuidada de la muerte de la monja infanta o de los peligros que se cernían sobre el reino. Veía a los caballeros de capa veraniega y botas coloradas, de plumas vistosas y espadas tan largas que debían sujetarlas con complicados correajes para que no arrastraran por el suelo; las damas abanicándose en los calores de julio; los niños jugando a los soldados o a la pelota; los mendigos en sus harapos; los perros, los burros y bueyes, las gallinas. Sentía los arroyos surcando el polvo de las calles, las moscas, el sol insufrible, las piedras ardientes, el hedor del verano. Fray Hortensio se ahogaba en la carroza, corría las cortinas para respirar, pero sólo entraba el aire incendiado. Perdía el sentido, dormía, quizás se desmayaba. Quizás ya empezaba a morirse.

Sentado luego en la silla de su biblioteca, recordaba, como si todavía estuvieran delante de él, los rostros de los Grandes, de los Reyes, del conde duque. La iglesia de las Descalzas había perdido su carácter acogedor. Ni los muros del templo resonaban con la música de Tomás Luis de Victoria ni las capillas daban asilo a la mirada. Se le había muerto sor Margarita, de quien tanto había recibido. En el púlpito, oprimido por la pena, endurecido por la indignación, Paravicino creía hablar en territorio extranjero, en un desierto de rocas y arenas amarillas. El oro de los forros, de las mangas acuchilladas, de los brocados, de las calzas, se contagiaba a los retablos de los altares y las túnicas de las imágenes, a las barandillas, a las cornisas; saltaba al túmulo que, escalonado y grandilocuente, habían erigido en el centro de la nave en honor de una mujer que siempre despreció la riqueza y había vivido en la humildad franciscana. Empacho de oropel, empalago de brillos.

Sor Margarita había muerto consumida en la vejez y la tristeza; y la ceguera, que ella había hecho suya por contenerla, se extendía en la corte y el reino como una enfermedad de desafecto de Dios. Doblemente huérfano de su madre y ahora de su infanta, miraba anonadado los trazos moriscos de la alfombra de su gabinete.

Un hermano regaba las baldosas del patio, pero el frescor se evaporaba lejos de las ventanas de la celda.

Tomás se asomó y anunció con solemnidad la llegada de don Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares.

No por esperada, le pareció a fray Hortensio la visita menos ominosa. El valido del Rey le besó la mano, y Paravicino, invitándole a sentarse y dejándose caer otra vez en su silla, tuvo fuerzas para asegurarle que se sentía muy honrado de que viniera a visitarle a su celda. Olivares miró impertinentemente todo lo que le rodeaba, se levantó para observar de cerca los retratos de El Greco y se entretuvo sacando y metiendo libros de la biblioteca.

—Vuestra paternidad es gran poeta y maestro del lenguaje —dijo sopesando uno de los volúmenes—. Sus sermones llegan hondo porque combinan el concepto con la forma, y la punta del estilo abre paso a la ponzoña de la idea.

—También su excelencia ha sido poeta. ¿Ha olvidado que escribía sonetos en los años universitarios de Salamanca? Vuestro primo Pedro Guzmán me leyó entonces algunas de aquellas rimas.

El conde duque lo miró como si quisiera dejarse arrastrar por la nostalgia.

—Yo no soy poeta —dijo rehaciéndose—: Soy ministro de Su Majestad. Y vuestra paternidad, aunque escriba romances, tampoco debería jugar a la poesía cuando ejerce de predicador real. Yo sé que admira el recuerdo del agustino Alonso de Orozco, a quien espero que veamos algún día beatificado…

—Canonizado deberíamos tenerlo.

—Orozco era predicador real, como vuestra paternidad, y lo fue nada menos que del emperador Carlos y de su hijo Felipe. También ofrecía consejos políticos a los reyes. Fue uno de los principales instigadores de la represión de los protestantes de los Países Bajos. Pero, que yo sepa, fray Orozco, que escribió libros muy edificantes, nunca criticó públicamente a sus gobernantes. —Paravicino quiso hablar, pero el conde duque elevó la voz—. Fray Alonso repartía su salario de predicador real entre los necesitados, acudía a las parroquias más pobres y huía de las pudientes, no gustaba de hacer vida cortesana, habitó durante toda su vida una celda diminuta propia de un novicio, y no aposentos amplios llenos de libros, pinturas y criados.

—¿Adónde quiere llegar vuestra excelencia?

—¿A qué está jugando vuestra paternidad? ¿Qué pretende con sermones como el de hoy? ¿Señalarme con el dedo y decir: «¡Qué desastres se ciernen sobre nuestros reinos por culpa de este mal gobierno!»? ¿A quién dedicaba aquello de: «Mira, mira los errores que cometes»? ¿A mí, paternidad reverendísima? ¿Con qué título? Ante el Rey, ante los Grandes, ante la corte entera. Se lo advertí hace tiempo, padre, se lo advertí muy seriamente. ¿Qué derecho asiste a un monje para insultar en público al valido del Rey?

—Yo no insulto. Señalo. Digo lo que a Dios no le gusta, lo que puede causar la ruina de nuestros reinos. Dios no quiere que nuestros reinos se contaminen con los judíos.

—¿Y qué sabe Hortensio Félix Paravicino y Arteaga de lo que quiere o deja de querer Dios? ¿Es acaso su profeta, es acaso la voz de Cristo? Hay razones, razones de Estado, que un fraile no puede entender.

Se miraron sofocados, enrojecidas las caras, hinchadas las venas del cuello. Olivares respiró hondo y procuró calmarse. Paravicino estaba pálido, pero se mantenía erguido.

—Yo aprecio sinceramente a vuestra paternidad. Nunca olvidaré que ha actuado con honestidad y entrega en todas las misiones que le he encargado, reconozco que la labor que realiza insuflando ánimos en el Rey en cada uno de sus sermones merece todo nuestro respeto y nuestro reconocimiento. Vuestra paternidad me consoló como un hermano cuando falleció mi hija, mi única heredera, en quien tenía puestas todas mis esperanzas. —Agachó la cabeza. La voz se le había quebrado—. ¿Por qué? ¿Por qué me hace esto vuestra paternidad?

—Yo advierto, yo recuerdo aquello que puede guiar a la Monarquía por el camino de la religión.

—No ha de ser el gobierno como debiera, sino como puede ser… Vuestra paternidad frecuenta ahora el palacio del duque de Medinaceli.

—¿Qué tiene eso que ver? Acudo a su academia literaria.

—Ha de saber vuestra paternidad que el duque no se cansa de conjurar contra mí. ¿Acaso no ha oído nada extraño en sus sonetos? ¿Tampoco lo oía antes en la casa del almirante de Castilla?

—Compartimos la poesía.

—Ya le advertí a vuestra paternidad de que se alejara de esas compañías.

Paravicino era presa de una fuerte agitación. Le costaba tomar aire para hablar:

—Y yo le advertí a vuestra excelencia de que dejara de proteger a los judíos.

—¿A lo mejor las ideas que se le ocurren a vuestra paternidad sobre los asentistas judíos nacen de esas reuniones de rebeldes?

—Nacen del temor de que nuestros reinos pierdan el favor de Dios, que las desgracias caigan sobre ellos porque no seamos capaces de respetar lo que el Altísimo quiere que hagamos. Que vuestra excelencia no escuche los designios de Dios no quiere decir que no existan. Hay muchas cosas que vuestra excelencia no sabe. La humildad debería ser la primera divisa de un gobernante.

—No soy Dios, padre, pero recuerde que tampoco vuestra paternidad lo es. Vuestra paternidad cree que recibe la iluminación de los cielos; yo sé que me nutro de mis cortesanos. Yo no soy Dios, pero sé muchas cosas. De los reinos, de Su Majestad, de sus súbditos, de la corte, de los Grandes, de las órdenes religiosas, de los predicadores reales. ¿Quiere que le diga todo lo que sé de vuestra paternidad?

Se sacó de la pechera un documento plegado y voluminoso.

—No es de hoy, padre, sino de hace cuatro años, poco más o menos, pero cada cosa tiene su cuándo y no todo lo podemos ejecutar en todo tiempo. No es mi letra, sino la de un copista de mi oficina. Sólo lo conozco yo, y la persona que lo redactó, pero él ya no está en Madrid. Consiguió una renta y ahora asiste al virrey de Nápoles. Léalo, si tales lecturas le placen. No quiero que diga nada al respecto. Si algo no le gusta, no proteste; si cree que es mentira, no intente que lo corrija. Recoge parte de lo que sé de vuestra paternidad. La relación es jugosa: hijo natural, falsificador de documentos, mujeriego, amante de comediantas, sospechoso de pecado nefando… Bastaría para retirarle cargos y beneficios, para despojarle de ese hábito, para condenarle a la hoguera.

Paravicino abrió la boca, pero no pudo proferir ningún sonido.

—No soy Dios, padre —remató el conde duque—, pero mis ojos, cuando le miran, ven más allá de esa cruz, de ese hábito, de esa piel de bondades y sabiduría. Y dentro, padre, somos todos muy humanos.

Don Gaspar de Guzmán tiró sobre su regazo el informe, se levantó, se estiró el bigote, hizo una inclinación de cabeza sin amagar tomarle la mano para besársela y salió de la celda ruidosamente.

Doblaban las campanas de la iglesia, pero fray Hortensio ya no sabía a qué oficio convocaban.